Padre: primer momento
del tiempo que rehago
desviviendo hacia atrás
por caminos borrados.
A tus manos me acojo.
De tu cuerpo recuerdo
la fuerza, pero nada
más cierto que tus manos.
De tus manos llevabas
mi vocación cogida
y mis pasos se hacían
memoria de tus pasos.
Era la atardecida
y tú los señalabas:
picos, valles, congostos
de soledad, malvises
por sus nombres exactos.
Decías: «Por entonces
traíamos el hierro».
¡Y sonaban metales
precipicios abajo!
«El camino —llamabas
al recuerdo— era duro
viniendo de los mazos».
¡Y mi infancia aprendía
lo que cuestan las hoces!
Porque nadie comprende
cuánto es de barato,
si se compra, ese filo
que arrebata las mieses.
En los adentros anchos
de la patria fulguran
las hoces bajo el sol,
puras de veranía…
¡Y están hechas de monte
y de caminos malos!
paridas en invierno
con sudor, en las fraguas
primarias del cansancio.
Padre: Te lo mandaba
la sangre. Y al abuelo
Manuel se lo mandaba
otra sangre, con qué
nombre, dime, que ya
no puedo recordarlo.
Con vosotros regreso,
nunca martillos, yunques
de mis antepasados.
A vosotros asciendo.
Yo, degenerado
hijo de las montañas,
tantas noches perdido
entre la seda.
Yo, pecador, confieso
y canto.