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Hoy no voy a cantar

por una catedral.

Ni siquiera por pájaro,

mujer o nube altiva.

Hermosa a su manera

y de cantar posible

si la mira el amor

es la ferretería.


Digo una tienda al norte

que da a la carretera

por dos puertas delgadas

y por una vitrina;

que da al mundo, a los carros,

a la pequeña historia

de la gente sufrida.


De la gente sufrida,

porque decidme: Quién

compra las herramientas,

si puede —no pañuelos

bordados de batista—,

para las manos duras,

para la tierra dura

—no las tazas a juego

de porcelana fina.

Quién toma los alambres

y los comprueba a pulso

hasta saber su fuerza

oculta y recocida,

el filo de las hoces

—siempre desconfiando—

y las dulces navajas

de adentrar en las viñas.

Y los clavos, decidme,

los clavos, qué parroquia

van a tener si no es

la gente sometida

que va por los caminos

con hierro en el calzado

y señales profundas

de clavos más arriba.


Un libro

un manifiesto

un espeso inventario

en símbolos están

por las estanterías.

Si se saben leer

está cabal la historia

de este poco de muerte,

de esta media vida.


Yo sé que no resumo

una fácil belleza.

Pero otro canto, ahora,

de qué me serviría.