Esa piedra elocuente que levanta
la nómina de muertos en abril,
Charrier, Dupont, Durant (deux frères)…
plantada en medio del jardín;
las letras de oro entre las hojas secas
de la ofrenda: Aux enfants de la Patrie;
las cruces precisando en las colinas,
aquí fue hermoso, la traición allí;
el nocturno compás de las pisadas
extrañas… ¿se van a repetir?
No le pregunto al pozo de la Historia
por si no alcanzo su profundidad.
A los ríos pequeños, sin historia,
les quiero preguntar.
A los ojos de luz superficiales,
a las manos amigas de estrechar.
Y me responden desde el ancho vuelo
los pájaros que vienen y que van
y van y vienen sobre las fronteras
bajo el cielo neutral.
El hombre aprende contemplando el aire:
«Lo que conozco puedo amar».
¿Pisaría mi bota estos vergeles
que ando en la tarde blanda de humedad?
¿Derramaría el vino con que brindo?
¿Robaría aquel pan?
A los ríos pequeños, sin historia,
les quiero preguntar.
¿Y en el supremo gesto con que el hombre
da al enemigo la inmortalidad,
si estuvieras, Albert, frente a mi frente,
con tu pecho de roca y de cristal?
¿Olvidaría tu reír tan noble,
y la trilla en mis campos de Grajal,
y el verso hermano con que traducías
para tu lengua mi canción del mar?
… Y me responden bajo el ancho vuelo
los pájaros que vienen y que van.
Para jugar al juego de la guerra
acaso esté ya próxima la edad
en que busquemos muy lejanamente
bocas heladas antes de besar,
manos que desconozcan nuestras manos,
ojos que no nos griten su verdad.
Y se abrirá quizás una mañana
tan larga de amorosa vecindad
que aunque busquemos pechos desamados
no los sepamos encontrar.