EN LA GRAN MURALLA

CUENTO CHINO

El primer emperador de la dinastía Qin subió al trono con el nombre de Quin Shi Huang. Implacable y cruel con el pueblo, decidió construir la Gran Muralla para proteger a su imperio de las invasiones.

Desde entonces, la tarea principal de los ejércitos imperiales fue conseguir mano de obra. Hombres y mujeres eran arrastrados por la fuerza a meses de distancia de sus hogares para trabajar en la muralla. El trabajo no cesaba ni de día ni de noche. Los hombres cargaban con pesados fardos de piedras, tierra, ladrillos. Mal alimentados, castigados por los guardias, muchos morían sin poder regresar a su tierra y se los enterraba allí mismo, a los pies del muro.

Uno de los trabajadores era un muchacho que se llamaba Wan Xi Liang. Tenía una mujer joven y hermosa, llena de virtudes: Meng Jian Nü extrañaba muchísimo a su marido. Se lo habían llevado en el invierno y ahora el invierno volvía pero su marido no. Se habían llevado a Wan Xi Liang hacia la frontera norte del imperio, donde el frío era más cruel. La gente decía que el frío no dejaba sacar las manos de los bolsillos. Meng Jian Nü pasó muchos días trabajando en ropa y calzado de abrigo para su marido, prendas gruesas rellenas de algodón. Y un día se decidió. Ella misma se las llevaría.

Empezaba el invierno cuando Meng Jian Nü se puso en camino. Los árboles estaban desnudos, la llanura desierta. Caminó durante días y semanas, preguntando por dónde ir, tratando de orientarse siempre hacia el norte. Una noche en que no alcanzó a llegar a una aldea, durmió en un templete y se despertó bañada en lágrimas. Había soñado con su marido. Él le decía que estaba muerto.

Siguió viaje caminando y caminando. Una posadera se compadeció de su cara demacrada, sus pies sangrantes, sus ropas cubiertas de polvo.

—No llegarás —le dijo—. Todavía faltan muchas montañas y torrentes que atravesar, muchos meses de viaje.

Pero cuando la vio decidida a seguir, la acompañó unos li por el camino, en señal de amistad.

Cada vez hacía más frío. Porque avanzaba el invierno y porque viajaba hacia el norte. Atravesando una montaña, la sorprendió una tormenta. El viento era fuerte y helado. No había dónde refugiarse. La muchacha no había comido. Los peñascos salvajes estaban cubiertos de zarzas. Su cuerpo tiritaba. De algún modo se quedó dormida. El despertar fue todavía peor, porque la nieve había cubierto el camino y no sabía por dónde proseguir. Sin embargo, un cuervo graznó, revoloteando y saltando delante de ella como para marcarle el camino. Siguiendo al cuervo prosiguió su viaje: montes, valles, ríos…

Ni siquiera ella podía calcular cuánto tiempo había caminado sin parar, cuando por fin llegó. La inmensa muralla era como una gigantesca serpiente pitón tendida sobre las cumbres. Los obreros parecían hormigas al pie de la muralla.

Siguiendo el trazado de la asombrosa construcción, Meng Jiang Nü preguntaba a todos si sabían algo de Wan Xi Liang. Los hombres estaban flacos y pálidos y nadie sabía nada. A veces encontraba cadáveres tendidos en el suelo. Por fin encontró a un hombre de su pueblo que supo darle información. Su marido estaba muerto hacía ya mucho tiempo. Habían enterrado el cadáver en el lugar donde cayó, al pie de la muralla.

Meng Jian Nü sintió una ardiente quemadura en el corazón y se desmayó. Al volver en sí, se echó a llorar y lloró durante días y noches. Tan desgarrador era su llanto que la Gran Muralla se desplomó de golpe a lo largo de doscientos kilómetros, mientras un huracán levantaba por el aire un torbellino de piedras, ladrillo y arena.

La noticia de tan extraordinaria catástrofe llegó enseguida a oídos del emperador, que quiso ver personalmente a la mujer cuyas lágrimas habían destruido años enteros de trabajo. A pesar de haber sufrido tantas penalidades, la jovencita seguía siendo hermosa como un hada, y el emperador se enamoró de ella.

—Bellísima mujer, quiero que seas mi favorita —le dijo, con dulzura inesperada.

—Estoy de acuerdo —dijo Meng Jian Nü conteniendo el odio que desbordaba de su corazón—. Sólo deseo que antes me concedas tres mercedes.

—Por supuesto. Concedidas —dijo el emperador.

—Quiero que el cuerpo de mi marido sea colocado en un ataúd de oro con tapa de plata. Que todos los ministros y generales acudan a su funeral. Y que el emperador mismo acompañe el ataúd hasta la tumba, vestido con ropa de cáñamo y empuñando la rama de duelo, como si fuera un hijo del difunto.

El emperador aceptó. Las condiciones no le parecían difíciles de cumplir. Hubiera estado dispuesto a dar mucho más. El entierro se llevó a cabo tal cual la muchacha lo había dispuesto. Al terminar, ofrendó un sacrificio al espíritu de su esposo y lloró largo tiempo sobre la tumba cerrada. Después, dándose vuelta de golpe, corrió hacia el río que pasaba cerca de allí y se arrojó al agua.

Pálido de ira, el emperador ordenó a sus servidores que la sacaran inmediatamente del agua. Pero el cuerpo de Meng Jian Nü, danzando sobre la espuma, se transformó en un pez de plata que, nadando lejos de la orilla, se sumergió en la profundidad de las aguas.

***

La cultura popular es contradictoria. Junto a los cuentos que muestran a las mujeres como inconstantes, poco confiables, vengativas, incapaces de verdadero amor, aparecen muchos otros como éste, en que mujeres enamoradas son capaces de dar la vida por el hombre que aman. Estas heroínas, sin embargo, se presentan como excepción y no como regla. Nunca encontré una versión antigua de un cuento popular en la que una hazaña femenina se celebrara como típica de todas las mujeres. Es muy común, en cambio, que los cuentos en que las mujeres cometen fechorías se presenten como una enseñanza que se puede y se debe generalizar.