Cae el telón
Cuando el Fanny Major amarró en los muelles del puerto de Sidney se desencadenó una inesperada tormenta. En apenas unos minutos comenzó a llover a raudales, soplaba un viento huracanado y el cielo se cubrió de espesas nubes negras. Para Lola, de naturaleza supersticiosa, fue un mal presagio. Los dos meses de travesía habían sido especialmente duros y tediosos. El mal tiempo y el fuerte oleaje provocaron mareos a la mayoría de los pasajeros. Aunque Lola estaba muy animada ante su nueva gira australiana, a medida que pasaban las semanas le embargó la inquietud. Llegaba sin contrato ni cartas de recomendación, pero dispuesta a hacerse un hueco en aquella tierra de pioneros. La idea de fracasar de nuevo en un país tan remoto, del que nada sabía, la angustiaba. Durante el largo viaje aprovechó el tiempo a bordo para ensayar su obra Lola en Baviera con los miembros de su nueva compañía. «¿Seré aún capaz de cautivar al público con mi ingenio y mi belleza? ¿Conocerán estas gentes algo de mi pasado o solo seré una artista célebre en plena decadencia?», se preguntaba.
La ciudad de Sidney, a orillas de Port Jackson, le sorprendió gratamente. Había escuchado tantas historias sobre los peligrosos convictos que allí habitaban que le pareció un lugar de lo más civilizado. Desde su fundación, esta colonia británica había sido el destino de miles de presos llegados del Reino Unido, donde las cárceles estaban saturadas. Los reos que cumplieron su condena en la colonia trabajaron duro como mano de obra en la construcción de puentes, carreteras, puertos y penales. Cuando en 1851 se descubrió oro en Nueva Gales del Sur, la noticia se extendió como un reguero de pólvora y llegaron hordas de aventureros de todos los rincones del mundo. Ciudades como Victoria, Ballarat y Bendigo habían crecido de la noche a la mañana gracias a la fiebre del oro. Los mineros más afortunados estaban dispuestos a gastarse el dinero para ver un buen espectáculo de entretenimiento, y más si actuaban mujeres hermosas. A primera vista Sidney parecía una réplica exacta de Londres, con sus anchas y bien trazadas avenidas por donde circulaban elegantes carruajes. Había hoteles de lujo, tiendas de moda, mansiones de estilo victoriano y parques públicos cubiertos de césped.
Lola y el actor Frank Folland se alojaron en el Hotel de Petty, situado en la céntrica y animada York Street. Era una mansión colonial de dos plantas que contaba con cuarenta habitaciones con baño y las mejores vistas de la ciudad. Estaba rodeado de un extenso jardín de frondosos árboles que protegía a los clientes de las miradas curiosas y garantizaba su privacidad. Todos los visitantes distinguidos que pasaban por Sidney se hospedaban allí y era el lugar de encuentro de empresarios, inversores y residentes acaudalados de Nueva Gales del Sur, Victoria y otras colonias. Lola pronto descubrió que era tan conocida en las antípodas como en Europa. Reporteros de los periódicos más importantes acudieron a entrevistarla y a los pocos días firmó un contrato para seis actuaciones en el Teatro Victoria de Sidney. Era el más antiguo y famoso de la ciudad, tenía capacidad para tres mil espectadores y en él habían actuado los más renombrados artistas de la época. Su interior estaba decorado con gran lujo y suntuosidad: las butacas tapizadas en terciopelo rojo, los palcos dorados ricamente ornamentados y de su bóveda acristalada colgaban dos enormes lámparas de araña. La bailarina comenzó enseguida los ensayos para el estreno de Lola en Baviera y contrató a veteranos actores locales para completar el reparto. Había una gran curiosidad por ver actuar a la condesa de Landsfeld, «la dama que había conquistado con su belleza a algunos de los hombres más ilustres y poderosos de Europa», tal como se anunciaba en el programa.
