9

Herlock SHOLMES llega demasiado

tarde

Velmont, es extraño cuánto se parece usted a Arsène Lupin.

—¿Lo conoce? —Bueno, como todo el mundo, por fotografías. Ninguna se parece a otra, pero todas dejan entrever la misma fisonomía… la misma que presenta usted.

Horace Velmont parecía un poco avergonzado.

—¡Así es la vida, mi querido Devanne! Y no es usted el primero que me hace esa observación, créame.

—Hasta el punto —insistió Devanne— de que si usted no me hubiera sido recomendado por mi primo d’Estevan y si no fuera el conocido pintor cuyas marinas admiro, me pregunto si no habría avisado a la policía de su presencia en Dieppe.

La ocurrencia fue recibida con una carcajada general. En el gran comedor del castillo de Thibermesnil estaban, además de Velmont, el padre Gélis, párroco del pueblo, y una docena de oficiales cuyos regimientos maniobraban en los alrededores y que habían acudido a la invitación del banquero Georges Devanne y su madre. Uno de ellos exclamó:

—¿No han avisado de la presencia de Arsène Lupin en la costa después del famoso golpe que dio en el rápido de París a El Havre?

—Exactamente, de eso hace ya tres meses, y la semana siguiente conocí en el casino a nuestro excelente Velmont, que, desde entonces, ha tenido a bien visitarme varias veces, agradable preludio de una visita domiciliaria más formal con que me honrará uno de estos días… ¡o quizá una de estas noches!

Todos volvieron a reír y pasaron a la antigua sala de la guardia, amplia pieza de techos altos que ocupaba toda la parte inferior de la torre Guillaume y en la que Georges Devanne había reunido las incomparables riquezas acumuladas a lo largo de los siglos por los señores de Thibermesnil. La adornaban cofres y credencias, morillos y candelabros. En las paredes de piedra colgaban tapices magníficos. Los derrames de las cuatro ventanas eran profundos, con bancos en la base, y terminaban en vanos ojivales cerrados por vidrieras emplomadas. Entre la puerta y la ventana de la izquierda se alzaba una librería monumental de estilo Renacimiento, en cuyo frontón estaba escrito el nombre «Thibermesnil» en letras de oro e inmediatamente debajo la orgullosa divisa de la familia: «Obra a tu guisa».

Mientras encendían sendos cigarros, Devanne prosiguió:

—Pero dese usted prisa, Velmont, es la última noche que le queda.

—¿Por qué lo dice? —preguntó el pintor, que había decidido aceptar la broma.

Devanne iba a responder cuando su madre le hizo una seña. Pero la exaltación de la cena y el deseo de agradar a los invitados fueron más fuertes.

—¡Bah! —murmuró—. Ahora puedo hablar. No hay que temer ninguna indiscreción.

Se sentaron a su alrededor con viva curiosidad y, con el aire satisfecho de quien da una importante noticia, anunció:

—Mañana, a las cuatro de la tarde, Herlock Sholmes, el gran policía inglés a quien no se le resiste ningún misterio, Herlock Sholmes, el descifrador de enigmas más extraordinario que se haya visto, Herlock Sholmes, el prodigioso personaje que parece forjado por la imaginación de un novelista, vendrá a esta mansión.

Se oyeron exclamaciones. ¿Herlock Sholmes en Thibermesnil? Entonces, ¿hablaba realmente en serio cuando decía que Arsène Lupin se encontraba en la región?

—Arsène Lupin y su banda no andan lejos. Sin contar el caso del barón Cahorn, ¿a quién atribuir los robos de Montigny, de Gruchet, de Crasville, sino a nuestro ladrón nacional? Y me ha llegado el turno.

—¿Y está usted prevenido, como lo estuvo el barón Cahorn?

—La misma treta no dará resultado dos veces.

—¿Entonces?

—¿Entonces? Fíjense. —Se levantó y, señalando con el dedo un estante de la librería, un pequeño hueco que había entre dos grandes infolios, continuó—: Aquí había un libro, un libro del siglo XVI, titulado Crónica de Thibermesnil, que contaba la historia del castillo desde que fue construido por el duque Rollon sobre las ruinas de una fortaleza feudal. Contenía tres grabados. Uno era una panorámica de todo el territorio, otro un plano del edificio y el último, y llamo la atención sobre esto, el trazado de un paso subterráneo, uno de cuyos extremos terminaba en el exterior de las antiguas murallas y el otro aquí, en este salón en que estamos ahora. Ese libro, señores, desapareció el mes pasado.

—¡Cielos! —exclamó Velmont—. Es un mal augurio. Pero no creo que sea motivo suficiente para que intervenga Herlock Sholmes.

—Es verdad, no habría sido suficiente si no hubiera ocurrido otro hecho que da todo su sentido a lo que acabo de contar. En la Biblioteca Nacional había otro ejemplar de la Crónica; los dos eran idénticos, pero presentaban algunas diferencias referentes a ciertos detalles del plano del subterráneo, como la inclusión de una sección vertical y una escala, y diversas anotaciones que no estaban impresas, sino escritas con tinta y más o menos borrosas. Yo conocía estos detalles y sabía que el trazado exacto solo podría reconstruirse comparando atentamente las dos láminas. Ahora bien, un día después de que desapareciera mi ejemplar, el de la Biblioteca Nacional fue solicitado por un lector que se lo llevó sin que pudiera saberse cómo se había producido el robo.

Aquellas palabras fueron recibidas con exclamaciones.

—Esta vez el asunto es serio.

—También esta vez se movilizó la policía —dijo Devanne— e hizo una investigación por partida doble que no dio ningún resultado.

—Como todas las que se centran en Arsène Lupin.

—Exactamente. Fue entonces cuando se me ocurrió pedir ayuda a Herlock Sholmes, que me respondió diciendo que tenía vivos deseos de enfrentarse a Arsène Lupin.

—¡Para mayor gloria de Arsène Lupin! —dijo Velmont—. Pero si nuestro ladrón nacional, como usted lo llama, no tiene ningún interés en Thibermesnil, Herlock Sholmes tendrá que quedarse mano sobre mano.

—Hay otra cosa que le interesa considerablemente, y es el descubrimiento del paso subterráneo.

