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La fiebre del oro

 

 

 

 

Lola estaba a punto de emprender el viaje más peligroso de su vida. Había decidido tomar la ruta más corta para llegar a California desde Nueva Orleans atravesando el istmo de Panamá. Un camino infernal a través de la selva impenetrable, a pie, en trenes de vía estrecha y caminos de mulas. «Madame Montes, le deseo mucha suerte. Durante días solo verá selva, fango y miles de insectos. El calor es sofocante y no existe el más mínimo confort», le dijo el director del Hotel Verandha cuando se despidió de ella. El hombre ignoraba que la extravagante y caprichosa artista era en realidad una curtida viajera conocida por su excelente puntería y su habilidad con la fusta. Siendo apenas una niña había visto morir a su padre de cólera en la India y desde entonces toda su vida había sido una sucesión de aventuras a las que se enfrentaba con un valor y un aplomo extraordinarios. Con una sonrisa, Lola le estrechó la mano y respondió: «Mi querido amigo, si le contara lo que esta dama habituada a las comodidades de la vida ha visto con sus propios ojos, seguramente no me creería».

En la primavera de 1853 la artista se embarcaba en el vapor correo Philadelphia en dirección a la costa panameña. La acompañaba su doncella Josephine, su perra Flora —regalo de un admirador neoyorquino— y su agente Jonathan Henning. Tras sus problemas con la justicia, había recuperado el buen humor y se mostraba encantadora con todo el mundo. La primera parte del trayecto fue un placentero viaje por las aguas cristalinas del Caribe. Delfines y ballenas siguieron la estela del barco para deleite de los trescientos pasajeros que iban a bordo. Una semana más tarde llegaron al bullicioso puerto de Colón que presentaba un aspecto deplorable de abandono y suciedad. Por aquí pasaban a diario miles de hombres de todas las nacionalidades sedientos de fortuna. Los viajeros del Philadelphia subieron al ferrocarril con sus enormes baúles, maletas y hatillos a la espalda. Era el medio de transporte más fiable y seguro para alcanzar el puerto de Panamá en la costa del Pacífico, distante a ochenta kilómetros. Desde allí partían los barcos a California llenos de aventureros y cargados de mercancías. Con la llegada masiva de colonos atraídos por la fiebre del oro, un avispado empresario decidió construir un ferrocarril para ahorrar unas semanas de viaje a aquellos impacientes hombres a los que nada los detenía. Pero la falta de recursos, la muerte de miles de obreros debido a las fiebres y el difícil acceso habían demorado su inauguración.

La humeante locomotora se puso en marcha avanzando lentamente por una vía estrecha que se adentraba en la exuberante vegetación. Sentada en su vagón, Lola contemplaba los precipicios de vértigo y las peligrosas curvas que iban quedando atrás. Por un instante le recordó la dura ascensión a la ciudad de Simla, cuando en compañía de su esposo, el teniente Thomas James, tuvo que sortear un peligroso desfiladero encaramada en una silla de manos que transportaban cuatro porteadores indios. A mitad de camino, el tren se detuvo bruscamente en Barbacoas, un pueblo de chozas abandonado en medio de la espesura. Como aún no había finalizado la construcción del puente sobre el río Chagres, los pasajeros y su equipaje debían proseguir viaje en canoas aguas arriba hasta la aldea de Gorgona. Fornidos remeros negros eran los encargados de impulsar con pértigas estas largas y estrechas embarcaciones de madera. Aunque era una travesía peligrosa porque había que sortear varios rápidos y fuertes corrientes, Lola solo tenía una preocupación. Había oído que en esas latitudes eran frecuentes los asaltos a manos de bandidos. Temía que pudieran robarle sus valiosas joyas ocultas en el interior del forro de su bolsa de viaje. Le habían contado que la Compañía del Ferrocarril subvencionaba una milicia privada bien entrenada que se encargaba de linchar a los ladrones, pero sobre el terreno la seguridad no estaba garantizada. Aun así era preferible a la ruta por tierra desde Nueva Orleans hasta San Francisco, que cruzaba el inhóspito desierto del Colorado y donde los viajeros en territorio indio debían ir escoltados por soldados.

Lola y su pequeño séquito de porteadores nativos llegaron a Gorgona al anochecer. Era otro miserable pueblo con algunas chozas desperdigadas, tiendas de víveres y casuchas hechas con tablas. Su agente Henning intentó conseguir alojamiento en uno de los pocos hoteles que ofrecían refugio contra los mosquitos y las tormentas tropicales. El Hotel Nueva York, pese a su pomposo nombre, era una modesta construcción con paredes de madera pintadas en brillantes colores que ofrecía «limpieza, descanso y comida». La propietaria era Mary Seacole, una intrépida mulata de origen jamaicano que junto a su hermano había montado dos hoteles en la ruta que cruzaba Panamá aprovechando la llegada masiva de buscadores de oro. Esta emprendedora y enérgica dama era muy popular en la zona por sus dotes sanadoras. En la selva panameña las epidemias de cólera y disentería causaban estragos y ella trataba a los enfermos con plantas medicinales hasta que recuperaban la salud. También acompañaba con sus rezos a los moribundos que no conseguían sobrevivir en este ambiente tan insalubre.

Mary ya había oído hablar de la bailarina y desde el primer instante le disgustaron su porte altanero y sus exigencias. Le pareció una mujer problemática y se negó a darle hospedaje. Lola, que se encontraba cansada y hambrienta, intentó ganarse su confianza:

—Señora Seacole, permítame que me presente, soy la artista Lola Montes y me dirijo con mi representante y mi doncella a Panamá. Necesito dos habitaciones; le pagaré bien por ellas.

—Madame Montes —le respondió Mary sin apenas prestarle atención—, sé muy bien quién es usted, pero lamento decirle que mi hotel está completo y tendrá que buscar otro lugar. Puedo ofrecerle algo de comida, si lo desea, pero nada más.

—Estoy agotada, necesito cambiarme de ropa y darme un baño caliente, mi perra Flora también necesita descansar. Le ruego que me dé la mejor habitación —insistió.

—Me parece que no me ha entendido bien —le aclaró con firmeza—. No dudo de que estará acostumbrada a conseguir siempre lo que desea, pero esto es Gorgona, un lugar que no aparece en los mapas, y este es mi hotel, y aquí mando yo. Las mujeres como usted no son bienvenidas. Aquí solo admitimos damas respetables y, viéndola a usted, dudo que lo sea.

Lola ignoró al ofensivo comentario que acababa de escuchar. Estaba demasiado débil para discutir y solo deseaba dormir unas horas y comer un plato caliente. Al igual que la mayoría de las viajeras que hacían esa travesía, había cambiado sus finas enaguas y corsés por cómodas ropas masculinas. En sus memorias Mary Seacole recordaba así su encuentro en la selva con la condesa de Landsfeld: «Ha llegado la célebre Lola Montes, es una mujer guapa y de ojos malignos, viste de manera extravagante y varonil, un abrigo con solapas de terciopelo, una pechera ricamente bordada, sombrero negro de ala ancha, prendas íntimas francesas y unas elegantes y bien lustradas botas con espuelas».

La artista no tuvo más remedio que dirigirse a otro hospedaje situado justo enfrente del Hotel Nueva York. Por lo general, cuando atracaba un barco en el puerto de Colón, el número de pasajeros que se quedaban en Gorgona siempre excedía la oferta de camas y muchos tenían que dormir al raso sobre una estera. Lola, ajena a esta situación, se presentó ante el dueño como la condesa de Landsfeld y exigió una habitación para ella sola y un lecho para su mascota. Cuando el hombre le dijo que todas sus camas estaban alquiladas para esa noche y que no pensaba dejar en el suelo a uno de sus huéspedes, Lola le respondió en tono amenazante: «Señor mío, no me importa dónde o cómo duermen los demás, pero le hago saber que mi perra ha dormido en palacios. Consiga un colchón para ella y no me haga perder el tiempo, estoy muy cansada y nerviosa». El hotelero, intimidado por el tono autoritario de la dama, accedió sin rechistar a sus demandas. Cuando a la mañana siguiente intentó cobrarle cinco dólares por la cama suplementaria de Flora, la bailarina le apuntó con su pistola y consiguió que le bajara la tarifa. Después, muy alegre, se dirigió al bar e invitó a un trago a todos los clientes.

El último tramo de la ruta panameña era la etapa más temida por los pasajeros del Philadelphia. Los siguientes cuarenta kilómetros se hacían a lomos de mulas ensilladas que avanzaban muy lentamente en medio de la enmarañada vegetación tropical. Era la estación de lluvias y el empinado sendero resultaba casi intransitable. Los animales cargados con los pesados baúles y provisiones marchaban a duras penas entre el barro y la maleza. Asaltados por los mosquitos, los viajeros intentaban hacer caso omiso de los murmullos procedentes de la espesura. Abundaban los reptiles, los monos aulladores y los pumas, muy temidos por los nativos. Finalmente llegaron al puerto de Panamá, un pueblo sin encanto en pleno crecimiento donde se abrían almacenes, restaurantes, bancos y se construían elegantes edificios públicos de ladrillo. Aunque Lola publicó una nota de agradecimiento en el periódico local diciendo que el «cruce del istmo había sido muy satisfactorio y que no habían contraído ninguna enfermedad», más tarde reconocería que fue una travesía muy dura incluso para una mujer aventurera como ella.

La condesa se alojó en el Hotel Cocoa Grove, con vistas a una playa de arena blanca y palmeras, alejado del centro. Durante unos días pudo descansar y olvidar los contratiempos del viaje. Allí también se hospedaba un grupo de caballeros que acababan de llegar de Nueva York. Algunos eran distinguidos políticos de la administración del recién elegido presidente Franklin Pierce. Entre ellos había varios periodistas y Lola entabló conversación con el editor del San Francisco Whig and Commercial Advertiser. Se llamaba Patrick Purdy Hull, era un joven de veintinueve años robusto y campechano con el que congenió enseguida. Aunque no era atractivo y vestía de manera descuidada, tenía gran sentido del humor y una animada conversación. La artista se alegró al saber que se encontraba en la lista de pasajeros que pronto zarparían como ella rumbo a San Francisco.

Tras haber sorteado todo tipo de peligros en canoas y a lomos de mula, el viaje en el majestuoso vapor Northerner de la compañía Pacific Mail fue muy placentero. Aunque a la condesa su camarote no le pareció lo suficientemente confortable y se enfrascó en una pelea con el capitán para conseguir uno más amplio y fresco, se mostró muy cordial con la tripulación. El coronel Thomas Buchanan, que se encontraba entre los pasajeros, escribió en una carta a su esposa: «La señora Lola Montes es una mujer sin duda de carácter. La vi discutir con el capitán y le arrojó su bebida encima. Al parecer no estaba conforme con su cabina y quería una superior. Es una mujer rápida y, en conjunto, sorprendente. Descubrí que es muy culta y está muy bien informada. Sin ser una belleza, es una mujer de una apariencia muy llamativa y tiene un rostro que no puede olvidarse fácilmente».

