GRISELDA
CUENTO FRANCÉS
Al pie de las montañas donde nace el río Po, vivía un joven y valeroso Príncipe.
Colmado de todos los dones del cuerpo y del alma, era robusto, diestro en el oficio de la guerra y le gustaban con pasión las bellas artes. Amaba los grandes proyectos y los hechos valerosos. Pero su corazón tierno y generoso se preocupaba todavía más por la felicidad de su pueblo.
Su temperamento heroico estaba oscurecido, sin embargo, por pensamientos sombríos que hacían considerar a todo el bello sexo como infiel y mentiroso. En la mujer en que brillaba el más raro mérito, veía el Príncipe un alma hipócrita, un espíritu orgulloso, un enemigo cruel dispuesto a dominar al hombre desdichado que se le entregara.
El contacto frecuente en sociedad, donde no se ven más que maridos sometidos o traicionados, aumentó su rencor profundo hacia la mujer. El Príncipe juró que jamás se casaría.
Así pues, por la mañana se dedicaba a los negocios públicos. Gobernaba bien, con prudencia, protegiendo siempre a los débiles. Y dedicaba la otra mitad de la jornada a la caza. Los osos y jabalíes le producían menos temor que las mujeres, de las que procuraba mantenerse siempre alejado.
Sin embargo, sus súbditos querían que les diera un hijo, un sucesor al trono que los gobernase un día con la misma benevolencia. Un día llegaron en delegación al Palacio para intentar persuadirlo. En tono sencillo y en voz baja, el Príncipe les respondió así:
«Estoy conmovido y querría satisfaceros, pero cuanto más prudente sea un hombre, más dificultades encuentra en el matrimonio.
»Observad con atención a todas las doncellas: mientras viven con sus familias, todas son virtud, bondad, pudor y sinceridad; pero la boda pone fin al disfraz, porque sienten que tienen su destino asegurado y ya no les importa la prudencia; dejan de representar su papel y cada una en su hogar obra según su voluntad.
»En la diversidad de aficiones que tienen, sólo encuentro una cosa en la que todas están de acuerdo, y es que quieren imponer su ley. Jamás se puede ser feliz en el matrimonio si ambos cónyuges quieren gobernar. Si deseáis que contraiga nupcias, buscad a una joven hermosa, sin orgullo ni vanidad, sumamente obediente, con una paciencia a toda prueba, que no tenga voluntad propia y la desposaré cuando la hayáis encontrado».
Terminado su discurso, el Príncipe montó a caballo y corrió a reunirse con su jauría y sus cazadores. El sonido de los cuernos de caza, el relincho de los caballos, el ladrido de los perros, llenaron el bosque de tumulto y agitación, haciendo temblar a sus habitantes.
Por azar o por su destino, el Príncipe torció por un camino que lo alejó del resto de la partida y se internó por un lugar donde la sencilla naturaleza se dejaba ver bella y pura.
Allí se encontró de pronto con una joven pastora que hilaba a la orilla de un arroyo, mientras vigilaba su rebaño. Su tez era blanca como la azucena, su frescura natural se había conservado a la sombra de los árboles, su boca tenía todo el atractivo de la infancia y sus ojos, sombreados por párpados oscuros, eran más azules y luminosos que el cielo.
Al ruido de los pasos del Príncipe, la hermosa joven volvió la cabeza. Un vivo rubor cubrió su rostro, haciendo triunfar al pudor y aumentar su hermosura. Bajo el velo de esa adorable vergüenza, el Príncipe descubrió una sencillez, una dulzura y una sinceridad de las que él creía incapaz al bello sexo.
La doncella lo acompañó, atravesando espesuras y torrentes, hasta encontrar el camino que lo llevaría de vuelta a su palacio.
Al día siguiente, el Príncipe volvió a la caza lo antes posible. A pesar de lo complicado de la ruta, sabía ya cómo encontrar la morada de su joven pastora.
Supo que vivía sola con su padre y que se llamaba Griselda; que se mantenían de la leche de sus ovejas. Con el vellón que hilaba ella por su mano, sin recurrir a la ciudad, ellos mismos tejían sus vestidos.
Cuanto más la contemplaba, más enamorado se sentía.
Sin esperar más, el mismo día reunió a su Consejo y les anunció que se casaría, sin informar a nadie de su elección. La noticia se difundió enseguida, con gran alegría del pueblo.
Lo divertido fue ver el inútil esfuerzo de todas las hermosas de la ciudad para atraer y merecer la atención de su señor el Príncipe, al que conquistaba tan sólo un porte modesto y casto, como había declarado cientos de veces.
Todas cambiaron de trajes y ademanes; tosieron con aire devoto, suavizaron la voz, se bajaron los tocados medio palmo, se cubrieron el pecho, se alargaron las mangas y apenas se les veía la puntita de los dedos.
Llegó el día de las famosas nupcias. El Príncipe salió por fin en medio de su corte, aclamado por los gritos de la multitud. Cuando de pronto, al doblar la primera esquina, tomó el camino del bosque como todos los días.