El jueves 23 de agosto de 1855, el debut de la mundialmente famosa Lola Montes atrajo a un público numeroso, en su mayoría masculino. Los rumores de que la obra podía resultar perniciosa para la moral hicieron que las esposas y las damas de la buena sociedad se quedaran en casa. La sala estaba abarrotada y entre las personalidades locales que ocupaban las primeras filas de la platea se encontraba el gobernador de Nueva Gales del Sur. La obra obtuvo un gran éxito y tras su actuación la bailarina se dirigió al auditorio desde el escenario y agradeció a todos su cálida acogida. También aprovechó para hacer un llamamiento a las mujeres de Sidney, animándolas a que se dejaran ver por el teatro. Aunque los periódicos más conservadores, como el Sydney Morning Herald, pasaron por alto la actuación de la artista, a la que consideraban una mujer de mala reputación, en general recibió buenas críticas. Solo el corresponsal en Sidney del Argus de Melbourne fue extremadamente duro con ella y, tras verla el día del estreno, llegó a la conclusión de que su paso por la ciudad iba a ser un rotundo fracaso:
Me veo obligado a decir que discrepo por completo con aquellos que piensan que Lola tiene el menor talento como actriz. La obra en la que actuó es probablemente la mayor basura y la peor patraña que jamás se ha presentado ante un público de habla inglesa. No hay indecencia en su actuación, pero todo el tono de la obra, tanto social como político y religioso, resulta en extremo inmoral y libertino.
Cuando Lola leyó la reseña se enojó, pero decidió no responder como era su costumbre. Quería evitar una reacción que pudiera dañar su imagen pública. Este tipo de críticas moralistas la sacaban de quicio y la herían en lo más profundo. Se decía a sí misma que había nacido en una época equivocada y que su único pecado era ser una mujer libre y hecha a sí misma. Su amante Folland intentó calmarla, pero ella se mostraba inconsolable.
—¡Es intolerable, odio la hipocresía victoriana! —gritaba Lola mientras destrozaba con sus manos el ejemplar del Argus—. Ni aquí me puedo librar de la censura de estas mentes estrechas que solo ven en mí un ser pecaminoso…
—Tranquilízate, Lola, no debes ponerte nerviosa —le aconsejó Frank, sorprendido por su violenta reacción—. Ahora lo importante es tu salud, tenemos por delante una larga gira.
—Es un artículo infame, un insulto para cualquier mujer. Si tuviera aún fuerzas, agarraría mi fusta y los pondría en su sitio.
—Querida, tú estás muy por encima de esta basura. Eres Lola Montes, condesa de Landsfeld, y no debes rebajarte. El público te adora y has estado maravillosa.
Tenía previstas seis actuaciones en el Teatro Victoria pero no pudo cumplir con sus compromisos. Desde su llegada los problemas de salud la atormentaban y aunque en público intentaba mostrarse animada, no podía disimular el cansancio. En un principio pensó que la fatiga se debía al largo viaje, pero continuó con sus terribles jaquecas y mareos. Durante una función se desmayó en el escenario y tuvo que atenderla un médico en su camerino. Con voluntad y a costa de un gran esfuerzo, los días siguientes actuó en las representaciones previstas y bailó su famosa Danza de la araña, que, según se anunciaba, «había presentado en el Teatro Broadway de Nueva York durante doscientas noches consecutivas». En esta ocasión el público abandonó el teatro decepcionado porque, al contrario de lo que imaginaban, la búsqueda del peligroso insecto entre sus ropas fue de lo más recatada. La última noche en la fachada del Teatro Victoria se colgó a toda prisa el cartel: «Por motivos de salud, la artista Lola Montes no actuará hoy».
En realidad había llegado al límite de sus fuerzas. Además de los ensayos de Lola en Baviera había añadido otras obras nuevas en su repertorio que interesaban a un público más variado. Eran comedias ligeras románticas, de uno o dos actos, que interpretaba con su amante Frank Folland. Cada día se sentía más atraída por este joven solitario, inseguro y de humor cambiante que se había convertido en su principal apoyo. En el escenario no podían ocultar la atracción que sentían y formaban una pareja muy compenetrada. Aunque entre bastidores discutían a menudo porque los dos eran muy dados al dramatismo, Lola sabía que parte de su éxito se lo debía a él. Juntos actuaron en Antonio y Cleopatra, Locuras de una noche, La llamada matutina y Doncellas en alerta, piezas que estrenaron durante su estancia en Sidney. Folland se tomó muy en serio la gira, trabajó duro ensayando largas horas y memorizando todos los papeles que tenía como protagonista. El esfuerzo valió la pena porque consiguió en poco tiempo ganarse el favor de la crítica y el público australiano.
