Al pintor Norberto Beberide,
en la plaza del mundo

El eje de la tierra pasa por esta plaza.

Han corrido alabanzas, se han soltado palomas,

y es el día solemne de aventar tu secreto,

celador del milagro, señor de las farolas.


Tantas veces los niños habíamos venido

a través de las cuestas y las tejas lluviosas.

Subiendo desde un puente de goznes sigilosos,

la plaza era más grande por tu paso o tu sombra:

plaza de los señores, con miradores altos

y al fondo una penumbra de espejos y consolas;

plaza del pueblo abierta al tierno sol del ocio

y un perfume de menta llenándonos la boca.


Tú que nunca has dormido para que todos duerman

y el primero en el alba saludas a la rosa

y al caldero, a la escoba, al can y la avecilla,

igual que un San Francisco hermano de las cosas,


enséñanos la clave, dinos el santo y seña,

tú que abres y cierras la plaza de las horas.


Tú nos guardas la plaza, tú presides la plaza,

y en los ojos profundos los colores acopias

y las formas del aire,

la verdad de las formas.


La plaza es un emblema de la vida y la muerte,

una historia trenzada de entierros y de novias.

Tú luego la recreas en los hondos talleres,

y tú la condecoras.


Esta plaza tan nuestra, esta plaza tan tuya,

por tus manos ungidas y sacramentadoras

es la plaza del mundo y tiene de arrabales

a las plazas de Roma.