—Vaya —decía la gente—. A pesar del amor, la caza es aún la más fuerte de sus pasiones.
El Príncipe atravesó campos y praderas, entró en el bosque y llegó a la escondida cabaña. Griselda, vestida con sus mejores galas, salía en ese momento para contemplar el espectáculo de las bodas del príncipe.
—¿Adónde vas? —le preguntó el príncipe, con ternura—. No te apresures, amabilísima pastora: las bodas del príncipe no podrían celebrarse sin ti.
—¡Ah, señor! No puedo creerlo: queréis divertiros a mi costa.
El príncipe, que había tomado la precaución de informar al padre de Griselda, la convenció de su sinceridad.
—Sin embargo, para que siempre reine la paz en nuestro hogar, debéis jurarme no tener nunca más voluntad que la mía.
—Lo juro —dijo ella—. Si casada con el varón más humilde de la aldea obedecería, y su yugo me sería suave, ¡cuánto más lo haré, cuando en vos hallo a la vez a mi señor y a mi esposo!
Mientras la corte aplaudía la elección del príncipe, varias damas entraron para acicalar a la pastora, admirándose de la gran pulcritud de la choza, que disimulaba la pobreza hasta hacerla parecer un lugar encantado.
Griselda salió espléndidamente ataviada. Todos aplaudieron. Pero el Príncipe ya empezaba a extrañar, bajo el lujo de reina, la sencillez inocente de su vestido de pastora.
Ese mismo día, en la iglesia, el Príncipe y Griselda unieron sus destinos en solemne promesa.
Al día siguiente, de todas las comarcas llegaron enviados para ofrecer sus votos al Príncipe y la Princesa. Rodeada de sus Damas, sin asombro, Griselda los escuchó como Princesa y como Princesa respondió. En todo se conducía con discreción y con inteligencia, y no tardó en adquirir los modales del gran mundo.
Antes de fin de año el Cielo bendijo su matrimonio: no fue el Principito tan deseado, sino una Princesita, aunque bellísima. Griselda quiso amamantarla ella misma.
Pero el Príncipe, siempre acosado por sus malos sentimientos hacia las mujeres, empezó sospechar de Griselda. Le molestaba su virtud como si fuera una trampa y toda su conducta le parecía poco sincera.
Para calmarse seguía a Griselda, la observaba y se complacía en atormentarla con la violencia, con el miedo, con todo lo que sirviera para separar la verdad del engaño.
—Si sus virtudes son verdaderas —se decía—, los tratos más insoportables sólo lograrán hacerlas más firmes.
La mantuvo encerrada en el palacio, sola y retirada en su habitación, adonde no dejaba casi llegar la luz del día. Le pidió con rudeza que le devolviera todas las joyas que le había regalado cuando se casaron. Ella se las entregó con mayor gozo que cuando las recibiera.
—Mi esposo me atormenta para probarme —se dijo Griselda—. Para despertar mi virtud, que podría perecer en tan largo reposo. Pero además, el Señor deja a otras mujeres a merced de sus peligrosos deseos y placeres. Y en cambio, por puro don de Su bondad suprema, me elige como su hija querida y se aplica en corregirme. Amemos ese rigor cruel y benéfico: la felicidad se alcanza sólo a través del dolor.
El Príncipe la veía obedecer en todo, pero no se dejaba convencer.
—Su virtud es fingida. Le es fácil aceptar todo porque sólo le interesa nuestra hija.
Griselda acababa de darle el pecho a la princesita, jugaba y se reía con ella cuando dijo el Príncipe:
—Debo quitarte a tu hija para formar su carácter y preservarla de los malignos defectos que podría adquirir a tu lado. Encontré una dama de talento que la educará en las virtudes y en la cortesía propia de una princesa. Prepárate a separarte de ella, enseguida vendrán a buscarla.
El Príncipe salió de allí porque no tenía valor ni era tan inhumano para ver cómo arrancaban el bebé a su esposa.
Griselda, deshecha en llanto, pero siempre dispuesta a obeceder, entregó a su hija, que trataba de estrecharla con sus bracitos.
Secretamente, sin declarar su ilustre cuna, la niña fue abandonada en la puerta de un convento, dejando con ella anillos de precio, como promesa de una adecuada recompensa a los cuidados que se le diesen.
Cuando el Príncipe volvió a ver a su esposa, ella le recibió con dulzura y suavidad, e incluso con la ternura de los más hermosos días de felicidad.
Ante aquella obediencia tan pronta y tan grande, se sintió lleno de vergüenza y arrepentimiento.
Pero su mal fue más fuerte. Y así, días después, con fingidas lágrimas, para herirla aún más cruelmente, fue a decirle que su hija había muerto.
El golpe inesperado hirió a Griselda en lo más profundo; pero a pesar de su dolor, y viendo que su marido palidecía, aparentó olvidar su desdicha y trató de consolarlo con ternura de su dolor fingido.