Por recomendación de su médico, Lola se vio obligada a guardar cama, pero sus admiradores no se olvidaron de ella. Cada mañana su doncella le traía ramos de flores acompañados de tarjetas de visita con palabras de admiración y buenos deseos para que se recuperara pronto. Los días que estaba más animada solía reunir en su suite a un pequeño círculo de bohemios y estrafalarios personajes de la ciudad. El crítico teatral del Sidney Morning Herald fue invitado a una de estas divertidas veladas en el Hotel de Petty y se quedó asombrado del variopinto grupo que rodeaba a la artista: «En aquel salón había un niño indio con un turbante vestido de blanco sentado sobre las rodillas de madame Montes; a su lado, un artista con chilaba fumaba en pipa de agua junto a su esposa, una conocida activista defensora de las mujeres. También estaba presente su apuesto amante Folland, una joven promesa del teatro de grandes ojos oscuros y largas piernas, así como el perro pastor de Lola. Junto a ellos, una bailarina francesa, un mago ruso y los actores y actrices que había traído con ella de gira desde California». Fumar era una de las principales diversiones en estas reuniones y a Lola le gustaba mostrar a sus invitados la «manera española de disfrutar el tabaco en lugar de expulsar el humo antes de saborearlo, al absurdo estilo de los ingleses». Según un testigo, daba una larga calada al cigarrillo y a continuación tomaba un sorbo de agua con calma antes de exhalar una nube de humo por la boca y la nariz. Aunque Frank, preocupado por su delicada salud, le pedía que dejara el tabaco, Lola se negaba en rotundo. «Querido, es el único vicio que me mantiene viva», le respondía con una pícara sonrisa.
En aquella época la artista era muy aficionada a la moda del espiritismo y en ocasiones animaba a sus amigos a jugar a las mesas giratorias. Lola colocaba una mesita redonda con una base de tres patas en el centro de la habitación y pedía a los asistentes que se acercaran y colocaran sus manos sobre su superficie para invocar a los espíritus. La mesa se movía, giraba o se sostenía sobre dos patas para responder a las preguntas. Durante su convalecencia había devorado el libro El lado oscuro de la naturaleza, un tratado en dos volúmenes sobre ciencias ocultas, y se consideraba una experta en el tema. En una ocasión los golpes de la mesa armaron tanto escándalo que despertaron a algunos huéspedes y el director del hotel pidió a Lola que abandonara esas prácticas.
A principios de septiembre, la condesa seguía triunfando sobre los escenarios con sus comedias románticas y su Danza de la araña, a la que imprimió un toque más atrevido. Pero aunque ganaba dinero y había conquistado al público de la ciudad, las cosas no iban del todo bien. Los problemas y los roces entre los miembros de la compañía eran cada vez más habituales. Algunos actores se negaban a actuar en los papeles que se les había asignado y se quejaban del favoritismo que Lola tenía por Folland. A estas alturas la artista ya tenía claro que no podría actuar en China, Hong Kong, la India y otros destinos más lejanos como había sido su deseo inicial. Los actores más veteranos de los escenarios de Sidney la persuadieron de que abandonara sus planes porque no le resultaría rentable. Su gira inicial de un año ahora iba a limitarse a las principales ciudades australianas. No tenía sentido seguir manteniendo a su troupe cuando había actores locales muy profesionales y dispuestos a trabajar por menos dinero.
Lola consiguió un buen contrato para actuar en Melbourne y a medida que se acercaba la fecha, los miembros de la compañía se mostraban más inquietos. No sabían si iba a contar con ellos y exigieron reunirse con ella en el Teatro Victoria para aclarar todas las dudas. La señora Montes no se presentó, pero sí lo hizo su agente para anunciar que la compañía quedaba disuelta y que la artista solo se iba a llevar de gira a Frank Folland y a su director de orquesta y violinista, el señor Eigenschenk. Al conocerse la noticia se armó un gran revuelo entre los afectados porque todos habían firmado un contrato y la propia Lola se había comprometido a abonarles el precio del pasaje de regreso a San Francisco al finalizar la gira. Los actores no estaban dispuestos a quedarse de brazos cruzados y se movilizaron para encontrar abogados que defendieran sus derechos.
