El sueño americano
Un ventoso día de noviembre de 1851, Lola Montes se embarcaba rumbo a Nueva York dispuesta a comenzar una nueva vida en la tierra de las oportunidades. La acompañaba su amigo Edward Willis, que era ahora su agente artístico y secretario. El vapor Humboldt zarpó de El Havre a primera hora de la mañana y cruzó el Canal hasta Southampton, donde recogió a más pasajeros. Uno de ellos eclipsó por completo a la condesa de Landsfeld. Era Lajos Kossuth, el noble húngaro que había declarado la independencia de Hungría frente a los Habsburgo austríacos durante la Revolución de 1848. Considerado un héroe, viajaba a Estados Unidos para recaudar fondos y buscar apoyo a su lucha entre las filas republicanas. A Lola, que ahora se comportaba como una caprichosa estrella, no le hizo ninguna gracia coincidir en el barco con otra celebridad que le robaba todo el protagonismo. Acusó a Edward de incompetente por haber comprado los pasajes sin averiguar quién viajaba a bordo y se lo echó en cara durante toda la travesía.
El viaje de quince días no fue un crucero de placer aunque Lola disponía de un camarote en primera clase, espacioso y confortable. En aquella época del año el viento del oeste soplaba con fuerza, las tormentas eran frecuentes y el mar estaba muy embravecido. Cuando el buen tiempo lo permitía, paseaba por la cubierta principal envuelta en uno de sus chales de cachemira y contemplaba absorta el horizonte mientras fumaba. Para su suerte, Kossuth se mareaba y pasó buena parte de la travesía en su cabina. En su ausencia, la bailarina aprovechaba el tiempo para fascinar a los pasajeros con sus extraordinarias aventuras. El barco era una torre de Babel donde en cualquier conversación se pasaba de un idioma a otro. La mayoría eran exiliados políticos con los que Lola pudo intercambiar opiniones. Ahora se declaraba decididamente liberal y encandilaba a los que la escuchaban con sus agudos comentarios y críticas a la tiranía que todavía reinaba en la Vieja Europa. En el Humboldt también viajaban familias enteras de inmigrantes italianos, irlandeses, judíos y alemanes que huían del hambre y la pobreza. Todos, al igual que ella, soñaban con hacer fortuna al otro lado del Atlántico.
Cuando llegaron a Nueva York, una multitud se apiñaba en el muelle del East River agitando banderas y pañuelos. Lola se quedó gratamente impresionada y pensó que aquellas personas se habían reunido para darle la bienvenida. Para su desilusión, enseguida comprendió que no era a ella a quien esperaban sino al patriota húngaro que descendió por la pasarela y fue recibido con música, vítores y salvas en su honor. La condesa esperó a desembarcar hasta que el hombre desapareció de su vista escoltado por autoridades y periodistas rumbo al ayuntamiento de la ciudad. Mientras le observaba desde la cubierta, musitó: «Estoy en América, me siento feliz y con energías renovadas. Muy pronto mi nombre brillará en los mejores carteles de Broadway. Este estúpido y engreído de Kossuth no me va a fastidiar mi momento de gloria».
A los pocos reporteros que se quedaron para informar sobre su llegada les sorprendió descubrir que Lola Montes, famosa por su carácter violento y su habilidad con la fusta, era en realidad una mujer de aspecto delicado y muy femenina. Sus expresivos ojos azules y su arrebatadora personalidad todavía impresionaban a los periodistas que la conocían. En sus primeras declaraciones en suelo americano la condesa dijo eufórica: «Señores, me siento feliz de estar en esta gran nación, último refugio de libertad y asilo para millones de personas que huyen de las tiranías que asolan Europa. Yo, como ellos, vengo a probar fortuna. El actual rey Maximiliano II ha embargado todas mis propiedades en Baviera y no tengo más remedio que regresar a los escenarios».
Desde el coche de caballos que la conducía al hotel descubrió una ciudad caótica y ruidosa con barrios polvorientos de calles de tierra donde los niños jugaban descalzos y dormían en cualquier esquina. Nueva York se encontraba en plena expansión y ya superaba el medio millón de habitantes. En su mayoría vivían en condiciones lamentables, hacinados en barrios donde reinaba el crimen y la miseria. Five Points, de mayoría irlandesa, era el más pobre y peligroso de Manhattan; un reducto donde el hambre, la prostitución y la violencia convivían a diario. «Madame, ninguna persona decente entra en Five Points. Todos evitan pasar por ahí y dan un rodeo de varias manzanas para no atravesarlo», le advirtió el cochero. Al escuchar estas palabras, Lola se estremeció y por un instante se trasladó a los borrosos escenarios de su infancia. Si se hubiera quedado en Grange, su aldea natal, a lo mejor ella también se hubiera visto obligada a huir de la hambruna como aquellos desdichados. Sabía que en Nueva York no eran bien recibidos. Tenían fama de ladrones, borrachos y violentos. Si alguien descubría que la famosa Lola Montes era irlandesa sería el fin de su carrera.
Su representante había reservado para ella una suite en el remodelado Hotel Montgomery, en el centro de Manhattan. Esta parte de la ciudad era el polo opuesto a Five Points. Aquí se encontraban los más importantes edificios públicos como el ayuntamiento y el capitolio de estilo neoclásico. También Wall Street, el corazón financiero de la ciudad, donde los grandes bancos habían construido imponentes edificios de oficinas. Más allá del East River se extendían enormes campos salpicados de granjas, caseríos, aldeas y las residencias de verano de las ricas familias neoyorquinas.
La condesa de Landsfeld —como ahora se hacía llamar de nuevo tras su separación del señor Heald— llegó al hotel en compañía de su joven doncella Ellen y dos empleados que cargaban sus numerosos baúles. La dama nunca se separaba de su pequeña maleta de piel, cerrada con un grueso candado, donde guardaba las valiosas joyas que aún conservaba. Durante los primeros días apenas salió a la calle y solo concedió un par de entrevistas a los dos periódicos más importantes de la ciudad, el New York Herald y el recién fundado The New York Times. Desde el principio Lola contó con el apoyo y las simpatías de James Gordon Bennett, quien había oído hablar de ella a su hermano. Bennett, de origen escocés, era el fundador y editor del New York Herald y uno de los periodistas más brillantes y destacados de su época. Hombre astuto y con buen olfato para los negocios, fundó un periódico sensacionalista que sabía sacar partido a los pequeños sucesos cotidianos. En Lola Montes encontró un auténtico filón y sus escándalos y aventuras en América le iban a proporcionar jugosas noticias que los lectores seguirían con avidez.
Lo primero que hizo tras recuperarse del viaje fue ponerse en contacto con Thomas Barry, el empresario y director de escena de Broadway. Había estado carteándose con él desde París y el hombre estaba impaciente por conocer a aquella mujer indómita y apasionada que había cautivado a reyes, emperadores y personalidades de toda Europa. Cuando Lola llegó a sus oficinas luciendo un precioso vestido de terciopelo con finos encajes y un coqueto sombrero adornado con plumas, el señor Barry la recibió con gran cortesía.
—¡Bienvenida, madame Montes! —exclamó mientras estrechaba su mano—. Es un honor conocer a una artista tan célebre, la mujer de la que todos hablan. Estoy seguro de que Nueva York se rendirá a sus encantos. Una dama tan aventurera y valiente como usted no pasará desapercibida, se lo aseguro.
—Señor Barry, gracias por sus palabras; estoy ansiosa por debutar en Broadway y espero que el público americano aprecie mis danzas españolas que tanto éxito han tenido en toda Europa.
—De este tema quería hablarle; a los americanos, madame, les gustan las comedias musicales. Sus boleros en solitario aquí no funcionarían. El público quiere ver a una estrella, a la célebre condesa de Landsfeld acompañada de un gran ballet. Quieren espectáculo y usted no los puede defraudar.
—Disculpe —repuso Lola algo molesta—, pero dudo que el público neoyorquino sea más exigente que el del Covent Garden de Londres. He triunfado en los mejores teatros de Europa y…
—Por favor, madame Montes, no me malinterprete; conozco su exitosa trayectoria, confíe en mí. Le pondré a su disposición a uno de mis mejores coreógrafos. Trabajarán juntos y en tres semanas la veremos en los escenarios.
Lola tuvo que ocultar su orgullo y se despidió con amabilidad del empresario agradeciéndole su ayuda. En el fondo le indignaba tener que compartir protagonismo con otros bailarines. Pero estaba en un país del que apenas conocía las costumbres y si quería ganar dinero rápido no le quedaba más remedio que aceptar los consejos del señor Barry.
Las primeras semanas en América las consagró por entero a su carrera de bailarina. No había vuelto a subir a un escenario y tenía que recuperar la forma física tras meses de inactividad. A sus treinta años necesitaba mucha disciplina y someterse a agotadores ensayos para agilizar sus músculos. La condesa se puso en manos del coreógrafo George Washington Smith, considerado el mejor bailarín del país. Esta leyenda del ballet americano había hecho de todo, desde payaso en el circo hasta bailar la polca en los entreactos de Hamlet. Había sido partenaire de las más grandes divas del momento y en 1840 se había unido a la compañía de la legendaria Fanny Elssler en su gira americana, donde acabó cosechando un notable éxito como primer bailarín. Ahora se dedicaba a impartir clases y montaba coreografías para los importantes teatros de Broadway. Smith se propuso potenciar la fascinante personalidad de la condesa de Landsfeld para disimular sus deficiencias técnicas como bailarina. Lola se convirtió en su discípula más aplicada y exigente. Le preocupaba tener tan solo unas semanas para ensayar antes del estreno, pero George le prometió que crearía un papel a su medida para que se sintiera cómoda. Y así lo hizo; integró algunos bailes que Lola había aprendido con el profesor Mabille en París, con piezas de su propia creación. El resultado fue una comedia musical titulada Betty la tirolesa, donde ella interpretaba a una campesina alegre y despreocupada.
