SIETE HERMANAS A TODA PRUEBA
MITO DE LOS ABORÍGENES AUSTRALIANOS
El lomo de la serpiente Arco Iris, que formó con sus golpes los montes y mesetas de la tierra de Australia, había dejado de moverse por fin. Era todavía el Tiempo de los Sueños, la era mágica en que cada acto y cada hecho servirían para constituir el mundo.
Por el momento, sólo los hombres pasaban por los ritos de iniciación para convertirse en adultos. Pero un día, siete jóvenes hermanas decidieron que también ellas querían pasar por las pruebas a las que los hombres eran sometidos. Querían demostrar que también ellas podían resistir las privaciones y el dolor, que también ellas eran seres humanos completos y terminados, además de mujeres adultas en condiciones de casarse y de criar a sus hijos. Y fueron a proponer su decisión a los Ancianos de la tribu.
Esa noche, los jefes y los Ancianos se quedaron hasta muy tarde alrededor del fuego, hablando quedamente. Por la mañana, convocaron a las muchachitas al consejo. Les dijeron que habían aprobado su decisión y las felicitaron por su sabiduría. Sin embargo, dudaban.
—Pero, ¿qué es exactamente lo que quieren hacer? —les preguntaron.
—Queremos demostrar que no son nuestros cuerpos los que dominan sobre nuestras mentes. Creemos que las mujeres, igual que los hombres, deben demostrar que son capaces de controlar el miedo y el dolor. Así nuestros hijos serán más valientes y fuertes. Les rogamos que nos permitan atravesar las mismas pruebas que los varones.
Los sabios de la tribu volvieron a consultar entre ellos. Sólo a los hombres adultos les estaba permitido conocer todo lo que debían soportar los jóvenes durante los ritos de iniciación.
—Muy bien —dijeron finalmente—. Jamás nos hubiéramos propuesto hacerlas sufrir. Pero si soportan todo hasta el fin, se habrán ganado nuestro respeto y admiración.
No era fácil lo que las jovencitas se habían propuesto. No era breve.
Durante tres años tuvieron que vivir solas en un lugar adonde nadie más tenía permitido el paso. Los Ancianos les enseñaron las leyes de la tribu. Les daban apenas la comida necesaria para mantenerlas con vida, una pequeña porción al amanecer y otra cuando el sol se ponía. Adelgazaron. Sus cuerpos se volvieron ágiles y livianos. Al principio, sufrían hambre. Al cabo de tres años, sintieron que tenían sus cuerpos bajo el control de su mente.
—Ahora estamos listas —dijeron.
—Están listas —respondieron los Ancianos— para empezar con las pruebas. Y la primera prueba servirá para demostrar si han aprendido la primera lección.
Por tres días los ancianos guiaron a las muchachas a través de un viaje terrible y sin descanso. Tuvieron que atravesar una densa maraña de espinos que arañaron y desgarraron sus carnes. Cruzaron llanuras abrasadoras y altas montañas. Durante tres días enteros no se les permitió comer ni un bocado.
En la mañana del cuarto día, los Ancianos cazaron unos canguros y le dieron a cada una un cuchillo afilado.
—Pueden comer toda la carne que quieran —les dijeron.
Pero las jovencitas sólo comieron lo mínimo indispensable. Si hubieran obedecido a su instinto, habrían comido hasta dilatar sus estómagos después del largo ayuno: pero habían aprendido la primera lección. Eran dueñas de sus cuerpos.
Volvieron al campamento y comenzó la segunda serie de pruebas. Esta vez tenían que demostrar que eran capaces de soportar el dolor.
Una por una se acostaron boca arriba en la tierra desnuda. Un chamán de la tribu tomó un palito de madera dura y lo introdujo entre los labios de la primera joven. Con una piedra golpeó violentamente, una y otra vez, el extremo del palo que sobresalía de la boca, hasta que consiguió arrancar el diente de la encía. La muchacha no emitió ni un solo quejido de dolor.
—¿Estás lista para perder otro? —le preguntaron.
—Sí.