Ante el escándalo que se avecinaba Lola comenzó los preparativos para abandonar cuanto antes la ciudad. La prensa pronto se hizo eco de la noticia y la bailarina se defendió contando su propia versión de los hechos. Según ella, los actores californianos de su compañía no eran buenos profesionales, se negaban a acatar sus órdenes y cobraban salarios muy elevados. A pesar de lo «generosa» que se había mostrado con todos, ahora se volvían en su contra y se negaban a actuar. Mientras los abogados de ambas partes se apresuraban en tramitar las demandas, Folland, al que había nombrado su agente, compró los pasajes para viajar en el vapor Waratah, que debía zarpar el 8 de septiembre hacia Melbourne. Cuando a primera hora de la tarde la artista estaba a punto de embarcar, el alguacil Thomas Brown, del Tribunal Supremo de Nueva Gales del Sur, se abrió paso entre la multitud para entregar una orden de arresto a «Marie de Landsfeld Heald, denunciada bajo el nombre de Lola Montes». Ella, al verle, consiguió escabullirse, subió a toda prisa por la pasarela y se encerró con llave en su camarote. Cuando las grandes ruedas del vapor comenzaron a girar y el sonido de la humeante chimenea anunció la partida, la bailarina respiró aliviada. El capitán del barco, admirador de la artista, se negó a entregar a la condesa a las autoridades y el orondo señor Brown contempló abrumado desde el muelle cómo su presa huía. Finalmente, los actores abandonados a su suerte recibieron una indemnización por parte de los abogados de Lola. Las demandas no prosperaron y la artista no sufrió mayores contratiempos.
En la mañana del 11 de septiembre, el Waratah navegaba hacia las tranquilas aguas de la bahía de Port Phillip rumbo a Melbourne. Esta población era muy distinta de la «limpia, puritana y muy británica» capital de Sidney. Una ciudad joven, salvaje y fronteriza, inmersa aún en la fiebre del oro. Gentes de todas las nacionalidades paseaban por sus calles sucias y llenas de barro donde se sucedían comercios, casas de juego, bares y burdeles. Aunque había algunos edificios públicos de ladrillo y casas de madera de dos pisos con amplios porches, en los alrededores se extendía un amasijo de tiendas de campaña donde los buscadores de oro se quedaban antes de continuar hasta las localidades mineras de Bendigo y Ballarat.
En Melbourne los hombres perdían sus fortunas de la mañana a la noche y Lola estaba dispuesta a ganar mucho dinero. Cuando llegó del brazo de su amante al Hotel Grand Imperial, solo soñaba con darse un buen baño caliente y olvidar la tensión de los últimos días. Pronto tuvo noticias de que algunos de sus viejos amigos de Europa también se encontraban en la ciudad.
Uno de ellos era el violinista Miska Hauser, al que había visto por última vez cuando discutieron y se separaron en Marysville durante su gira por California. El músico temía que su amiga estuviera enfadada con él, pero cuando ella se enteró de que aquellos días andaba por la ciudad le escribió una cariñosa nota en la que le invitaba a pasar a visitarla por el hotel. En sus memorias Hauser recordaba que se encontró a la condesa en su habitación echada en un sofá mientras se liaba unos cigarrillos y consultaba unas cartas de tarot que tenía desplegadas sobre la mesa. El salón estaba lleno de cajas, sombrereras, maletas y baúles a medio desempaquetar. Lola estaba muy animada y no paró de contar chistes e historias toda la tarde. Aunque la vio más delgada, aún resultaba una mujer fascinante y afirmaba que como bailarina había mejorado mucho y era más refinada.