—¡Por supuesto! ¿No ha dicho usted que un extremo daba al campo y el otro a este salón?

—Sí, pero ¿dónde? ¿A qué punto del salón? La línea que representa el subterráneo en las láminas tiene en un extremo un pequeño círculo con dos mayúsculas, «T. G.», que sin duda significan Torre Guillaume. Pero la torre es redonda y es imposible concretar en qué punto del círculo muere la línea del plano.

Devanne encendió otro puro y se sirvió un vaso de benedictino. Se le hicieron preguntas. Sonrió, contento por la expectación despertada. Finalmente dijo:

—El secreto se ha perdido. Nadie lo conoce. Según la leyenda, los señores del lugar se lo transmitían de padres a hijos en el lecho de muerte, hasta que Geoffroy, último propietario del título, se quedó sin cabeza en el cadalso el 7 de Termidor del año II, a los diecinueve de edad.

—Pero después de un siglo, alguien ha tenido que indagar…

—Se buscó, pero en vano. Yo mismo, cuando compré el castillo a un sobrino bisnieto de Laribourg, el de la Convención Nacional, mandé hacer excavaciones. Pero ¿para qué? Piensen que esta torre, rodeada de agua, no estaba unida al castillo más que por un puente y que, por lo tanto, era inevitable que el subterráneo pasara por debajo del antiguo foso. El plano de la Biblioteca Nacional señala, además, una serie de escaleras con cuarenta y ocho peldaños, lo que permite suponer una profundidad de más de diez metros. Y la escala del otro plano indica una distancia de doscientos metros. En realidad, todo el problema está aquí, entre este suelo, este techo y estas paredes. Pero confieso que no me atrevo a demolerlos.

—¿Y no hay ningún indicio?

—Ninguno.

El padre Gélis objetó:

—Señor Devanne, debemos tener en cuenta dos textos.

—¡Oh! —exclamó riendo Devanne—. El señor cura es un investigador de archivos, un gran lector de memorias y un apasionado de todo lo concerniente a Thibermesnil. Pero la explicación a la que se refiere no serviría más que para confundir las cosas.

—¿Y entonces?

—¿Están ustedes interesados?

—Enormemente.

—Sepan pues que de su lectura se desprende que dos reyes de Francia conocieron la clave del enigma.

—¡Dos reyes de Francia!

—Enrique IV y Luis XVI.

—No son unos reyes cualesquiera. ¿Y cómo es que el señor cura está al corriente…?

—¡Oh!, es muy sencillo —prosiguió Devanne—. La víspera de la batalla de Arques, el rey Enrique IV cenó y durmió en este castillo. A las once de la noche, Louise de Tancarville, la dama más hermosa de Normandía, se introdujo en su aposento por el pasadizo, con la complicidad del duque Edgardo, que, de este modo, descubrió el secreto de la familia. Tiempo después, Enrique IV confió dicho secreto a su ministro Sully, que cuenta la anécdota en sus Economías reales del Estado, sin más comentario que esta frase incomprensible: «El hacha gira en el aire que tiembla, pero el ala se abre y se va hasta Dios».

Se produjo un silencio y Velmont dijo riendo:

—Tanta claridad me aturde.

—¿Verdad que sí? El señor cura cree que Sully lo escribió en clave para no revelar el secreto a los escribientes a los que dictaba sus memorias.

—Una hipótesis ingeniosa.

—Estoy de acuerdo, pero ¿qué hacha gira y qué pájaro abre las alas?

—¿Y qué es eso de ir hasta Dios?

—¡Misterio!

Velmont continuó:

—¿Y el buen Luis XVI también se hizo abrir el subterráneo para recibir a una dama?

—Lo desconozco. Lo único que podemos decir es que Luis XVI se alojó en Thibermesnil en 1784 y que el famoso armario de hierro que se encontró en el Louvre tras la denuncia de Gamain contenía un papel con esto escrito: «Thibermesnil: 2-6-12».

Horace Velmont estalló en carcajadas:

—¡Victoria! La oscuridad se despeja cada vez más. Dos veces seis son doce.

—Ríase cuanto quiera, señor —dijo el párroco—. Eso no impide que la solución se encuentre en esos dos textos. Y algún día aparecerá alguien que sabrá interpretarlos.

—El primero será Herlock Sholmes —dijo Devanne—. A menos que Arsène Lupin se le adelante. ¿Qué piensa usted, Velmont?

Velmont se levantó, apoyó la mano en el hombro de Devanne y dijo:

—Yo creo que en su libro y en el de la Biblioteca Nacional faltaba una información de la máxima importancia y acaba usted de proporcionármela. Mi más sincero agradecimiento.

—Lo cual quiere decir…

—Lo cual quiere decir que cuando el hacha gire, el pájaro eche a volar y dos veces seis sean doce, solo me faltará entrar en acción.

—Sin perder un minuto.

—¡Sin perder un segundo! ¿No es necesario que desvalije el castillo esta noche, es decir, antes de que llegue Herlock Sholmes?

—La verdad es que tiene el tiempo justo. ¿Quiere que lo lleve?

—¿A Dieppe?

—A Dieppe. Aprovecharé el viaje para recoger a los señores d’Androl y a la hija de unos amigos suyos. Llegarán en el tren de medianoche. —Dirigiéndose a los oficiales, añadió—: Nos volveremos a ver todos aquí mañana, para almorzar, ¿verdad, señores? Cuento con ustedes, ya que el castillo debe ser atacado por sus regimientos y tomado por asalto cuando den las once.

La invitación fue aceptada, se separaron y, unos momentos después, un 20-30 Étoile dorado llevaba a Devanne y a Velmont por la carretera de Dieppe. Devanne dejó al pintor delante del casino y se dirigió a la estación.

A medianoche se apearon sus amigos del tren. A las doce y media, el automóvil franqueó las puertas de Thibermesnil. A la una, tras tomar una cena ligera en el salón, se retiraron. Poco a poco se apagaron las luces. El castillo quedó envuelto en el gran silencio de la noche.

Pero la luna apartó las nubes que le impedían el paso y, entrando por dos ventanas, llenó el salón de blanca claridad. Fue solo un momento. La luna volvió a esconderse enseguida detrás de la barrera de las montañas. Y nuevamente reinó la oscuridad. El silencio volvió más densas las sombras. Solo lo rasgaban apenas los crujidos ocasionales de los muebles y los rumores de los carrizos que crecían al borde del lago que bañaba los viejos muros con sus aguas verdes.