Su nuevo admirador, el periodista Patrick Hull, la mantuvo entretenida con sus historias de audaces pioneros y chistes picantes. Por fin había encontrado en América un hombre que le gustaba y la hacía reír. No era culto ni elegante, pero era ingenioso y lo pasaban bien juntos. Durante las dos semanas que duró la travesía Lola tuvo tiempo para conocerle mejor. Había nacido en Mansfield, Ohio, y en 1850 había llegado a San Francisco como delegado para supervisar el censo en California. La ciudad, que estaba en pleno crecimiento, le pareció que ofrecía muchas oportunidades para progresar y se quedó trabajando como periodista. Primero lanzó el Pacific Courier, una aventura que apenas duró cinco meses, y después fundó junto a sus socios el San Francisco Whig, que tuvo una mejor acogida.

Lola le desveló algunos detalles de su pasado. No dudó en contarle el éxito que había obtenido en toda Europa como bailarina española y en hablarle de su amistad con el rey de Baviera al que había cautivado «por su inteligencia y su don de gentes». Le insinuó que su primer matrimonio había sido un error de juventud y se presentó como la viuda del señor Heald, su último marido, aunque no tenía constancia de que hubiera fallecido. Hull, fascinado por su seductora belleza y carácter desinhibido, la animó a que hiciera una gira por los pueblos mineros de Sacramento, Grass Valley, Nevada City, Marysville… El periodista conocía bien la dura vida de aquellos buscadores de oro que se gastaban el dinero en bebida y diversión, sus únicos alicientes. Estaba convencido de que Lola podría triunfar en aquel lejano y aún salvaje Oeste americano.

En la madrugada del 21 de mayo de 1853, el Northerner surcaba las aguas del Golden Gate y fondeaba frente a la bahía de San Francisco. El día era despejado y Lola pudo contemplar la espléndida belleza de la extensa ensenada coronada por verdes colinas. Cuando puso el pie en tierra firme se vio rodeada de una multitud que abarrotaba el muelle. Toda aquella gente esperaba ansiosa la llegada del correo que transportaba el barco en sus bodegas. Un envío sin precedentes porque se trataba de 275 sacas con preciadas cartas y la expectación era muy grande. Entre el gentío fueron muchos los que reconocieron a Lola Montes. La artista respondió con amabilidad a las preguntas que le hicieron algunos periodistas locales que esperaban su llegada. Al día siguiente el Golden Era destacó: «La mundialmente famosa Lola Montes, condesa de Landsfeld, llegó a la ciudad a bordo del Northerner», y el San Francisco Whig anunció a sus lectores: «Entre los pasajeros del Northerner se encuentra Lola Montes, condesa de Landsfeld. Ha llegado con calma y discreción, y sin duda tendrá éxito en esta nueva empresa». El tono adulador se debía a que su amigo y copropietario del periódico Patrick Hull se había enamorado de ella durante la travesía.

San Francisco sorprendió a Lola porque imaginaba una ciudad más provinciana y salvaje. Nada quedaba del antiguo pueblo de Yerba Buena fundado en 1769 por una expedición española y que apenas contaba con quinientos habitantes. Cuando corrió la voz del oro, el diminuto villorrio se transformó en una pequeña ciudad donde se mezclaban todas las razas y credos. Un paraje sin ley de calles de tierra empinadas con algunos edificios de madera, barracones y tiendas de lona. Un lugar de tránsito para los buscadores de este preciado metal que cruzaban medio mundo en pos de la fortuna. Entonces no había acequias ni alcantarillas y el cólera y la disentería frustraban los sueños de muchos hombres en plena juventud. La ciudad a la que Lola llegó aquella radiante mañana de primavera ya no era aquel gigantesco campamento de hombres de paso, sino una vibrante y sofisticada localidad de cincuenta mil habitantes con edificios de ladrillo y piedra.

Se alojó como una gran artista en el mejor hotel de la ciudad. No había cerrado ningún contrato con antelación ya que la fecha de llegada de los barcos era imprevisible, pero los directores teatrales enseguida llamaron a su puerta. A los pocos días llegó a un acuerdo para actuar en el Teatro Americano, considerado el más elegante de California y que había sido renovado recientemente para acoger a tres mil espectadores. En esta ocasión ella misma tuvo que negociar su contrato con el gerente del local, Lewis Baker, porque su agente había dimitido nada más llegar. Durante la travesía se habían peleado por asuntos económicos y Lola apenas le prestó atención, dedicada como estaba a conquistar con sus encantos al simpático periodista americano. Henning se presentó de manera inesperada en su habitación y, muy nervioso, le dijo:

—Renuncio a mi cargo, debo confesar que me equivoqué, no estoy preparado para aguantar este tipo de vida y tus cambios de humor me desconciertan. Regreso a Nueva Orleans, de donde nunca debí partir.

—No, amigo mío, no vas a dimitir porque soy yo quien te despide. Regresa a tu antiguo y aburrido trabajo de telegrafista, ya ves lo que me importa el dinero —le respondió enfurecida mientras rompía delante de él un cheque de 200 dólares.

—Había escuchado muchas cosas de ti, Lola, pero tu comportamiento es impropio de una dama. Te deseo suerte en California, la vas a necesitar si no controlas tu arrogancia y tu terrible carácter. —Y el joven desapareció de su vida.

Como de costumbre, este incidente entre la condesa y su agente artístico fue recogido por la prensa local y sirvió de publicidad antes de su esperado estreno.

Apenas cinco días después de su llegada, Lola Montes debutó en el Teatro Americano con La escuela del escándalo, una comedia ambientada en el siglo XVIII que la compañía residente conocía bien y cuyo papel de lady Teazle era uno de sus favoritos y causó sensación. Las entradas se vendieron a 5 dólares, y en la reventa se abonaron hasta tres veces su precio, una cantidad muy por encima de lo que el público había pagado en Nueva York. La crítica fue bastante favorable. El Alta California declaró:

 

La señorita Lola ha puesto de manifiesto toda la gracia y vitalidad que podría esperarse de alguien que ha enloquecido a príncipes y ha azotado sin piedad a ministros, editores y asaltantes.

 

Y el Golden Era escribió:

 

Como todo el mundo y el resto de la humanidad ya ha visto u oído hablar de esta mujer extraordinaria, no nos detendremos en ella con tanto detalle como su fama podría exigir. Baste decir que Lola Montes, la artista, la política, la aristócrata y la «hermosa dama del látigo» se encuentra entre nosotros, y que su nombre ha atraído al Teatro Americano al público más deslumbrante y numeroso que jamás se haya visto en esta ciudad, y que han ofrecido el más unánime de sus apoyos a los talentos de esta mujer. No podemos decir que admiremos las dotes interpretativas de Lola, pero sí pensamos que su baile es «celestial». Un éxito para la condesa de Landsfeld. Aparecerá de nuevo en el Americano mañana por la noche.

 

Llevaba apenas dos semanas en San Francisco y ya era una celebridad. Había ganado mucho dinero —solo en la noche de su estreno la taquilla recaudó 4.500 dólares— y se codeaba con lo más granado de la sociedad californiana. En una ciudad donde abundaban los teatros y la competencia era grande había conquistado al público con su fama de mujer temeraria y racial belleza. Desde su llegada y gracias al señor Hull, que se había convertido en su amigo y protector, la prensa seguía muy de cerca sus pasos. «Su vida ha sido una sucesión desenfrenada de excentricidades y escándalos. Sus amantes fueron reyes, príncipes, marajás, periodistas y aventureros, algunos incluso murieron por ella», se podía leer en uno de los folletos que el Teatro Americano distribuía como publicidad de su espectáculo.

La artista se dejaba ver con frecuencia en público y asistía a los estrenos del Washington Hall y del Teatro Jenny Lind, donde se representaban dramas de Shakespeare, pantomimas y óperas en cinco idiomas diferentes. También le gustaban las carreras de caballos que se celebraban los domingos en las pistas del hipódromo. A Lola le divirtió saber que un admirador había puesto su nombre a una de sus briosas yeguas. Era un rico caballero dedicado a las finanzas que invitó a la artista a ver correr a «Lola Montes» en una carrera benéfica. Al finalizar la prueba la condesa posó sonriente junto a la yegua ganadora y dijo unas palabras al público. «Señores, me siento muy dichosa al saber que esta hermosa yegua bautizada con mi nombre ha ganado esta carrera. Me agrada haber traído suerte a estas pistas y desde aquí aprovecho para reclamar la celebración de una carrera de caballos femenina en San Francisco, en la que estaría encantada de participar. Animo a las mujeres aquí presentes a que apoyen esta iniciativa», sugirió para sorpresa de todos.

Las gentes de San Francisco estaban ansiosas por ver en los escenarios a la bella y sensual condesa de Landsfeld, y no los decepcionó. Su Danza de la araña causó furor, pero la reacción del público dejó a Lola muy confundida. Para su sorpresa, mientras intentaba sacudirse las arañas de su ropa al ritmo de una trepidante melodía, los hombres la gritaban: «¡Búscala más arriba, preciosa!», «¡Por ahí, más abajo y que veamos tus hermosas piernas!». La bailarina, muy ofendida, detuvo el espectáculo y los reprendió duramente, pero no consiguió que se callaran; por el contrario, el intercambio de réplicas continuó un buen rato hasta que Lola decidió proseguir su actuación. Alguien debía de haberla informado de que en California era habitual que la gente participara en los espectáculos y que los actores les seguían el juego sin darle la menor importancia. Cuando en este mismo escenario se representaban obras de William Shakespeare, el público siempre intervenía. Si se sabían de memoria algunas frases de la obra, las repetían al mismo tiempo que el protagonista; silbaban, daban palmas y cantaban las canciones.

La interpretación de Lola fue muy aplaudida pero tuvo críticas controvertidas. Corrió el rumor de que el baile podía no resultar apto para las damas respetables, puesto que la actriz se veía obligada a buscar a la araña entre su falda «a alturas más elevadas de las que resultarían adecuadas en un lugar tan público». Un editor que nunca había llegado a ver en persona el baile escribió que esta danza «no puede ser vista por una mujer de mente virtuosa en presencia del sexo opuesto sin que sus mejillas se enrojezcan con vergüenza y modestia ultrajada». Sin embargo, otro que sí había asistido a la función replicó: «Su baile no tiene nada de obsceno y, por el contrario, Lola Montes luce unas faldas mucho más largas que las de otras bailarinas que hemos visto sobre los escenarios de California».

