HISTORIA DEL BURRO JUEZ

CUENTO ÁRABE

A causa de su cargo, un cobrador de impuestos tenía que viajar constantemente. Y como no era hombre muy esforzado en lides amorosas, no dejaba su esposa de aprovechar sus ausencias para verse a sus anchas con un amante que tenía, guapo como la luna llena y siempre dispuesto a satisfacerla.

La mujer lo amaba con locura, y en pago de los placeres que le proporcionaba, no sólo le daba a gustar de lo bueno que había en su huerta, sino que le daba todo lo necesario para sus gastos, sin pedirle que se lo devolviera más que en caricias y mimos.

Así vivían ambos la vida más gustosa y regalada, complaciéndose mutuamente. ¡Loado sea Alá que a unos concede potencia y otro no!

Cierto día se fue el cobrador de impuestos al mercado a comprar víveres para el viaje, dejando a su burro atado en el pesebre de su casa, listo para partir. Creyendo que el marido ya no estaba, se presentó el amante muy preocupado.

—Tengo necesidad urgente de dinero. Dame enseguida trescientos adarmes.

—¡Por Alá, que no los tengo! —dijo ella.

—Pero allí tienes el asno de tu marido. Dámelo que lo venderé y conseguiré el dinero.

La mujer quiso convencer a su amante de que la jugada era demasiado peligrosa. Pero viéndolo tan triste y preocupado, decidió arriesgarse a la paliza que podría darle su marido, y lo dejó llevarse el burro.

Cuando el marido volvió del mercado, sólo encontró la montura y las alforjas. Sorprendido y enojado se encaró con su mujer.

—¡Mujer, qué fue de mi burro!

—Acaba de irse y me dijo que iba a administrar justicia en el diván de la ciudad.

—¡No me vengas con patrañas! ¿No sabes que de un solo puñetazo puedo dejarte más ancha que larga?

—¿Cómo iba a hacerte esa burla? ¿Desde cuándo acostumbro mentirte? Eres demasiado listo y sagaz para que yo pueda intentar siquiera engañarte. Voy a decirte la verdad, que hasta ahora no osé revelarte por temor a atraernos una desgracias. Has de saber que tu burro está embrujado y que se convierte en cadí (juez musulmán) de cuando en cuando. La primera vez que vi a un hombre desconocido en la cuadra, me llevé un susto tremendo, me di vuelta, me levanté el pico del manto para taparme la cara y traté de huir. Pero el hombre me habló con una voz muy afable, sin mirarme de frente para no herir mi pudor. «Serena tu alma», me dijo. «No soy un desconocido, sino el burro de tu marido. Soy un ser humano, y cadí por más señas, pero mis enemigos, versados en hechicería, me convirtieron en asno. Como esos hechiceros son, a pesar de todo, musulmanes, me dejan que, de cuando en cuando, los días de audiencia, recobre mi forma humana y pueda ir a cumplir con mi trabajo como juez. Pero por favor, no le cuentes esto a tu marido, que me vendería y aquí soy feliz con su buen trato. Eso sí: ruégale a mi amo que no me espolee tan fuerte como acostumbra, que tengo muy sensible y delicada la parte de atrás y me hace sufrir mucho.» Así me dijo nuestro burro antes de partir para el tribunal, donde está ahora mismo. Me alegro de poder contarte este secreto que pesaba en mi alma. Y te aconsejo que no te deshagas de ese asno que es trabajador y sufrido y nunca se tira pedos y sólo de tarde en tarde deja ver su instrumento. Pero además, ahora que sabes su secreto, estoy segura de que, cuando lo necesites, podrá aconsejarte bien en cuestiones de Derecho y de procedimientos.

—¿Y qué hago ahora? —se dijo el pobre cobrador de impuestos—. ¿Cómo salgo a trabajar sin mi burro?

—Si tuviera sentido dar consejos a alguien que es el doble de inteligente y sabio que yo, te diría que vayas ahora mismo al tribunal y le muestres al juez un puñado de habas, que es su pienso favorito. Creo que te entenderá, porque en su aspecto de borrico es muy honrado y servicial.

Muy contento de tener una mujer tan discreta, se fue el cobrador de impuestos al diván y entró en la sala del tribunal. Levantó una mano con un puñado de habas por encima de la cabeza de los concurrentes y con la otra le hizo señas al juez.

El cadí, creyendo que el hombre tenía algo importante que comunicarle en secreto referente a los impuestos, lo acompañó hasta el zaguán. Y el cobrador lo iba arreando hacia allí como si fuera un burro.

—Perdona que venga a molestarte en el ejercicio de tus funciones —dijo el hombre, cuando estuvieron solos—. Pero es que necesito que te conviertas enseguida en borrico para que pueda montar sobre ti y emprender el camino.

El cadí retrocedió asustado al oírlo, pensando que estaba loco. Aterrado trató de volver a la sala del tribunal mientras el cobrador de impuestos corría para cortarle el paso mientras trataba de persuadirlo hablándole de la ración doble de habas y el afrecho fresco que le daría esa noche.

Amarillo como el azafrán de miedo, como no había allí nadie que pudiera ayudarlo, el cadí decidió librarse del loco por cualquier medio antes que armar un escándalo en el tribunal.

—Amigo mío —le dijo amablemente—. Entiendo que perdiste a tu burro. Toma trescientos adarmes, ve al mercado a comprarte otro y déjame a mí administrar justicia tranquilo.

El dueño del borrico entendió que no era momento de transformaciones para el cadí, y se dio por satisfecho. Tomó el dinero, fue al mercado y se compró un burro nuevo.

Y así, gracias al ingenio y la picardía de la joven esposa, todos quedaron contentos: el galán cobró su dinero, el marido consiguió un burro mejor que el anterior sin gastar un centavo… y el cadí no tardó en recuperar los trescientos adarmes sacándole el doble de esa cantidad en costas a los litigantes, que encima le dieron las gracias.

***

El efecto de esta historia desopilante tomada de Las mil y una noches está basado más en la tonta credulidad del marido que en las artimañas de su mujer. Nos deja, sin embargo, una enseñanza: si vas a mentir, que sea en grande.