El reloj desgranaba los segundos como un rosario de cuentas infinitas. Dio las dos. Luego, una vez más, los segundos pasaron presurosos y monótonos en la pesada paz de la noche. El reloj dio las tres.

Y, de pronto, se oyó un fuerte chasquido, como el del disco de señales que se levanta y gira cuando pasa el tren. Y un fino chorro de luz atravesó el salón de parte a parte, semejante a una flecha que dejara tras de sí una estela luminosa. Salía de la acanaladura central de la pilastra derecha que sostenía el frontón de la librería. Primero se detuvo sobre la pared de enfrente, proyectando un redondel pálido, a continuación se movió hacia todas partes, como un ojo inquieto que escruta la oscuridad; luego se desvaneció y volvió a encenderse, mientras toda una parte de la librería giraba sobre sí misma, abriendo una ancha abertura abovedada.

De allí salió un hombre que tenía en la mano una linterna eléctrica. Aparecieron otros dos con cuerdas enrolladas y varias herramientas. El primero inspeccionó el lugar, escuchó y dijo:

—Llamad a los otros.

Salieron ocho del subterráneo, vigorosos, fornidos, de rostro enérgico. Y comenzó el desvalijamiento.

Fue rápido. Arsène Lupin iba de un mueble a otro, lo inspeccionaba y, según sus dimensiones o su valor artístico, lo perdonaba o decía:

—¡Andando con él!

Y se lo llevaban por la boca abierta del túnel, hacia las entrañas de la tierra.

Así arramblaron con seis sillones y seis sillas Luis XV, con tapices de Aubusson, candelabros de Gouthière, dos Fragonard, un Nattier, un busto de Houdon y estatuillas. De vez en cuando, Lupin se detenía delante de un cofre lujoso o un cuadro soberbio y decía suspirando:

—Esto es demasiado pesado… Esto es demasiado grande... ¡Qué lástima!

Y continuaba la tasación.

En cosa de cuarenta minutos, el salón quedó «escombrado», según expresión del propio Arsène. Y todo se hizo con un sigilo admirable, sin el menor ruido, como si todos los objetos que movieron hubieran estado forrados con guata.

El último en irse fue uno que transportaba un reloj de pared cuya caja había sido construida por Boulle. Lupin le dijo:

—No tiene sentido volver. Tal como habíamos quedado, en cuanto el camión esté lleno, vais derechos a la granja de Roquefort.

—¿Y usted, patrón?

—Que me dejen la motocicleta.

Cuando el otro se fue, Lupin descansó unos momentos, apoyado en el panel móvil de la librería. Luego, tras limpiar todo rastro del desvalijamiento, borró las huellas de las pisadas, levantó una colgadura y entró en una galería que comunicaba la torre con el castillo. En mitad de esta había una vitrina. Y era precisamente aquella vitrina la causa por la que Arsène Lupin continuaba con su rastreo.

Contenía maravillas: una colección única de relojes, tabaqueras, anillos, collares, miniaturas de una belleza exquisita. Forzó la cerradura con unos alicates y experimentó un placer inefable cuando tuvo en sus manos aquellas joyas de oro y plata, aquellas pequeñas obras de arte tan delicadas y preciosas.

Llevaba colgado del hombro, cruzado en bandolera, un saco de tela especialmente preparado para aquellos menesteres. Lo llenó. Se llenó también los bolsillos de la chaqueta, del pantalón y del chaleco. Y doblaba ya el brazo para llevarse otro montón de aquellos bolsitos de red hechos con perlas, que tanto gustaban a nuestros antepasados y que la última moda buscaba afanosamente…, cuando percibió un rumor.

Escuchó. No se había equivocado; volvió a oír el ruido.

De repente se acordó: en el otro extremo de la galería había una escalera interior que conducía a unos aposentos, vacíos hasta entonces, pero reservados desde aquella noche a la muchacha que Devanne había ido a buscar a Dieppe, con sus amigos, los d’Androl.

Sin perder un instante pulsó el botón de la linterna y la apagó. Acababa de llegar al entrante de una ventana cuando se abrió la puerta de lo alto de la escalera y una débil luz iluminó la galería.

Le pareció —pues medio oculto por una cortina no veía nada— que una persona descendía los primeros peldaños con precaución. Esperaba que se quedase allí. Pero siguió bajando, incluso avanzó unos pasos por la galería. Entonces profirió un grito. Sin duda se había percatado del estado de la vitrina, donde solo quedaba ya la cuarta parte de lo que había contenido.

Se dio cuenta de que era una mujer por el perfume. Sus ropas casi rozaron la cortina que lo ocultaba, incluso le pareció oír los latidos del corazón femenino, como si la muchacha hubiera adivinado la presencia de otra persona junto a ella, en la sombra, al alcance de su mano… Lupin se dijo: «Tiene miedo… Se irá… Es imposible que se quede». Pero se quedó. La vela que temblaba en su mano se inmovilizó. La muchacha dio media vuelta, dudó un instante, al parecer escuchando en el escalofriante silencio, y entonces, de repente, apartó la cortina.

Se miraron.

Arsène, asombrado, murmuró:

—¡Usted! Es usted… señorita.

Era la señorita Nelly.

¡La señorita Nelly! La pasajera del trasatlántico, la que había mezclado sus sueños con los del joven durante aquella inolvidable travesía, la que había estado presente durante su detención y que, en vez de traicionarlo, había tenido el bonito detalle de tirar al mar la Kodak donde él había escondido las joyas y los billetes de banco… ¡La señorita Nelly! La querida y sonriente criatura cuya imagen había entristecido o alegrado con frecuencia las largas horas que había pasado en prisión.

Que de pronto volvieran a verse en aquel castillo a aquellas horas de la noche era una casualidad tan asombrosa que no se movieron ni pronunciaron palabra alguna, tan estupefactos estaban, como hipnotizados por aquella doble aparición que a los dos se les antojaba fantástica.

La señorita Nelly, trémula y emocionada, tomó asiento.

