LAS NOVIAS DEL TAPIR
CUENTO DE LOS ARUÁ, PUEBLO DE BRASIL
A la mañana temprano, las mujeres preparaban la comida, hacían la chicha y después salían todas juntas de la maloca, la vivienda comunitaria de los aruá. Les decían a los hombres que iban a pescar tamboatá, unos pececitos de río. Pero en realidad iban a divertirse con el tapir. ¡Ningún otro animal tiene un pene tan grande!
Al llegar al lago, la jefa de las mujeres golpeaba una sapopemba, un árbol de grandes raíces que crecen fuera de la tierra.
—¡Ven, tapir, a comer el hígado de la sapopemba!
El tapir salía del bosque, se desvestía de su piel de animal, la colgaba de una rama y se transformaba en hombre. Se acostaba con todas, empezando por la jefa. Pero no tocaba a la mujer que tenía un bebé. Cuando terminaba de tener sexo con cada una, recogía los líquidos de los dos y los convertía en peces. Eso eran los tamboatá que después las mujeres pescaban: esperma del tapir mezclado con jugos vaginales.
La diversión no paraba nunca. Las mujeres volvían a la maloca agotadas y satisfechas. Tanto, que los hombres empezaron a sospechar. Además, el pescado tenía un gusto raro.
—¿Será realmente pescado lo que comemos? —se preguntaron un día, mientras cazaban en el bosque.
El más jovencito, que era todavía casi un niño, se ofreció a espiar a las mujeres. Le dieron una raíz que pica mucho en la boca y el chico se fue corriendo a buscar a su madre.
—¡Mamá, mamá, tengo fiebre!
La mujer notó que el chico tenía la boca muy caliente. Lo acostó en una hamaca, encendió un fuego para hacerlo transpirar, cerró bien fuerte la puerta de la maloca y se fue con las demás, que ya habían terminado de hacer la chicha. Entonces el chico se subió al techo, agujereó la paja y vio que las mujeres se iban en fila por una picada del monte haciendo bromas y riéndose a carcajadas. Después se bajó y las siguió, con mucho cuidado de que no lo descubrieran. Así pudo ver lo que hacían con el tapir las mujeres. ¡Todas, hasta su propia madre!
Las mujeres volvieron con muchísimo pescado. Lo asaron y lo pusieron a secar. Cuando volvieron los hombres, el chico le contó en secreto a su padre todo lo que había visto.
A la mañana siguiente, al salir el sol, el cacique dio órdenes a los hombres en voz bien alta, para que las mujeres escucharan.
—Nos vamos a cazar por los alrededores del puerto.
Pero lo que hicieron, en realidad, fue adelantarse a las mujeres. Guiados por el espía, llegaron adonde estaba la sapopemba. El cacique la golpeó con fuerza, tal como le habían contado que hacía su mujer. Cuando el tapir se asomó, con miedo, porque algo sospechaba, una fila de hombres armados lo estaba esperando. Lo mataron a flechazos, le cortaron el pene y se lo llevaron a la maloca. El cacique lo colgó sobre la puerta.
—Por lo que han hecho, vamos a matar a las mujeres —les dijo—. Pero no con flechas ni garrotes. Las vamos a matar con espinas.
Y todos se pusieron a juntar espinas de tucum, de palmera marajá, y las esparcieron alrededor de la casa. Cuando las mujeres volvieron, el cacique, sentado a la puerta de la maloca, llamó a su mujer.
—¡Mujer, ven a sacarme esta espina que tengo clavada, me duele mucho!
Ella se sentó al lado y empezó a buscar la espina, pero no la encontraba. Entretanto, el pene del tapir le goteó en la cabeza.
—Algo me está mojando la espalda —dijo la mujer, y miró para arriba. Con horror, vio el miembro del tapir colgando de la puerta.
—¡Es la porquería con la que me traicionaste! —le gritó el marido.
Todos los hombres se abalanzaron sobre sus mujeres y las mataron con las espinas. Sólo se salvaron dos niñas y una mujer que tenía un hijito recién nacido, porque ellas no se habían acostado con el tapir.
—Vámonos —dijo entonces el cacique—. Mejor no durmamos aquí. Marchemos hacia donde se esconde el sol.
Los hombres se fueron a dormir a la roza, donde estaban preparando un campo para sembrar. Al día siguiente, al anochecer, escucharon un cántico completamente inesperado: era un coro de voces femeninas acompañado por un tambor. ¡Las mujeres habían resucitado! Las jóvenes tocaban el tambor y las viejas bailaban.
Muy asustados, los hombres las espiaban desde lejos. Al amanecer, vieron que venía hacia ellas un escarabajo gigante.
—Hijas mías, ya es hora de que vengan conmigo —les dijo.
Y las mujeres siguieron al escarabajo.
Se fueron muy lejos y construyeron una maloca para ellas solas. Abrieron claros en el bosque, hicieron una roza y también salieron a cazar solas, sin marido. No aceptaban a ningún hombre entre ellas.
Un día, uno de los chicos que habían quedado con los hombres dijo que quería ir a visitar a la abuela. El padre trató de convencerlo de que no fuera, porque le parecía muy peligroso, pero tanto insistió el muchacho que al final terminó por explicarle cómo llegar hasta allí.
—Hijo mío —le dijo la abuela cuando lo vio—. Estoy contenta de verte. Pero no puedes quedarte aquí más de dos días. Después de lo que nos hicieron los hombres, no queremos saber nada de ellos.
La abuela pasó los dos días asegurándose de que el nieto era ágil y tenía habilidad para usar el arco y las flechas. Después lo echó.
Muchos dicen que las mujeres-sin-hombres existen todavía. Que se acuestan con ellas los hombres de la tribu ako-son y también los poá. Pero cuando se les acercan, primero cortan las cuerdas de sus arcos y esconden sus flechas. Porque después del sexo, las mujeres buscan las armas para matarlos.
Así se quedan embarazadas las mujeres-que-se-fueron. Si nace una niña, se la quedan. Si nace un niño, se lo quedan solamente hasta los diez años y después lo mandan con su padre. Pero antes lo prueban para ver si es ágil, si corre bien, si sabe usar el arco y la flecha. Si el padre no es hábil, el hijo sale al padre y hay que matarlo.
***
Los aruá son indígenas del Brasil que hablan una lengua de la familia tupí-mondé, habitan reservaciones en Rio Branco y Guaporé. Y hace sólo cincuenta años que establecieron contacto por primera vez con la sociedad no-indígena.
Esta leyenda da cuenta del temor de los hombres, antiguo como la humanidad, a ser reemplazados por alguien o algo más potente o mejor dotado. Y nada infunde tanto miedo como mujeres que pueden prescindir de los hombres. Estas Amazonas del Amazonas, curiosamente semejantes a sus congéneres griegas, asesinadas y redivivas, se convierten a su vez en asesinas de varones.