Escuchen, por favor, estos versos:

Lagrimitas de mujer,

perlas de mi corazón,

que venís a entristecer

las delicias del amor.

Pueden sonreír, pero háganlo con piedad. El poeta tenía nueve, quizá diez años, vivía y soñaba —mucho, lo de soñar despierto— en una pequeña ciudad del interior, sin tranvías ni puerto marítimo, y la niña era de Bilbao. Son, absolutamente, los cuatro primeros versos que escribí, y no sé por qué se los oculté a entrevistadores y profesores que bastante hacían con preguntarme. Quizá mi nula simpatía por la precocidad.

Ya hecho un hombre, conocí la vanagloria de algunos premios en certámenes y juegos florales, que en su día silenciaría arteramente en biografías y solapas. Así llegó el momento en que, sin apenas ayudas, comprendí que la poesía era otra cosa. Aunque no sabía qué cosa. Me relacioné con poetas y profesores en la capital. Asistí a tertulias. Escuché o leí sentencias como que la lírica moderna es un lujo del hombre manchesteriano y burgués, y ¡hala!, a repasar las teorías políticas y económicas y el término burgués que vale tanto para un roto como para un descosido. Otro sabio me disuadió de mi prurito de perfección, porque si se escribiera un poema perfecto —vaticinó el sabio— el mundo se terminaría. Los francófilos se arrimaban a Mallarmé —«dar un sentido más puro a las palabras de la tribu»— y los atentos a los aires anglosajones te hablaban de Coleridge: «Las mejores palabras en el orden mejor». De esas ocurrencias, a miles. Me fui soltando de los mentores, y un día vi claro que las teorías no eran lo mío, que acudía a la poesía compulsivamente cuando una idea —o mejor, un sentimiento— alcanzaba en mí una maduración que podría decirse obsesión, y que para liberarla no había otra receta que tirarse a la piscina de la página en blanco. Y que en esa aventura había consolación.

En una noche del invierno leonés pude hablar de estas inquietudes con Leopoldo Panero. Fue una larga conversación en la que retuve su idea de que si Dios está de dar, el poema nace en cualquier sitio y en cualquier momento. Escrito a cada instante es, coherentemente, el título del libro que me entregó dedicado. Del resto de sus teorías no doy razón, porque quedaron solapadas bajo sus propios versos, graves y calmosos: «Camino del Guadarrama / nieve fría de febrero / y a la orilla de la tarde / el pino verde en el viento». También en León nevaba. Bebíamos coñac.

En León radicaba —y radicalizaba— el grupo Espadaña, al que llegué tarde, casi al final de su movida navegación. Sólo tres poemas amorosos señalan mi paso junto aquella breve y esforzada hueste. De sus poetas, el de voz más contaminante era Crémer, y tuve cuidado de admirarle pero que no me influyera. Mis poemas iban saliendo sueltos en las revistas de la época. En Poesía Española, que gobernaba García Nieto ¡y pagaba puntualmente! Y con frecuencia en Alba, azarosa empresa de mi paisano Ramón González-Alegre.

EL REGRESO ¿DE DÓNDE?

A mis treinta y tantos años con bastante obra édita e inédita, yo no había publicado un libro. Mis coetáneos, que a su tiempo lo hicieran con algún éxito, entraron en una generación, que es la manera de salir siempre en la foto. Pero yo me había descuidado de tal protocolo y es difícil encontrar mis gafas de concha y mis chaquetas cruzadas en fotografías de grupo. Me avine, sin ningún retorcimiento, a hacer el camino a mi aire, procurando, esto sí, que mi obra no fuera sino a buenas manos editoras. El regreso salió en Adonais en 1964, con el número ccxx de la colección.

Convendrá aclarar este retraso en lo editorial, tan incongruente con mi precipitación en dar las primeras señales de mi vocación vergonzante. Ocurrió que en plena juventud la vida me llevó y me trajo por oficios que me obligaron a moverme, a viajar dentro y fuera de España, a la disipación. Confieso que he volado, pero que esa libertad de las alas avivaba la nostalgia de mis raíces.