Él se quedó de pie, delante de ella. Y poco a poco, durante los interminables segundos que transcurrieron, fue consciente de la impresión que, sin duda, causaba en aquellos instantes, con los brazos cargados de objetos valiosos, los bolsillos llenos y el saco repleto hasta reventar. Fue presa de una tremenda confusión y se avergonzó de encontrarse allí, en el canallesco trance del ladrón al que se sorprende con las manos en la masa. Le ocurriera lo que le ocurriese a él, para ella solo sería en lo sucesivo un ladrón, el que mete la mano en bolsillo ajeno, el que fuerza las puertas y entra en las casas furtivamente.

Un reloj de bolsillo fue rodando por la alfombra, y luego otro. De sus brazos cayeron otros objetos que no sabía cómo retener. Entonces, con decisión instantánea, dejó caer parte del botín encima del sillón, vació los bolsillos y se desprendió del saco.

Sintiéndose ya menos culpable delante de Nelly, dio un paso hacia ella con intención de hablarle. Pero ella hizo ademán de retroceder, se levantó con presteza, como atemorizada, y huyó hacia el salón. Al correr, la colgadura se detuvo y el joven llegó a su lado. La muchacha se había quedado atónita, temblorosa, contemplando con ojos aterrorizados la inmensa habitación arrasada.

Lupin le dijo en el acto:

—Mañana a las tres todo estará otra vez en su sitio… Se restituirán los muebles… —La muchacha no dijo nada y Lupin repitió—: Mañana a las tres, me comprometo a ello… Nada en el mundo me impedirá cumplir esta promesa… Mañana a las tres…

Un largo silencio cayó sobre los dos. Lupin no se atrevió a romperlo y la conmoción de la joven le causaba un sufrimiento sincero. Suavemente, sin decir palabra, se apartó de ella. Mientras tanto pensaba: «¡Ojalá se tranquilice! ¡Ojalá se sienta libre de marcharse…! ¡Ojalá no me coja miedo…!».

Pero, de repente, la joven se estremeció y balbució:

—Escuche… Pasos… Alguien se acerca…

Lupin la miró sorprendido. Parecía agitada, como ante la proximidad de algún peligro.

—Yo no oigo nada —dijo Lupin—, y de todos modos…

—¡¿Cómo?! Hay que irse… Deprisa, huya usted.

—Huir… ¿por qué?

—Es necesario… Es necesario… ¡Vamos, no se quede aquí!

En un arranque, la joven echó a correr hasta la entrada de la galería y escuchó. No, allí no había nadie. ¿Y si el rumor procedía de fuera? Escuchó un segundo más y, ya tranquilizada, dio media vuelta.

Arsène Lupin ya no estaba.

En el instante mismo en que Devanne vio el saqueo de su castillo, se dijo: esto es cosa de Velmont y Velmont no es otro que Arsène Lupin. Todo se explicaba así, pues no podía explicarse de otro modo. La idea, sin embargo, no cuajó, hasta tal punto era inconcebible que Velmont no fuese Velmont, es decir, el conocido pintor, el miembro del círculo de su primo d’Estevan. Y cuando se presentó el jefe de la gendarmería, inmediatamente advertido, a Devanne ni se le ocurrió contarle esta absurda suposición.

Durante toda la mañana hubo en Thibermesnil un ajetreo indescriptible. Gendarmes, guardias rurales, el comisario de policía de Dieppe, lugareños, todos corrían por los pasillos, por el parque o por los alrededores del castillo. La proximidad de soldados que hacían maniobras y los disparos de fusil hacían más pintoresca la escena.

Las primeras investigaciones no aportaron ningún indicio. No se había roto ninguna ventana ni forzado ninguna puerta, sin duda porque se habían llevado el botín por la salida secreta. Sin embargo, no se vieron huellas de pasos en la alfombra ni ninguna señal inusual en las paredes.

Solo se descubrió un hecho inesperado que casaba perfectamente con la fantasía de Arsène Lupin: la famosa Crónica del siglo XVI había vuelto a su antiguo lugar y a su lado se encontró un libro parecido, que no era otro que el ejemplar robado en la Biblioteca Nacional.

A las once llegaron los oficiales. Devanne los recibió con alegría, ya que su fortuna le permitía soportar sin malos humores el disgusto que le había causado la pérdida de las riquezas artísticas robadas. Los d’Androl y la señorita Nelly bajaron de sus aposentos.

Hechas las presentaciones, se dieron cuenta de que faltaba un comensal, Horace Velmont. ¿No pensaba acudir?

Su ausencia habría vuelto a despertar las sospechas de Georges Devanne, pero llegó exactamente a mediodía. Devanne exclamó:

—Perfecto. Ya está usted aquí.

—¿No soy puntual?

—Bueno, podría no haberlo sido… después de una noche tan movida. ¿No sabe la noticia?

—¿Qué noticia?

—Me ha limpiado usted el castillo.

—¡No me diga!

—Como lo oye. Pero, antes que nada, ofrezca el brazo a la señorita Underdown y vayamos al comedor… Señorita, permítame… —Sorprendido por la turbación de la joven, dejó la frase sin terminar. Pero continuó al acordarse repentinamente de algo—: Claro, usted viajó con Arsène Lupin, hace tiempo, antes de que lo detuvieran. El parecido es asombroso, ¿verdad?

La joven no respondió. Velmont estaba delante de ella y sonreía. Se inclinó, le ofreció el brazo, la condujo a su sitio y se sentó enfrente.

Durante la comida no se habló más que de Arsène Lupin, de los muebles robados, del paso subterráneo y de Herlock Sholmes. Solo al terminar los postres, cuando se abordaron otros temas, intervino Velmont en la conversación. Estuvo divertido y serio, elocuente e ingenioso. Y todo lo que decía, parecía decirlo únicamente para interesar a la muchacha, que, totalmente abstraída, no daba muestras de oírlo.

El café se sirvió en la terraza que daba al patio de honor y al jardín a la francesa que estaba frente a la fachada principal. La orquesta del regimiento se puso a tocar y civiles y soldados se dispersaron por los caminos del parque.

Mientras tanto, Nelly no había olvidado la promesa de Lupin: «A las tres todo estará allí, me comprometo a ello.»