Unos días más tarde la artista estrenó Lola en Baviera en el Teatro Real Victoria, menos opulento y elegante que el de Sidney pero con capacidad para tres mil personas. El local contaba con varios bares y en los entreactos el público salía corriendo en busca de un buen brandy o un trago de whisky. Aquella cálida noche de septiembre las localidades se agotaron y el aforo estaba lleno, a pesar de que las entradas se habían vendido muy por encima de su precio habitual. Folland interpretó el papel de vanidoso y ridículo barón Von Poppenheim y el resto de los personajes corrieron a cargo de los miembros residentes de la compañía local. La obra, que apenas se había ensayado, no causó una gran impresión entre los críticos de los principales periódicos de la ciudad. La reseña que publicó el Age de Melbourne en un extenso editorial destrozó a Lola:
No discutimos su versión de los sucesos de Baviera que culminaron con su «affaire real» de marzo de 1848… De lo que nos quejamos es de que la obra titulada Lola en Baviera carece por completo de argumento, ritmo y credibilidad. El diálogo es una secuencia de intervenciones absurdas y bromas rancias tan malas que el público solo podía reírse de ellas con desprecio. Nadie duda que en el pasado madame Montes fuera una buena actriz, pero en la actualidad sus cualidades dramáticas dejan mucho que desear. Debería plantearse seriamente dejar paso a las nuevas generaciones de jóvenes y talentosas actrices y regresar a Europa donde seguramente algún caballero aún caerá rendido a sus pies.
Por primera vez desde que partió de California, pensó seriamente en retirarse de los escenarios. La crítica del Age le había herido profundamente porque decía la verdad. Era muy consciente de que ya no conseguía atraer como antaño al público y de que había perdido agilidad. Tenía treinta y cuatro años, aunque aparentaba más debido a sus achaques y porque ya no cuidaba tanto su imagen. Muchas veces salía a la calle sin maquillar, con el cabello despeinado y la ropa sin planchar. Al igual que cuando vivía en su cabaña de Grass Valley, había renunciado a sus joyas y a los vaporosos vestidos de seda y encajes. Solía llevar largas levitas de corte masculino sobre prendas de algodón muy holgadas, guantes y sombreros de ala ancha. En el escenario se cansaba con facilidad, ya no podía bailar con la energía de antes ni repetir los bises que le pedían.
Al día siguiente del estreno Lola le confesó a su amante Frank que no podía más. Estaba agotada y pensaba abandonar los escenarios:
—Creo que el crítico del Age tiene razón —lamentó con pesar—, debería retirarme ahora que aún estoy a tiempo. Ya no puedo competir con esas jovencitas ligeras de ropa que encandilan a los mineros con sus largas piernas y corpiños ajustados. Anularé la gira y regresaremos a mi cabaña de Grass Valley, a mi hogar…
—Lola, no digas tonterías. Has invertido mucho esfuerzo y dinero en esta gira, ¿y ahora vas a tirar la toalla? No te reconozco.
—Estoy harta de luchar, harta de actuar para hombres que me devoran con los ojos, de representarme a mí misma sobre los escenarios. Estoy cansada de vivir así, de un lado para otro, como una pobre nómada.
—Escúchame bien —le dijo Frank mientras cogía un periódico de la mesa—, mira lo que el Herald dice de ti: «Esta mujer capaz, hermosa y fascinante cautivó ayer al público con su gracia y talento». Lola, seguiremos adelante, nos han contratado en otras ciudades y cumpliremos nuestros compromisos y después…
—Y después nuestros caminos se separarán, ¿verdad? —preguntó ella mientras le abrazaba con ternura.
Frank no respondió. Necesitaba seguir con la gira y ahorrar el dinero suficiente para mantener a sus dos hijos pequeños. Hacía cuatro meses que había zarpado del puerto de San Francisco rumbo a Australia y los echaba mucho de menos. También a su hermanastra Miriam, a la que estaba muy unido y a la que escribía con frecuencia largas cartas. Un día le enseñó a Lola una fotografía que llevaba siempre consigo de la joven y a la condesa le impresionó el parecido que guardaba con ella. Era morena, de tez pálida, ojos azules y lucía una larga melena azabache. Le pareció tan bella que insistió en quedarse su retrato durante unos días antes de devolvérselo. Frank le prometió que un día se la presentaría. «Cuando regresemos a Nueva York la conocerás. Os llevaréis muy bien, además os parecéis mucho físicamente», le dijo.