Días después de la salida de El regreso recibí con sorpresa, y también con temor, La Vanguardia de Barcelona, que en solemne página completa titulaba: «Palabras, formas, emociones. Antonio Pereira, nuevo poeta». Era mi primera comparecencia ante la crítica, y ésta venía firmada por «M. Fernández Almagro, de la Real Academia Española». Don Melchor venía a favor. Pienso que tomó por real mi destierro (voluntario o no; él se cura en salud) en países lejanos y ultramarinos, como esa Guayabamba de la que inventé el nombre y el color y olor de las calles. Que mi ficción resultase creíble lo tomé como un acierto, y creo que lo es, del «poeta-fingidor». Las palabras del crítico sonaban bien: «La sencillez y la transparencia de la expresión, la cálida temperatura humana de la emoción que el poeta transmite, el tornasol sicológico de todo eso que le impresiona a lo largo de su divagación por las calles que le imponen rutas al azar, seguro de no tropezar con nada que le sea conocido y amado, son señales inequívocas de la autenticidad con que ‘el desterrado’ solloza o está a punto de sollozar, sin eco en las gentes que pasan». En esto del alejamiento nostálgico insistirían otros críticos. (José María Balcells era por entonces un joven y batallador catedrático y llevó uno de mis poemas a su antología Poemas del destierro, que editó Plaza y Janés). Y en la misma idea abundó Rafael Morales.

También hubo coincidencias —mayores o menores— en los reparos. Algunos aparecían apuntados en F. Almagro, donde —seamos claros— no todo era agua de rosas. Se me reprocharon algunos prosaísmos, las caídas en lo coloquial y la atención a detalles nimios del entorno diario. Ah, que la vie est quotidienne, había leído yo en Laforgue, y me gustaba. Concretamente me riñeron por «El pequeño tren», del que son estos fragmentos:

[…]

Dieciocho kilómetros diarios,

nueve y nueve contándole ida y vuelta,

para enlazar a tiempo con los grandes

expresos que conceden un minuto,

no es gran cosa, pero es la lanzadera

capaz de urdir la trama de los siglos

[…]

pequeño tren, formado como tantos

hombres con vocación a la modestia,

y canto tu belleza subsidiaria.


Es un poema que a mí me gustaba entonces y me gusta ahora, y déjenme que les coloque otra cita: «Conviene escuchar a los críticos, pero no tanto que se inmiscuyan en la escritura de tu siguiente libro».

YO PECADOR CONFIESO Y CANTO

Me acuso de que en París iba a espectáculos indecentes, de que también en Tánger. Conocí buenos hoteles. Con imprudencia aposté en el casino de Estoril. Me gustaba aparentar, pero en el fondo mantenía la consciencia de mis orígenes y me corroía la pesadumbre de mis paisanos de los montes ásperos y de los caminos imposibles. Después de El regreso me pareció urgente escribir por ellos y para ellos un canto de alivio y de esperanza, y que eso era lo que mandaba la ética: la poesía necesaria. Escribí Del monte y los caminos.

Cuando terminé el poemario, terminaba el plazo de admisión para los Premios Guipúzcoa. No es que desdeñara la dotación del premio de poesía, pero me interesaba sobre todo la publicación del libro. Facturé mis folios a San Sebastián, pasó tiempo sin noticias y casi me olvidé del tema, hasta que alguien me hizo llegar unos periódicos: ¡Por un tris! «Empate entre Del monte y los caminos, de Antonio Pereira, y La señal, de José Batlló, decidiéndose el jurado por este último».

¡Bien por José Batlló!, pude decir en seguida. Resultó ser un caballero, expresión esta que a él le haría reír por pequeñoburguesa. El poeta afincado en Cataluña, avanzado y rebelde, era el editor de El Bardo, una reciente colección de poesía que se estaba imponiendo como puntera en el mapa de la poesía española. La había abierto un libro de Gabriel Celaya y le habían seguido nombres como Vicente Aleixandre, Ullán, Gloria Fuertes, el recentísimo Gimferrer con Arde el mar… Batlló me invitó a que el libro que había sido contrincante del suyo se publicase allí, sin demora, inmediatamente. Me pareció mejor premio que los seis mil duros que daban con el Guipúzcoa.