Cada mañana, caminaba bien abrigada sobre la nieve que cubría las aceras y se dirigía a ensayar al teatro situado a escasos metros de su hotel. A finales de diciembre, con un frío glacial, la gente buscaba refugio en los locales de diversión. Le gustaba Broadway, una larga y animada avenida donde se concentraban los grandes y monumentales teatros como el Astor Place o el Bowery, donde triunfaban las obras de Shakespeare. Junto a ellos había salas pequeñas de variedades, cines y salones de baile donde las orquestas tocaban en directo los ritmos de moda. La ciudad tenía una rica vida cultural y el público neoyorquino pagaba caras las entradas para ver una ópera o un buen melodrama.
En aquellos días recordaba con nostalgia a su maestra de baile, la actriz Fanny Kelly. Habían pasado nueve años pero no había olvidado el día que la conoció en su casa londinense rodeada de sus gatos, ni tampoco sus consejos: «Para triunfar no basta con tener talento; hay que trabajar mucho, ser constante y superarse cada día». Gracias a ella se convirtió en una nueva mujer y dejó atrás un doloroso pasado. Aquellas Navidades, las primeras que pasaba lejos de Europa, Lola se preparó con afán. Además de su papel de campesina tirolesa, ensayó con un cuerpo de baile otras obras que Smith montó para ella, como Diana y sus ninfas, donde aparecía bastante ligera de ropa para deleite de los caballeros. Pero sin duda su coreografía más original fue el Baile de marineros, en el que interpretaba a un joven marino que tras una tormenta corría al rescate de unos náufragos y regresaba a tierra firme con la bandera de la libertad ondeando en el mástil. Era la primera vez que vestía pantalones en un escenario. Esta danza contaba con un acompañamiento musical impresionante: el rugido del océano embravecido y los truenos de la tormenta como telón de fondo. Además, Smith ideó una compleja iluminación para recrear el naufragio, nada habitual en las coreografías de la época. También transformó la célebre Danza de la araña en un alegre y disparatado zapateado donde la artista se dedicaba a aplastar con frenesí unas imaginarias arañas que intentaban atacarla.
El 29 de diciembre, Lola Montes vio su nombre anunciado en grandes letras en la cartelera del Teatro Broadway. Aquella noche era su debut americano y había una gran expectación. Las entradas se agotaron enseguida y más de tres mil personas llenaron la sala a la espera de ver en directo a la famosa y muy brava condesa de Landsfeld. El público era en su mayoría masculino, un «auditorio negro», como Lola lo bautizó debido a que todos los hombres vestían trajes oscuros. Apenas había mujeres entre los asistentes porque había corrido la voz de que se trataba de una obra «indecente y escandalosa». Lola tenía los nervios a flor de piel. El espectáculo estuvo a punto de ser suspendido debido a la intensa nevada que había caído durante toda la mañana. Cuando aquella tarde se levantó el telón, una docena de bailarines interpretaron unas alegres danzas tradicionales bávaras ante un decorado que imitaba los Alpes tiroleses. Unos instantes después apareció ella encaramada en la cima de una montaña nevada. Fue recibida con un clamoroso aplauso de bienvenida que duró varios minutos y que agradeció con repetidas reverencias. La orquesta comenzó a tocar y descendió al escenario al ritmo de la música. Estaba irreconocible con una peluca rubia de largas trenzas, una camisa blanca con su ajustado corsé negro ceñido a su cintura y una falda roja por encima de las rodillas. La condesa inició su baile tirolés y el público pudo comprobar que a pesar de que se movía con gracia y tenía una esbelta figura, sus pasos eran poco ágiles. Al finalizar el primer acto los aplausos fueron más tímidos y un silencio invadió la platea. Lola se retiró para cambiarse de ropa y reapareció vestida con un llamativo uniforme de oficial húngaro marchando a la cabeza de una compañía de soldados que interpretaban una marcha militar. Se oyó una gran ovación y tuvo que salir repetidas veces a saludar. «Damas y caballeros, les agradezco de corazón la amabilísima recepción que le han ofrecido a esta pobre extranjera en su noble país. Nunca la olvidaré», anunció emocionada, haciendo una reverencia.
La obra había durado apenas cuarenta minutos y aunque la mayor parte del público creía que Lola Montes era una bailarina mediocre, todos coincidían en que era muy expresiva, apasionada y se movía con gracia. Un joven crítico del periódico de noticias británico el The Albion, que presenció su actuación en primera fila, escribió entusiasmado: «Imprime una gran energía en sus movimientos y dejó entrever para los curiosos algo de ese temperamento salvaje y latente con el que según los rumores tan generosamente está dotada». Lola estaba satisfecha pero echó en falta que tras la función nadie acudiera a su camerino. En todas las capitales europeas donde había actuado los ramos de flores se amontonaban por doquier en su tocador y siempre contaba con la agradable visita de algún admirador que se acercaba a felicitarla y le dejaba su tarjeta. Quizá su carácter violento y espíritu audaz, tan difundidos por la prensa, asustaban a los caballeros. «Ah, sin duda este país es diferente, los hombres temen a las mujeres hechas a sí mismas», pensó en voz alta mientras su doncella la ayudaba a desvestirse.
Su contrato inicial de siete días en el Teatro Broadway se amplió a tres semanas. A medida que se fue extendiendo la noticia de que la actuación y el vestuario de la artista eran modestos y muy decentes, cada noche más mujeres acudían a verla. El señor Barry se frotaba las manos; en cada función aumentaban los espectadores y Lola alternaba esta divertida comedia musical con los nuevos ballets que Smith había creado para ella. Su primera semana en Broadway aportó los mayores ingresos que jamás había registrado ese teatro en su historia. En cuanto a su caché, se convirtió en una de las artistas mejor pagadas del país. Pero, como siempre que alcanzaba un éxito, un contratiempo se cruzó en su camino. Su agente Edward Willis, cansado de que se inmiscuyera en sus asuntos, se peleó con ella. Lola le acusaba de irregularidades en el manejo de sus cuentas y él de no cumplir con sus compromisos artísticos. La disputa entre la famosa estrella y su representante dio mucho juego a la prensa sensacionalista. Durante varios días los dos protagonistas se intercambiaron cartas acusatorias e indignadas que aparecían publicadas en el New York Herald para diversión de los lectores. La discusión alcanzó su cénit con la extensa carta que la condesa de Landsfeld envió al director de este periódico y que fue publicada el 15 de enero, justo cuando estaba a punto de concluir sus actuaciones en Nueva York. Sus palabras tuvieron tal resonancia que la carta fue reeditada por toda la prensa estadounidense y consiguió poner a la opinión pública de su parte.
Señor Bennett:
Estoy segura de que no le negará usted a una mujer extranjera un pequeño espacio en su periódico para realizar un llamamiento a la comunidad, inteligente y generosa, y así poderse defender de los injustos ataques que se producen contra ella y que buscan poner al público en su contra. Desde mi niñez, cuando oí hablar por primera vez de América, ya quería de todo corazón venir aquí alguna vez. Estudié sus instituciones y mis sueños más románticos estaban relacionados con su gran país. He tenido una vida alocada y singular pero nunca me he considerado perversa. Creo que se me ha maltratado, difamado e injuriado más que a ningún otro ser humano, hombre o mujer, que haya vivido aquí en el último siglo. Si todo lo que se dice de mí fuera cierto —incluso, si tan solo la mitad de lo que se dice de mí fuera cierto—, tendrían que enterrarme viva.
Lola aprovechaba para dar su particular versión de su estancia en la corte de Baviera donde, según ella, su único delito fue abrir los ojos al rey sobre la corrupción de sus ministros más cercanos, como su hombre de confianza Karl von Abel. También dejaba clara la relación «inocente» que mantenía con el viejo monarca.
La población de Munich estaba convencida de que yo era una enemiga cuando, bien lo sabe Dios, toda mi intención era mejorar su bienestar y felicidad, y hacerme querer por mis buenas acciones. Los jesuitas organizaron una revolución, y el buen rey fue destronado y condenado al exilio. He sentido como propias su desgracia y su destierro, y sigo manteniendo correspondencia con él. Es poeta, pintor, escultor y el caballero más virtuoso y bondadoso que haya en este mundo. Este hombre venerable se vio difamado por culpa de nuestra relación. Yo tan solo soy una mujer pobre y débil, y lo amo como a un padre. Era mi amigo, y mientras viva yo seré su amiga. Espero que las damas y caballeros americanos crean mi sencilla historia, narrada en mis humildes palabras. Juro por mi vida que lo que digo es cierto. No soy la mujer perversa de la que les han hablado. Nunca he causado daño conscientemente a nadie. No soy enemiga de nadie. Sé que me he equivocado muchas veces. ¿Y quién no? Puedo haber sido vana, frívola, ambiciosa, orgullosa; pero nunca pérfida, cruel o malvada. Hago un llamamiento a la prensa liberal y a los inteligentes caballeros que la controlan para que me ayuden en mi esfuerzo por recuperar la posibilidad de llevar una vida honrada.
