Era un día de paz, una mañana
de Santiago, y al borde de las doce.
Era la tregua del ponerse limpio
y de atarse con calma los cordones,
negra la pana, la camisa blanca,
sin riesgo para el hombre.
La tierra, de sentirse tan besada
en plenitud de pájaros y soles,
ardía sin secretos, alumbrando
hasta la sombra azul de los rincones.
¿Este canto podría ser más bello?
… Pero de pronto tropezó en el hombre
un pecho de metal como la niebla
oscuro, como la niebla torpe.
Desde el tierno montón se levantaron
unos cobardes ojos hasta el coche,
pidiendo, preguntando, despidiendo
la mañana tan clara de reproches.
Cuando yo lo encontré ya le sobraban
las palabras de amor y los relojes.
Murió en mis brazos, de desesperanza,
casi como un soldado, como un hombre.