EL ESPEJO DE LAS VÍRGENES
CUENTO ÁRABE (FRAGMENTO)
Dijo el anciano de las Tres Islas:
«Debo advertirte, Sein, que a un hijo de Adán le es de todo punto imposible conocerle en la cara a una hija de Eva si está todavía virgen o ya perforada. Tal conocimiento es sólo propiedad de Alá y de los elegidos de Alá.
Así que no puedo yo infundirte ese conocimiento de otro modo que ofreciéndote este espejito, que es más seguro para ello que todas las cábalas y suposiciones que puedan hacer los hombres.
En cuanto encuentres una jovencita que no tenga peros en lo tocante a bella, y te imagines que es virgen o como tal te la pinten, no tendrás más que mirar al espejo y luego verás aparecer en él la fiel semblanza de la muchacha. Y tú la contemplarás a tu sabor, sin temor, porque la contemplación de una imagen en un espejo no constituye ningún atentado a la virginidad de un cuerpo, como sucedería si, en lugar de la imagen, el cuerpo mismo contemplases.
Y si la dicha joven no fuese doncella, lo notarás luego sin más que mirar sus pudendas partes, porque en ese caso se te mostrarán hinchadas y abiertas, cual abismo sin fondo, y también notarás que el espejito se empaña, como por efecto de una tufarada.
Y por el contrario, si Alá fuese servido de conservar a la joven en su virginidad, sus pudendas partes se te mostrarán de un tamaño no mayor que una almendra mondada y el espejito se mantendrá enteramente diáfano, limpio y claro, sin que lo empañe ningún vaho.
Quiera, amigo Sein, el sino, que no tardes en encontrar a esa virgen de quince abriles que te pido. Y no olvides que debe ser una absoluta belleza, porque, ¿de qué sirve la virginidad sin ella?»
Y en busca de esa joven perfecta llegó Sein a El Cairo, donde le ofrecieron cientos de preciosas muchachas asegurándole que eran vírgenes.
Y todas aquellas jóvenes, arrebozadas en sus velos, fijos los ojos modestamente en el suelo, iban entrando en el salón donde el príncipe Sein esperaba, armado con su espejito mágico.
Cualquiera que hubiese visto aquellos ojos bajos, aquellos rostros cándidos, aquella púdica compostura y modestia, habría creído a ciegas en la virginidad de aquellas jóvenes. Pero al espejito no lo engañaban los gestos pudorosos.
Cada vez que el príncipe Sein enfocaba a una de esas jovencitas con su espejo, aparecía allí toda desnuda a pesar de cuantas vestiduras cubriesen su cuerpo y ninguna de sus partes escapaba al examen y su cosa se reflejaba en el espejo con todos sus pormenores, enteramente igual que si la joven estuviese en una urna transparente de cristal.
Y Sein miraba el espejito y estaba harto lejos de ver reflejada en él una cosa diminuta como una almendra pelada. Y grande era su asombro al ver en qué abismo insondable se habría podido arrojar él o arrojar al anciano de las Tres Islas si no fuera por el espejito mágico.
Cuando el príncipe desechaba una joven, no comentaba la razón para no perjudicarla. Lo único que hacía era limpiar cada vez con la manga el vaho que empañaba el espejo.
***
La asociación virginidad-limpieza con actividad sexual-suciedad rara vez se ha visto mejor explicitada que en este cuento de Las mil y una noches. Pero la repugnante tufarada que sale de esos «abismos insondables», ¿no ha sido provocada, acaso, por el ingreso en ellos de sucesivos y muy masculinos instrumentos? ¿Por qué, entonces, dentro de ese mismo razonamiento, del que no nos hemos librado por completo, no se asocia el sexo de los hombres con la suciedad y las supuestas miasmas deletéreas? ¿Qué podía pasarle a quien cayera en uno de esos abismos tan profundos? ¿Desaparecer para siempre de este mundo? ¿Quedar atrapado en las entrañas de una sucia mujer?