Poesía Española encargó a Francisco Umbral la crítica de mi nuevo libro, y con ella se abría el número de la revista correpondiente a mayo de 1966. Un análisis lúcido que tuvo la virtud de ponerme frente a mí mismo:

«Del monte y los caminos es obra que marca, precisamente, el despegue de Pereira más allá de lo conseguido. […] No sabemos si la exigencia le nace a este libro del tema o es una mera exigencia artística, humana, poética. En todo caso, Del monte y los caminos nos sorprende con una serie de poemas donde el poeta cambia de situación, canta desde otro sitio, o, cuando menos, canta hacia otro lado:

Con vosotros regreso,

nunca martillos, yunques

de mis antepasados.

A vosotros asciendo.

Yo, degenerado

hijo de las montañas,

tantas noches perdido

entre la seda.


Yo, pecador, confieso y canto.


»Poco importa que esta toma de conciencia le haya nacido al poeta por incentivo exterior, por presión de la poesía ética ambiente o en natural evolución humana, en humano replanteamiento de vida y obra. Importa solamente comprobar que Antonio Pereira ha acertado en la adecuación de su rico lenguaje a una exigencia de sobriedad, a una ponencia sobre situaciones de compromiso. […] Hay que poner la vida y la muerte a la obra en marcha, y esto es, en definitiva, lo que potencia una calidad».

Miguel Dolç, que luego se ocuparía repetidamente de la poesía que yo fui publicando, tomó este libro para hacerlo por primera vez, y fue en Levante, de Valencia. Otra cosa, que no una crítica, fue lo del maestro Gerardo. Gerardo Diego, que tachan de tacaño en las menudencias de la vida, me hizo un regalo generoso: «El sonido del hierro». Es un artículo hermoso donde se evoca mi canto al sonar de «los clavos sobre el platillo / de la balanza cayendo / y el choque de las caderas redondas / de los pucheros». Y confiesa, el poeta cántabro, su afición por el son de la fragua, que «rima maravillosamente con el de la lengua de España, una lengua fina, pero de hierro».

DE LOS VIAJES

He aludido a esta circunstancia de mi vida, pero procuraba viajar «por atún y a ver al duque». En Buenos Aires, el «duque» fue Jorge Luis Borges, por más que no viviera en un palacio y sí en un piso mediocre de la calle Maipú. Servirle voluntariamente de lazarillo me dio la recompensa de tenerlo durante horas para mí solo. Oí sus versos de su propia boca, «Nadie rebaje a lágrima o reproche / esta declaración de la maestría / de Dios, que con magnífica ironía / me dio a la vez los libros y la noche», y había en su dicción un leve temblor emocionado, puede que un poco histriónico. Paseábamos por la calle Florida. La gente se paraba a estrecharle la mano y decirle unas palabras. Borges —le dije yo—: lo llevo a usted de mi brazo y tengo la impresión de que llevo la bandera de la Argentina. Le gustó, y ahora pienso si no habré estado cursi. En todo caso, fue una larga fiesta inolvidable.

Otros encuentros tuve que enriquecieron mi quehacer poético, pero no es el lugar de detallarlos. El caso de Lêdo Ivo, no obstante, me pide unas líneas partidarias. Como puede pasarnos con una mujer, que nos enamora con uno determinado de sus encantos, yo me enganché al poeta brasileño por su extensa Elegía didáctica, y aún más concreto, por uno de sus versos: «Piensa en la lluvia cayendo sobre los huertos hipotecados». No es la saudade que con frecuencia nos impregna —o nos cala— en la lírica portuguesa. Es una emoción contenida que parece aludir a una situación de injusticia social, y bien sé que esta es mi percepción personal, acaso irritante por lo subjetiva. Después de ese poema, que Ivo escribió a sus ¡veinte! años, hay una obra amplísima que me acompaña y me da salud. A Lêdo Ivo no tuve que prestarle mi apoyo. Al contrario, fue él quien me ayudó a transitar su fazenda en el Mato, donde me tuvo de invitado y de oyente privilegiado.