En su cuarta noche en Melbourne, Lola reapareció en los escenarios en el papel de duquesa en una obra más frívola, Locuras de una noche, y representó con Folland la comedia Antonio y Cleopatra. El Age en esta ocasión alabó el talento de la artista para la comedia ligera y destacó sus innatas dotes para el humor. Aun así la afluencia de público era cada vez menor y a pesar de que continuaba con sus dolorosas migrañas, añadió a su repertorio la Danza de la araña con la esperanza de llenar el local. Cuando se anunció en cartel que Lola Montes iba a representar por primera y única vez este espectáculo con el que había triunfado en los mejores teatros de Broadway, se agotaron todas las entradas. Un periodista calculó que a su estreno acudieron unas tres mil personas y Lola no defraudó. Interpretó el baile con su habitual gracia y picardía, acompañada por los aplausos de los asistentes. Al finalizar, el público estalló en una gran ovación y la artista, muy emocionada, les ofreció una graciosa reverencia.
De nuevo la crítica estuvo dividida y mientras unos alababan la elegancia con la que ejecutó la danza, el Argus arremetió contra ella por considerar que era un espectáculo que atentaba contra la moralidad pública y que no era digno del Teatro Real. El crítico además se atrevió a insinuar que la artista había necesitado ayuda para salir a saludar porque estaba borracha. Como era de esperar, Lola respondió enseguida al Argus con una carta al director del Herald, periódico de la competencia. En ella defendía el arte y la pureza de su baile que había sido representado en los mejores teatros europeos. Con esta publicidad el director del Teatro Real amplió su contrato para bailar la Danza de la araña durante tres noches más. De nuevo se vendieron todas las localidades y el anfiteatro se llenó de hombres ansiosos por ver la polémica danza de la que todos hablaban.
Antes de que se levantara el telón apareció el actor Frank Folland y leyó un mensaje de Lola Montes en el que explicaba que esta original danza era un baile popular de su país natal, España, y pedía al público que le dijera si querían verlo. La respuesta de los espectadores fue unánime y se pudo escuchar entre vítores y aplausos el grito de: «¡Araña, araña!». Folland juró por su honor de caballero que las acusaciones vertidas contra la artista en el Argus carecían por completo de fundamento. Aclaró que Lola nunca acostumbraba a beber y desafiaba a cualquiera a que declarase haberla visto hacerlo ni una sola vez. Tras su intervención, pidió un fuerte aplauso para la artista. En esta ocasión Lola moderó su interpretación y la araña no llegó a trepar tan alto por sus faldas ni por su escote como en anteriores ocasiones.
El 24 de septiembre Lola y su compañía finalizaron su primer contrato en Melbourne y partieron en un vapor hasta la ciudad portuaria de Geelong, donde la condesa debutó esa misma noche. El teatro de la ciudad era modesto y de pequeñas dimensiones, con una capacidad para quinientas personas. Había mucha curiosidad por ver el sugerente baile interpretado por la hermosa condesa de Landsfeld y no quedaba ni una entrada. Para evitar malos entendidos y acallar los rumores sobre la inmoralidad del espectáculo, Lola hizo añadir el siguiente texto para la Danza de la araña en los programas: «Una joven española, mientras se entretiene bailando, recibe la picadura de una tarántula y, al tiempo que el veneno se extiende gradualmente por todo su cuerpo, ella se siente aturdida y cansada, y se desmaya en el escenario, o se tambalea confundida». En Geelong, la artista volvió a caer enferma a causa de una bronquitis y permaneció en la habitación de su hotel dos semanas. Después regresó a los escenarios, y aunque su salud aún era débil, consiguió cumplir con todos sus compromisos actuando ante un público entregado.
A finales de noviembre Lola embarcó en el vapor Havilah y tres días más tarde llegó a Adelaida. La capital del estado era menos cosmopolita que Sidney y tenía fama de ser muy puritana. El empresario del Teatro Victoria anunció el estreno de la «genuina y extraordinaria artista Lola Montes, condesa de Landsfeld, princesa de Baviera» en dos alegres comedias que hicieron las delicias del público. El último día representó su Danza de la araña, pero de manera tan recatada para no ofender a las autoridades ni a las damas presentes que se vio obligada a dar una explicación. Tal como informó un periódico local: «Hacia el final, Lola Montes, muy cansada y sin aliento, fue convocada ante el telón para recibir una lluvia de ramos de flores. Se dirigió al público en los términos siguientes: “Damas y caballeros, no me ha sido posible representar la danza como me habría gustado. Estoy muy cansada y llevo todo el día indispuesta. Este es uno de los bailes más difíciles del mundo. Espero que vuelvan para vernos de nuevo, y confío en encontrarme mejor. Me siento muy agradecida por el juicio que han emitido esta noche acerca de mi danza española”».
