Habría que correr
detrás de aquellos mozos
que con paso inseguro
bajan hacia el olvido.
Miradlos con sus cajas
de tabla, sus papeles
sellados y la ebriedad
novísima del viaje.
Habría que acercarse
sin quebranto y hacerles
dulces reconvenciones
como quien enamora:
«Hijos, dejáis la braña
como una loba madre
tendida en el silencio.
Hijos, sabed a dónde».
¿O habría que ganarlos
con amor prometido
trayéndoles posibles
la herramienta y la vida?
«Hijos, lleváis los brazos
fortísimos, los pechos
expertos de la nieve,
pero sabed a dónde».
Los dejamos marchar
como se escapa el agua
pura entre nuestras manos,
que luego nunca vuelve.
Pero el hombre no es agua
ni estación pasajera,
sino apretado monte
que responde a su origen.
Habría que dejarlos
partir, porque aprendieran
de cómo la distancia
es la forma suprema
del amor.