De la misma manera le arrancaron otro diente. Una por una las siete hermanas atravesaron la misma ordalía en silencio, sin protestar ni quejarse.
—Ahora, colóquense en fila —exigió el hechicero.
Y con un cuchillo afilado comenzó a dibujar profundas líneas de sangre en los pechos de las siete mujeres. La sangre les chorreaba por el vientre y caía sobre la tierra. Después les frotaron cenizas sobre las heridas para aumentar el dolor, pero ellas soportaron la doble agonía sin un murmullo.
Sólo entonces se les permitió acostarse y dormir. Cayeron en un sueño profundo, de agotamiento extremo, que les permitió olvidar por unas horas el dolor en la boca y en el cuerpo.
De pronto una de las muchachas despertó conteniendo un grito. Sintió que algo se movía sobre su piel. Tensó los músculos. Todo su cuerpo estaba cubierto con insectos que reptaban sobre ella. Se deslizaban por sus labios y sobre sus párpados, entraban en los agujeros de la nariz y en los oídos, pero ella permaneció en silencio y sin moverse. Las siete hermanas soportaron la invasión de los insectos hasta que la luz del día llegó para liberarlas.
Las pruebas siguieron. Parecían no tener fin. Les perforaron la nariz, las hicieron acostar en una cama de cenizas ardientes. Atravesaron todo tipo de ordalías que buscaban degradar el cuerpo. Que sólo podían ser superadas por una absoluta firmeza de mente y espíritu.
—Se terminó —dijeron por fin los Ancianos—. Han soportado cada prueba de dolor y de control, cada tortura con fortaleza y alegría. Los Ancianos de la tribu estamos orgullosos de ustedes. Ahora queda la última prueba: la conquista del miedo.
Las jóvenes tuvieron que dormir esa noche sin la protección del fuego, en un campamento aislado donde el viento gemía horriblemente entre las ramas de los árboles. Los Ancianos entonaron cánticos que erizaban la piel, convocando a los monstruos y a los espíritus del mal, a Yara-ma-ya-ju, al Kin-Kin, al monstruo Juojui y al mismísimo Espíritu del Mal.
Atroces alaridos comenzaron a elevarse de los matorrales circundantes y continuaron toda la noche. El campamento estaba rodeado de monstruos y espíritus. Los Ancianos intentaron de todas las formas posibles llenar de miedo el corazón de las mujeres. Pero las jovencitas guardaban todavía en sus mentes reservas suficientes de coraje y resistencia.
Llegó la mañana. La tribu entera llegó para saludarlas y felicitarlas por su triunfo. Incluso los dioses y los espíritus benignos del alto paraíso estaban presentes ese día. Las siete jovencitas se habían transformado en mujeres adultas.
Y el premio que tuvieron por su extremo coraje no fue de este mundo. Cuando estaban festejando con sus parientes y amigos, los dioses las tomaron y las elevaron al cielo para que vivieran eternamente allí, donde todos pudieran verlas para aprender y recordar. Allí están, bellas, fuertes, luminosas, las siete hermanas estrellas de la constelación de las Pléyades, iluminando serenamente el mundo con su ejemplo de coraje.
***
Los aborígenes australianos eran capaces de distinguir a simple vista muchas constelaciones, muchas más, sin duda, que cualquier persona común en nuestros tiempos. Por ellas se guiaban en sus viajes nocturnos, como quien sigue, en una ciudad, el nombre de una calle. Este mito no pertenece a todos los Kuri («los nuestros», como se llaman hoy a sí mismos los aborígenes) sino a una de sus numerosas tribus. Recuerda la heroica decisión de siete hermanas dispuestas a demostrar su capacidad, su resistencia, su decisión, la capacidad humana de trascender el instinto. Cientos de años después, un cuento de ciencia ficción de Richard McKenna, escrito en los años 60 y titulado «Mi propio camino», sostiene la tesis de que los hombres son superiores a las mujeres porque han sido seleccionados a través de los ritos de iniciación, mientras que las mujeres, que no han pasado por ninguna selección, se mantienen en una condición mucho más cercana a la animalidad.