Atentamente,
LOLA MONTES,
condesa de Landsfeld
Casi todo lo que Lola contaba era mentira, pero por primera vez reconocía en público que su orgullo, ambición y frivolidad le habían traído serios problemas. Con esta carta al director consiguió borrar de un plumazo su mala reputación y granjearse el afecto de muchas mujeres americanas que se identificaban con su forma de pensar.
Aunque Lola había recibido una calurosa acogida del público en Nueva York, le preocupaba su futuro. Era consciente de que no podía competir con las bailarinas jóvenes que enseñaban sus largas piernas en los escenarios de Broadway. Pese a que ella dedicaba tiempo a su cuidado personal y conocía numerosos trucos de belleza, las marcas de la edad la delataban. Cuando por la noche, antes de acostarse, se observaba en el espejo, veía un rostro más delgado y anguloso pero el brillo de su mirada permanecía intacto. La condesa sabía sacar partido a su físico, cuidaba su cutis con mascarillas y tónicos faciales a base de agua de rosas, se aplicaba pomada de abéñula en sus largas y espesas pestañas y utilizaba raíz de lirio molida para blanquear sus dientes. Cuidaba con especial esmero su larga y abundante melena ondulada que cepillaba con frecuencia y lavaba con champú a base de clara de huevo. Los baños de agua caliente con aceites y esencias de flores también formaban parte de su ritual de belleza. «Los años no perdonan, he llevado una vida de excesos, he vivido intensamente, he amado con pasión. ¿Cuántas mujeres que conozco pueden decir lo mismo?», pensaba mientras se cepillaba con fuerza su larga melena.
Las comedias ligeras que su coreógrafo Smith había adaptado a su estilo funcionaban bien pero no le permitían un gran lucimiento como artista. El público americano no se conformaría con su belleza y sus poses seductoras, así que pensó que podría triunfar como actriz representando en los escenarios su propia vida. Ya lo había hecho el director inglés Coyne cuando estrenó en Londres Lola Montes, condesa por una hora y el éxito había sido enorme. Pero el interés sería aún mayor si era ella la protagonista. «Haré de mi vida un espectáculo de amor, pasión, aventura y poder, y América acabará reconociendo mi talento», se dijo a sí misma, soñando con emular a las grandes actrices de su época.
Antes de abandonar Nueva York para continuar su gira americana, Lola conoció a Charles Ware, un joven dramaturgo que le presentó el señor Bennett. La condesa le encargó una adaptación teatral de las memorias que había publicado en Le Pays y le pidió que fuera respetuoso con el texto original y los diálogos porque, según ella «reproducían con exactitud sus aventuras y desventuras en la corte bávara».
A mediados de enero de 1852 Lola y su compañía iniciaron una larga gira por las más importantes ciudades de Nueva Inglaterra, al nordeste del país. En aquellos días las fuertes nevadas dificultaban el transporte. Los trenes sufrían cancelaciones y viajar por carretera en diligencia era muy peligroso. La primera etapa fue Filadelfia, donde estrenaron con gran éxito en el teatro de la Walnut Street. Su acogida fue similar a la de Nueva York y el contrato de una semana se prolongó a dos. Allí la bailarina acudió a un estudio fotográfico para hacerse un retrato y coincidió con una delegación de jefes indios de las tribus Cheyenne, Sioux y Arapahoe que regresaban a sus tierras tras una entrevista en Washington con el Gran Padre Blanco, el entonces presidente Millard Fillmore. Lola se quedó tan impresionada al ver a estos hombres ricamente emplumados y de rostros impenetrables, que insistió al jefe Luz en la Oscuridad para que le permitiera posar junto a él. El New York Herald rápidamente publicó la noticia de este encuentro insinuando que el jefe indio le había propuesto ser «la reina» de su tribu y reproducía la imagen de la artista cogida de su brazo. Algunos días más tarde este mismo periódico se vio obligado a rectificar pues el artículo era falso. Una vez más, había desafiado a las convenciones. La fotografía de una mujer blanca retratada en un estudio junto a un «salvaje» resultaba una provocación y contribuyó a fomentar su leyenda de intrépida dama. Lola se despidió de Filadelfia participando en una representación benéfica a favor de los bomberos. Su generosidad fue muy aplaudida y en agradecimiento las autoridades le otorgaron «a esta distinguida artista de renombre mundial» una medalla con el retrato del presidente George Washington.
La bailarina regresó brevemente a Nueva York antes de proseguir hasta Washington. Los periódicos informaron en aquellos días de que Lola Montes había ganado cerca de 16.000 dólares con sus actuaciones, una cantidad importante teniendo en cuenta que un profesional no llegaba a 500 al año. En la capital del país, donde pasó una semana, tuvo el privilegio de visitar las cámaras del Congreso y uno de sus galantes anfitriones la llevó a dar un paseo por la ciudad en su elegante coche de caballos. Luego fue a Richmond, donde ofreció tres actuaciones con la sala abarrotada a las que acudieron el gobernador de Virginia y otras importantes personalidades de la vida política. Lola comenzaba a hacerse muy popular porque en todas las entrevistas que concedía a los medios opinaba sobre temas políticos candentes, como la abolición de la esclavitud, la ley seca o el derecho al voto de las mujeres, algo que consideraba una «asignatura pendiente» en aquella sociedad tan libre y avanzada.
La gira continuó con aforos completos, elogiosas críticas y algún escándalo que contribuía a darle mayor publicidad a la artista. Cuando se dirigía en tren a Boston protagonizó una de sus anécdotas más conocidas. Sentada cómodamente en su vagón, Lola encendió un cigarrillo y se puso a fumar tranquilamente mientras contemplaba el paisaje. Uno de los revisores se acercó a ella y le dijo: «Madame, usted no puede fumar aquí». Ella le escuchó impertérrita y con una pícara sonrisa le respondió: «Pues ya ve usted que sí puedo» al tiempo que le echaba una bocanada de humo a la cara. El joven se quedó anonadado ante la reacción de la pasajera y fue a quejarse a su supervisor, pero nadie se atrevió a molestarla y continuó fumando durante todo el trayecto para escándalo de las demás damas que compartían su vagón. Al llegar a Boston y como sabía que los periódicos locales informarían extensamente sobre este incidente en el tren, Lola se dirigió a un estudio fotográfico donde posó desafiante con un cigarrillo entre los dedos. No imaginaba entonces que esta imagen pasaría a la historia. Es una de las primeras fotografías que se conservan de una mujer fumando a mediados del siglo XIX.
A Lola le gustaba provocar, pero no todo el mundo aceptaba con agrado su comportamiento. En Boston, fue recibida por algunos de los personajes más destacados de la ciudad que la acompañaron en su recorrido por sus principales monumentos e instituciones educativas. Entre sus amables anfitriones se encontraba un rico comerciante que la invitó a conocer las escuelas públicas de Boston, que gozaban de muy buena reputación. Cuando llegó a la Escuela Femenina Wells no imaginaba el revuelo que su presencia iba a causar. El director de la institución presentó a la condesa de Landsfeld a las alumnas de una de las clases y la artista se quedó conversando un rato con ellas. Esta visita desató una ola de indignación entre los sectores más conservadores de la sociedad bostoniana. Algunas voces clamaban: «¿Por qué motivo unas niñas inocentes deben ser corrompidas por una mujer de dudosa moralidad?».
Al día siguiente, mientras desayunaba y leía la prensa local, Lola no daba crédito a los titulares: «Persona de mala reputación en las escuelas públicas», «Deshonra y vergüenza en nuestras aulas». Una vez más se topaba con el puritanismo que tanto detestaba y le divirtió comprobar que su inofensiva visita a la escuela había conseguido atraer mayor atención que los debates sobre la legislación que pretendía aprobar la ley seca en el país. Como de costumbre, se enzarzó en una disputa con los medios que la atacaban y envió una carta al editor del Boston Daily Evening Transcript, en la que le reprendía con severidad y le acusaba de atacarla por el simple hecho de ser «una mujer hermosa, trabajadora e independiente».
Tras cuatro meses de exitosa gira, regresó a Nueva York, donde alquiló una bonita mansión en el barrio de Waverly Place. Estaba harta de alojarse en pésimos hoteles y deseaba tener su propia casa donde recibir a sus amigos y admiradores. Esta residencia de dos plantas con enormes chimeneas y bien amueblada le recordaba a su casa de Munich. Ahora solo quería descansar y reponerse de la agotadora gira de miles de kilómetros que la había llevado por las principales ciudades de la costa Este de Estados Unidos. Su mayor ilusión era debutar como actriz en la obra sobre su vida Lola en Baviera. Aunque sabía que no era una buena bailarina, los críticos siempre habían destacado su talento dramático y buena presencia escénica. Estaba ansiosa por leer la adaptación teatral de sus memorias. Cuando tuvo el manuscrito en sus manos se encerró en su habitación y pidió a su doncella que nadie la molestara. Tras hojear las primeras páginas creyó que el escritor había tergiversado toda su vida. Lola se citó al día siguiente con él para transmitirle su opinión y sugerirle algunos cambios.