A finales de mayo, la compañía del Teatro Americano ultimaba los preparativos para el estreno de Lola en Baviera, que se anunciaba en cartel como una obra «única y extraordinaria basada en hechos reales». Lewis Baker había apostado fuerte por esta gran producción de más de cincuenta figurantes. Lola había traído consigo a su inseparable director de orquesta, partituras, obras de teatro, programas de baile y vestuario personal, pero los actores de reparto, decorados, efectos escénicos, orquesta y la publicidad debía suministrarlos la gerencia del teatro. A la condesa no le gustaba la actitud de algunos figurantes, que parecían «estar en las nubes y no entender el contexto histórico de la obra». En esta ocasión sus quejas tenían sentido porque los ensayos resultaron insuficientes y los actores principales no pudieron memorizar bien sus papeles.

Al día siguiente del estreno madame Montes se encerró en la habitación de su hotel y pidió que nadie la molestara. Aunque solía decir que no hacía caso a las críticas, estaba impaciente por leer la prensa. Fumando un cigarrillo tras otro, buscó su nombre en las páginas dedicadas a espectáculos. Comenzó con el San Francisco Daily Herald, que siempre la había tratado con un especial respeto. En un extenso artículo informaba a sus lectores del lleno total en el Teatro Americano y destacaba que aunque los figurantes no estuvieron a la altura, porque no se sabían bien su papel, los actores principales consiguieron salvar la obra. Sin embargo, el crítico del Alta California no fue tan benévolo y en su artículo consideró que la función no resultaba muy halagadora para su estrella principal: «La obra representa a Lola como una mujer coqueta, caprichosa e irresponsable, bien es cierto que con buenas intenciones, pero no la retrata como la astuta diplomática y capacitada líder que ha pasado a la historia». Lola cerró con gesto contrariado el periódico, pero tuvo que claudicar porque reconocía que la gente quería entretenimiento y espectáculo. «Tienen razón, esta obra es una farsa, una absurda comedia que no refleja para nada el papel que he desempeñado en la historia de Baviera, ni la influencia que ejercí en el rey Luis», suspiró mientras su doncella Josephine la ayudaba a vestirse. Estaba desilusionada, pero aún confiaba en cautivar al público californiano.

Aunque había conseguido fama y dinero, su contrato en San Francisco duró menos de tres semanas. Lola en Baviera mejoró en las siguientes representaciones, pero cada noche atraía menos espectadores. Pocos deseaban ver su actuación más de una vez y se quejaban de que la artista no tuviera un repertorio más variado. Lola compensaba el desinterés con una actuación adicional de su famosa Danza de la araña, pero la competencia era muy dura. La relación tirante que mantenía con el gerente del teatro tampoco facilitaba las cosas. A estas alturas Lewis Baker no estaba dispuesto a seguir soportando a la arrogante diva, y para su decepción pronto descubrió que sus bailes resultaban indecentes para algunos y que su actuación producía aburrimiento. Un caballero que asistió una noche a ver la obra mandó una carta al director del Herald, que se publicó para gran malestar de la artista. Decía así:

 

Con el permiso de la condesa, creemos que Lola en Baviera es algo pedestre, y de no haber sido por la cercanía de un bárbaro que se entretuvo durante la velada poniendo a prueba su puntería con el tabaco que mascaba dirigido a nuestros zapatos, habríamos disfrutado con mayor facilidad de nuestra siesta. Además, Lola se apropia de la mayor parte del diálogo, apenas permite que los bávaros puedan decir nada por su cuenta y se reserva todas las agudezas y réplicas para sí misma.

 

Cuando el 8 de junio de 1853 el señor Baker rescindió el contrato, respiró aliviado. Lola no podía disimular su desilusión porque había imaginado una brillante carrera en California. Sin embargo, no estaba dispuesta a darse por vencida y comenzó los preparativos para emprender una larga gira por los pueblos mineros del norte. Fuera de San Francisco no había compañías residentes fijas y llevar consigo a actores secundarios resultaba demasiado caro y engorroso. Entonces pensó que podría recorrer el Oeste americano representando sus fandangos, boleros y cachuchas acompañada de un pequeño conjunto musical. Lola eligió a uno de los pocos amigos que había hecho durante su breve estancia en la ciudad. Michael Hauser, más conocido por el nombre artístico de «Miska», era un violinista húngaro de gran talento que siendo muy joven había salido de gira por Europa y Norteamérica. La condesa había asistido a un recital privado que el artista había ofrecido en un hotel de San Francisco y más tarde habían coincidido en una gala benéfica. El músico, de treinta y un años, era un bohemio al que le apasionaba viajar. En una carta a su hermano en Viena, donde le contaba sus aventuras en América, le describía con poética admiración a su querida amiga Lola Montes. Reconocía que era una mujer voluble e imprevisible, pero también la más inteligente, valiente y atrevida que había conocido.

Lola le pidió a Miska que se uniera a la troupe que estaba formando para actuar por el interior. El violinista, cautivado por la belleza y el carácter emprendedor de la artista, aceptó dichoso acompañarla. La gira comenzaría en Sacramento, pero antes había decidido casarse con el periodista Patrick Hull en una ceremonia muy íntima. La prensa se había hecho eco de los rumores acerca del posible enlace entre la célebre condesa de Landsfeld y el joven editor del San Francisco Whig, pero nadie conocía ni el lugar ni la hora donde tendría lugar el feliz acontecimiento.

En la madrugada del 2 de julio de 1853, un grupo de amigos y personalidades locales se reunieron ante la vieja iglesia de adobe de la Misión de Dolores de San Francisco. Todos habían recibido el día anterior una inesperada invitación para asistir a la boda y acudieron a la hora fijada: las seis de la mañana. En el interior y a la espera de que llegaran los novios, los asistentes se fueron acomodando en los bancos de madera. Con algo de retraso, Lola apareció del brazo del señor Hull vestida con un sencillo traje de lino blanco adornado con encajes. Llevaba el cabello recogido en un original moño con perlas. Mientras se dirigía al altar se volvió e hizo una señal para que cerrasen las puertas de la iglesia y mantener fuera a los curiosos. La novia llevaba en la mano dos jarrones con rosas blancas artificiales que entregó como ofrenda al padre Fontaine, encargado de oficiar la breve ceremonia.

Tras las palabras del cura, los novios se dirigieron a la sacristía donde Lola firmó el acta de matrimonio con el nombre de María Dolores Eliza Rosana Landsfeld Heald y afirmó tener veintisiete años, cinco menos de su edad real. Allí mismo se ofreció una sencilla recepción a los invitados con tarta, puros y cigarrillos. Unas horas más tarde la pequeña comitiva regresó al Gates House, donde habían reservado una habitación para descansar y cambiarse de ropa antes de emprender viaje a Sacramento. No hubo banquete nupcial y Lola y Patrick se fueron al Tivoli, un restaurante muy popular donde desayunaron huevos fritos con tocino, pan recién horneado y café de puchero.

Lola le confesó a una amiga que se había casado con Hull porque «sabía contar historias subidas de tono que la hacían reír y era el mejor narrador de cuentos que nunca había conocido». La verdadera razón era de índole más práctica. Contraer matrimonio con Patrick le permitía retirarse de manera respetable de los escenarios de San Francisco, donde no había obtenido el triunfo deseado. El orgulloso esposo se pavoneaba frente a sus amigos de haberse casado con la mujer más deseada de Europa. Le divertía la aventura de acompañar a Lola en su gira americana y de paso escribir algunos artículos para su periódico.

Cuando se conoció la noticia de su boda, algunos medios dudaron sobre cuánto duraría esa unión y circularon chistes acerca de la mala reputación de la novia. El Shasta Courier, que nunca apoyó a la artista, fue el más irrespetuoso al referirse a ella como «la célebre actriz de “virtud” intachable». Tras despedirse de amigos y autoridades, la pareja subió al vapor New World, que remontaba el angosto río en dirección a Sacramento. «Mi amada condesa, este es el preludio de la maravillosa vida de aventuras y privaciones que nos aguarda», le había dicho Patrick en tono burlón mientras cruzaba el umbral del camarote con ella en brazos.

Al día siguiente llegaron al puerto de Sacramento atestado de barcos de todos los países. El matrimonio Hull se registró en el Orleans, un buen hotel recién inaugurado que contaba con bañera y calefacción en todas las habitaciones.

Hacía cinco años que un descubrimiento fortuito en estas tierras había cambiado el rumbo de la historia de California. En la inmensa propiedad del rancho del general John Sutter, un pionero de origen suizo llegado a California cuando la región aún pertenecía a México, se encontraron las primeras pepitas de oro. Aunque pidió a sus hombres que guardaran el secreto, a los ocho días la noticia se divulgó con rapidez. Toda la prensa americana anunció en grandes titulares que se había descubierto oro en California. Muy pronto la «Tierra Dorada» se vio invadida por oleadas de gentes procedentes del Este, a pie, a caballo o en carro. Después llegarían a miles de Europa, China, Australia y América Latina. Para Sutter el oro fue su ruina. Todos sus trabajadores lo abandonaron ansiosos por hacerse ricos mientras sus tierras eran invadidas por ocupantes ilegales que robaron sus cosechas y ganado. Cuando Lola llegó a Sacramento, el general estaba luchando por mantener sus inmensas concesiones de terreno mexicano frente a las hordas de «argonautas», como se hacían llamar aquellos desesperados sedientos de oro.

La ruda población fronteriza que había crecido en torno a un fuerte y un pequeño asentamiento indígena se había convertido de la noche a la mañana en la ciudad de Sacramento, con calles bien trazadas, edificios de madera, tiendas y una iglesia. Abundaban los garitos de juego, bares, restaurantes y burdeles. Allí la vida no era fácil y existían pocas comodidades. Los hombres caminaban por la calle con sus pistolas al cinto, los asesinatos a manos de forajidos estaban a la orden del día y los ajustes de cuentas se cobraban a diario alguna vida. Los precios eran desorbitados y los comerciantes chinos que vendían víveres y utensilios a los mineros ganaban una fortuna. A su llegada Patrick llevó a Lola a comer a un restaurante donde el menú consistía en pierna hervida de oso grizzly, filetes de burro y liebre. La artista comió a gusto y no le hizo ascos a nada, aunque la carne de burro le pareció «dura como una suela de zapato».

Lola tenía un nuevo representante, James Adams, que compaginaba su trabajo con el de agente de la compañía de transportes Wells Fargo. El hombre llegó unos días antes para cerrar un contrato en el Teatro Eagle de Sacramento. La condesa de Landsfeld, como se hacía llamar de nuevo, ofrecía en su programa un amplio repertorio de danzas, con varios cambios de vestuario y el acompañamiento de sus músicos. Pero la competencia era grande porque había muchos locales dedicados a la diversión y al espectáculo. En 1853 triunfaban artistas como el famoso violinista noruego Ole Bull, que hacía saltar las lágrimas a los mineros con su romántica balada Hogar, dulce hogar y estaba considerado uno de los mejores músicos de todos los tiempos.