¡A las tres! Y las agujas del gigantesco reloj que adornaba el ala derecha señalaban las tres menos veinte. No dejaba de mirarlas, en contra de su voluntad. Y miraba asimismo a Velmont, que se columpiaba apaciblemente en una mecedora.

Menos diez… menos cinco… Una mezcla de impaciencia y angustia se apoderó de la muchacha. ¿Era posible que se realizara el milagro, y que se llevara a cabo a la hora fijada, cuando el castillo, el patio, el campo estaban llenos de gente, y mientras el procurador de la República y el juez de instrucción seguían con sus pesquisas?

Sin embargo… Sin embargo, Arsène Lupin lo había prometido con total solemnidad. «Será como él dijo», pensó la joven, impresionada por la seguridad y la autoridad que veía en aquel hombre. ¡Se comportaba como si a él no le pareciera un milagro, sino un hecho natural que debía producirse por pura lógica!

Sus miradas se cruzaron un segundo. La joven se ruborizó y volvió la cabeza.

Las tres… Sonó la primera campanada, la segunda, la tercera… Horace Velmont sacó su reloj, levantó los ojos hacia la fachada y volvió a guardar el reloj en el bolsillo. Transcurrieron unos segundos. La muchedumbre del jardín se apartó para dejar paso a dos carros tirados por caballos que acababan de cruzar la verja. Eran los carromatos que van detrás de los regimientos y que transportan los baúles de los oficiales y los morrales de los soldados. Se detuvieron delante de la escalinata. Un sargento furriel bajó del pescante de un carro y preguntó por el señor Devanne.

Devanne se acercó y bajó los peldaños. Debajo de las lonas vio, cuidadosamente ordenados y muy bien envueltos, sus muebles, sus cuadros, sus objetos artísticos.

El furriel, a las preguntas que se le hicieron, respondió enseñando la orden que había recibido del ayudante de servicio, quien, a su vez, la había recibido por la mañana. Según la orden en cuestión, la segunda compañía del cuarto batallón debía cargar los objetos depositados en el cruce de Halleux, en el bosque de Arques, y entregarlos a las tres al señor Georges Devanne, propietario del castillo de Thibermesnil. Firmaba la orden el coronel Beauvel.

—En el cruce —añadió el sargento— todo estaba preparado y ordenado sobre la hierba, y custodiado… por unos transeúntes. Me pareció raro, pero… ¡qué caramba!, la orden era categórica.

Un oficial examinó la firma: estaba muy bien imitada, pero era falsa.

La música había dejado de oírse, se vaciaron los carromatos, se reinstalaron los muebles.

Nelly, en medio de esta agitación, estaba sola en el extremo de la terraza. Estaba seria y preocupada, debatiéndose con pensamientos confusos que no acertaba a concretar. De pronto se dio cuenta de que Velmont se acercaba. Quería evitarlo, pero el ángulo de la balaustrada que cerraba la terraza la rodeaba, y una línea de macetas de arbustos, naranjos, azaleas y bambúes no le dejaban otra salida que el camino por el que se acercaba el joven. Un rayo de sol temblaba en sus cabellos de oro, agitado por las tenues hojas de un bambú. Alguien dijo en voz baja:

—He cumplido la promesa que hice anoche.

Arsène Lupin estaba junto a ella y cerca de ellos no había nadie más. El hombre repitió con actitud titubeante y voz apocada:

—He cumplido la promesa que hice anoche.

Esperaba una palabra de agradecimiento, algo que, por lo menos, demostrara que reconocía su gesto. Pero la muchacha guardó silencio.

Aquel aire despectivo irritó a Arsène Lupin, que, al mismo tiempo, se daba cuenta de todo lo que lo separaba de Nelly, ahora que esta conocía la verdad. Habría querido disculparse, buscar excusas, exponerle lo que había de audaz y grande en su vida. Pero sentía lo ofensivo de sus palabras por adelantado, comprendía lo absurdo e insolente de toda explicación. Dominado por los recuerdos, murmuró con tristeza:

—¡Qué lejos queda el pasado! ¿Recuerda usted las largas horas que pasamos en la cubierta del Provence? Ah, fíjese… Entonces, como hoy, también tenía una rosa en la mano, una rosa blanca como esta… Se la pedí… usted, al parecer, no me oyó… Sin embargo, cuando usted se fue, encontré la rosa… olvidada, sin duda… Y la guardé…

La muchacha siguió sin decir nada. Parecía muy lejos de él. Lupin añadió:

—En recuerdo de aquellas horas, no dé vueltas a lo que ahora sabe. ¡Que el pasado se funda con el presente! Ojalá no fuera yo el que vio usted anoche, sino el de antes, y ojalá sus ojos me miren, aunque solo sea por un segundo, como me miraban entonces… Se lo ruego… ¿Es que no soy ya el mismo?

La muchacha levantó los ojos, como le pedía él, y lo miró. Sin decir una sola palabra, puso el dedo en una sortija que llevaba él en el índice. Solo se veía el aro, pero el adorno, vuelto hacia abajo, consistía en un rubí maravilloso.

Arsène Lupin se ruborizó. La sortija pertenecía a Georges Devanne.

Lupin sonrió con amargura.

—Tiene usted razón. Nada puede cambiarse. Arsène Lupin no es ni puede ser otro que Arsène Lupin, y entre usted y él no puede existir ni siquiera un recuerdo… Perdóneme… Tendría que haber comprendido que el solo hecho de estar junto a usted es una afrenta…

Se alejó pegado a la balaustrada, sombrero en mano. Nelly lo adelantó y él sintió la tentación de retenerla, de implorarle. Pero le faltó valor y la siguió con la mirada, como aquel día lejano en que ella descendió la pasarela en el muelle de Nueva York. Al subir los peldaños que conducían a la puerta, su delicada silueta se dibujó todavía un instante entre los mármoles del vestíbulo. Dejó de verla.

Una nube ocultó el sol. Arsène Lupin observaba inmóvil el rastro que habían dejado sus cortos pasos en la arena. De súbito se estremeció: en el macetón del bambú en el que Nelly había estado apoyada yacía la rosa, la rosa blanca que no se había atrevido a pedirle… ¿Olvidada también? Pero ¿adrede o por distracción?