—Señor Ware, no dudo de su capacidad, pero me ha defraudado —le dijo molesta—. En estas páginas no me reconozco y se supone que esta obra es la historia de mi vida.
—Madame, permítame que le diga que si usted es famosa en todo el mundo es por su relación con el rey Luis I de Baviera. Es usted una leyenda, y su nombre, Lola Montes, es sinónimo de escándalo, desenfreno, fatalidad, lujo, audacia, poder —le respondió tratando de convencerla—. He escrito una obra que muestra todas sus facetas.
—Sí, tiene razón —dijo Lola, más serena—, pero recuerde que es un drama histórico basado en hechos reales. No es creíble que me presente ante el público como una mujer que fustiga con su látigo a ministros y gobernadores o que provoca una revolución para salvar el país de sus enemigos. Además, parece que el rey Luis sea una marioneta que solo obedece mis órdenes. No puedo admitirlo. Si por casualidad él se enterara, destrozaría su corazón.
—Le ruego que repase el texto con tranquilidad, verá que me he limitado a adaptar su manuscrito al gusto del público norteamericano. Esta obra está pensada como un gran espectáculo, con muchos actores y decorados diferentes. Debe ser ágil y entretenida. Estoy seguro de que triunfará.
Lola sabía que el señor Ware estaba en lo cierto: si quería ganarse al público neoyorquino, debía apostar fuerte y ofrecer algo original. El escritor había dividido la obra en las cinco etapas de su vida: «La bailarina», «La política», «La condesa», «La revolucionaria» y «La fugitiva». El argumento se desarrollaba en la corte de Baviera pero en clave de humor: «El rey Luis ve bailar a Lola Montes y se queda embrujado por la “bella morisca” quien además de hermosa es una mujer muy culta. Esta, al ver que es un monarca viejo y fácil de engañar, le advierte que desconfíe de su primer ministro Abel que está compinchado con los jesuitas y tiene oprimido al pueblo bávaro. El rey, agradecido por su franqueza, la nombra condesa y la invita a vivir en palacio. Ella, muy sensata y decente, se niega y Luis le regala un hermoso palacio donde la visita a diario. Lola pasa sus días dando sabios consejos a Su Majestad y promoviendo la liberación de los presos políticos. Esto indigna a los ministros jesuitas del país, que organizan una revolución para derrocarle. Este descubre el plan y destituye a todo su gobierno. Por consejo de la bailarina, el rey pide al pueblo de Munich que elija a sus representantes. Los jesuitas tratan entonces de envenenar a la condesa de Landsfeld, momento en el que se desencadena una guerra civil y ella es rescatada de las barricadas por un grupo de estudiantes bávaros que la ayudan a huir de la capital. La obra finaliza con los jóvenes llevando en volandas a la condesa de Landsfeld a los compases de La Marsellesa y al grito de: «¡Lola y Libertad!».
Al día siguiente fue a visitar al empresario Thomas Barry, que estaba ansioso por presentar el estreno mundial de Lola en Baviera. El debut de la condesa de Landsfeld como actriz había despertado gran interés entre el público. Era una idea original e inédita porque por primera vez se representaba una obra histórica en la que la protagonista se interpretaba a sí misma. Madame Montes le había decepcionado como bailarina pero sin duda era un animal escénico.
—¡Mi querida condesa! —la saludó entusiasmado—. Me alegra verla de nuevo, sé que su gira ha sido todo un éxito y ha cosechado buenas críticas pese a algún que otro escándalo…
—Le aseguro que no ha sido un viaje de placer —dijo Lola con gesto serio—. Chinches y Biblias me han acompañado por todos los hoteles de la costa. Pero ahora solo quiero centrarme en mi carrera de actriz. Me gustaría introducir algunos cambios en el libreto, no estoy satisfecha con el resultado.
—Por supuesto, pero debo decirle que en su ausencia yo también lo he leído y no he parado de reír, es una comedia muy divertida y usted estará espléndida. Estrenamos a finales de mes y no hay tiempo para muchos retoques. He apostado fuerte por usted; es una producción muy ambiciosa, con cinco cambios de decorado, vestuario y más de treinta personas en escena.
—Sí, pero yo pensaba en una obra dramática, y todo me parece falso y caricaturizado —se quejó Lola—. Además, apenas hay tiempo para ensayar y tengo que hacer pruebas de vestuario. Le advierto que no estoy dispuesta a salir de cualquier manera.
—Madame Montes, creo que usted es una mujer que nunca se rinde, ¿me equivoco? Pues bien, solo tiene que hacer de usted misma. Ahora no hay tiempo que perder, pondremos en marcha una sonora campaña publicitaria que seguro atraerá a un gran público. En cuanto a los demás actores, contará con los mejores; H. J. Conway será el primer ministro Abel y yo mismo interpretaré al rey Luis, tenemos la misma edad y creo que hasta cierto parecido.
—Mi buen y leal amigo el rey de Baviera —replicó Lola en tono cortante— es un hombre apuesto, culto y de corazón generoso. No se parece en nada a usted. Buenas tardes, señor Barry.
Mientras tanto, muy lejos de Nueva York, el verdadero rey Luis proseguía con su tranquila vida ajeno a la obra que estaba a punto de estrenarse en Broadway, donde él tenía un papel estelar. Aunque ya no se carteaba con Lola, estaba muy al tanto de sus aventuras en Estados Unidos. El monarca recibía los informes que le enviaba desde París su embajador bávaro, el barón Von Wendland, entre los que se incluían recortes de la prensa americana. En una carta el rey le agradecía al diplomático que le mantuviera al día sobre su amiga y como conocía bien a Lola, temía que esta acabara despilfarrando todas sus ganancias: «Veo que se mete en tantas peleas en el Nuevo Mundo como en el Viejo. No encuentra paz en ninguno de ellos. Hágame saber si regresa a París y cuándo lo hace. Sería mejor que se quedara en el cuarto o el quinto continente. No es el arte de su baile sino los recuerdos de su estancia en Baviera lo que le aporta beneficios, pero me temo que desgraciadamente no traerá mucho consigo cuando cruce de nuevo el mar, a pesar de que eso sería muy deseable puesto que debe invertir bien sus ganancias. El dinero se le escapa de las manos, y ella está acostumbrada a vivir rodeada de pompa y boato».
En aquella primavera el rey recibió una inesperada carta de Auguste Papon que le llenó de inquietud. No había vuelto a saber nada de él desde que fuera expulsado de Francia por las autoridades. Luis temía un nuevo chantaje, pero se encontró con un hombre muy distinto. Ahora Papon se hacía llamar hermano Antoine y había ingresado en un monasterio de los dominicos en Flavigny-sur-Ozerain, en la región de Borgoña. Arrepentido por su comportamiento, le informaba de la devolución a su embajador en París de todas las cartas que aún obraban en su poder. Luis agradeció al hermano Antoine ese gesto de buena voluntad. Por fin el rey pudo respirar tranquilo. Su amada Lola formaba parte del pasado y ya nada le unía a ella. Aquellos cientos de cartas que guardaba celosamente en un cofre bajo llave eran el vago recuerdo de una pasión tardía y de unos años felices en los que recobró la juventud.
A finales de mayo de 1852, Lola regresaba a los escenarios de Broadway, pero esta vez no como bailarina sino como la heroína de su propia vida. Se habían vendido todas las entradas y la primera fila estaba ocupada en su mayoría por personalidades, críticos y periodistas ansiosos por informar sobre la nueva faceta de la siempre polémica artista. Los últimos días habían sido de auténtico frenesí. Se sentía muy insegura y había hecho modificar a la costurera hasta en tres ocasiones el deslumbrante vestido con el que era presentada en palacio ante la reina Teresa porque le parecía «anticuado y más propio de la corte de Versalles». Cuando las luces se apagaron y se alzó el telón, Lola apareció en medio de un suntuoso escenario que recreaba el interior de la Ópera de Munich. Estaba radiante con un vestido de satén blanco y azul, los colores de Baviera, rodeada de un grupo de elegantes caballeros vestidos de frac que aplaudían su actuación. Thomas Barry había conseguido convertir en un gran espectáculo «la lucha de la célebre condesa de Landsfeld contra la tiranía y el despotismo». La puesta en escena resultó impecable, los decorados muy realistas y el vestuario de la protagonista digno de una gran estrella. Al final del último acto, el público le dedicó una larga ovación. Lola tuvo que salir hasta en cinco ocasiones a saludar y recoger los ramos de flores que le lanzaban desde la platea. Las escenas en las que a golpe de fusta se enfrentaba a sus enemigos, los ministros jesuitas, causaron un gran revuelo y más de una carcajada.
La obra se mantuvo en cartel solo cuatro noches porque la artista ya había cerrado una larga gira por una docena de ciudades. La prensa de Nueva York en general se mostró favorable y en opinión de algunos críticos la dama debía abandonar la danza y dedicarse al drama. Todos coincidían en que su dicción no era buena, tenía una voz débil y un extraño acento, pero su personalidad resultaba irresistible. «De su ser emana una vitalidad, un arrojo y una sensualidad fuera de lo común. Menudo temperamento tiene esta mujer», comentó extasiado un caballero que se vanagloriaba de haber asistido a todas las funciones.
