No podía saberse, no, qué noche
sonarían las voces consabidas,
aunque siempre de nuevo sorprendentes:
¡Agua, agua, socorro, fuego, fuego!
El sueño, promediando por la sangre,
defendía la cálida quietud,
mas las voces, las voces asaltaban
los dulces agujeros de la sombra.
Entonces, las campanas de la Insigne
Colegiata, más bronces que en un duelo,
históricas, profundas, espantosas,
empezaban el toque de rebato.
—¿Dónde el fuego, vecinos, dónde, dónde?
—¡Hijos, mirad la casa de la abuela!
Todos los sacristanes alertados,
las monjas campaneras que no duermen
jamás —lo juraría— volteaban
en nuestra villa pródiga de torres.
¡Descorred los cerrojos del recelo!
Gimen los goznes, y de los portales
van saliendo los hombres, en descuido
de botones y barbas fatigadas.
Hay una establecida jerarquía:
Aquel es capataz, lo saben todos,
confitero de oficio, y ya su padre
heredó del abuelo la costumbre.
Los demás se colocan en hilera
y se pasan de prisa los calderos.
A veces el caldero rebosante
se lo da un hombre al hombre que más odia.
Se miran fugazmente, encadenados,
pero hombres al fin, y el agua vuela.
Ya no puede la furia de las llamas.
Tan sólo un humo triste y postrimero
mientras arde quién sabe qué madera
humedecida de sereno llanto.
Las gentes volverán a su secreto.
Van a sonar pesados los cerrojos.
Pero antes de extenderse por las calles
se contemplan los unos a los otros
con un poco de amor, y van pensando:
«Por cada fuego somos más vecinos».