Soy un hombre de paz,
y lo confieso
a quien me quiere oír y a quien no quiere;
pero haría mi guerra, yo el primero,
por alargar el reino de la tarde
en el limpio dominio de los viejos.
No los niños, que asumen en potencia
oculto entre sus brotes indefensos
el poder de la tierra.
No los jóvenes cuerpos
viriles, asombrados de la gloria
descendida a sus músculos enteros.
Ni siquiera la virgen, nunca inerme
en la suave extensión de terciopelo,
más fuerte que parece, más segura,
bajo el arco tendido de los senos.
La redondez augusta de la esposa
dormida sobre el lecho,
mullendo la blancura de las noches,
amando en paz, pariendo,
amasando en el día la esperanza
con sus manos de pan dorado y tierno,
no me pide defensa, pues le basta
su destino matriz del universo.
Seriamente levanto mi bandera
—primero en paz, un día ya veremos—
para pedir países de hermosura,
mejor que cementerios.
Convoco a los poetas concejales,
reclamo apasionados arquitectos
que proyecten polígonos de espera
sin callejones donde habite el miedo;
plazas de sol con bancos verdeclaros,
periódicos abiertos
por el jersey azul de las muchachas
y alacenas oliendo a ropa blanca
con mezcla de membrillo y limonero…
¡Que se hayan previsto las palomas
y la solicitud de los carteros!
Hasta que un día… ¡No! Si soy poeta
puedo inventaros un país sin tiempo.
¡Nadie os reclame por el nombre propio
a los reinos extraños del silencio!
A vosotros, mis amigos, los fuertes
niños que mal llamamos viejos.
A todos los del mundo.
A los más nuestros.
A este viejo que se hace por mi sangre
desde un trece de junio en movimiento
por el soplo de Dios,
Viejo Dios, Tú también, Viejo y Eterno.