La recogió con fervor. Se desprendieron algunos pétalos. Los recogió uno por uno como reliquias…

«Vayámonos —se dijo—. Ya no tengo nada que hacer aquí. Pensemos en la retirada. Sobre todo porque si Herlock Sholmes se mezcla en esto, la cosa puede ponerse fea».

El parque estaba desierto, pero en la garita que dominaba la entrada había un grupo de gendarmes. Se introdujo entre los árboles, escaló la tapia del recinto y siguió un sendero que serpenteaba por el campo con intención de llegar a la estación más cercana. No llevaba andando ni diez minutos cuando advirtió que el camino se estrechaba, encajado entre dos pendientes, y cuando llegaba ya a la garganta, vio que se acercaba alguien en sentido contrario.

Era un hombre de unos cincuenta años, fornido, afeitado y cuya ropa evidenciaba un origen extranjero. Llevaba en la mano un grueso bastón y del hombro le colgaba un macuto.

Cuando se cruzaron, el desconocido dijo con ligero acento inglés:

—Disculpe, señor… ¿voy bien para llegar al castillo?

—Todo recto, señor, y cuando llegue a la tapia, tire a la izquierda. Lo esperan con impaciencia.

—Ah.

—Sí, mi amigo Devanne nos anunció ayer por la noche que llegaría usted hoy.

—Puede que el señor Devanne hablara más de la cuenta.

—Y yo me alegro de ser el primero en saludarlo. Soy el más ferviente admirador de Herlock Sholmes.

Hubo en su voz un imperceptible matiz de ironía que lamentó inmediatamente, pues Herlock Sholmes lo observó de pies a cabeza con unos ojos a la vez tan penetrantes y envolventes que Arsène Lupin tuvo la impresión de haber sido atrapado, apresado y calado por aquella mirada con más precisión y profundidad que por el mejor aparato fotográfico.

«Ya tiene el cliché —pensó—. No vale la pena disfrazarse ante este individuo. ¿Me habrá reconocido?».

Se dieron la mano. Entonces se oyó un ruido, un resonar de cascos de caballos que avanzaban al trote sentado. Eran los gendarmes. Los dos hombres se echaron a un lado, contra la hierba de la pendiente, para no ser arrollados. Llegaron los gendarmes, pero como marchaban algo separados, tardaron un poco en pasar todos. Lupin pensaba:

«Todo depende de si me ha reconocido. Si es así, hay muchas probabilidades de que aproveche la situación. El problema es angustiante».

Cuando hubo pasado el último jinete, Herlock Sholmes se incorporó y, sin decir nada, se limpió el polvo de la ropa. Una rama de espino se le había enganchado en la correa del macuto. Arsène Lupin lo ayudó. Se observaron nuevamente. De haberlos visto en aquel instante, se habría asistido al emocionante espectáculo del primer encuentro entre aquellos dos hombres tan diferentes, tan poderosamente armados, hombres realmente superiores, destinados fatalmente por sus especiales aptitudes a chocar de frente como fuerzas idénticas que la lógica de las cosas empuja en sentidos contrarios a través del espacio.

—Muy agradecido, señor —dijo el inglés.

—A su servicio —respondió Lupin.

Se separaron. Lupin se dirigió hacia la estación y Herlock Sholmes hacia el castillo.

El juez de instrucción y el procurador se habían marchado después de sus infructuosas pesquisas y en el castillo esperaban a Herlock Sholmes con una curiosidad que justificaba su gran reputación. Hubo cierta decepción al ver su aspecto burgués, que contrastaba profundamente con la imagen que se habían hecho de él. No tenía nada del héroe de novela, del personaje enigmático y diabólico que evoca en nosotros el nombre de Herlock Sholmes. Devanne, sin embargo, exclamó con entusiasmo:

—¡Por fin ha llegado, maestro! ¡Qué alegría! Hace mucho que lo esperaba… Casi me alegro de todo lo que ha pasado porque, gracias a eso, tengo el placer de verlo. Pero, a propósito, ¿cómo ha llegado usted?

—En tren.

—¡Qué lastima! Habría podido mandarle mi coche al muelle.

—Una llegada oficial, ¿no?, con tambores y música. Excelente medio de facilitarme la labor —rezongó el inglés.

Aquel tono antipático desconcertó a Devanne, que, esforzándose por ser agradable, respondió:

—La labor, afortunadamente, es más sencilla de lo que le conté por carta.

—¿Y por qué?

—Porque el robo se produjo anoche.

—Si no hubiera usted anunciado mi visita, señor, es probable que anoche no hubiera habido robo.

—¿Cuándo entonces?

—Mañana u otro día.

—¿Y en ese caso?

—Lupin habría caído en la trampa.

—¿Y mis muebles?

—No se los habrían llevado.

—Los muebles están aquí.

—¿Aquí?

—Los trajeron a las tres.

—¿Los trajo Lupin?

—Dos carromatos militares.

Herlock Sholmes se caló con violencia el sombrero y se colgó el macuto; Devanne, muy inquieto, exclamó:

—¿Qué hace usted?

—Me voy.

—¿Y por qué?

—Usted tiene sus pertenencias y Arsène Lupin está lejos. Mi papel ha terminado.

—Pero yo necesito su ayuda, estimado señor. Lo que pasó ayer puede repetirse mañana, dado que ignoramos lo más importante: cómo entró Arsène Lupin, cómo salió y por qué, horas más tarde, decidió devolverlo todo.

—¡Ah! Lo ignora… —La idea de que había un secreto por descubrir apaciguó a Herlock Sholmes—. De acuerdo, busquemos. Pero deprisa, ¿quiere? Y si es posible, solos.

Lo último era una clara alusión a los presentes. Devanne lo comprendió y condujo al inglés al salón. Con sequedad, con frases que parecían medidas de antemano y con total parsimonia, Sholmes le hizo preguntas sobre la velada de la víspera, sobre los comensales que habían asistido, sobre los visitantes habituales del castillo. Luego inspeccionó los dos ejemplares de la Crónica, comparó las láminas del subterráneo, se hizo repetir los textos recordados por el padre Gélis, y preguntó:

—¿Fue ayer exactamente cuando habló por primera vez de esos textos?

—Ayer.

—¿Nunca le había hablado de ellos al señor Horace Velmont?

—Nunca.