El señor Adams temía la reacción de la dama al conocer los tugurios del Oeste donde tenía programado actuar. El Dramatic Hall de Nevada City antes había sido un granero y el único teatro de Grass Valley era una habitación encima de un bar donde los hombres, cuando bebían más de la cuenta, se liaban a puñetazos o a tiros.

Su representante la avisó del tipo de locales que se encontraría y del público que iría a verla:

—Señora condesa, espero que se sienta cómoda; estos teatros, por llamarlos así, son muy viejos y no reúnen demasiadas condiciones. Debo confesarle que el público de Sacramento tiene fama de ser muy brusco y más de un actor consagrado se ha visto expulsado del escenario por una lluvia de huevos y verduras.

—Querido amigo, he estado en sitios peores, se lo aseguro —dijo ella para tranquilizarle—. A estas alturas de mi vida creo que ya nada puede sorprenderme. Sé que vendrán mineros, cazadores y tramperos que no han visto en meses a una mujer. Estoy segura de que me respetarán y a pesar de su rudeza serán capaces de controlarse ante una dama.

—Así lo espero —respondió dubitativo el señor Adams—. Solo le aconsejo que no los provoque ni los aburra con discursos, se matan trabajando todo el día y solo quieren divertirse.

La noche del estreno había una gran curiosidad por ver bailar a la mujer que había provocado una revolución en Europa y destronado a un rey. El Eagle de Sacramento era una modesta construcción de tablas de madera y techo de chapa. Su escenario estaba hecho de cajas de embalar y se iluminaba con lámparas de petróleo. Los asientos eran largos listones soportados por barriles de cerveza. En las mesas se utilizaban velas en las botellas como luces bajas para dar más intimidad. Los incendios estaban a la orden del día y los teatros de California se reconstruían en apenas unas semanas. Las damas podían entrar en el Eagle por una escalera exterior para no tener que atravesar el bar donde los hombres fumaban, bebían whisky y jugaban a las cartas rodeados de hermosas mujeres ligeras de ropa.

A Lola no le disgustó el local y se limitó a comentar en tono de humor que era «del tamaño del salón de su casa de Munich». Calculó que si vendían todas las entradas cabrían entre setenta y cien personas. Por fortuna, nadie le habló de las ratas y las pulgas que campaban a sus anchas, ni de la mala costumbre que tenían los californianos de escupir en el suelo. La artista interpretó un bolero, una danza tradicional bávara, otra vestida de marinero y cerró la representación con su Danza de la araña. Todo el peso del programa recaía en su violinista Miska, que con su virtuosismo emocionó al público. Lola recibió una gran ovación y se retiró a su hotel muy satisfecha. Pero la segunda noche fue distinta. Cuando estaba bailando un fandango, se escuchó una sonora carcajada de algunos de los espectadores de la primera fila. Lola hizo una señal con la mano a su director de orquesta para que detuviera la música y avanzó decidida hasta el borde del escenario. Con gesto serio y mirada furibunda, exclamó: «Damas y caballeros, Lola Montes siente demasiado respeto por la gente de California para no darse cuenta de que esta risa estúpida viene de algunos adolescentes bobos. Venid aquí, dadme vuestros pantalones y tomad mis faldas. ¡No merecéis que os llamen hombres! Lola Montes está orgullosa de ser quien es, pero no tenéis el valor necesario para enfrentaros a una mujer que no os teme, que os desprecia. Sí, esta mujer». La artista quiso continuar su elocuente discurso, pero el alboroto que provocaron sus palabras se lo impidió. En un instante docenas de huevos y manzanas podridas saltaron por el aire y no tuvo más remedio que huir y buscar refugio tras el telón. La desaparición de la artista dejó al público desconcertado y dividido. Unos silbaron, otros aplaudieron y otros exigieron que se les devolviera el dinero. El director del teatro, Charles King, anunció que Lola Montes concluiría en breve su actuación. Pero a medida que pasaban los minutos la gente comenzó a impacientarse. El gerente del teatro pidió a Miska Hauser que actuara de nuevo y le ofreció 100 dólares si lograba calmar los ánimos de los asistentes. El hombre salió a escena y, para su sorpresa, los abucheos y burlas cesaron. Con gran entusiasmo interpretó El pájaro en el árbol, una pieza que él mismo había compuesto en la que imitaba con su violín el canto de un jilguero. Agradó tanto a la concurrencia que le pidieron un bis. Cuando Lola escuchó los aplausos que le dispensaban al músico, salió al escenario y se puso a bailar al ritmo de las castañuelas. Pero una vez más se enfrentaron a ella y el salón se convirtió en un campo de batalla. Se destrozaron bancos y asientos, se rompieron cristales y algunos gritaron: «¡Sinvergüenza, nos han robado el dinero!». El gerente suplicó al músico que continuara su actuación y Miska interpretó otra pieza de su reducido repertorio. Finalmente, Lola accedió a concluir el programa con la Danza de la araña, tal como estaba planeado, pero algo agravó la situación. Mientras intentaba defenderse de las arañas imaginarias que la atacaban, se acercó a un ramo de flores que un admirador había arrojado, y lo pisoteó repetidas veces. Aquel gesto se interpretó como una grave provocación y la gente abandonó en tropel la sala.

Lola tuvo que regresar al Orleans custodiada por unos agentes de la policía, pero la velada aún no había finalizado. Unas horas más tarde, medio centenar de personas se presentaron frente al hotel y comenzaron a increparla armados con ollas, sartenes y silbatos. La artista se asomó a la ventana envuelta en una bata de seda y, levantando desafiante su pistola, exclamó: «¡Cobardes, canallas de poca monta, perros rastreros. ¡Haraganes! No despreciaría a un perro sarnoso tanto como a vosotros». Sus insultos fueron recibidos con silbidos, abucheos y risotadas.

El marido de Lola, que hasta el momento no había intervenido, le pidió que se apartara de la ventana y dejara de provocarlos. Patrick, testigo de la humillación en el teatro, estaba muy enojado. Imaginaba que se había casado con una gran artista pero ahora le resultaba menos atractiva y sentía lástima por ella. Cuando, ya entrada la noche, el grupo se dispersó, su esposo le reprochó su actitud:

—Lo que has hecho ha sido una estupidez. Los has insultado poniéndote a su altura. Yo te dije que la gente de Sacramento no se andaba con tonterías; esto no es París, querida, es el Oeste americano. Aquí los hombres van armados, no juegues con fuego —le advirtió.

—No pienso acostumbrarme a que me insulten y se burlen de mí —replicó la bailarina—. Nunca había actuado para gente tan ordinaria y grosera. ¿Has visto cómo me han lanzado huevos y se han reído en mi cara? ¿Cómo puedes estar tan tranquilo?

—Lola, olvida lo que ha pasado esta noche, tienes que cumplir tu contrato y cuando reaparezcas, discúlpate y muéstrate arrepentida, seguro que cambiarán de actitud y te aplaudirán como el día del estreno.

Aquella noche Lola tuvo que recurrir al láudano, del que cada vez dependía más, para conciliar el sueño. Estaba inquieta y la idea de volver a actuar para estos hombres violentos y soeces le irritaba. De repente sintió la misma angustia que la noche en que una muchedumbre enloquecida acudió a su residencia de la Barerstrasse pidiendo a gritos que se marchara de Munich. Entonces no le faltó valor para enfrentarse a ellos, pero tenía a su lado a su fiel amante, el estudiante Elias Peissner, y al propio rey dispuesto a dar su vida por ella. Pensó en el consejo que le había dado Patrick y que debía ganarse como fuera al público de Sacramento. Ella sabía cómo hacerlo y le había funcionado en otras ocasiones. Se presentaría como una pobre mujer incomprendida, enferma y perseguida por sus enemigos que por encima de todo amaba al pueblo americano. «Volverán a besar mi mano, a admirar mi talento; no saben quién es Lola Montes», se dijo a sí misma mientras encendía un cigarrillo.

Dos días después, un cartel anunciaba que interpretaría de nuevo sus danzas españolas. Tras los últimos incidentes se tomaron fuertes medidas para garantizar la seguridad de la artista. Antes de la representación el jefe de policía de la ciudad se presentó ante el público y anunció que el primer hombre que diera muestras de la menor indisciplina sería arrestado. Se habían repartido muchas invitaciones entre algunos ilustres ciudadanos para garantizar el buen desarrollo del espectáculo. Entre ellos destacaba la presencia del mismísimo general John Sutter, que fue recibido con entusiasmo por los asistentes.

Cuando estaba a punto de levantarse el telón y con un lleno completo, el director del teatro apareció en escena y rogó a los presentes que tuvieran la amabilidad de permitir que la artista Lola Montes se dirigiera a ellos. La bailarina apareció radiante y, con gesto serio, comenzó a hablar: «Damas y caballeros, la última noche tuvo lugar un incidente en este teatro que lamento profundamente. Es un auditorio pequeño, casi como un salón. Estoy cerca de ustedes, casi a su lado, y el sonido no siempre se distingue con claridad. Sufro de palpitaciones y desde que llegué a Sacramento me he visto muy afectada por ellas, lo que hace que en ocasiones me sienta muy mal. Mientras bailaba golpeé con mi pie varias veces en el suelo sobre el escenario, y algunos se rieron, supongo yo que para insultarme. Tengo muchos enemigos, que me han seguido desde Europa y me han ofrecido sus injurias, y me imagino que son algunos de ellos los que llegaron aquí con tales intenciones. Sabía que no se trataba de ningún americano, puesto que he recibido su amor y su aprecio allí por donde he ido». A continuación explicó que todo había sido un absurdo malentendido y que sus pisoteos formaban parte de su mundialmente famosa Danza de la araña, que había representado con gran éxito en las principales capitales europeas. Añadió que, absorta en su papel y en el frenesí de la danza, había aplastado sin querer el ramo de flores. Para acabar, declaró en tono solemne: «Borraré de mi memoria lo que aquí ha ocurrido. No me rebajaré a tal altura y no hablaré más de ello. Damas y caballeros, si desean que continúe con mi baile, solo tienen que decirlo y gustosa me quedaré».

Al concluir su discurso sonó una gran ovación y se escucharon gritos de «¡Viva Lola Montes!», «¡Bravo Lola!». Entonces la artista se inclinó en una humilde reverencia y abandonó el escenario. Luego reapareció deslumbrante e interpretó con pasión todos los bailes previstos en el programa, incluido su número de la araña. Fue tal el éxito conseguido, que tuvo que salir hasta en cinco ocasiones a saludar. Los que unos días atrás la insultaban y acusaban de ladrona e intrigante, ahora la aclamaban. La velada fue un rotundo éxito y el público, según los críticos, «hizo que el pequeño teatro temblara hasta los cimientos con el delirio de sus aplausos».

