EL RETRATO

CUENTO JAPONÉS

En una aldea campesina había un hombre tan enamorado de su esposa que no quería apartarse de su lado. A tal extremo llegaba la adoración que sentía por ella que ya estaba descuidando sus campos. Hieroku había sido siempre un hombre muy trabajador y ahora no había manera de persuadirlo de salir de su casa.

La muchacha, además de ser hermosa, era muy inteligente. Y una excelente pintora. Se dio cuenta de que la situación resultaba insostenible. También ella amaba tiernamente a su marido y se le ocurrió una buena idea. Pintó un retrato de sí misma, hábil y detallado.

—Mi querido —le dijo a Hieroku—. Toma este retrato que he pintado. Se me parece un poco, ¿verdad? Así podrás irte a trabajar sin necesidad de dejarme del todo.

El retrato era extraordinario. Hieroku lo miró con amor infinito. No sólo era la hermosa cara de su mujer, sino que su espíritu estaba allí, en cada uno de los trazos del pincel. El retrato era doblemente ella. Así consiguió la joven que su marido se fuera a trabajar. Aunque a cada rato se detuviera para sacar el retrato y volver a deleitarse con él.

Un día estaba Hieroku sentado en una piedra mirando el rostro de su amada, cuando un golpe de viento muy violento le sacó el papel de la mano y se lo llevó tan lejos y tan rápido como un barrilete. Ni soñar con alcanzarlo. Su esposa tuvo que pintarle otro.

Entretanto, el retrato, siempre llevado por el viento, cruzaba campos y bosques y así llegó hasta las inmediaciones del castillo donde vivía el señor feudal dueño de todas las tierras de la comarca. Un servidor del castillo lo recogió y, asombrado por la belleza de la pintura, se lo llevó a su amo.

Durante horas contempló el hombre el retrato de esa mujer tan hermosa que su existencia terrenal parecía imposible. Y se enamoró de ella. Perdido por la pasión, ordenó a todos sus criados y cortesanos, a todos sus soldados y capitanes, que buscaran a la mujer que había servido de modelo. Colocó el retrato contra una de las paredes del castillo y por allí hizo desfilar a toda su gente, para que conocieran el rostro de su elegida.

Por oculta que permanezca, la fama de las mujeres hermosas se extiende por los alrededores. Preguntando por aquí y por allá, no les fue difícil a los servidores más humildes del señor feudal encontrar la aldea campesina donde vivían Hieroku y su mujer.

Un samurai a caballo con un grupo de soldados entró brutalmente a la casa de los pobres campesinos. El muchacho trató de defender a su amada con toda la fuerza de sus poderosos brazos de labrador pero… ¿qué podía hacer frente a soldados armados, protegidos por sus armaduras? En un instante lo ataron y lo dejaron tirado en un rincón, mirando impotente cómo se llevaban a su mujer.

La joven, con exquisito refinamiento, inesperado en una campesina, se dirigió al samurai y le rogó que le permitiera despedirse de su esposo, a quien seguramente no volvería a ver en este mundo. Asombrado por la delicadeza de la dama, el guerrero aceptó dejarlos solos por unos minutos.

El marido estaba desesperado, enloquecido de rabia y dolor. Pero ella no perdió la calma. De la manga de su kimono sacó una bolsita y se la entregó:

—Semillas de durazno —dijo, rápidamente—. Plántalas. En tres años, los árboles darán frutos. Bien disfrazado, llévalos a vender al castillo. Te estaré esperando.

Unos días después, curado su cuerpo pero no su alma, que sentía retorcerse de pena dentro de sus entrañas, Heiroku decidió cumplir con la voluntad de su esposa, más por el amor que le había tenido que por la ilusión de que ese plan improvisado diera algún resultado. Dejó de labrar los campos y se sustentaba sólo de lo que le daban algunos vecinos compasivos. Lo único que le importaba eran esos brotes fuertes y sanos que empezaron a crecer de la tierra donde había plantado las semillas. Tres años después vio por primera vez, al terminar la primavera, unos pequeños frutos verdes. En el verano, esas primicias se convirtieron en duraznos enormes, de color dorado, llamativos por su tamaño y por su aroma. Los frutos eran realmente especiales y tenía sentido ir a ofrecerlos al castillo del noble.

Hieroku eligió los mejores duraznos, los puso en una cesta, se vistió de vendedor ambulante y se manchó con barro la cara, la ropa, las manos, como si fuera uno de esos hombres que viven a la intemperie, comprando y vendiendo por los caminos.