—Bien. Traiga su automóvil. Me iré dentro de una hora.

—¡Dentro de una hora!

—Arsène Lupin no tardó más en resolver el problema que usted le planteó.

—¿Yo…? ¿Que yo le planteé…?

—Que sí, hombre. Arsène Lupin y Velmont son la misma persona.

—Tenía dudas, pero… ¡Ah, el muy bandido!

—Ayer, a las diez de la noche, proporcionó usted a Lupin los elementos de la verdad que le faltaban y que buscaba desde hacía semanas. Y en el curso de la noche tuvo tiempo de comprender, de reunir a su banda y de desvalijar el castillo. Mi intención es ser igual de rápido.

Paseó de un lado a otro de la estancia mientras reflexionaba. Luego se sentó, cruzó las largas piernas y cerró los ojos.

Devanne esperaba lleno de confusión.

«¿Duerme? ¿Medita?»

En previsión de lo que pudiera suceder, salió para dar instrucciones. Cuando volvió se lo encontró al pie de la escalera de la galería, de rodillas, inspeccionando la alfombra.

—¿Qué hay ahí?

—Fíjese… ahí… Gotas de cera…

—Pues es verdad… y todas recientes…

—Las verá igualmente en lo alto de la escalera y más todavía alrededor de esta vitrina, que Arsène Lupin forzó y de la que sacó objetos que depositó en ese sillón.

—¿Y qué conclusión saca usted?

—Ninguna. Todos estos hechos explicarían sin duda la restitución de los objetos. Pero es un aspecto de la cuestión que no tengo tiempo de investigar. Lo esencial es el trazado del subterráneo.

—¿Todavía espera usted que…?

—Yo no espero: sé. Existe una capilla a dos o trescientos metros del castillo, ¿verdad?

—Una capilla en ruinas donde está el sepulcro del duque Rollon.

—Diga a su chófer que nos espere junto a esa capilla.

—Mi chófer no ha regresado todavía… Ya me avisarán… Pero por lo que veo, usted cree que el subterráneo termina en la capilla. ¿En qué basa sus…?

Herlock Sholmes lo interrumpió:

—Le rogaría, señor, que me consiguiera usted una escalera y una linterna.

—¡Ah! ¿Necesita una escalera y una linterna?

—Eso parece, dado que se las estoy pidiendo.

Devanne, algo aturdido por aquella ruda lógica, llamó al servicio. Los dos objetos aparecieron al instante.

Las órdenes se sucedieron entonces con el rigor y la precisión de las instrucciones militares.

—Apoye la escalera en la librería, a la izquierda del nombre Thibermesnil… —Devanne movió la escalera—. Más a la izquierda…, a la derecha… —indicaba el inglés—. ¡Alto ahí! Suba… Bien… Todas las letras están en relieve, ¿no?

—Sí.

—Ocupémonos de la H. ¿Gira hacia la derecha o hacia la izquierda?

Devanne puso la mano en la letra y exclamó:

—¡Pues sí, gira hacia la derecha, cuarenta y cinco grados! ¿Significa algo?

Herlock Sholmes, sin responder a aquella pregunta, prosiguió:

—¿Llega desde ahí a la letra R? Sí… Pruebe a moverla en sentido horizontal, como si fuera un cerrojo.

Devanne movió la letra R. Al oír un chasquido, se quedó estupefacto.

—Perfecto —dijo Herlock Sholmes—. Ya solo queda desplazar la escalera al otro extremo, al final del nombre Thibermesnil… Muy bien… Ahora, si no estoy equivocado, si las cosas salen como es debido, la letra L se abrirá como si fuera una pequeña ventana.

Devanne tiró de la letra L con cierta solemnidad. La letra se abrió, pero Devanne se cayó de la escalera, porque toda la parte de la librería situada entre la primera y la última letra del nombre giró sobre sí y puso al descubierto la entrada del subterráneo.

Herlock Sholmes preguntó sin perder la flema:

—¿Está usted herido?

—No, no —dijo Devanne levantándose—. No estoy herido, pero reconozco que sí desconcertado… Esas letras que se mueven… Ese subterráneo que se abre…

—¿Y qué? ¿No era eso lo que decía el texto de Sully?

—No entiendo nada, caballero.

—¡Por Júpiter! ¿Cómo se pronuncian en francés las letras H, R y L? ¿Cómo suenan? Como «hacha», «aire» y «ala» en francés. La hache gira, la erre tiembla, la ele se abre… Fue eso lo que permitió a Enrique IV recibir a la señorita de Tancarville a una hora tan insólita.

—Pero ¿y Luis XVI? —preguntó Devanne, más desconcertado que nunca.

—Luis XVI fue un gran herrero y un cerrajero hábil. Se le atribuye un Tratado de cerraduras de combinación, que he leído. En el caso de Thibermesnil, se trataba tanto de ser un buen cortesano como de enseñar a su señor esta obra maestra de la mecánica. El rey, para memorizar la clave, escribió: 2-612, es decir, las letras segunda, sexta y duodécima del nombre: la H, la R y la L.

—Dios mío, empiezo a comprender… Solo que… Bueno, ya sé cómo se sale de esta sala, pero no me explico cómo consiguió entrar Lupin. Él vino de fuera, no lo olvide.

Herlock Sholmes encendió la linterna y dio unos pasos en el interior del pasadizo.

—Mire, aquí se ve todo el mecanismo, muelles y ruedas como el engranaje de un reloj, y todas las letras están al revés. Lupin se limitó a moverlas desde este lado de la pared.

—¿Cómo se puede probar?

—¿Cómo se puede probar? Con esta mancha de aceite. Lupin había previsto incluso que las ruedas necesitarían ser engrasadas —explicó Herlock Sholmes, no sin admiración.

—¡Pero eso quiere decir que conoce la otra salida!

—Tanto como yo. Sígame.

—¿Por el túnel?

—¿Es que tiene miedo?

—No, pero ¿está usted seguro de que sabe adónde conduce?

—Con los ojos cerrados.

Descendieron doce peldaños, luego otros doce y, finalmente, otros dos tramos de doce. Seguidamente avanzaron por un largo pasadizo en cuyos muros de ladrillo se veían rastros de reformas y rezumaderos. El suelo estaba húmedo.