Las tres restantes actuaciones previstas tuvieron una buena acogida, pero otro incidente devolvió su nombre a los periódicos. El Daily Californian acusó a la bailarina de haber regalado entradas para así llenar la sala. Lola replicó de inmediato con la siguiente carta:

 

Al director del Californian:

 

El extraordinario artículo sobre mi persona que apareció esta mañana en su periódico exige una respuesta extraordinaria. Utilizo esta palabra, «extraordinaria», porque estoy sorprendida de que un editor respetable mienta de forma tan descarada y carezca de tal forma de cortesía y caballerosidad como usted. Soy una mujer. No defiendo los derechos de las mujeres, ¡¡¡pero al mismo tiempo pretendo reivindicar los míos de forma sumarísima ante cualquier mequetrefe!!! Tras un insulto de esta magnitud le reto a que luche contra mí. Le permito elegir entre dos armas, pues soy de naturaleza magnánima. Puede usted escoger entre mis pistolas de duelo o probar suerte con una caja de pastillas. Una contendrá veneno y la otra no, por lo que las probabilidades se igualan. Exijo que este asunto quede resuelto a través de sus padrinos tan pronto como sea posible, ya que mi tiempo es tan valioso como el suyo.

MARIA DE LANDSFELD HULL
LOLA MONTES

 

El editor ignoró la carta, pero la anécdota, bajo el título de «Pistolas o veneno», se reimprimió en los principales periódicos locales y añadió una nueva página a la leyenda de Lola Montes.

Tras la última representación en el Eagle, del que se despidió asegurando que «el sol siempre brillaría en su pecho cuando pensara en la noble ciudad de Sacramento», ella y su esposo realizaron un rápido viaje en vapor a San Francisco. Patrick había decidido dejar su trabajo en el periódico y vender sus acciones en el San Francisco Whig. Acompañar a su esposa de gira le iba a ocupar mucho tiempo y Lola cada vez le exigía más dedicación. La artista había firmado un contrato con el teatro de Marysville, una ciudad minera situada a unos sesenta kilómetros al norte de Sacramento. A mediados de julio, Lola Montes y su comitiva embarcaron a bordo del Comanche, un pequeño vapor fluvial construido a imitación de los que navegaban por el río Mississippi, pero la artista ignoraba que las noticias de sus escándalos en Sacramento se habían extendido como la pólvora por todo el interior.

Su paso por esta tranquila ciudad minera fue todavía más humillante que su segunda actuación en Sacramento. Su espectáculo aguantó en cartel tan solo un fin de semana y Lola estaba de muy mal humor. La primera noche discutió con el público, que apenas había aplaudido sus bailes, y ella los acusó desde el escenario de ignorantes y de no saber apreciar el arte de la danza española. Al día siguiente discutió con Miska y este abandonó indignado la compañía. No estaba dispuesto a aguantar por más tiempo el mal genio y los caprichos de su amiga. Su estrecha relación se había roto y aquella misma noche regresó a Sacramento.

Los problemas también afectaron a su matrimonio. La policía tuvo que intervenir en una discusión a gritos que tuvo con su esposo en el hotel donde se alojaban. Lola descargó toda su rabia contra él y Patrick le echó en cara que estaba acabada como artista. Cuando escuchó estas palabras, perdió los modales y le echó a empujones de la habitación. Después cogió sus maletas, abrió la ventana y las arrojó a la calle desde un segundo piso para diversión de los transeúntes que pasaban por allí.

Aunque los periódicos de San Francisco y Sacramento insinuaron que Lola Montes había puesto fin a su matrimonio, unos días más tarde se los vio de nuevo juntos en actitud cariñosa. Habían olvidado lo ocurrido y comenzaron los preparativos para continuar su gira rumbo a Grass Valley, un pintoresco pueblo minero a los pies de la cordillera de Sierra Nevada. Lola aún tenía a su lado a Charles Chenal, que se les había unido en San Francisco y que tocaba el clarinete, la flauta y el piano. Y también a su director de orquesta, Charles Eigenschenk, que cuando la ocasión lo requería actuaba como solista de violín. En los toscos y remotos campamentos mineros a donde ahora se dirigía no necesitaba más.

Apenas sesenta kilómetros separaban Marysville de Grass Valley, pero el viaje en diligencia por sinuosas carreteras de tierra batida y rocas era largo e incómodo. La comida en las estaciones era mala, el polvo del camino se filtraba a través de las ventanillas y los constantes baches ponían a prueba los nervios de los pasajeros. Al atardecer la diligencia atravesó el verde valle de Wolf Creek y llegó a la estación de Grass Valley. Entonces Lola, sudorosa y con el vestido cubierto de polvo, no imaginaba que este lugar se convertiría en su hogar durante los siguientes dos años. La llegada de cualquier carruaje causaba un gran revuelo y numerosos curiosos se apiñaron en la estación para ver a los recién llegados. Aquel día llamó la atención una sofisticada dama que descendió del vehículo llevando en sus brazos un caniche. Enseguida fue reconocida como la mundialmente famosa Lola Montes, la mujer de escandaloso pasado. Un joven periodista del Sacramento Union se acercó para entrevistarla. Aunque estaba agotada del viaje, le atendió con cordialidad y respondió paciente a todas sus preguntas:

 

—Madame Montes, ¿qué le trae a Grass Valley?

—Tras mis éxitos en San Francisco, mi esposo me animó a emprender una gran gira por los pueblos mineros y estoy segura de que aquí, en Grass Valley, sus habitantes, gentes honradas y trabajadoras, apreciarán mis danzas españolas.

—Una mujer como usted, una auténtica condesa que ha recorrido medio mundo, ¿no se aburrirá en este lugar tan tranquilo y remoto?

—Señor, yo nunca me aburro, soy inquieta por naturaleza y siempre estoy haciendo planes. Estoy ansiosa por montar a caballo, recorrer sus montañas y conocer sus minas de oro. Y si los mineros así lo desean, actuaré en Nevada City, Marysville, Weaverville y allí donde me llamen.

—Bienvenida, pues, madame Montes, y felicidades por su reciente matrimonio. Deseamos que Grass Valley cumpla con todas sus expectativas.

 

Grass Valley era una pequeña localidad sin pretensiones de apenas dos mil almas, con las calles sin pavimentar y rústicos edificios de madera de uno y dos pisos, tiendas de lona y varios aserraderos. Ya no era el pueblo minero idílico de 1848, cuando estalló la fiebre del oro. Entonces en los ríos Sacramento y Americano bastaba tan solo coger un cedazo, moverlo un poco y las brillantes pepitas de oro salían a la luz. Esa época romántica de aventureros solitarios había quedado atrás y en su lugar se escuchaba día y noche el incesante martilleo de las máquinas que pulverizaban la dura roca en busca de vetas. El oro fácil de la superficie era escaso y solo muy de vez en cuando algún minero afortunado tropezaba con una pepita que le permitía retirarse.

Cuando Lola llegó, acababan de inaugurar el primer restaurante, una bolera, una librería y un burdel. El único hotel, el Beatty House, no ofrecía ningún confort para las mujeres que se hospedaban en él. Las literas estaban dispuestas en hileras en las habitaciones y apenas había intimidad. Por un dólar se podía dormir sobre simples repisas de madera, pero había que traer la ropa de cama. No era un lugar adecuado para una dama y el matrimonio Hull se alojó en una bonita casa de Mill Street, situada a poca distancia del centro del pueblo. Conocida como «la Cabaña de Gil», era propiedad de Gilmor Meredith, un amigo soltero de Patrick que trabajaba en San Francisco como representante de la compañía de transporte marítimo y fluvial Pacific Mail Steamship.

La expectación por ver actuar a Lola Montes era muy grande y las localidades se agotaron enseguida. Los mineros llegaban desde lugares muy lejanos para verla, pagaban gustosos los 5 dólares de la entrada y se quedaban en el pueblo para asistir a la siguiente función unos días más tarde. La primera aparición de la condesa estaba prevista para el miércoles 20 de julio de 1853. Lola ofreció dos actuaciones en Grass Valley, en el salón del pequeño Teatro Alta situado sobre un bar, y ambas tuvieron una clamorosa acogida. Se presentó solo como bailarina y confió en que sus sensuales movimientos y vistosos trajes cautivasen al público, en su mayoría mineros ávidos de contemplar a una mujer hermosa. La artista interpretó sus danzas españolas a la tenue luz de las lámparas de petróleo que iluminaban el local. Durante los cambios de vestuario sus dos músicos entretenían al público con viejas baladas que los hombres cantaban al unísono elevando sus jarras de cerveza. Pero la Danza de la araña era uno de los números favoritos de los mineros y mientras la artista giraba sobre sí misma intentando deshacerse de ellas, los espectadores marcaban el ritmo con los pies dando palmas mientras gritaban: «¡Arriba, Lola, tú puedes con ellas!», «¡Saca la fusta, cariño, y aplástalas a todas!».

Lola, muy animada, se dirigió con su compañía a Nevada City, otro importante campamento minero situado a pocos kilómetros de Grass Valley. En esta ocasión actuó en el Dramatic Hall, un modesto local situado sobre una licorería donde fue muy bien recibida. El gentío que llenaba la sala había pagado el doble de una entrada normal, pero les mereció la pena. Durante una semana Lola bailó para estos hombres rudos y solitarios que lo habían abandonado todo en busca de fortuna. Muchos estaban enfermos, entregados a la violencia y al alcohol. Y sin embargo nunca le faltaron al respeto. La última noche, un admirador había escrito para ella un hermoso poema en la cara posterior de uno de los programas, que dejó en un banco de madera. Salió publicado en el Daily Herald de San Francisco:

 

A LOLA MONTES

 

Hermosa Lola:

al mirar tu rostro creer no pudiera,

ni al ver esos ojos brillar,

que exista en tu alma ni un rastro siquiera

de nada que el mundo pueda condenar.

¡No, Lola, no!

 

Leo en esos ojos y en tu clara frente

voluntad y ánimo, no lo voy a negar;

veo un espíritu amante y ardiente

mas no libertino, ni hablar.

¡No, Lola, no!

 

No te creeré fría, cruel, ni obscena.

Has sido la víctima del hombre desalmado.

Te asignó la pena, colgó tus cadenas

para que en ti caigan los pecados del mundo.

¡No, Lola, no!

 

Cuando Lola lo leyó no pudo evitar emocionarse y los ojos se le empañaron de lágrimas. Por un instante recordó los poemas que el rey Luis le había escrito durante su tormentosa relación, que al principio le complacían, pero luego le resultaban cursis y empalagosos. En aquel instante de su vida, cuando se encontraba desmoralizada y a punto de dejar los escenarios, descubrir que aún era capaz de inspirar estos sentimientos en un desconocido fue muy halagador. Siempre había necesitado sentirse amada para dar lo mejor de sí misma en el escenario.