Lola hizo el equipaje y en compañía de su doncella y el coreógrafo Smith se dispuso a recorrer en tren la costa Este con su nuevo espectáculo. Dos días más tarde llegaba a Filadelfia, donde su nombre se anunciaba en grandes letras luminosas en la fachada del Teatro Walnut Street, uno de los locales más antiguos del país. Madame Montes ya no era una desconocida en la ciudad y su visita despertó una gran expectación. La comedia Lola en Baviera iba a estrenarse con un elenco completamente nuevo a excepción de la protagonista. Aunque era una práctica habitual, a la condesa le resultaba inconcebible que las compañías locales de los teatros americanos pudieran producir una obra como la suya, de cinco actos y treinta y cuatro personajes, con solo dos días de ensayo. Lola transmitió a Smith su inquietud, pues temía que el resto de los actores y la puesta en escena no estuvieran a la altura. El veterano bailarín, que tenía muchos kilómetros a sus espaldas, intentó tranquilizarla: «Madame Montes, vamos a recorrer más de una docena de ciudades, y es cierto, en cada función los demás miembros de la obra serán actores distintos. Pero aquí en América es lo habitual; no tema, la mayoría son artistas veteranos y los apuntadores hacen muy bien su trabajo. El público tendrá la última palabra y ya verá cómo los conquista a todos».
Aunque Lola en Baviera tuvo un lleno absoluto la semana que se mantuvo en cartel en Filadelfia, las opiniones estuvieron muy divididas. Un cronista anónimo del Sunday Dispatch le dedicó una crítica devastadora de una columna entera en la página de espectáculos. Reconocía que la dama española era una actriz bastante buena pero que el espectáculo carecía de interés y su argumento era absurdo. Lola estaba acostumbrada a las críticas y sabía que a esas alturas su personaje despertaba por igual odios y pasiones. Aunque siempre respondía a los ataques escribiendo extensas cartas a los directores de los periódicos, en esta ocasión prefirió no hacerlo. «No pienso rebajarme y responder a un hombre que oculta su identidad para atacar mi obra. El pueblo de Filadelfia me ha demostrado su cariño y esto me basta», pensó mientras rompía con rabia el periódico. A pesar de su actitud arrogante, esta crítica fue una de las que más le dolió.
Tras dejar atrás Filadelfia, la compañía llegó a Washington, donde la condesa tenía contratadas seis noches en el Teatro Nacional. De nuevo la asistencia fue masiva y las reseñas, bastante buenas. «No hay en ella sobreactuación, todo fue sencillo y natural. Su voz no es agradable, pero actúa bien», escribió un crítico local. A finales de semana la mala reputación de Lola Montes (a la que algunos medios insistían en calificar como una mujer «perdida y desvergonzada») había desaparecido. Ahora las mujeres constituían la mayor parte del público, encantadas con su graciosa y pícara Danza de la araña.
Al llegar a Baltimore, siguiente etapa de su viaje, se enteró de que en un teatro cercano al de su debut se representaba Lola Montes, condesa por una hora. La comedia de Coyne seguía con un éxito imparable por todo el mundo anglosajón. Lejos de molestarse, pensó que podía ser una buena publicidad para ella. Cuando un periodista acudió a su hotel para entrevistarla y le preguntó si no le disgustaba coincidir en la cartelera con otra obra basada en su vida, Lola, con su habitual desenvoltura le respondió: «En absoluto, estoy encantada. La gente puede elegir entre ver actuar a la verdadera condesa de Landsfeld o a una “intrusa” representando su vida. Creo que preferirán a la original».
En esta ciudad la artista protagonizó uno de sus habituales altercados del que se haría eco toda la prensa. Para atraer más público, en las dos últimas funciones decidió interpretar un alegre bolero al ritmo de sus castañuelas. Esta improvisación contrarió mucho a su coreógrafo y no hizo más que empeorar su ya difícil relación. Smith estaba harto de los caprichos y los cambios de humor de su estrella, que se mostraba cada vez más excéntrica e imprevisible. Un día no pudo más y le exigió una explicación:
—Madame Montes, soy el coreógrafo de esta compañía y usted no puede hacer lo que le dé la gana. Si deseaba introducir un cambio, debería habérmelo consultado.
—Querido —le interrumpió Lola—, creo que no lo ha entendido. Sé que mucha gente que asiste a ver mi obra se queda con ganas de verme bailar y no los puedo defraudar. He querido dar un mayor realce a mi personaje y creo que mi bolero ha sido muy bien recibido.
—No, ya es hora de que alguien le diga la verdad. Usted no sabe bailar, pero se le da bien escandalizar y cautivar al público con sus provocativas poses. He trabajado con las más grandes divas de la danza y le aseguro que ninguna me ha dado tantos quebraderos de cabeza como usted —le soltó muy enojado.
—Pues si para usted solo soy una bailarina mediocre, señor Smith, mejor será que nuestros caminos se separen cuanto antes. —Así dio por zanjada Lola la conversación.
El contrato en Baltimore para seis días tuvo que acortarse debido a otro enfrentamiento con su maestro de baile. Una noche la condesa perdió los nervios y se enzarzó entre bastidores en una pelea con él. Lola se había enterado de que el señor Smith andaba diciendo que ella no cumplía con sus compromisos profesionales y que era una artista poco seria. Estaba a punto de salir a escena y al cruzarse con él le propinó una sonora bofetada. El bailarín se retiró atónito, jurando que no volvería a trabajar con ella y gritando que era una estrella en declive. Unos segundos después, se levantó el telón y madame Montes actuó como si nada hubiera ocurrido. La última representación programada para la noche siguiente fue cancelada sin dar explicaciones, aunque el rumor sobre la furia de Lola corrió por toda la ciudad.
Aquel 18 de junio de 1852 los caminos de Lola Montes y George Washington Smith se separaron para siempre. La condesa acababa de despedir a uno de los artistas con más talento creativo del país y pronto se arrepentiría. El bailarín, ofendido y humillado, acudió a la prensa para denunciar el «comportamiento salvaje de la condesa de Landsfeld y su falta de profesionalidad», lo que no ayudaría a limpiar su imagen de artista problemática. Un año más tarde Smith debutaría como partenaire de la bailarina Pepita Soto, a la que Lola consideraba su más directa rival. Esta hermosa joven de ojos negros y melena ensortijada, sí podía presumir de haber nacido en la ciudad de Sevilla en el seno de una familia de abolengo. Fue la primera bailarina española en triunfar en los escenarios americanos. Había llegado a Nueva York ese mismo año y tras su estreno en el Niblo’s Garden llevó su repertorio de bailes populares como la cachucha, el zapateado y el jaleo de Jerez por toda la costa Este, impresionando al público con su belleza racial y su arte genuino. La crítica la apodó «la Taglioni andaluza» y Lola evitaba hablar de ella en las entrevistas porque era consciente de que no podía competir con su talento.
A finales de mes Lola Montes estaba de regreso en Nueva York con nuevos proyectos. Durante su gira había recibido la noticia de que el conocido empresario y actor británico Thomas Hamblin acababa de renovar el Teatro Bowery en Manhattan. Tenía una elegante fachada neoclásica jalonada por cinco esbeltas columnas y era uno de los más grandes de la ciudad, con capacidad para tres mil espectadores. Inaugurado en 1826, bajo el nombre de Teatro Nueva York, fue el primero en tener iluminación de gas y ofrecía espectáculos de ballet, ópera y dramas de gran calidad. Pero tras sufrir varios incendios y bajar los precios de las entradas a 12 centavos de dólar, la programación se había hecho más vulgar. En la cartelera se alternaban los espectáculos con animales, cómicos y musicales con actores blancos con las caras pintadas de betún parodiando los bailes y las canciones de los negros. Tras una costosa remodelación, Hamblin necesitaba reconquistar al público y devolver al teatro su antiguo esplendor. Pensó que Lola en Baviera sería la obra más adecuada para ganar respetabilidad y atraer una audiencia de más clase. Su intuición no le falló.
El 28 de junio el Bowery vivió una noche inolvidable. No había ni un asiento libre y Lola Montes ganó más de 1.000 dólares solo la primera semana. Estaba muy satisfecha, pero acostumbrada al refinamiento de los teatros europeos, el ambiente le pareció «demasiado popular para su gusto». En la platea había largas hileras de bancos corridos sin respaldo en lugar de asientos. El público en su mayoría era masculino y con poca educación. Si la obra los aburría, se dedicaban a lanzarse cáscaras de cacahuetes entre ellos y también a los actores. Los más jóvenes, que llenaban el gallinero, se sentaban en la primera fila con las piernas colgando y arrojaban monedas al escenario en señal de protesta. Lola, que sabía cautivar al público más difícil, no dudaba en responder a cualquier provocación y casi siempre los abucheos daban paso a sonoros aplausos.
Con la llegada del verano la artista pudo tomarse unas merecidas vacaciones. La mayor parte de los teatros de Manhattan estaban cerrados, el calor era bochornoso y decidió pasar unos días en plena naturaleza en las montañas de Catskill. Estaba agotada, había perdido peso y necesitaba descansar. Un periodista que siguió sus pasos informó que disfrutaba «trepando por precipicios, vadeando arroyos y brincando entre las rocas». La intrépida aventurera Lola Montes parecía haber nacido en esta tierra de rudos pioneros. A la gente le llamaba la atención su indómito carácter y su fortaleza. Casi todos los días salía un rato a cabalgar por los bosques cercanos y aún podía presumir de ser una buena amazona. Le gustaba caminar y cuando se empeñaba en subir a lo alto de algún cerro, su joven doncella no podía aguantar su ritmo. El aire puro y el descanso le sentaron de maravilla y a finales de agosto regresó a la ciudad con energías renovadas.