MI PADRE Y L’OSSERVATORE ROMANO

Mi padre estaba orgulloso de mi poesía y de que me llegaran cartas de personajes como Vicente Aleixandre y Jorge Guillén, que a lo mejor un día les daban el Premio Nobel (esto del Nobel se lo decía yo). Pero mi padre tenía una espina:

—¿Y Pemán?¿No te escribe Pemán?

Un día creyó definitivamente en su hijo, y fue cuando en L’Osservatore Romano, «giornale quotidiano político religioso», se ocupaban de mi reciente Cancionero de Sagres. Mi padre tenía cargos en las Conferencias de San Vicente y en la Tercera Orden de San Francisco, y Roma era Roma. Mi poemario no tenía nada de beato. Estaba dedicado a Portugal (la nación que más quiero, después de la mía), escrito sobre el terreno en el país vecino cuando la dictadura de Salazar. Esta circunstancia, sin tener el libro un carácter político, asoma en muchos momentos y en su ambiente general:

Por caminos del monte bajo,

a la orilla del verde brezo,

los portugueses van o vienen,

silenciosos hasta los huesos.

[…]

No les preguntéis hacia dónde

van, ni si vienen de muy lejos.

Los portugueses que yo digo

sólo hablan con su silencio.

SÍ, LA POESÍA ES CONSOLACIÓN

La poesía, más que conocimiento o comunicación, es para mí una tregua de consolación, algo que encaja en aquel concepto de Gómez de la Serna cuando habla de un hiperespacio que Dios nos concede para que no sean tan sórdidas las ocho de la noche.

Durante una temporada en los primeros años setenta, mis días tuvieron el color y la pesadumbre del plomo. Pero no me faltaron horas en que la poesía y algunos amigos poetas estuvieron conmigo. Escribí Dibujo de figura. No tuve que buscar editor, a mi retiro obligado vino Batlló y se llevó el manuscrito para publicarlo de inmediato, aunque en el Bardo, de prestigio creciente, connotados poetas hacían cola. Batlló era parco de palabras y poco querencioso, pero generoso en su comportamiento. Creo que me estimaba. Años más tarde publicó su Memoria y Antología de El Bardo (1964-1974), con sucintas notas sobre los autores: «La poesía de Pereira es una extensión de su personalidad, lo que raramente ocurre en los poetas: moderado hasta rozar la reacción, tolerante e inconsecuente, todo ello con una ingenuidad desarmante y una constancia y austeridad genuinamente castellana, aunque aquí se trate de un oriundo del Bierzo».

Sobre Dibujo de figura hubo el consiguiente cortejo de críticas y, entre ellas, una sorprendente. Por entonces salía con éxito en Madrid el Nuevo Diario, y en el número de I de noviembre de 1972 se dedicaban dos grandes páginas entusiastas a mi libro, con la firma de Romero Esteo. Escribí al crítico mi gratitud —no lo conocía y nunca lo conocí personalmente— y a sus señas de Málaga le fui enviando mis obras sucesivas, pero nunca más se supo.

Con mis libros de poesía ya publicados, envidiaba el privilegio de verlos reunidos en la colección Selecciones de Poesía Española que Enrique Badosa conducía en Plaza y Janés. Yo seguía en el confinamiento forzoso, pero mejorando, gracias en parte a las satisfacciones y esperanzas que me dispensaba la poesía. Se lo insinué al director y poeta. Dicho y hecho. Enrique conocía de antemano toda mi obra, le envié el original y ¡a vuelta de correo! recibí el contrato y el cheque con el correspondiente anticipo. Me emocioné, y la debilidad del convaleciente se tradujo en unas lágrimas que ni olvido ni me dan vergüenza. Salió Contar y seguir (Poesía 1962-1972), prologado por el catedrático Miguel Dolç.

EL POETA-LECTOR

Los lectores de poesía son pocos (no tan pocos como algunos creen), y con frecuencia ellos mismos son poetas. A veces son suscritores de pago de la colección, otras veces están en una lista del autor o del editor como merecedores de que el libro les llegue «gratis et amore».

Cuando recibo una carta de acuse de recibo y gratitud, me huelo en seguida si son unas frases de trámite o una opinión sinceramente fundada en la lectura del poemario.