A comienzos de agosto, Lola se encontraba de regreso con su esposo en Grass Valley y se instalaron en la acogedora cabaña del amigo de Patrick. Aunque desde su llegada habían intentado mantener las apariencias, su matrimonio estaba en crisis. Ella quería seguir actuando, pero su carrera como bailarina estaba en decadencia. Como ya le había ocurrido en otros lugares, tras la expectación y el entusiasmo del primer día llegaba la decepción. La mayoría acudían a su espectáculo atraídos por su voluptuosa belleza, y su fama de «mujer inmoral», pero los mineros preferían las obras de Shakespeare que representaban compañías de actores ambulantes. Las tragedias épicas les encantaban porque su propia vida era una lucha constante contra los elementos.

Lola se vio obligada a suspender la siguiente función que tenía contratada en el Alta porque la sala estaba casi vacía y hubo que devolver el dinero de las entradas. A cambio ofreció una actuación privada a una docena de hombres de paso por el pueblo a los que deleitó con su Danza de la araña. No trascendió lo que le pagaron por esta soirée especial, pero al parecer «se superó como nunca». Patrick no dejaba de echarle en cara que sus boleros eran anticuados y demasiado castos:

—Lola, yo conozco a estos hombres bien, tus bailes españoles son aburridos y siempre iguales —le reprochó con dureza—. Aquí quieren diversión, que las artistas les animen la vida y compartan un trago con ellos.

—Estás hablando con tu esposa. Yo no soy una bailarina cualquiera, no tengo por qué beber con esos hombres ni corear con ellos sus ridículas canciones. No estoy dispuesta a rebajarme más.

—Pues, cariño, me temo que ya puedes guardar en tu baúl tus preciosos trajes porque hoy también han suspendido la función por falta de público. —Una media sonrisa afloró en su rostro.

—Si es así, ya he tomado una decisión. ¡Se acabó! Lo dejo. Mi carrera como bailarina en los campamentos mineros ha terminado, ¿te alegra? Ya puedes irte al bar con tus amigos a celebrarlo.

Las continuas peleas y discusiones con su esposo le provocaban fuertes migrañas. Patrick, el joven alegre y despreocupado, empezaba a resultarle insufrible. Odiaba su fanfarronería y la forma en la que la trataba. Pero Grass Valley le gustaba, el paisaje era majestuoso y el aire de la montaña le sentaba bien a su salud. En ocasiones cerraba los ojos y por un instante creía estar en los Alpes bávaros y le parecía oír la voz del rey Luis, del que no había vuelto a tener noticias. ¿Seguiría en Munich o habría escapado a su hermosa Villa Malta en Roma, su refugio preferido? Por primera vez pensó en asentarse una larga temporada en este pueblo tranquilo y hospitalario. El Nevada Journal del 5 de agosto de 1853 escribió:

 

La señora Lola parece haber quedado cautivada por el encanto de la población de Grass Valley, y desde hace algunos días disfruta de la hospitalidad del hogar del señor Meredith en Mill Street. Es una escena acogedora la de estas tardes frescas y deliciosas en las que vemos a la adorable condesa balancearse con gracia en una hamaca bajo el porche, rodeada por su galante anfitrión y un selecto círculo de fieles que se rinden ante este altar de belleza y de genio. De hecho, «Gil» es la envidia de todo el pueblo; aunque se merece el éxito del que goza con esta bella dama, puesto que posee un corazón noble y unos modales encantadores. Es un tipo afortunado por tener a una auténtica condesa alojada en su residencia de soltero.

 

Y fue entonces cuando Lola Montes decidió comprar la cabaña de su anfitrión. Se había enterado por su esposo de que el señor Meredith, tras enriquecerse explotando una rica mina de cuarzo, pensaba regresar a San Francisco. El joven aventurero había llegado a Grass Valley atraído por la fiebre del oro y había construido esta cabaña como oficina de trabajo y vivienda. Era sin duda la más hermosa del valle, pintada de blanco, a la sombra de un viejo roble de frondoso ramaje y rodeada de una valla de madera. No era muy grande pero resultaba bastante confortable y con bonitas vistas a las montañas. En la planta baja un estrecho vestíbulo central daba paso a las habitaciones, que se abrían a ambos lados del pasillo. Al fondo unas empinadas escaleras conducían a una buhardilla, que era la habitación preferida de Lola. Con todo, lo mejor de la casa era el amplio porche cubierto que la rodeaba. Al atardecer Lola solía sentarse en él y se balanceaba en la hamaca. Había un edificio anexo para alojar a invitados y criados, una cuadra para los caballos y una despensa para el almacenamiento de víveres y herramientas. Un jardinero chino se ocupaba de la huerta que él mismo cultivaba y que daba excelentes verduras que hacían las delicias de los invitados. Lola estaba decidida a abandonar por un tiempo los escenarios y a tener su propio hogar en este pueblo minero rodeado de valles y bosques frondosos.

—Señor Meredith, quiero darle las gracias por su hospitalidad y decirle que hacía tiempo que no me sentía tan a gusto en un lugar. Es sin duda la mejor cabaña de todo el valle y estoy segura de que con un toque femenino podría ser aún más encantadora.

—Agradezco sus palabras, soy un buen amigo de su esposo y ha sido muy agradable tenerles aquí. Estoy contento al ver que el bueno de Pat ha encontrado a una mujer como usted, hacen buena pareja y pueden quedarse en mi casa el tiempo que deseen.

—De eso quería hablarle; como sabe, nos casamos hace poco y desde nuestra boda hemos ido de aquí para allá. Estamos pensando en instalarnos un tiempo en Grass Valley y creo que en breve piensa regresar a Nueva York. Me gustaría comprar su casa. ¿Qué me dice?

—Señora Lola, me halaga su propuesta y, la verdad, me sorprende. Lo cierto es que me apena venderla, pero estoy seguro de que usted la cuidará. —Y de pronto pareció decidido—: Trato hecho, mi cabaña es suya y de Pat, les deseo que sean tan felices como lo he sido yo.

La noticia de que Lola Montes había comprado la casa de Mill Street fue rápidamente recogida por toda la prensa local. Eran muchos los que no entendían cómo una dama tan culta y refinada, que había viajado por todo el mundo y tenía el título de condesa, había elegido vivir en ese remoto y polvoriento pueblo minero. Ella, sin embargo, se encontraba feliz y de excelente humor. Planeaba hacer excursiones a caballo por los alrededores, visitar los aserraderos, las minas de cuarzo que ocultaban vetas de oro y conocer una colina situada al norte del pueblo que llevaba su nombre. Era habitual bautizar los yacimientos mineros con nombres de mujeres famosas, y Lola Montes Hill («Colina de Lola Montes») ya existía antes de su llegada a California.

La bailarina adquirió la cabaña de soltero de Gilmor, pero no pudo disfrutarla con su esposo. Pronto se extendió el rumor de que Patrick y ella iban a divorciarse. Solo llevaban dos meses en Grass Valley y una noche que el periodista llegó a casa huraño y algo ebrio, Lola no pudo más y estalló:

—No eres más que un holgazán que pretende vivir a mi costa. Te pasas el día con los brazos cruzados, bebiendo whisky en los bares y jugando al billar mientras yo tengo que ganarme la vida decentemente. Soy una artista y me debo a mi público.

—¿Qué público, Lola?, ¿esos hombres que te devoran con los ojos, escupen en el suelo y solo piensan en acostarse contigo? Por favor, vuelve a la realidad, Lola; a pesar de tus aires de grandeza, no eres más que una vulgar artista acabada.

—¡No te permito que me hables así! —le gritó ella, muy alterada—. Hemos acabado; recoge tus cosas y lárgate, no te necesito a mi lado. ¡Fuera de aquí! No quiero volver a verte.

Aquella noche Patrick Hull durmió en una de las literas del Beatty House y unos días más tarde se le vio subiendo a la diligencia con destino a San Francisco. Aunque durante semanas los periódicos siguieron publicando artículos acerca de los motivos de su separación, Lola expresó el deseo de que «su marido no la molestara más». Los más cercanos a la pareja explicaron que la dama había echado de su casa al periodista porque era evidente que él pretendía vivir a su costa. Su tercer matrimonio había sido el más breve y la condesa continuó haciéndose llamar Marie de Landsfeld Heald o señora Heald, en recuerdo de su segundo esposo.

Tras unas semanas en las que apenas se dejó ver en público, Lola abandonó en octubre su plácido retiro. Antes de que llegara el crudo invierno y la nieve cortara los caminos, viajó en el vapor Sacramento a San Francisco para comprar algunos muebles para su casa. Entre los artículos destacaba una pianola de gran tamaño que causó sensación en Grass Valley. También aprovechó su viaje para adquirir varios animales de compañía, y hasta un cachorro de oso grizzly. Ahora que en su nueva vivienda tenía suficiente espacio, contaba con una notable colección de animales: además de su caniche Flora, cuatro perros, una cabra, una oveja y un cordero, un caballo, tres canarios, un gato montés y un perro lobo que la seguía a todas partes. Pero fue su oso, al que bautizó como Major, el que despertó mayor curiosidad entre los vecinos. Lo tenía encadenado a un árbol en un rincón del patio y los niños al salir de la escuela se acercaban a verlo.

Alejada de los escenarios, Lola pasaba mucho tiempo en su cabaña entretenida trabajando en el patio trasero, que convirtió en su jardín. Poco después de instalarse escribió a un amigo para pedirle que el general John Sutter le mandara semillas de flores y esquejes de los viñedos de su célebre rancho. Así lo hizo, y en poco tiempo contó con un pequeño vergel de árboles frutales, viñedos y un cuidado jardín de flores y cactus. Cuando un periodista le preguntó si no se iba a aburrir en un lugar como ese, Lola le respondió: «Lo dudo; tendré tiempo para leer, escribir a mis amistades, cultivar rosas, disfrutar de la compañía de mis perros y recibir en mi cabaña a gente interesante». Lola establecería muy pronto su propia corte en el corazón de Nevada.

Su casa se convirtió en el centro de la vida social de Grass Valley y sus veladas eran conocidas incluso en San Francisco. Siempre contaba con un círculo de admiradores. Cada semana llegaban distinguidos caballeros de todos los rincones de Estados Unidos deseosos de invertir en las minas de oro de Grass Valley que tan buen rendimiento daban. Eran jóvenes cultos y educados, ingenieros, empresarios, banqueros… de buenas y acaudaladas familias americanas. Los miércoles por la tarde, Donna Lola («Señora Lola»), como la llamaban en Grass Valley, solía celebrar animadas reuniones con hombres de negocios y artistas variopintos. Era, como antaño en París y Munich, la perfecta anfitriona. Sabía atender a sus invitados y entretenerlos hasta altas horas de la madrugada. Los deleitaba con algunas de las óperas más famosas, como Zampa o La Favorita, que hacía sonar en su pianola. Había siempre abundante comida, licores, buenos puros y animada conversación. En ocasiones Lola, cuando se sentía muy animada, cogía la guitarra y cantaba alguna canción española o regalaba un baile improvisado a sus comensales.