—Estamos debajo del estanque —observó Devanne con voz intranquila.

El pasadizo terminaba en una escalera de doce peldaños, tras los que había otros tres tramos de doce escalones que los dos hombres subieron con esfuerzo y por los que accedieron a una pequeña cueva cavada en la roca. El camino acababa allí.

—Diablos —murmuró Herlock Sholmes—, solo hay paredes desnudas. Esto se complica.

—¿Y si volvemos? —murmuró Devanne—. A fin de cuentas, yo no veo la necesidad de saber más. Ya me he enterado de todo.

Pero el inglés, que había levantado los ojos al techo, lanzó un suspiro de alivio: por encima de sus cabezas, había un mecanismo idéntico al del otro extremo del pasadizo. Bastaba con mover las tres letras. Osciló un bloque de granito. Era la cara interior de la lápida de la tumba del duque Rollon, en cuya superficie estaban esculpidas en relieve las doce letras de «Thibermesnil». Y salieron a la pequeña capilla en ruinas de la que había hablado el inglés.

—«Y se va hasta Dios», es decir, hasta la capilla —dijo, citando el final del texto.

—¿Cómo puede ser? —exclamó Devanne, aturdido por la clarividencia y vivacidad de Herlock Sholmes—. ¿Es posible que le haya bastado esa simple indicación?

—¡Bah! —exclamó el inglés—. Incluso estaba de más. En el ejemplar de la Biblioteca Nacional, el trazado, como usted sabe, termina con un círculo a la izquierda; pero, a la derecha, como usted no sabe, finaliza con una cruz, pero tan borrosa que solo puede verse con una lupa. Esa cruz designa, evidentemente, la capilla en la que estamos.

El pobre Devanne no daba crédito a sus oídos.

—¡Es asombroso, milagroso y, sin embargo, de una sencillez infantil! ¿Cómo es que nadie ha descifrado este misterio?

—Porque nadie ha reunido nunca los tres o cuatro elementos necesarios, es decir, los dos libros y los textos… Nadie, excepto Arsène Lupin y yo.

—Pero yo también —objetó Devanne—, y el padre Gélis… Los dos sabíamos tanto como ustedes, y sin embargo...

Sholmes sonrió.

—Señor Devanne, no todo el mundo está capacitado para descifrar enigmas.

—Pero es que hace diez años que busco, y usted, en diez minutos…

—¡Bah! La costumbre…

Salieron de la capilla y el inglés exclamó:

—Mire, hay un automóvil esperando.

—¡Claro, es el mío!

—¿El suyo? Creía que su chófer no había vuelto.

—Es verdad… y me pregunto…

Se acercaron al vehículo y Devanne, dirigiéndose al chófer, dijo:

—Édouard, ¿quién le ha ordenado venir?

—El señor Velmont —respondió el chófer.

—¿El señor Velmont? ¿Lo ha visto usted?

—Cerca de la estación. Me dijo que viniera a la capilla.

—¡Que viniera a la capilla! Pero ¿para qué?

—Para recoger al señor… y al amigo del señor.

Devanne y Herlock Sholmes se miraron.

—Ha comprendido —dijo el primero— que el enigma sería un juego para usted. Es un bonito homenaje.

Una sonrisa de satisfacción estiró los delgados labios del detective. El homenaje le gustaba. Inclinando la cabeza, dijo:

—Es todo un señor. Me di cuenta nada más verlo.

—¿Lo ha visto usted?

—Nos cruzamos un momento.

—¿Y sabía usted que era Horace Velmont, quiero decir Arsène Lupin?

—No, pero no tardé en adivinarlo… Había cierta ironía por su parte.

—¿Y lo dejó escapar?

—Pues la verdad es que sí…, y eso que tenía la partida ganada: varios gendarmes pasaron por allí.

—¡Por todos los santos! Era una ocasión única, había que aprovecharla…

—Exactamente, señor —dijo el inglés con altivez—. Cuando el adversario es un hombre como Arsène Lupin, Herlock Sholmes no aprovecha ocasiones: las crea.

Pero el tiempo apremiaba y, dado que Lupin había tenido el detalle encantador de enviarles el automóvil, no era cuestión de rechazarlo. Devanne y Herlock Sholmes se instalaron en la parte posterior del cómodo vehículo. Édouard dio vueltas a la manivela y partieron. Desfilaron campos y arboledas. Ante ellos se extendieron las suaves ondulaciones de la región de Caux. De súbito, los ojos de Devanne fueron atraídos por un pequeño paquete depositado en el bolsillo interior de la portezuela.

—Caramba, ¿qué es esto? ¡Un paquete! Pero ¿a quién va dirigido? Vaya, parece que es para usted.

—¿Para mí?

—Aquí pone: «Sr. Herlock Sholmes, de parte de Arsène Lupin».

El inglés cogió el paquete, rompió el cordel y quitó el envoltorio. Era un reloj de bolsillo.

—¡Por todos los…! —exclamó con un gesto de cólera.

—Un reloj —dijo Devanne—. ¿No será por casualidad…? —El inglés no dijo nada—. ¡Pero si es el suyo! Arsène Lupin le devuelve el reloj. Pero si se lo devuelve, es que se lo quitó. ¡Le robó a usted el reloj! ¡Ja, esta sí que es buena! ¡Arsène Lupin le birla el reloj a Herlock Sholmes! ¡Dios mío, qué divertido! No, de verdad… discúlpeme… pero es más fuerte que yo.

Reía a mandíbula batiente, incapaz de contenerse. Y cuando hubo reído a gusto, afirmó con total convencimiento:

—En efecto, es todo un señor.

El inglés no dijo ni pío. Hasta Dieppe no pronunció palabra, con los ojos clavados en el fugitivo horizonte. Su silencio era terrible, impenetrable, más violento que la ira más feroz. En el muelle, ya sin cólera, pero con un tono que reflejaba toda la voluntad y la energía del personaje, dijo simplemente:

—Sí, es todo un señor, un señor en cuyo hombro me gustaría poner esta mano que le tiendo a usted, señor Devanne. ¿Sabe?, tengo la impresión de que Arsène Lupin y Herlock Sholmes volverán a encontrarse un día u otro… Sí, el mundo es demasiado pequeño para que no vuelvan a coincidir… Y ese día…