El primer paso de la que sería relación fraterna con Ricardo Gullón fue su carta desde Austin sobre mi poema del soldado Juan (Cancionero de Sagres):

¡Aparta, Juan! Colócate

en tu sitio. Si Dios

se lo propone, ya

te mandará una bala

perdida.


Gullón quiso relacionarlo con Juan Panero, muerto de su «bala perdida» en un accidente de carretera cerca de León. «Pero otras balas, metálicas de veras, fueron a dar en el pecho de tantos amigos como hoy son polvo de nuestra tierra»… ¡Diáfano Ricardo! En sus lecciones de crítica literaria iluminó las relaciones entre mi poesía y mi cuentística, y mi salida en la mítica Austral (Cuentos para lectores cómplices) fue abierta por su autoridad prologal: «Poeta original y a su manera ‘raro’, es decir, huidizo a las clasificaciones que lo agruparían según el criterio o la falta de criterio vigentes…»

La correspondencia literaria con Martínez Cachero y Colinas y Carnicer y Buero y Cela y tantos otros se alimentó a lo largo de mis sucesivos poemarios. Gamoneda me tiene escrito, pero entre nosotros era menos necesario, por el frecuente trato personal. Este trato lo compartíamos con el cura Lama. Don Antonio murió en 1968, en una etapa gamonediana de travesía del desierto, y no pudo conocer Descripción de la mentira, un libro con frecuentes pasajes enigmáticos. Tengo el barrunto de que el personaje desaparecido está en el fragmento que comienza: «Tu serenidad era la servidora del desprecio».

Más de medio siglo, Gamoneda y yo en tardes del vino de las tabernas, comulgando en la poesía y en los pequeños disturbios de las neurosis de la creación.

EL ESCRITOR DE CUENTOS. Y MÁS POESÍA

Al tiempo que componía y publicaba mis poemas, cultivé la narrativa breve. El cuento literario tiene mucha afinidad con el poema y, además, en mi poesía —soy devoto del Romancero— no es difícil encontrar ingredientes narrativos. Por otra parte, la disciplina del verso me proporcionó recursos impagables para el relato: economía verbal, renuncia a los meandros y digresiones, poder de sugerencia de las palabras.

¿Será una falta de pudor si yo mismo declaro que tuve algún éxito? Las ediciones se van sucediendo, salen nuevas recopilaciones y antologías, ediciones críticas sobre mi cuentística.

Pero no descuidé el huerto íntimo de la poesía. Publiqué Antología de la seda y el hierro (1986), una selección personal con poemas ya divulgados y algunos inéditos. En 1995 me hicieron el honor de que abriera en Villafranca del Bierzo la Colección Calle del Agua, y lo hice con Una tarde a las ocho. Fue una idea —la colección— trabajada por Juan Carlos Mestre, que creó una acertada maqueta, y Miguel Angel Varela. Pero a Mestre no se le debe únicamente la idea inicial y su plasmación gráfica. El poeta impuso a la colección un aire actual y universal, y quienes lo conocen saben sus dotes de seducción y su capacidad de convocatoria.

También por entonces, la Universidad de León publicó (1996) Países poéticos de Antonio Pereira, cerca de cuatrocientas páginas en que Carmen Busmayor, doctora en Filología Hispánica, entrega un estudio que es obra de referencia para el conocimiento de mi poesía.

Y ahora, en fin, un nuevo poemario, Viva voz, que figura al final de este volumen como aportación inédita al panorama de mi poesía. En él aparecen algunos poemas que fueron anticipados en revistas o en alguna selección como Antología de la seda y el hierro —banco de pruebas— esperando su ubicación en libro unitario y la versión definitiva que aquí alcanzan. El lector de mi poesía, si también lo es o ha sido de mis cuentos, encontrará en Viva voz cuatro textos que habiendo visto la luz como microrrelatos, valen, a mi juicio, como poemas. Me ha parecido un experimento jugoso, que puede verse en «Lenta es la luz del amanecer en los aeropuertos prohibidos», «La violinista», «La esquela», y «El escalatorres».