Le gustaba agasajar a los artistas que llegaban a Grass Valley de gira, y a falta de un buen hotel, los invitaba a quedarse en su cabaña. A mediados de agosto llegó al pueblo Ole Bull, el violinista noruego que había triunfado en Europa. Lola organizó una velada en su honor e invitó a un reducido grupo de amigos para que conocieran al talentoso músico. El señor Bull se sintió tan a gusto que ofreció a los asistentes un improvisado recital en el que demostró su maestría con el violín. Charles Warwick, un actor que llegó a Grass Valley con una carta de presentación para Lola, también disfrutó de su hospitalidad. Años más tarde así recordaba su primer encuentro con la condesa de Landsfeld en su rústica vivienda:

 

Encontré a la gentil Lola en el jardín trasero, jugando alegremente con un par de osos que tenía como mascotas, con los que parecía gozar de una simpática y juguetona familiaridad. Tenía la cabeza descubierta, quemada por el sol hasta parecer casi mexicana, y el cabello le caía en rica abundancia sobre los hombros. Su atuendo era de la confección más sencilla y el material más simple, un vestido común, con falda y mangas cortas, que dejaba los bien moldeados brazos desnudos casi hasta los hombros. Yo estaba preparado para encontrar una mujer de mundo, una aventurera astuta y especuladora que, tras hacerse con el corazón del viejo rey de Baviera y revolotear de una corte europea a otra como un cometa errabundo, había llegado hasta nosotros por puro aburrimiento.

 

Al señor Warwick le sorprendió el buen talante de Lola y cómo en tan poco tiempo se había convertido en una de las personalidades más solicitadas de Grass Valley:

 

Solo puedo declarar que cuando la encontré era una mujer generosa, caritativa y de buen corazón. Durante mi corta estancia en Grass Valley llegué a conocer a todos los personajes principales del lugar, puesto que frecuentar a Lola suponía un pasaporte para gozar de la compañía de la mejor sociedad de aquella agreste población minera. La condesa era la figura favorita de todas las clases, desde los toscos e incultos mineros hasta las personas más ricas e influyentes de aquel El Dorado rural, y aquella comunidad semicivilizada la consideraba como una especie de «hija del regimiento».

 

Entre los más rendidos admiradores de Lola estaba uno de los pilares de Grass Valley, John E. Southwick, director y dueño de una parte de la mina Empire. Era un caballero maduro, educado y de porte elegante, hijo de un comerciante de Nueva York de considerable fortuna. Cuando vio actuar en el teatro a la bailarina, cayó rendido ante sus encantos y se ofreció a ayudarla económicamente. Johnny, como ella le llamaba en la intimidad, financiaba algunas de las brillantes fiestas y veladas que Lola organizaba en su casa. Si él recibía visitas de políticos y futuros inversores, los invitaba a la casa de su amiga donde ambos ejercían de anfitriones.

Un día la animó a adquirir participaciones sobre esa mina que iba a convertirse en la más rica de toda la historia de California:

—Mi querida Lola, conoces bien mis sentimientos y me gustaría ayudarte. Como sabes, soy uno de los primeros inversores de la mina Empire, y debo reconocer que también soy un hombre muy rico. Va a ser la mina más productiva de toda California y tú, querida mía, también puedes ganar mucho dinero.

—Gracias, Johnny, pero no se me dan bien los negocios; yo soy solo una artista y debo reconocer que cuando tengo dinero no sé ahorrar, se me escapa de las manos.

—Para eso me tienes a mí, para aconsejarte; tú solo tienes que pensar en tu futuro y comprar participaciones de la Empire. No te arrepentirás, cariño —le insistió en tono paternalista para convencerla.

La condesa siguió los consejos de John Southwick e invirtió 20.000 dólares en su mina, una considerable cantidad que le reportó grandes beneficios.

Aquel primer invierno en Sierra Nevada fue el más duro que Lola recordara. Un día de diciembre se despertó y se encontró que todo el paisaje a su alrededor estaba cubierto por una capa de nieve de medio metro. Grass Valley había quedado casi sepultado tras una tormenta infernal que derribó varios árboles centenarios cercanos a su cabaña. Para poder bajar al pueblo, improvisó un original trineo tirado por una yunta de caballos que decoró con varios cencerros de vaca. Las gentes de Grass Valley la vieron pasar «veloz como un meteorito entre los copos y las bolas errantes de nieve que lanzaban los niños». El día de Navidad, la artista instaló un gran abeto decorado en el salón de su casa e invitó a las pocas niñas que había en el pueblo a una divertida fiesta. Las obsequió con regalos, jugó con ellas, hizo sonar la pianola y les preparó una deliciosa merienda. Siempre le habían gustado los niños y en ocasiones había confesado que lamentaba no haber podido ser madre.

Lola recibió el año de 1854 muy animada y con buena salud. Aquella vida sencilla y retirada, sin preocupaciones, le sentaba a las mil maravillas. Por primera vez en mucho tiempo podía ser ella misma. No necesitaba fingir ni inventarse un pasado porque nadie le preguntaba por él. No volvió a tener migrañas ni los ataques de fiebres que la obligaban a guardar cama. Tuvo tiempo para meditar y estar a solas consigo misma. Entonces comenzó a leer detenidamente la Biblia que le prestó una vecina. Sentía en su interior que había madurado y quería dejar atrás a la mujer frívola y ambiciosa que había sido en el pasado.

En febrero su nombre estaba de nuevo en boca de todos, aunque en esta ocasión por culpa de su oso. Major había crecido mucho y seguía encadenado en un rincón del patio trasero. Un día que la condesa le daba de comer unos azucarillos, el animal le hundió los dientes en la mano y trató de atacarla con sus garras. Un hombre que pasaba por allí acudió en su ayuda y consiguió liberar su mano de las fauces del animal. Aunque Lola sentía afecto por él y era la primera vez que se comportaba de manera violenta, decidió venderlo por temor a que pudiera lastimar a algún niño. Pronto apareció un curioso anuncio en el Grass Valley Telegraph el 9 de marzo de 1854:

 

Se vende oso grizzly. Para más información, presentarse en la residencia de la señora Lola Montes, en Mill Street, Grass Valley. Valga decir que, al igual que su dueña actual, el señor grizzly es de naturaleza amable y no consta que jamás haya vulnerado los derechos de terceros sin previa provocación. El animal sería una gran adquisición para el divertimiento de familias y niños, por no hablar de sus otras excelentes cualidades.

 

Este incidente con el oso fue el primero de una serie de infortunios que Lola sufrió en aquellos meses y que pusieron en evidencia su espíritu intrépido. Con la llegada de la primavera y el buen tiempo se animó a montar a caballo y explorar las montañas cercanas. En una de sus salidas sufrió una aparatosa caída. Mientras cabalgaba por una escarpada cuesta, a poca distancia de su cabaña, vio unas flores al otro lado del camino. Para ir a cogerlas intentó saltar con su caballo una zanja ancha con tan mala fortuna que el animal resbaló y cayó hacia atrás. Lola salió despedida por los aires y acabó en las aguas heladas y poco profundas de un riachuelo. No sufrió ninguna fractura, tan solo leves contusiones, y en unos días se la vio trotando «como un indio piel roja» por el valle seguida de sus perros. En julio salió de excursión a las montañas de Sierra Nevada con un grupo de amigos y tuvo que adelantar su regreso porque el encargado de las provisiones desapareció con sus mulas en plena noche. Cuando finalmente llegaron a Grass Valley, llevaban dos días sin comida y Lola estaba de muy mal humor porque creía que se trataba de una venganza contra ella. Más tarde se descubrió que el hombre extraviado había sufrido un accidente y que había estado deambulando buscando sus animales hasta que fue rescatado.

Pasaban los meses y la bailarina seguía disfrutando de su apacible y bucólica vida en Grass Valley donde había pocos alicientes para las mujeres. Nadie hubiera reconocido a la sofisticada y elegante Lola Montes de antaño, vestida a la última moda, que frecuentaba los ambientes más selectos de París o Londres. Desde su llegada renunció a sus vestidos de seda y finos encajes, a los sombreros adornados con flores y plumas, y a sus delicados botines de cabritilla. Apenas se maquillaba, tenía el rostro curtido por el sol y el cabello casi siempre lo llevaba suelto, oculto bajo un sombrero de paja de ala ancha. En ocasiones especiales se envolvía en alguno de sus vistosos chales de cachemira, pero nunca lucía sus joyas, que guardaba en su cabaña a buen recaudo. En Grass Valley no había muchas ocasiones para arreglarse. La vida social giraba en torno a las iglesias, los teatros y clubes como la Sociedad Literaria de Grass Valley y el Círculo de Costura, donde las damas se reunían a bordar mientras se ponían al día de los chismes. Lola se mantuvo apartada de estas reuniones; no era miembro de ningún comité y tampoco asistía a misa. Como les contaba a sus amigos de Sacramento, por primera vez en muchos años disfrutaba de los pequeños placeres de la vida, de la compañía de su caniche Flora, de una cena con artistas de paso por el pueblo, de las cartas que escribía a sus amigos en Europa y de los bellos atardeceres en su porche.

De vez en cuando los periódicos locales informaban de que la artista pensaba regresar a los escenarios y hacer una gira por las minas del sur, pero no era cierto. Un corresponsal del Golden Era, que pasaba por el pueblo y le hizo una breve visita, escribió: «Lola Montes, también conocida como la señora Hull, sigue todavía aquí, apartada en su retiro rural, y parece disfrutar de su estancia. De vez en cuando se la puede ver montada a caballo mientras da caladas a su puro con tanto entusiasmo como si fuera un dandi de Broadway». Desde su llegada a Estados Unidos, la prensa americana había seguido muy de cerca sus pasos, pero al retirarse de los escenarios nada se sabía de ella. Y fue entonces cuando protagonizó otra de esas escenas que tanto gustaban a la prensa sensacionalista y la devolvían por un instante a la actualidad.

En noviembre se vio involucrada en un altercado con el editor del Grass Valley Telegraph, un hombre llamado Henry Shipley. Este escritor con fama de charlatán, soberbio y gran bebedor nunca había mostrado la menor simpatía por Lola Montes. La bailarina ya se había enfrentado verbalmente a él cuando amenazó a tres músicos diciendo que pensaba escribir una reseña que «pondría en su sitio a estos artistuchos». Lola le rogó que respetara a aquellos que se ganaban honestamente el pan en los escenarios. Aunque Shipley le prometió que no publicaría ninguna crítica, no cumplió su palabra y escribió un extenso artículo donde, entre otras cosas, sugería que la compañía de cantantes se había reunido «con el solo propósito de atormentar a todo aquel que se situara a una distancia suficiente para escucharlos». Luego el periodista se presentó en su casa para intentar hacer las paces, pero Lola le expulsó a punta de pistola después de que él la amenazara con desenmascararla y demostrar al mundo que no era más que una «artista envejecida que ya no era capaz ni de sacudirse las arañas de su cuerpo».