Lola comenzó los preparativos para seguir su exitosa gira por la costa Este. En los meses siguientes actuó de nuevo en Boston con Lola en Baviera y en Filadelfia debutó el 11 de octubre con la Danza de la araña en el legendario teatro de Chestnut Street ante 2.000 personas. El baile que la había hecho famosa en toda Europa indignó a los más conservadores y causó una gran escándalo. El crítico del Daily Pennsylvanian, que asistió al estreno, escribió enfurecido que era totalmente indecoroso y de mal gusto:
El gerente del Chestnut ha estado esta semana ocupado en el experimento de tratar de averiguar cuánta indecencia puede soportar el público sin expulsar a silbidos a la artista del escenario. La Danza de la araña fue representada por la señorita Lola Montes en las noches del lunes y el martes, para procaz deleite de los libertinos más sensuales y para disgusto de todo espectador refinado. En un ejercicio de absoluta obscenidad, este baile excede cualquier cosa con la que hayan insultado antes a cualquier público en esta ciudad. Todos los que fueron testigos del mismo quedaron estupefactos, no por el ampuloso estilo de la mujer (ella ya está más allá de cualquier esperanza), sino porque resultaba casi increíble que el gerente de cualquier centro de ocio público permita que una exhibición tal se presente ante un público respetable. Hubo varios indicios de tempestad que deberían haber puesto sobre aviso a la dirección acerca de lo que podía esperarse. En una o dos de las actuaciones algunas personas se pusieron en pie en la platea y denunciaron a la mujer y su desvergüenza. Fueron expulsados por la policía. Algunos caballeros que, desafortunadamente, habían traído señoras al teatro, se levantaron en medio de la exhibición y sacaron a toda prisa a sus honradas acompañantes del edificio.
El crítico también comentaba lo que era una práctica habitual en Lola: cuando la artista veía que alguien se reía de ella o hablaba, detenía el espectáculo y se encaraba desafiante con la persona que creía le había faltado al respeto.
En la tarde del viernes algunas personas llegaron a silbar en la parte superior del teatro y la bailarina, con el dedo levantado, los desafió. No había más que unas pocas damas en el auditorio. La platea estaba abarrotada con la misma clase de personas que llenarían los asientos de primera fila en un pase de modelos. Por supuesto, a ellos sí les agradó el espectáculo, y una unánime petición de bis fue la consecuencia. Lola salió, hizo una reverencia, recogió un ramo y se retiró.
Cuando la artista leyó la crítica, montó en cólera. En América se topaba con el mismo puritanismo que en Inglaterra, donde una ley prohibía que las bailarinas se levantaran la falda al actuar. Es cierto que según la ciudad y el público ante el que actuaba Lola dejaba más o menos al descubierto sus hermosas piernas. Pero nunca se trató de una baile indecente ni obsceno. La condesa escribió una extensa carta al director del periódico donde, entre otras cosas, declaraba que había representado esta danza ante todas las cortes europeas y que la había ejecutado al estilo español, de forma alegre y algo picante, como era habitual entre las mujeres del sur de España. Esta crítica en el Daily Pennsylvanian le dio una enorme publicidad y en sus siguientes actuaciones el público siempre le pedía a gritos: «¡La araña! ¡La araña!».
Lola Montes llegó a Nueva Orleans el 30 de diciembre dispuesta a cosechar los mismos éxitos que en su anterior gira. Había ganado mucho dinero y era cada vez más famosa en Estados Unidos. Su nuevo agente, John Jones, la había animado a actuar por el sur del país. Este hombre grueso, bajito y sudoroso le parecía de lo más vulgar, pero conocía bien su oficio. Tenía una energía inagotable, al igual que su verborrea, y sabía negociar con los astutos empresarios que solo pensaban en sus propias ganancias. Desde el principio le advirtió de que en Nueva Orleans la competencia era muy dura. Bautizada como «el pequeño París», había gran variedad de teatros donde actuaban importantes artistas llegados de todos los rincones del mundo. Para Lola era un reto triunfar en esta ciudad donde Fanny Elssler había conseguido un lleno histórico en su gira americana. Smith, que entonces había formado parte de su compañía, fue testigo del furor que causaba, rayando casi en la histeria. Hubo quien llegó a pagar hasta 500 dólares por verla actuar, y el presidente Martin van Buren la invitó a la Casa Blanca. Lola conocía estas historias que se contaban entre bambalinas y soñaba con alcanzar, como ella, la fama en América. «Destacar aquí no es fácil, madame Montes, pero con su leyenda, belleza y audacia conquistará a los criollos», la tranquilizó el señor Jones.
Cuando el barco de vapor llegó al gran puerto del Mississippi, la exuberante vegetación de sus orillas y el ambiente festivo que se respiraba en el muelle la reconfortaron. Tras el frío invierno que había pasado en Nueva York, agradecía aquella humedad y el sol cegador. La condesa se alojó en el Hotel Verandah, donde su director la recibió con todos los honores y le pidió que firmara en su libro de huéspedes célebres. Lola estaba cansada y solo deseaba recuperar las fuerzas para su debut en el Teatro de Variedades. Aunque el calor en diciembre era suave, sufría de nuevo dolorosas migrañas. Su espaciosa habitación daba a un patio interior repleto de plantas tropicales. El canto de los pájaros y los aromas embriagadores de las flores le trajeron el recuerdo de su primera infancia en Calcuta. Mientras se recostaba en la gran cama con baldaquín cubierta con una vaporosa mosquitera le pareció oír la dulce voz de su aya Denali cuando le cantaba sus cálidas nanas.
Desde el primer instante a la condesa le atrajo esta ciudad habitada por latinos, africanos y europeos. Sus casas alineadas, decoradas con balcones de hierro forjado y pintadas en tonos pastel recordaban su rica herencia francesa y española. Las inundaciones eran frecuentes y las epidemias de fiebre amarilla causaban estragos en la población, pero su posición privilegiada junto a la desembocadura del gran Mississippi atraía a hombres y mujeres en busca de fortuna. Nueva Orleans también tenía una cara más amarga. Miles de esclavos negros trabajaban en sus plantaciones de caña, tabaco y algodón en condiciones infrahumanas. La imagen de aquellos hombres, mujeres y niños atados de pies y manos en hilera esperando a ser vendidos al mejor postor caló hondo en Lola.
—Madame, si desea visitar nuestro mercado de esclavos, yo mismo la acompañaré —le dijo el director del hotel—, es muy animado.
—Es un comercio despreciable y solo espero que los abolicionistas ganen su lucha —le reprochó Lola con gesto ofendido—. Esto es algo impropio de un gran país como América.
—No se escandalice, madame Montes —exclamó el director tratando de justificarse—, la esclavitud siempre ha existido en todas las grandes civilizaciones. Esta ciudad ha prosperado gracias al algodón y los esclavos, no lo dude.
Aquella misma tarde Lola fue a visitar a Thomas Placide, actor y director del Teatro de Variedades, con el objeto de ultimar los preparativos. No había tiempo que perder, los miembros de la compañía local que formaban su nuevo elenco debían aprenderse sus papeles en apenas cuatro días. Para su satisfacción se habían vendido todas las entradas para el estreno previsto el 3 de enero, pero hubo que introducir algunos cambios. «Madame Montes —le sugirió el señor Placide—, tendrá que amoldarse al público, aquí la gente es conservadora y católica y el ataque a los jesuitas no caería bien. Hay que eliminar esa escena y ser respetuosa con los temas religiosos.»
Cuando el director la invitó a visitar su teatro, situado en la céntrica Gravier Street, sintió una gran decepción. Su agente le había dicho que era el más bonito de Luisiana pero le pareció modesto en comparación con el Saint Charles, lujosamente decorado y con un espléndido auditorio.
Al regresar al hotel, Lola tuvo la primera pelea con su flamante agente que resultaría tan efímero como los anteriores.
—Señor Jones, acabo de visitar el Variedades y no dudo de que sea muy popular, pero no me parece el lugar adecuado para estrenar Lola en Baviera. Me gustaría saber por qué no puedo debutar en el Saint Charles ante cuatro mil espectadores. ¿Acaso no estoy a la altura de Fanny Elssler?
—Madame Montes, los contratos con los teatros americanos se cierran con meses de antelación y usted es pura improvisación. Tanto el Saint Charles como el Orleans ya tienen completa su programación. Además debo serle sincero, los empresarios la temen, introduce cambios de última hora, ha despedido a su coreógrafo y nunca le parece bien su vestuario. No es usted una artista fácil…
—Le recuerdo, señor Jones, que le pago para que me consiga los mejores contratos en los teatros más importantes del país. Le sugiero que si quiere continuar trabajando conmigo sea más selectivo.