Tras cosechar un gran éxito en Adelaida, donde todas las noches llenó el auditorio, Lola y sus artistas volvieron a Sidney. La bailarina recibió la llegada del nuevo año de 1856 instalada en el lujoso Hart’s Hotel, en Church Hill, rodeada de admiradores y viejos amigos que acudieron a darle la bienvenida. A pesar de las críticas sobre su falta de talento y lo indecoroso de su baile, había ganado bastante dinero. En solo dos meses había ofrecido más de treinta representaciones en Melbourne y en Geelong. Ahora le quedaba por completar su gira australiana actuando en las ciudades perdidas del interior donde recibían a las artistas con grandes muestras de entusiasmo. Lola había retrasado su debut en los campos mineros hasta que se hubiera erigido un teatro apropiado para ella. Los dueños del Hotel United States de Ballarat habían accedido a sus deseos y se estaba acabando a toda prisa la construcción de un nuevo Teatro Victoria en la calle principal. El imponente auditorio era el de mayor tamaño de todo el estado, contaba con una magnífica acústica y los últimos adelantos técnicos. El diseño de su fachada era una copia exacta del Teatro Olympic de Melbourne y podía albergar hasta dos mil personas. Para los actores había seis vestuarios y para la señora Montes un apartamento privado y decorado con el mayor lujo.
Lola llegó a Ballarat a mediados de febrero y una muchedumbre rodeó el hotel donde se alojaba para darle la bienvenida enarbolando banderas de distintos países, incluida la de Baviera. Aquella misma noche debutó en el Nuevo Victoria abarrotado de gente. Los mineros se quedaron tan encantados con su actuación que algunos arrojaron al escenario pepitas de oro entre gritos de: «¡Bravo, Lola!». «¡Qué preciosa eres!». Este tipo de comentarios le resultaban desagradables, pero los prefería a la arrogancia de los ingleses. Durante su estancia las autoridades locales la invitaron a visitar algunas de sus famosas minas de oro y el coraje de la artista sorprendió a todos: iba a bautizar la gran mina Victoria Reef y habían dispuesto un elegante sillón de piel para que pudiera descender cómodamente hasta el pozo, pero Lola rechazó indignada este lujo innecesario; tal como escribió un periodista presente, «la artista, tras colocar su bello pie en el lazo de la soga, agarró la cuerda con una mano y, con una copa de champán en la otra, descendió en medio de un gran murmullo de aprobación». Una vez más la condesa los había cautivado con su audacia y espontaneidad.
En Bendigo, otra ciudad importante por su abundancia de oro, Lola sobrevivió a un aparatoso accidente. Cuando la compañía estaba representando la obra Asmodeo o el pequeño diablo, estalló una fuerte tormenta y un rayo atravesó el tejado del teatro, partiendo en dos el escenario. Lola y su partenaire Frank Folland, que se encontraban en ese momento actuando, vieron de pronto un fogonazo cegador seguido de una fuerte explosión. En un instante las gasas del decorado ardieron y un fuerte olor similar a la pólvora invadió el local. Un tramoyista se hirió en la mano y otro en la espalda por las astillas que salieron disparadas por el impacto. El pánico se adueñó del público y la gente comenzó a gritar. Entonces Lola, en medio del caos, tranquilizó a los presentes con estas palabras: «Señores, habíamos planeado efectos de rayos y truenos a lo largo de la representación, pero lo que nadie imaginaba era que iban a tener tanto realismo. En todo caso, si vuelve a ocurrir otro incidente y no podemos continuar, les propongo ir todos al bar y tomar un trago de brandy para olvidar el contratiempo». Los mineros aplaudieron con entusiasmo su intervención y acto seguido Lola dio instrucciones a su equipo para que la función continuase. El telón se bajó y tras unos minutos volvió a alzarse y la obra siguió sin más. La prensa local alabó su sangre fría y más cuando el rayo había pasado casi rozando su hombro. «Debo agradecer a la Providencia su bendición divina puesto que nadie ha resultado herido de gravedad, ha sido milagroso», declaró a un periodista del Bendigo Advertiser.
