Reduce los colores
la tarde del invierno.
La villa se recoge
dentro de sus cristales
y deja al forastero
apenas un retén
donde cargar la lámpara
que alumbrará el camino:
cuatro voltios linterna
de luna acumulada
con que aliviar el antro
circular de la noche.
Con mirada de envidia
despide el ciudadano
orden, la apariencia
de plateada bondad
cuando la villa alarga
sus fluorescentes brazos,
y el campesino piensa:
«Casi cinco mil almas
aquí disfrutan vida
sin miedo de lo oscuro,
y Dios les es diario
y entero en cuatro iglesias,
y no se cuentan leguas
de angustia a la botica».
(Aunque por dentro sueñen
los hombres más anchura
y las vírgenes muerdan
los mirtos impacientes.)
Vecinal el camino
se ciñe monte arriba.
La población que resta
aún llega a los alfoces
en sonido perdido
o en párpado temblando.
Luego nada en la boca
espesa del silencio.
El hombre se limita
al pálpito cercano
que lo guía y desecha
los plurales contornos
de evidencia imposible.
Apretado a la carne
avanza más seguro
soportando su inquieto
corazón giratorio.
El hombre no va solo.
Un socio lo acompaña
y le ayuda a subir
y a alzarse todavía.
A la espalda le sigue,
por la nuca le llega
su húmeda constancia,
y de la piel al hueso
su presencia trasciende.
Acercan los castaños
sus brazos extendidos
promoviendo a ambos lados
dobles figuraciones
y con rumor de hojas
delatan el asedio
de dulces alimañas
venteando la sangre.
Por los sentidos montan
trampas engañadoras:
luces, y no amanece,
torpe aliento de flores
que la noche derriba
y sonidos extraños
que no se identifican
con la rama temblando
o el viento en los canchales.
Dónde golpear, decidme.
No hay enemigo, cuerpo
que hendir a mano airada,
y están de sobra el brazo
y el valor si lo hubiera.
La lámpara se acorta
y araña escasamente
la montuosa piedra.
Si el hombre fuese solo,
aquí desarmaría
su brazo y sobre el manto
rudo, pavor o sueño
clamaría o muerte.
Pero el paisano lleva
pegado a sus espaldas
el miedo razonable
y más alto se atreve.
El miedo lo acompaña
como un perro obstinado,
mastín de brasa oscura
que enfría cuanto lame.
Por el miedo está cerca
del amor y del fuego,
de la ventana amiga
donde tiembla la helada.
Las cuadras se anticipan
olientes a costumbre.
Ni una luz en la aldea
¡y toda resplandece!
El viajero se atreve
a mirar el camino
que deja atrás y siente
como un extraño adiós
perdiéndose en el eco
de sus pasos… Y canta.