El 3 de enero Lola debutó en el Variedades con Lola en Baviera ante un público entusiasta que pagó por las entradas el doble de su precio habitual. La artista sabía negociar mejor que su representante y había conseguido aumentar su caché. El aforo estaba al completo y para su sorpresa la mayoría era público femenino, algo poco habitual. Al finalizar recibió largos aplausos y le lanzaron ramos de flores que inundaron el escenario. La actriz les dirigió unas cariñosas palabras de agradecimiento y se retiró. Sin embargo, al día siguiente las cosas no fueron tan bien. Mientras actuaba en el primer acto, un grupo de hombres sentados en uno de los palcos comenzó a hablar y a reír en alto. Lola, que enseguida se percató de lo que ocurría, hizo detener la música y se dirigió al público con estas palabras: «Damas y caballeros, estoy realmente encantada de actuar ante ustedes, pero si hay una conspiración en mi contra, me retiraré». Un silencio sepulcral se adueñó de toda la sala, los caballeros hicieron gestos de disculpa y la representación continuó sin mayores sobresaltos. Su reacción dejó estupefactos al elenco de actores y al apuntador que compartían escenario con ella. No conocían el temperamento de Lola Montes ni su pasado. Aquellas muestras de desconsideración hacia un artista la sacaban de quicio. Cuando el director del teatro Thomas Placide se enteró del incidente, la mandó llamar a su despacho. Con mucha diplomacia y aire paternal, primero la felicitó por el éxito de su estreno y después le comentó:
—Madame Montes, ignoro si en los teatros europeos es normal que una actriz interrumpa un espectáculo porque alguien habla en voz alta. Aquí resulta inaudito y es la primera vez que ocurre en mi local. Mis actores están acostumbrados a que la gente les lance huevos o verduras, y como son profesionales continúan la función.
—Lo siento, pero como soy la protagonista no puedo consentir que se me falte al respeto, y mis compañeros tampoco deberían permitirlo. No estoy acostumbrada a una gente tan vulgar… Son unos bárbaros sin educación —afirmó indignada.
—Mi querida señora, lamento que el público del Variedades no esté a su altura, pero le contaré una anécdota. En una ocasión el genial William Macready estaba representando Macbeth en el Astor Place de Broadway cuando alguien lanzó una silla al escenario que le cayó a escasos centímetros. Él, sin inmutarse, continuó la función y cosechó uno de sus mayores éxitos. Eso es lo mismo que debe hacer usted, actuar y nada más —sentenció.
—Señor Placide, usted no es quién para darme órdenes. Si no le gusta mi conducta, buscaré otro local. En Nueva Orleans hay muchos teatros donde elegir. —Y, sin despedirse, salió del despacho.
A pesar del incidente, que fue la comidilla del día entre los artistas de la ciudad, las críticas fueron favorables. La mayoría, como la del Courrier de la Louisiane, destacaban que su estilo interpretativo era «natural, sencillo y lleno de desparpajo a diferencia del tono histriónico de muchas de las actrices».
Para seducir al público, Lola sabía que había que innovar y ser original. Así, en su segunda semana de contrato en el Variedades decidió complementar sus actuaciones con su famosa Danza de la araña. A su llegada a Nueva Orleans había mandado fabricar una docena de pequeñas arañas con barba de ballena y goma, tan flexibles que parecían auténticas, y estaba convencida de que aquí el baile podría funcionar bien. Lola colocaba estratégicamente entre las enaguas, el corpiño y su larga melena a los peligrosos insectos y los iba atrapando con expresión de sorpresa y pánico al ritmo de una música muy pegadiza. En ocasiones exageraba la pantomima y provocaba las carcajadas del auditorio. Era una gran comediante aunque se empeñaba en ser reconocida como actriz dramática.
La Danza de la araña entusiasmó al público y se agotaron las localidades para todas las actuaciones previstas. Nadie se escandalizó y todos, hombres y mujeres, pedían un bis. Lola se tomó muy en serio su carrera como actriz y en aquellos días incrementó su repertorio. Actuó como protagonista en una obra francesa ambientada en el siglo XVIII y presentó la obra Maritana, o la Doncella de Zaragoza, escrita especialmente para ella, un drama inspirado en el asedio napoleónico de la ciudad. Aquí daba vida a una muchacha española que se disfrazaba de soldado para luchar en lugar de su cobarde amado. Y también por primera vez la condesa interpretó un papel cómico, el de lady Teazle en la obra clásica de Sheridan, La escuela del escándalo. Los críticos valoraron «su gracia y expresividad, y su esfuerzo encomiable» y le auguraron un brillante futuro como «reina» de la comedia.
El señor Placide, aunque tenía ganas de perder de vista a su conflictiva estrella, amplió su contrato en el Variedades a cuatro semanas. Lola le exigía unos altísimos honorarios pero su nombre era sinónimo de éxito. Fue su estancia más larga en un teatro de toda su carrera artística. Cuando la noche del 30 de enero de 1853 se despidió de su público con una reverencia y lágrimas en los ojos, Lola Montes había actuado «veintiocho noches en cinco obras distintas y cinco bailes». Sobre su escritorio se le acumulaban las ofertas de trabajo y el Teatro Orleans, el único de todo el país que contaba con una compañía propia de ópera francesa, le propuso contratarla para dos actuaciones donde bailaría sus danzas andaluzas.
Pero una noticia en el New York Daily Times la obligó a cancelar algunos compromisos. En un amplio artículo de la sección de sucesos, leyó que el ciudadano George Trafford Heald se había ahogado frente a las costas de Lisboa, en Portugal, cuando el barco en el que viajaba volcó tras sufrir un golpe de mar en mitad del océano. A Lola le afectó mucho la prematura muerte de su marido y durante unos días anuló sus compromisos para estar sola. George la había amado de verdad, por su culpa se había visto obligado a dimitir como oficial del ejército y se había enfrentado a toda su familia. Ahora lamentaba haberle tratado con tanta dureza, provocándole y sacándole de sus casillas. En el fondo guardaba un agradable recuerdo de él y en ocasiones todavía utilizaba su nombre y firmaba documentos como «Marie de Landsfeld Heald». Pero unas semanas más tarde Lola pudo leer con retraso el desmentido de la fatal noticia. Un periodista, en tono irónico, decía que el señor Heald estaba «vivito y coleando» y daba algunos detalles de lo ocurrido:
Todavía no es necesario que Lola Montes se ponga de luto. Posteriores informaciones han confirmado que aunque la travesía del señor Heald había sido peligrosa, afortunadamente no había resultado fatal. El caballero había alcanzado Cádiz sin novedad en el Sparrow Hawk, a bordo del cual, por cierto, se encontraban, no una, sino dos bellas y jóvenes damas. Confiamos en que Lola Montes soporte la decepción con probada fortaleza.
El éxito de Lola en los escenarios de Nueva Orleans se vio empañado con un nuevo altercado que acabó en el juzgado. La artista llevaba unos días de mal humor y con problemas de salud. Se había visto obligada a guardar cama por un rebrote de las fiebres palúdicas y esto, unido al «humillante» desmentido de la muerte del señor Heald, contribuyó a crispar sus nervios. Se mostraba muy alterada y por las noches recurría a las gotas de láudano para dormir. Ellen, su doncella, había soportado sin rechistar su mal carácter durante semanas, pero había perdido la paciencia. La muchacha aprovechó la convalecencia de su señora para decirle que la abandonaba por un asunto personal. También le recordó que había firmado un contrato de seis meses con la promesa de que se le abonaría el pasaje de regreso a su casa. Ahora se había enamorado de un apuesto criollo y estaba decidida a instalarse en la ciudad. Lola escuchó impertérrita a su criada, pero cuando ésta le exigió el pago del pasaje de regreso a Nueva York, perdió la compostura. Se levantó de la cama encolerizada, la acusó de ladrona y comenzó a golpearla. Ellen salió huyendo de la habitación y acudió de inmediato a la policía para acusar a madame Montes de maltratarla. «Pensé que me mataba, se volvió completamente loca. Mi señora no está en su sano juicio», declaró entre sollozos.
Dos policías se personaron en el hotel donde la condesa de Landsfeld se alojaba con una orden de arresto. Les habían advertido de su carácter agresivo y les sorprendió encontrarse frente a una dama bien vestida y atractiva que deseaba colaborar con la autoridad. Pero los agentes solo querían cumplir rápido con su deber y le pidieron que los acompañara a la jefatura. Entonces Lola, viéndose acorralada, cambió la expresión amable de su rostro y, con mirada incendiaria, exclamó:
—Señores, si se atreven a detenerme, ¡tengan por seguro que me defenderé! —les dijo a gritos mientras los amenazaba con un cuchillo.
Uno de los agentes consiguió distraerla y el otro la sujetó por los brazos y le arrancó el arma. Lola intentó soltarse con patadas, sacudidas y mordiscos. Era tal el escándalo que unos amigos de la condesa subieron desde el vestíbulo hasta su habitación para tratar de calmarla y convencieron a los policías de que la soltaran. Cuando se vio liberada, agarró con gran dramatismo un pequeño frasco de su mesa y se lo bebió delante de todos, gritando:
—¡Es veneno! Les juro que ya no tendré que sufrir otra humillación. —Y tras ingerir el líquido, cayó al suelo desmayada.
La habitación se fue llenando de más gente; unos corrían a buscar un antídoto, otros intentaban reanimarla y un pequeño grupo de clientes del hotel reprendieron a los policías por su brutalidad y por haber llevado a una «noble y buena mujer al extremo de quitarse la vida». En medio del caos, Lola revivió y se sentó en una butaca donde encendió un cigarrillo. Instantes después, se desvaneció de nuevo. Algunos ciudadanos distinguidos que acudieron en su ayuda prometieron a los agentes que se responsabilizaban de ella. Finalmente, los agentes se retiraron sin efectuar la detención y Lola sobrevivió milagrosamente al supuesto veneno. Su actuación había sido de lo más creíble. Tras el disgusto, la artista se tomó la noche libre «para recuperarse de aquella brutal agresión» y canceló su participación en un concierto benéfico.
