KANAJA LA SABIA

CUENTO DE LA INDIA

Un día, el rey Shijasatu ordenó que todos los pintores de la ciudad vinieran a pintar su palacio. Repartió entre ellos los muros en proporciones iguales y les ordenó que terminaran su tarea todos al mismo tiempo.

Entre ellos estaba el anciano Shitanga, a quien su hermosa hija, una doncella llamada Kanaja, le traía cada día de comer.

Cierta vez, cuando iba a llevarle la comida a su padre, estuvo a punto de ser atropellada por un jinete que avanzaba al galope por la avenida real sin cuidarse de la pobre gente que caminaba por allí. Cuando llegó con la comida, su padre pidió permiso para ir al baño. Entretanto, Kanaja pintó en el suelo una pluma de pavo real, tan hermosa que parecía verdadera.

En ese momento, el rey entró en la sala. Vio la pluma de pavo real sobre las losas y se agachó a recogerla. Para su sorpresa, las uñas se le doblaron contra el suelo.

Kanaja, sin saber que se trataba del rey, se reía a carcajadas.

—Hoy estoy sentada en la silla de los locos —le dijo al rey—. Ya tenía tres patas y tú eres la cuarta.

—¿Cómo es eso? —preguntó el rey, sin darse a conocer.

—La primera pata es el rey, que repartió los muros por partes iguales sin considerar que no todos pueden trabajar a la misma velocidad. Un anciano pobre y sin discípulos, como mi padre, no está en condiciones de pintar la misma superficie en el mismo tiempo que los pintores más jóvenes. Hoy, por la avenida real, vi a un jinete que galopaba sin cuidarse de no atropellar a las mujeres, los ancianos y los niños: ésa es mi segunda pata. La tercera pata es mi propio padre, que espera a que le traiga la comida para ir al baño, dejando que se enfríe. Y la cuarta pata eres tú, que te agachaste a levantar una pluma de pavo real, confundiendo una pintura con la realidad, sin pensar que era imposible que hubiera entrado un pavo real en este cuarto.

El rey, encantado con la gracia de la muchacha, decidió casarse con ella.

Cada noche el rey mandaba a llamar a sus aposentos a una de sus mujeres. Un día se le ordenó acudir a Kanaja, y allí fue, vestida y adornada con todas sus joyas, acompañada por su esclava Majanija.

—Cuéntame una historia, mi ama —dijo la esclava.

—Te la contaré cuando se haya dormido el rey.

Y el rey fingió dormir para escuchar el cuento.

—En la ciudad de Wasanta —contó la esposa del rey a su esclava—, había un comerciante que hizo construir un templete de cuatro varas y puso en él la imagen de un dios de ocho varas.

—¿Cómo cabía esa imagen en un templo tan pequeño? —preguntó Majanija.

—Mañana te lo diré —contestó Kanaja—. Ahora tengo demasiado sueño.

El rey se moría de curiosidad por saber la solución y a la noche siguiente volvió a llamar a Kanaja a su cuarto.

Cuando el rey se fingió dormido, las dos mujeres prosiguieron su historia de la noche anterior.

—El templo tenía cuatro varas de largo —dijo Kanaja—. Y la imagen tenía en sus manos ocho verdaderas varas: dos de cobre, dos de bronce, dos de plata y dos de oro.

Cada noche Kanaja despertaba la curiosidad del rey con un nuevo acertijo y así Shijasatu la llamaba todas las noches a sus aposentos. Cada vez la quería más y sólo pensaba en disfrutar con ella las alegrías de la inteligencia y del amor al mismo tiempo, de modo que las otras esposas se pusieron muy celosas.

—Está tan enloquecido por la hija de ese artesano —se decían—, que nos desdeña a nosotras, mujeres nobles de sangre real. Y descuida los asuntos de Estado.

Comenzaron a espiar a Kanaja y descubrieron que todos los días a la misma hora se encerraba en su tocador y murmuraba ciertas palabras que parecían encantamientos. Las otras mujeres la fueron a denunciar al rey.

—Allí es donde pronuncia los conjuros maléficos que te tienen encadenado a ella. ¡Sólo tú no te das cuenta de lo que te pasa! —le dijeron.

Sin decirle nada a su favorita, el rey se ocultó en su tocador. A la hora señalada la vio entrar y cerrar con llave. Kanaja se despojó de sus ricas vestiduras y de todas las alhajas que le había regalado el rey, y se puso el vestido andrajoso y los adornos de plomo y cinc que había traído de la casa de su padre.

—No te jactes de tus riquezas, alma mía —murmuró, mirándose al espejo—. Y recuerda siempre quién eres y de dónde vienes.

El rey, feliz por la humildad, el ingenio y la sabiduría de su mujer, la convirtió en señora de todo su reino y puso sobre su cabeza la corona real.

***

He aquí un antiquísimo cuento hindú que prueba cómo, a pesar de todas las pomposas declaraciones sobre la estupidez de la mujer, la inteligencia femenina no es un descubrimiento moderno. La versión original de este cuento incluye varios de los acertijos que la sabia Kanaja (antigua versión hindú de Scherezada) le cuenta al rey. Pero en su mayoría son intraducibles, porque están basados en juegos de palabras, como en el caso del templo de cuatro varas con la imagen de ocho varas. En la edición y traducción de Johannes Hertel, la protagonista se llama Kanajamandschari, el nombre del rey es Dschijasattu y los hechos transcurren en la ciudad de Khi’ipa’itthija. En la reescritura, me he permitido simplificar los nombres para acercar el cuento al lector occidental. Hertel nos informa que el cuento aparece en una lengua vernácula (es decir, no en sánscrito, la antigua lengua sagrada), en un comentario dewendra a un texto religioso, la Uttaradhajajana-Sutra.