De un alba de niebla vengo,
la esperanza es mi país.
Voy con el sol y los vientos
por donde ellos mandan ir.
Ay, edad de los prodigios,
los cristos que sudan sangre
por sus rostros de marfil.
Puentes serenos que dudan
y el gallo que dijo sí.
Desde la torre más alta
cayó un maestro cantero
en brazos de un querubín.
No hay romero solitario,
la hueste es larga y sin fin,
desde un tiempo sin memoria
al tiempo que ha de venir.
(Conmigo van los mendigos
y el señor conde del Rin,
Juana de Aviñón, alegre,
y entre sus hombres el Cid.
Los reyes con sus coronas
y mantos de carmesí.
Los papas de los papados,
con sus cruces de rubí.
Mercaderes de Venecia,
banqueros los de París
y los bandidos que acechan
oro y plata del botín.
Mirad la Isabel Segunda
por donde solía ir.
El Duque de la Aquitania
—don Gaiferos, es decir—
y el Niño Jesús el pobre
con san Francisco de Asís).
No hay romero solitario,
la hueste es larga y sin fin,
los que ya son polvo ardido
y los del año dos mil.
Ay, que la tierra es muy dura
en las cuestas de subir,
dura en el llano y la fraga
y en las piedras del cantil.
Estepa de mil cuchillos
y la sabría sentir
como una alfombra de musgo
regada de agua de abril.
Cañada de las palomas,
aroma del alhelí:
quienes traigan son de guerra
mejor no pasen de aquí.
Santiago y abre los cielos
a los vuelos del malvís.
Santiago y cierra los cielos
al azufre y al misil.
Camino de los milagros,
las hierbas para el febril
y arenas que se hacen oro
temblando bajo el candil.
En la costa de la muerte
el sol se pone a morir
sin que nadie lo remedie.
Quién me dijera al partir
que al final de la jornada
todo el milagro está en mí.
Todo el milagro está en mí.