Una semana más tarde, Lola ya había olvidado a su doncella y estaba lista para dirigirse a su siguiente compromiso en Cincinnati. A bordo del vapor Eclipse, el mayor de su época, remontó el Mississippi junto a más de cuatrocientos pasajeros en un viaje fascinante por el interior de América. Llegó a su destino el 26 de febrero, y después de tres días de ensayos con la compañía local, estrenó en el Teatro Nacional su divertida comedia Lola en Baviera. En esta ciudad del estado de Ohio, la obra cosechó un enorme éxito de crítica y público. Había una importante comunidad de inmigrantes alemanes en la ciudad y Lola temió que la acusaran de tergiversar la historia de Baviera. El crítico del periódico germano Der Deutsche Republicaner fue implacable y declaró que la obra era en sí misma una estupidez mal escrita y la puesta en escena daba a los americanos una descripción absurda de las costumbres y los vestidos de una corte alemana. Sin embargo, Lola le cautivó como actriz y calificó de «actuación maestra» su interpretación:
Hasta ahora no podíamos ni imaginar cómo era posible que hubiera alcanzado una influencia tan ilimitada sobre el rey Luis, que en cualquier otro aspecto no era un hombre débil ni maleable. Ahora, como ha obrado sus embrujos ante nosotros sobre el escenario, estamos completamente convencidos de que el pobre Luis no pudo ofrecer resistencia alguna. Sus expresiones y gestos eran completamente admirables, a menudo nos recordó a la señorita Rachel, que se acepta como modelo inalcanzable en esta disciplina. Su pronunciación es pura y correcta, el público no se pierde una sílaba. Esa horrorosa modulación y vibración de la voz, esos graznidos y chillidos que encontramos constantemente en las actrices americanas son completamente inexistentes en ella, y en este sentido ha ofrecido un contraste altamente positivo con las otras damas del elenco.
Lola se quedó dos semanas en Cincinnati con todas las entradas vendidas y un público femenino cada vez más numeroso. Allí consiguió un nuevo agente, Jonathan Henning, un joven telegrafista de veinticinco años al que contrató más por su atractivo que por su experiencia teatral. En su compañía regresó a Nueva Orleans a principios de abril y entonces Lola protagonizó otro sonado incidente.
En el Teatro de Variedades, donde tantos éxitos había cosechado, se celebraba una gala benéfica en favor de los actores. Como su relación con su director, Thomas Placide, no atravesaba un buen momento, él no la invitó a participar. Pero la condesa no pensaba perderse el espectáculo y gracias a sus encantos consiguió que el guarda de seguridad le permitiera acceder por una puerta trasera al escenario. Allí se quedó entre bastidores viendo las actuaciones y saludando a sus compañeros. Era algo habitual entre los artistas, pero Lola ignoraba que en el Variedades estuviera prohibido. Cuando el anciano señor George T. Rowe, telonero y apuntador de la compañía, la vio, le dijo de malos modos que no pintaba nada en aquel lugar y que debía marcharse. Lola se enfadó por la brusquedad de sus palabras y comenzó a abofetearle con su guante mientras pedía ayuda a Henning al grito de «Si eres un hombre de verdad, ¡dale su merecido!». Entonces el joven agarró a Rowe por el pañuelo que llevaba al cuello y comenzó a estrangularlo. Unos espectadores de la primera fila tuvieron que separarlos y la calma regresó cuando se personó el agente Hard para tomar declaración a los implicados.
A la mañana siguiente, el señor Rowe acudió temprano al tribunal y firmó una declaración jurada en la que demandaba a la condesa y a su representante por agresión violenta. Tras ser informada de los cargos que pesaban sobre ella, la artista y su pequeña corte de admiradores se personaron en el juzgado. Lola, tras pronunciar unas grandilocuentes palabras en su defensa, acusó al apuntador de los mismos cargos. La vista anunciada para el 14 de abril despertó una gran curiosidad en toda la ciudad. Desde primera hora una multitud se había reunido para disfrutar del espectáculo. Ver a esta renombrada artista con fama de «salvaje y descarada» era una diversión garantizada. Un joven reportero describió así al auditorio:
Parados ahí con los ojos dilatados y los oídos atentos para atrapar cada mota de escándalo que flotaba en la hirviente atmósfera, se encontraban ciudadanos de toda condición —robustos campesinos y bellas damas perfumadas, fogosos galanes que adoran el olor de las muselinas, abogados y consejeros y un viejo borrachín con el cuello de la camisa alzado y gran papada.
Sin embargo, pronto cundió la desilusión cuando el joven Henning, acompañado del abogado defensor de Lola, declaró al juez que la condesa no podía asistir a la vista porque estaba muy enferma y solicitaban un aplazamiento. El fiscal se negó y mandó a unos agentes a que fueran a buscarla al hotel. Tras una larga espera, Lola Montes apareció deslumbrante en la sala abarrotada de curiosos. Como era su costumbre, cuando debía comparecer ante un tribunal cuidaba al detalle su imagen y actuaba como una gran dama. Sabía que la prensa observaría todos sus movimientos y nunca los defraudaba con su ironía y desparpajo. Se había tomado su tiempo para vestirse adecuadamente para la ocasión, pero el resultado final valió la pena, tal como anotó un reportero local:
Iba vestida con elegancia y gusto, con una falda de hilo finísimo de color paja, una mantilla negra de crepé de China, un sombrero toscano envuelto en el más rico encaje y un velo de encaje blanco plagado de estrellas que se agitaba con la más mínima respiración y que sugería también una bruma púrpura que evocaba a la ninfa Cirene y que, aunque oculta, enmarcaba su cabeza clásica y finamente cincelada. Al ser objetivo de un millar de ojos y verse observada con mayor atención que un fósil de dinosaurio o cualquier otra monstruosidad, su ingenio y autocontrol no la traicionaron. Tras advertir la multitud que atraía, señaló con inocencia que los agentes de la ley habían cometido un gran error al no cobrar entrada a dos dólares por cabeza.
La artista enseguida se convirtió en la absoluta protagonista y el público de la sala aplaudía todas sus intervenciones. Hasta el juez fue incapaz de reprimir una sonrisa ante su impertinente ingenio. El señor Rowe volvió a señalar a la bailarina y a su agente como sus agresores y Lola, por su parte, le acusó de haber comenzado él la pelea dándole una patada en la pierna. Mirando al jurado, señaló que era un hombre violento, poco agraciado y que le había hecho proposiciones deshonestas. Después compareció su nueva doncella, Josephine, como testigo y juró que su señora había regresado a casa con una marca roja en la pierna del tamaño de una moneda, debido a la patada que le había propinado el señor Rowe aquella noche. Lola, sentada junto a su abogado, exclamó en tono jocoso: «Podría consolarme si hubiera sido pateada por un caballo, ¡pero no por un asno!». Las carcajadas y los aplausos inundaron la sala. Una serie de testigos ofrecieron sus versiones de lo ocurrido, incluido el señor Placide, que reconoció no haber visto nada y que cuando le avisaron de los disturbios pidió a Lola que se marchara, y ella se negó y lo llamó a gritos: «¡Maldito mentiroso, maldito sinvergüenza y maldito ladrón!». Desde donde estaba sentada se la oyó responder: «¡Porque lo eres!», y de nuevo se oyeron risas de fondo.
Finalmente y tras cuatro horas de juicio, el fiscal decidió que el caso debía trasladarse a otro tribunal y la fianza de la condesa quedó fijada en 1.000 dólares. El abogado de la artista consiguió reducirla a la mitad alegando que «el señor Rowe no tenía heridas ni en un pelo de su cuerpo». Tras entregar el dinero, Lola salió triunfante de la sala entre aplausos y vítores. Regresó al hotel en un coche tirado por cuatro caballos y saludando con la mano a sus admiradores.
Ya en su habitación y más relajada, reconoció que se había cerrado muchas puertas en Nueva Orleans. La mayoría de los empresarios teatrales, como Thomas Placide, se negaban a contratarla por su terrible carácter. Fue su agente Henning quien la animó a abandonar la ciudad y a buscar nuevas oportunidades: «Lola, debo ser sincero, aquí ya has triunfado, todos te conocen, pero no será fácil que te contraten. En cambio en California los teatros se te disputarán. Los buscadores de oro quieren divertirse y pagan caras las entradas. Tú los enamorarás. ¿Qué me dices?».
Mientras le escuchaba pensó en las vueltas que había dado su vida. Hacía unos años era la reina en la sombra de Baviera y ahora estaba a punto de embarcarse rumbo a una tierra sin ley donde los hombres vendían su alma por el codiciado oro. Ella, la condesa de Landsfeld, una de las mujeres más famosas de toda Europa, actuaría para los rudos mineros en miserables pueblos y campamentos. Sentía que su carrera iba en declive pero, lejos de preocuparla, la idea le agradó. «¿Acaso no soy yo también una intrépida aventurera, una mujer hecha a sí misma que no le teme a nada ni a nadie?», pensó mientras ordenaba a Josephine que hiciera el equipaje. La fiebre del oro excitaba su imaginación y la idea de probar fortuna en el salvaje Oeste americano le resultaba de lo más tentadora.