El eje de la tierra pasa por esta plaza.
Han corrido alabanzas, se han soltado palomas,
y es el día solemne de aventar tu secreto,
celador del milagro, señor de las farolas.
Tantas veces los niños habíamos venido
a través de las cuestas y las tejas lluviosas.
Subiendo desde un puente de goznes sigilosos,
la plaza era más grande por tu paso o tu sombra:
plaza de los señores, con miradores altos
y al fondo una penumbra de espejos y consolas;
plaza del pueblo abierta al tierno sol del ocio
y un perfume de menta llenándonos la boca.
Tú que nunca has dormido para que todos duerman
y el primero en el alba saludas a la rosa
y al caldero, a la escoba, al can y la avecilla,
igual que un San Francisco hermano de las cosas,
enséñanos la clave, dinos el santo y seña,
tú que abres y cierras la plaza de las horas.
Tú nos guardas la plaza, tú presides la plaza,
y en los ojos profundos los colores acopias
y las formas del aire,
la verdad de las formas.
La plaza es un emblema de la vida y la muerte,
una historia trenzada de entierros y de novias.
Tú luego la recreas en los hondos talleres,
y tú la condecoras.
Esta plaza tan nuestra, esta plaza tan tuya,
por tus manos ungidas y sacramentadoras
es la plaza del mundo y tiene de arrabales
a las plazas de Roma.