Entretanto, su bellísima mujer vivía en el castillo. El noble no sólo sentía por ella una ardiente pasión, sino que estaba verdaderamente enamorado. Le había dado a la joven el rango de esposa, la hacía respetar por criados y cortesanos, la cubría de joyas y de regalos. Pero no lograba arrancarle ni una sola sonrisa. Durante tres años la había tenido a su lado, sin resistirse y sin alegrarse, con el rostro inmóvil y severo de quien cumple una penosa obligación. Ni el teatro ni la poesía, ni la pintura, ni las conversaciones de las damas de la corte, habían logrado cambiar su expresión siempre triste.

Una tarde, tres años después del rapto, el caballero estaba sentado como siempre junto a su amada, cuando por la ventana del castillo se escuchó la voz de un vendedor de duraznos que pregonaba su mercadería. Apenas la oyó, la muchacha estalló de pronto en una larguísima, hermosa carcajada, parecida al sonido de mil campanitas de cristal. Esa risa maravillosa, tan deseada, dejó maravillado al noble señor. ¡Por fin había encontrado la medicina para su tristeza! No entendía qué había en ese pregón que pudiera alegrar a su esposa, pero tampoco le preocupaba entender, sólo quería verla feliz. Inmediatamente ordenó que trajeran al vendedor a su presencia.

Cuando la mujer vio a ese hombre de ropas rotosas, de piel ajada y sucia, salpicado de pies a cabeza por el barro de los caminos, cuando escuchó otra vez su voz hablando de la calidad de los duraznos y lo económico de su precio, su rostro pareció colmarse con una felicidad única, que lo llenaba de luz. Reía y reía sin parar, batiendo las palmas.

—¿Qué te hace tan feliz? —quiso saber el caballero.

—¡Todo, todo! ¡Esa ropa, los duraznos, el barro! ¡Qué maravilla, qué perfección!

«No puedo estar celoso de un vendedor ambulante», se dijo el gran señor. «No hay nada que él haga que yo no pueda hacer mejor».

—Ahora verás —le dijo a la bella—. Pronto llegará un vendedor ambulante todavía más gracioso.

Se llevó al vendedor a otra habitación y cambió sus ropas con él. Cargando la cesta salió del castillo, se ensució con polvo y barro del camino, y con una voz potente y sonora, acostumbrada a mandar, comenzó a vocear los mejores duraznos del país.

Mientras el noble señor gritaba como un poseso en la puerta del castillo, los esposos se dedicaron a abrazarse, llorar y felicitarse por haberse encontrado otra vez.

Cuando el caballero, agotado por el juego, quiso entrar otra vez a su castillo, los guardias que estaban en la puerta no lo reconocieron. Su aspecto no inspiraba ninguna confianza. Y por más que gritó y se desgañitó tratando de convencerlos, sólo consiguió que lo creyeran loco y lo echaran a patadas.

Algunos dicen que el pobre campesino, con ayuda de su mujer, tomó el lugar del señor feudal y gobernó sus tierras con justicia y compasión. Por cierto, los cortesanos, guardias y servidores del castillo se dieron cuenta de la sustitución, pero fingieron ignorarla con tal de librarse de ese noble tan odiado. Otros cuentan que, cuando se descubrió la ausencia del señor, los jóvenes aprovecharon la confusión para escapar llevándose joyas y dinero.

Lo único seguro es que gracias a la inteligencia y la fidelidad de su amada, Hieroku la había recuperado para siempre.

***

En otras épocas, en la mayor parte de los pueblos y de las culturas, el destino de las mujeres pobres y hermosas era muy duro. Así como en el medioevo europeo existía el derecho de pernada, innumerables cuentos orientales nos muestran cómo la acción de apoderarse de sus mujeres es una forma repetida de la violencia que ejercen los poderosos sobre los débiles. En los cuentos, las mujeres siempre se resisten y luchan por volver con sus maridos, pobres pero jóvenes y amados. Y es muy probable que en la realidad fuera una desgracia para una muchacha hermosa ser convertida en el juguete descartable de un poderoso. En este cuento japonés se agrega el condimento de la paciencia oriental: los tres años que tardarán en crecer esos frutos tan especiales. No dejo de preguntarme el porqué de esos tres años que no son necesarios para la estructura lógica del cuento: todo podría haber sucedido al día siguiente, o pocos días después del rapto. ¿Consideraba la bella que en tres años habría amainado el interés del noble por ella? ¿Era un plazo suficiente para que el raptor hubiera olvidado la existencia del marido celoso? ¿O será que simplemente, vaya uno a saber, la linda muchacha tenía ganas de disfrutar durante tres años de la vida de ocio y de lujo en el palacio del noble?