Los sedientos

Las viñas quedan bajas:

donde el valle sereno.


Algunas en laderas

recuestan sus arbustos.

Muy escasas se atreven

por los terromonteros,

pero éstas son las tristes

madres de uvas sin nombre

y mostos agraceños.


Arriba, sólo el rudo

dominio de los vientos

que orean las pallozas:

leche lunar, castañas

y panes de centeno.


De esta manera el vino

mide el alejamiento.


Los hombres alejados

sueñan el vino nuevo

que nace en los otoños,

abajo, en los lagares

cerrados y secretos.

Entonces, con el alba

de un día ceniciento,

bajan de las montañas

por los alcorces secos,

con las gargantas secas

y los labios sedientos.


Las castañas entregan,

la grasa, los nacidos

frutos de las parcelas

altas de su destierro.


Estos dones comunes

hacen al hombre recio,

pero no le hacen lumbre

en las bocas de adentro.


¡El vino necesario!

¡La alegría fugaz

del descomedimiento!


Los hombres que bajaron

silenciosos, se vuelven

por los mismos repechos

con sus odres colmados

y los ojos en celo.


Descubren de repente

que hay estrellas y ciervos,

que huelen sus mujeres

a un caliente sahumerio…


Luego duermen profundos

y los traga el invierno.