No obstante, lo que más había irritado en esta ocasión a la artista fue un comentario que Shipley hizo en su periódico acerca de la reina Isabel II de España: comparaba a la soberana española, célebre por su ardiente sexualidad y su lista interminable de amantes, con Lola Montes. Ambas eran, además, y según él, expertas en interferir en asuntos de gobierno. El editor terminaba su artículo diciendo que «el rey Luis se hubiera quedado maravillosamente encantado de tener a las dos en su corte de Baviera».

Cuando la condesa lo leyó, salió de su cabaña indignada con el recorte de prensa en una mano y su fusta de cuero en la otra. Encontró a Shipley sentado a la barra del bar Golden Gate, en Main Street, bebiendo tranquilamente un whisky. Con paso firme y mirada furibunda, se acercó a él y exclamó en voz alta:

—Le advertí que si volvía a provocarme se las tendría que ver conmigo, patán. No es más que un borracho, un cobarde que ataca a las mujeres sin que puedan defenderse. ¡Pues ya ve que yo sí sé defenderme! —le gritó mientras le golpeaba con la fusta.

—Ya veo que la lectura de mi artículo le ha disgustado —le respondió con mirada burlona mientras la agarraba por el brazo—. Estese quieta y controle sus nervios, no deseo herirla, madame Montes.

—Usted no es quién para darme órdenes, estúpido, sinvergüenza, arrogante —continuó Lola, alzando la fusta fuera de sí.

Los clientes del bar se quedaron sorprendidos contemplando la escena. La imagen de una mujer vestida de negro y con un llamativo sombrero de plumas fustigando a un joven rubio de pobladas patillas y alta chistera era un divertido espectáculo. Lola apeló a los mineros allí presentes para que la defendieran, pero de nada sirvió aunque les ofreció pagar una ronda gratis de bebida. A cambio solo recibió un aluvión de sonoras carcajadas y gritos de «¡Brava Lola!», «¡A por él, hermosa!». El señor Shipley permaneció sentado impasible, fumando su pipa y apurando su trago mientras la condesa le insultaba a sus espaldas. Finalmente se levantó, pagó la cuenta y se retiró triunfante, dejando en evidencia a su atacante y enemiga. Después Lola abandonó el bar y regresó a su casa muy alterada. Lamentaba haberse mostrado tan violenta delante de las gentes de Grass Valley, que no conocían esa faceta suya. Pero no podía evitarlo. Cuando alguien ofendía su honor, estallaba y era incapaz de controlarse.

En el pueblo, donde eran muy comunes las peleas en los bares, el incidente se olvidó rápido, pero la noticia de que Lola Montes había atacado con su célebre fusta al editor de un periódico americano recorrió toda Europa. Para la bailarina no fue fácil superar la sensación de ridículo y los comentarios satíricos que suscitó su conducta, y durante las semanas siguientes se recluyó en su cabaña y su nombre no volvió a aparecer en los periódicos.

Sin embargo, todos los que la conocieron en aquella época guardaban un grato recuerdo de ella. Aunque podía resultar algo excéntrica, resaltaban su buen talante y su generosidad con los más pobres. Algunos la recordaban cabalgando durante largos kilómetros para llevar comida y medicamentos a un pobre minero. O permaneciendo en vela toda una noche ante la cama de un niño enfermo cuya madre no podía contratar a una enfermera. Un reportero llegado de San Francisco escribió en aquellos días: «Lola Montes revoloteaba de pueblo en pueblo para llevar a cabo sus obras de caridad. Siempre atenta y solidaria con los más necesitados, se ganó el corazón de los más humildes».

Lola llevaba año y medio en Grass Valley y corrió de nuevo el rumor de que la artista pretendía regresar a los escenarios. A principios de 1855 viajó a San Francisco para intentar contratar a veteranos artistas californianos y poder salir de gira en verano. En esta ocasión su destino era Australia, otra tierra prometida donde abundaban las riquezas y las minas de oro atraían como un imán a miles de aventureros. Un país que se encontraba viviendo su propia fiebre del oro y donde los ricos mineros también estaban dispuestos a pagar buenas sumas de dinero por unas horas de entretenimiento. A Lola le encantaba su cabaña, pero no se imaginaba acabando sus días en un lugar como Grass Valley. Además, el pueblo estaba cambiando y había perdido su aire pintoresco y tranquilo. Las rústicas casas construidas en listones de madera de Main Street eran derribadas y en su lugar se levantaban mansiones de ladrillo de estilo victoriano propiedad de los nuevos magnates de la minería. Cada semana llegaban familias enteras dispuestas a asentarse en este pueblo de las montañas cuyos yacimientos funcionaban a pleno rendimiento.

Siempre había sido muy inquieta y aunque ahora se sentía más cansada, deseaba seguir viajando y ganar más dinero para poder retirarse en una bonita casa de la campiña inglesa que tanto le gustaba. Estaba decidida a renovarse como artista y, si su salud se lo permitía, soñaba con llevar su propia compañía hasta Hong Kong, Filipinas y regresar a los escenarios de su niñez en la India; después proseguiría rumbo a Turquía y Egipto para alcanzar finalmente Europa. Sabía que no iba a ser fácil, tendría que ensayar de nuevo largas horas, renovar su vestuario y sobre todo reunir a un buen elenco de actores dispuestos a viajar con ella a las antípodas. No era la joven enérgica y seductora de antaño, pero seguía siendo un espíritu libre y rebelde.

En mayo había conseguido convencer a su director musical Charles Eigenschenk para que se uniera a su gira australiana. La pequeña compañía incluía a un actor moreno, alto y atractivo para los papeles cómicos y románticos, el joven Augustus Noel Follin. Tenía veintisiete años, un acentuado carácter melodramático y utilizaba el nombre artístico de Frank Folland. Había dejado a su mujer, de la que estaba separado, y a sus dos hijos en Cincinnati para ir en busca de fortuna al Oeste. Como muchos otros, no logró hacerse rico y se vio obligado a trabajar como limpiabotas, en la taquilla de un teatro y a actuar en papeles menores de comedias para subsistir. Había conocido a Lola un año antes en una de sus veladas musicales en Gran Valley y la condesa le había impresionado por su desbordante energía, talento y especial magnetismo. El actor aceptó enseguida su propuesta y más cuando ella le aseguró que también sería su representante. Se comprometió a pagarle 100 dólares semanales más un buen porcentaje de los beneficios.

Aunque era algo reservado, Frank le contó a Lola que su madre había fallecido siendo él un niño y su padre, Charles Follin, se había vuelto a casar con una neoyorquina, Susan Danforth; de este segundo matrimonio nació su hija Miriam, a la que el actor estaba muy unido. Unos días antes de partir Frank les escribió una carta de despedida. No se atrevía a decirles que se había enamorado de la célebre artista Lola Montes y en ella se mostraba misterioso y preocupado por su porvenir:

 

Apenas tengo ánimos para escribir. He intentado hacerlo en veinte ocasiones durante la última semana, pero no lo he logrado. Ahora que ha llegado el momento os envío algunas líneas lleno de desesperación: dentro de tres días abandonaré California. Me marcho a Honolulú, Sidney, Australia-China-Calcuta-Bombay-Constantinopla e Inglaterra, y de ahí a París y a Nueva York. Estaré fuera dos años o más. Me voy con la condesa de Landsfeld, Lola Montes, como su representante. Si tengo éxito, ganaré 25.000 dólares. No tengo nada que perder y lo tengo todo por ganar. La situación en California lleva muy parada durante meses. Pero no me atrevo a revelar más. Moriría si lo hiciera. Que Dios os bendiga. Os quiere,

FRANK

 

En aquel cálido mes de junio Lola cerró su cabaña de Grass Valley y se despidió con tristeza de sus amigos y vecinos. Antes de tomar la diligencia a San Francisco hizo testamento y se lo entregó a su buen amigo y protector John Southwick, de la mina Empire. Se rumoreaba que la bailarina, gracias a sus inversiones en minería, había ganado mucho dinero y tenía varias propiedades de terreno en el condado de Nevada.

La noche anterior a su partida, la actriz Laura Keene, que acababa de regresar de una gira por Australia, y otros amigos de Lola del mundillo teatral se reunieron en la suite donde se alojaba la artista en el Hotel Internacional. Querían brindar con ella y desearle éxito en su nueva andadura.

—¡Por Lola! ¡Por Australia, tierra de oportunidades! ¡Por una gira exitosa en Victoria, Sidney, Ballarat, Bendigo…! ¡Y por su compañía, que es la mejor!

—Por vosotros, mis amigos —respondió Lola emocionada, levantando su copa—, porque me habéis devuelto la alegría de vivir y la confianza en mí misma.

A Lola Montes no le gustaban las despedidas y trataba siempre de evitarlas, pero aquella tarde del 6 de junio de 1855 un numeroso grupo de amigos y admiradores la esperaba en el muelle de San Francisco. Desde muy niña se había tenido que acostumbrar a separarse de sus seres queridos y comenzar una nueva vida rodeada de extraños. A sus treinta y cuatro años, afrontaba con ilusión este nuevo desafío, aunque en los últimos días estaba cansada y notaba un molesto hormigueo en las piernas. Tuvo palabras cariñosas para todos y les prometió que regresaría a California tras su periplo australiano. Muchos de los que estaban allí habían viajado desde Grass Valley para acompañarla hasta el último momento.

A la hora prevista el capitán del Fanny Major dio la orden de levar anclas y desde la cubierta Lola oyó los gritos de sus amigos: «¡Que Dios te acompañe!», «¡Vuelve pronto!». Mientras observaba desde la cubierta cómo el majestuoso bergantín abandonaba las tranquilas aguas del Golden Gate, tomó del brazo al apuesto Frank Folland y apoyó la cabeza en su hombro. No podía ocultar que le había contratado porque le gustaba, y aunque no era un buen actor, le parecía un diamante en bruto. Tenía presencia, una voz grave y un aire melancólico que resultaba muy seductor. Tras el desengaño de su último matrimonio no pensó que volvería a sentirse atraída por un hombre, pero Frank era diferente. Quizá ahora, en plena madurez, había encontrado al compañero que necesitaba a su lado.

Mirándole a los ojos y esbozando una sonrisa, le susurró: «Querido, no te arrepentirás, vas a ganar mucho dinero en Australia y junto a mí no te sentirás nunca solo». Él miró su rostro, todavía hermoso, y la besó en los labios.