Tanta bondad conmovió al príncipe, que tuvo que reprimir sus deseos de decirle a la Princesa que su hijita estaba viva.
A partir de ese día fue tal la ternura mutua de los esposos, que no la tienen igual dos amantes en sus más dulces momentos.
Pasaron quince años sin que nada desuniera a los Príncipes. Si el Príncipe se complacía a veces en disgustar a Griselda, era sólo para evitar que su amor se enfriara, como el herrero que echa agua sobre los carbones de la fragua para avivar la llama.
Entretanto, la joven Princesa crecía en talento y discreción, con la inocencia de su madre y la nobleza de su padre, convertida en una belleza perfecta. El Príncipe sabía todo sobre su hija. Y pronto tuvo un raro deseo.
—Probaré una vez más la paciencia de mi esposa. No para tranquilizar mi loca desconfianza, no dudo ya de su amor, sino para que su bondad, dulzura y noble sensatez resplandezcan a los ojos de todos.
Entonces el Príncipe declaró en público que, por no tener sucesor, ya que la hija de su loco matrimonio había muerto, había decidido volver a casarse con una esposa de cuna ilustre, educada en un convento.
Enseguida, sin mostrar disgusto ni dolor, le advirtió a su esposa que tenía que repudiarla para evitar una desgracia, ya que el pueblo, indignado por su bajo origen, lo obligaba a contraer una alianza digna de su rango.
—Debes volver a tu techo de paja y a tu traje de pastora, que ya te mandé preparar.
Griselda escuchó con rostro sereno, pero devorada por el dolor. Gruesas lágrimas caían de sus ojos. Vestida con su humilde traje de pastora fue a despedirse del Príncipe.
—Te ruego que me perdones por no haber sabido agradarte. Puedo soportar mis desdichas, pero no tu enojo. Concede esta gracia a mi sincero arrepentimiento.
Tanta sumisión y grandeza despertó en el Príncipe el ardor de su amor primero y estuvo a punto de revocar la orden de destierro. Pero una vez más ganó el orgullo sobre el amor y le contestó con dureza.
—Está bien, te perdono y me satisface tu arrepentimiento. Es hora de que te vayas.
Griselda, en su humilde choza, con el corazón sereno, pedía al Cielo cien veces cada día que colmara a su esposo de gloria y riqueza y que le concediera todos sus deseos.
El esposo querido al que añoraba, para probarla una vez más, la mandó llamar.
—Griselda, quiero que me ayudes a complacer a la Princesita con la que me caso mañana. Emplea tu destreza para adornar y embellecer sus habitaciones. Que se vea en todos los detalles al Príncipe enamorado. Y para que lo hagas mejor, quiero que la conozcas.
Y mandó a llamar a la Princesita, que se presentó, bellísima, aunque desdichada, ya no que no deseaba esas bodas. Griselda, al verla, sintió un vuelco en su corazón de madre: esa edad tendría su hija si viviera. Cuando la Princesita se fue, habló así al Prícipe.
—Señor, esta encantadora Princesa, criada entre lujos, no podría soportar los malos tratos que yo recibí de vos, sin perder la vida. Ella, que jamás conoció el dolor, morirá ante el menor rigor. ¡Os ruego, oh señor, tratadla con dulzura!
—Piensa según tu capacidad —dijo el Príncipe, severo—. No necesito que una simple pastora quiera darme lecciones.
Griselda bajó los ojos y se retiró en silencio.
Mientras tanto, iban llegando los invitados a la boda. Decidido por fin a develar el engaño, el príncipe los reunió a todos en un salón y les dirigió la palabra:
—Sabed que la encantadora persona de quien me creéis enamorado, en realidad es mi hija. Sabed que, conmovido por la paciencia de la prudente y fiel esposa a la que indignamente eché del palacio, la tomo de nuevo conmigo para reparar con lo más dulce del amor el duro y bárbaro trato que recibió de mi ánimo celoso.
La princesita, aliviada de no tener que entregarse a un matrimonio que no deseaba, se echó a los pies del Príncipe, abrazando las rodillas de su padre.
A Griselda, el exceso de gozo había privado casi del sentido. Su corazón sucumbe, apenas si puede abrazar a la hija adorable que le devuelve el Cielo, y sólo sabe llorar.
Todas las miradas se vuelven a Griselda, todos ensalzan su paciencia y llegan a alabar incluso la prueba cruel que le impuso su Príncipe, ya que produjo tal modelo perfecto de virtud tan hermosa, tan conveniente al bello sexo, y tan rara en todas partes.
***
Este asombroso, estremecedor, cuento popular europeo ha sido resumido a partir de la versión de Perrault, pero aparece también en otras colecciones de cuentos populares, más cercanas al registro oral, por ejemplo, la de Afanasiev. Charles Perrault, en el prólogo de su libro, se jacta de la edificante moraleja de su cuento «Griselda» que «tiende a que las mujeres sufran las impertinencias de sus maridos, y a demostrar que no existe ninguno tan brutal o tan raro a quien la paciencia de una mujer honesta no pueda convencer».