LAS BODAS DE LADY RAGNELL
CUENTO INGLÉS
Persiguiendo a un ciervo herido, el rey Arturo se separó del resto de la partida de caza. Por momentos el animal estaba tan cerca que casi podía tocarlo con su jabalina y parecía agotado y sin fuerzas. Un instante después, volvía a saltar alejándose a tal velocidad que el caballo del rey apenas podía seguirlo a la distancia. En el ardor de la persecución fueron pasando muchas horas exasperantes, pero también entretenidas y veloces. Caía la tarde cuando el rey se dio cuenta de que hacía mucho tiempo que no escuchaba el ladrido de los perros y las voces de los demás hombres. El ciervo había desaparecido y en el claro del bosque al que había llegado reinaba un silencio extraño.
En ese momento, se presentó ante él un caballero vestido de verde, desafiándolo al combate. A pesar de que estaba muy cansado por la loca carrera, el rey Arturo se aprestó a la lid. El Caballero Verde era un gigante de enorme fuerza. No tardó en desmontar y desarmar a su rival. Con todo su peso, cayó sobre él, apoyándole la espada en la garganta. El Rey Arturo se dispuso a morir, con pena y dolor y caballeresca resignación.
—No te mataré —dijo entonces el Caballero Verde—. Es decir, no te mataré enseguida, Rey Arturo.
Sorprendido al verse reconocido, el joven rey comprendió que su rival dominaba ciertas zonas de la magia.
—¿Cuáles son tus condiciones? —preguntó, entonces—. Ya sabes que puedo pagar un cuantioso rescate por mi vida.
—Lo sé, y no me interesa. Pero te dejaré vivir si descubres la respuesta correcta a mi pregunta.
—Por mi fe que buscaré esa respuesta por el cielo y la tierra.
—¡Y no la encontrarás! —se rio el Caballero Verde—. Dentro de un año volveremos a vernos en este mismo lugar. Si eres capaz de contestarme qué quieren las mujeres, te dejaré vivir.
Al rey Arturo no le pareció difícil encontrar la solución del acertijo. Le preguntaría a la reina Ginebra. Cuando, con el resto de la partida de caza, regresó a la corte, entró a los aposentos de la reina y, sin entrar en detalles, le planteó la cuestión.
Varias damas de la corte rodeaban a la reina. Todas se pusieron a hablar al mismo tiempo. No había dos que tuvieran la misma respuesta.
Un poco desconcertado, el rey Arturo decidió contarle todo a su sobrino predilecto, el más valiente y gentil de los caballeros de la corte, respetado por los todos los hombres y amado por todas las mujeres: el joven Sir Gawain.
—No lo sé, milord —dijo Sir Gawain—. Es algo que todos los hombres nos hemos preguntado alguna vez. ¿Qué quieren, en realidad, las mujeres? Vaya uno a saber. Pero podemos averiguarlo.
El rey y su sobrino decidieron recorrer juntos durante un año todos los reinos de Bretaña en busca de la respuesta. Y lo que había sucedido en los aposentos de la reina, se repitió una y mil veces. Unos decían que las mujeres quieren amor. Otros estaban seguros de que lo único que les interesa era el sexo. Había quien aseguraba que las mujeres quieren únicamente a sus hijos. Había quien afirmaba que lo que quieren las mujeres es buena ropa. Hombres y mujeres de todas las edades estaban dispuestos a aportar sus ideas al respecto y todos creían tener la respuesta correcta. Estaba terminando el año de plazo y los dos caballeros se dieron cuenta, llenos de aflicción, que tener miles de soluciones al acertijo era lo mismo que no tener ninguna. ¿Cómo saber cuál era la única respuesta capaz de salvar la vida del rey?
Dicen que la puntualidad es la cortesía de los reyes. Una hora antes del momento convenido para la cita, el rey Arturo y Sir Gawain habían llegado al claro del bosque. Una vez más, el rey estaba resignado a entregar su vida al Caballero Verde. Una horrenda mujer-monstruo los recibió en su lugar.
Era muy alta y de edad indefinible. Tenía la cara cubierta de verrugas y su pelo grisáceo era una confusión de suciedad y telarañas. Sus dientes eran grandes, marrones y torcidos, la boca deforme, la nariz tan grande y curvada que tocaba casi el mentón sobresaliente. Los ojillos minúsculos desaparecían en una red de arrugas. El cuerpo era una masa informe de aspecto repugante. El conjunto despedía un olor a mariscos podridos. Su forma de hablar, sin embargo, era la de una dama.
