Me esfuerzo un poco, y os comprendo casi,
hombres de allende el aire donde canto,
gentes desapartadas en el mapa,
prójimos de mi viaje aunque lejanos.
Llego a alcanzar los grises hiperbóreos
de vuestras tardes, noche y aun temprano,
—ay, luz occidua sobre mis sotillos
donde lo oscuro se hace tan despacio—
y aprendo vuestra prisa, vuestro modo
de acelerar el pecho entre las manos,
subir, bajar, la vida, la escalera,
bajar, subir, la estrella, el subterráneo…
¡Quisiera preguntaros tantas cosas!
Podríamos hablar de los muchachos:
abiertos, tal los mozos de mi tierra
sus ojos al amor, aunque más claros;
de cómo las canciones femeninas
en vuestro mundo igualan, sin pensarlo,
—«espera, duda, desengaño, entrega»—
el tema inmemorial de nuestro cántico.
Entiendo, sí, de poco más o menos,
la tabla gradual de los salarios,
cómo se pide amor, y dónde el vino,
y un parque a media sombra solitario.
Puedo decir así que ya os conozco
acaso un poco más de lo ordinario.
Pero conozco sólo vuestra vida,
y no me basta para estar a salvo.
Porque conozco sólo vuestra vida:
¿Qué de la muerte? —con perdón— reclamo.
¿Llega por entre rostros bien sabidos?
¿Quién os recoge el corazón gastado?
¿Abren de rezo en rezo las ventanas
para teneros oreados?
¿Qué toque de Ánimas y en qué campanas?
¿Cuántos vecinos juntos a llorarlo?
¿Hay procesión de llamas por el bosque
para hacer el camino y alumbrarlo?
¿Marcháis a hombros sobre los amigos?
¿Os conducen sin prisa y con cuidado…?
(Porque vivir podría, si se tercia,
no importa en qué distinto meridiano;
pero morir, morir, es más sencillo
en la tierra de siempre un día claro,
seguro el rito, la manera inmóvil,
y el nombre a dos columnas del diario.)
Os presto el corazón por mientras valga.
Y otorgo:
Que dejo reservado
el huerto familiar de la costumbre,
y un árbol con su sombra prevenida,
creciendo lentamente…
Y esperando.