—Rey Arturo —dijo la mujer—. Yo tengo la respuesta.
—Nosotros también —respondió cortésmente Arturo—. Tenemos miles de respuestas.
—Pero la mía es la correcta. Y sólo pido a cambio que prometas casarme con Sir Gawain.
—¿Por qué debo creerte? —dijo el rey—. Y de todos modos, no estoy dispuesto a que mi sobrino sacrifique su vida por la mía.
—Pero yo sí —se apresuró a asegurar Sir Gawain—. Yo estoy dispuesto a casarme con esta gentil dama para salvar vuestra vida. Si su respuesta es la correcta, el Caballero Verde os perdonará la vida. Y entonces cumpliré mi parte del trato.
—Mi nombre es Lady Ragnell —dijo la dama—. Y la respuesta es muy simple. Lo que quieren las mujeres es hacer su voluntad.
Cuando llegó el Caballero Verde y escuchó la respuesta de boca del Rey Arturo, lanzó un alarido de odio.
—¡Sólo mi hermana, Lady Ragnell, puede haberles dado la solución! ¡La mataré!
Pero para matarla, primero la tenía que encontrar, y Lady Ragnell parecía haber desaparecido.
Al paso lento de sus caballos, cabizbajos, el rey Arturo y Sir Gawain volvieron a la corte. No tenían dudas de que la horrible mujer volvería para cobrar su deuda. En realidad, había llegado a Camelot antes que ellos y los estaba esperando a la entrada del castillo.
Lady Ragnell no se satisfizo con una boda modesta en una capilla cualquiera. Quiso casarse en la principal iglesia del reino, con una fiesta pública, un gran banquete en que se agasajara a los nobles y se alimentara a los mendigos. Quiso música y baile y festejos. Por algo todas las damas elogiaban la gentileza de Sir Gawain: el joven accedió a todos sus pedidos y bailó con su novia toda la noche, encantador y sonriente como siempre. Las mujeres lo miraban con tristeza y compasión, los hombres lo miraban espantados, felicitándose de no estar en su lugar.
Al amanecer, la fiesta terminó y los desposados se retiraron a sus aposentos. Con cierta melancolía, pensando que comenzaba en ese momento el resto de su vida y que no sería una vida muy feliz, Sir Gawain se quedó mirando el jardín por la ventana mientras su horrible novia se preparaba para introducirse en el lecho.
—¿No vas a besarme en mi noche de bodas? —le preguntó por fin a su flamante esposo.
—Claro que sí, mi querida, y no sólo voy a besarte: tendrás todo lo que un marido debe darte y algo más —contestó Sir Gawain, con una sonrisa pícara, resplandeciente, como si le estuviera hablando a la más bella de las doncellas del reino.
Se dio vuelta hacia ella. Y allí estaba, ante sus ojos, esperándolo en la cama, la más bella de las doncellas del reino.
—Sir Gawain, has logrado romper parte del hechizo que me mantenía convertida en monstruo —dijo la hermosísima Lady Ragnell—. Ojalá fuera posible romperlo del todo, pero no es así. En cambio, puedes elegir ¿prefieres que sea hermosa de día y monstruosa de noche? ¿O al revés?
No era una decisión fácil. Sir Gawain pensó y sopesó todas las posiblidades antes de responder.
—Mi bella Lady Ragnell —dijo por fin—. No es a mí a quien le toca elegir. Es tu cuerpo, es tu cara. Debes hacer tu voluntad.
Y por supuesto, el hechizo se deshizo del todo y para siempre.
***
Este cuento asombroso resulta de una modernidad tal que cuesta imaginarlo como lo que en verdad es, una antigua leyenda medieval de la saga del Rey Arturo. Tan antigua que Chaucer, en sus Cuentos de Canterbury, publicados en el siglo XIII, se basó en ella para el relato de «La mujer de Bath». La pregunta del Caballero Verde ha seguido tan vigente a lo largo de los siglos que un texto de Freud se llama precisamente así: «Qué quieren las mujeres». Por cierto, la respuesta de Freud es mucho más machista y anticuada que la de Lady Ragnell.