Con la llegada de la primavera, la gira australiana llegó a su fin. Durante más de diez agotadores meses Lola y su compañía habían actuado en los principales teatros del país. Ahora ella y Frank solo pensaban en regresar a California. Tras descansar unas semanas en Sidney y despedirse de todos sus amigos, a finales de mayo los dos artistas llegaron a Newcastle, en Nueva Gales del Sur. Allí se embarcaron en una elegante goleta de tres mástiles rumbo al puerto de San Francisco. Aquella soleada mañana de mayo de 1856, Lola, sentada en la cubierta del barco, observaba cómo la costa australiana se iba alejando en el horizonte. Se alegraba de haber emprendido aquella aventura a pesar de todos los contratiempos y sus problemas de salud. Tenía dos meses de travesía por delante para tomar una decisión. No sabía si podría continuar con su carrera artística y si Folland seguiría a su lado. El actor deseaba reunirse cuanto antes con su hermanastra Miriam en Nueva York y después viajar a Cincinnati para pasar unos días con sus hijos. Quizá se reconciliara con su esposa y sus caminos se separarían para siempre. Habían pasado casi un año juntos y Lola seguía enamorada de él. La idea de retirarse sola a su cabaña de Grass Valley no le tentaba en absoluto.
El 7 de julio, cuando el barco se encontraba a la altura de las islas Fiji, el actor Frank Folland cumplía veintinueve años. Lola quiso festejarlo por todo lo alto y durante la cena se descorcharon varias botellas de champán. Hubo baile, risas y la fiesta se prolongó hasta bien entrada la madrugada. En un momento dado el actor, que había bebido más de lo habitual, abandonó el comedor y subió a cubierta para tomar el aire fresco y despejarse un poco. Lola se quedó hablando con otros pasajeros, pero al cabo de un rato se percató de su ausencia. Comenzaron a buscarle y pronto los peores pronósticos se hicieron realidad. A Frank se lo había tragado el mar. Fue el capitán el encargado de informar a Lola sobre el trágico accidente:
—Madame Montes, lamento darle una mala noticia. Mis hombres no han encontrado al señor Folland y hemos revisado todo el barco. Me temo que ha sufrido un accidente.
—¡No! ¡No es posible! No puede haber muerto. Hay que seguir buscándole, se lo suplico —le respondió entre sollozos y muy alterada.
—No serviría de nada, señora; su amigo ha debido de caerse por la borda y con seguridad ha muerto ahogado. Anoche había una fuerte tormenta con gran oleaje. —El rostro del capitán no admitía dudas.
—¡Dios mío! ¿Por qué no me has llevado a mí? Me quiero morir —se lamentó Lola, soltando un grito desgarrador.
Estaba conmocionada. Aún tenía por delante un largo viaje y se recluyó en el camarote sumida en sus recuerdos. Cada día que se levantaba veía las maletas abiertas de Frank, la cama donde dormía y su ropa colgada del armario. Dio la orden de que nadie tocara nada, quería que todo se conservara igual que cuando él vivía. En esos días sentía una profunda crisis espiritual. Las trágicas muertes de los hombres que más había amado en su vida, Henri Dujarrier, George Lennox y ahora Folland, eran un castigo por los pecados que había cometido. Años más tarde, recordando lo mucho que le afectó la desaparición de Frank, escribió:
Una vez que viví por y para el mundo, me vi empujada a cometer todos los pecados y a valerme de todos los engaños. Entonces amé aquel mundo. Lo era todo para mí. Besaba y adoraba las cadenas que me unían a él. ¿Y por qué lo hacía? Porque de ello dependía mi felicidad, los vicios eran como el pan para mí. Oh, me llevó años y años escapar de aquella degradación. Me despreciaba a mí misma, despreciaba el pecado. Traté de reformarme desde dentro, no como un espectáculo para la galería, puesto que nunca he sido una hipócrita, sino mediante una profunda transformación interna hacia la luz que es la verdad. Me encontraba en un estado espantoso, terriblemente espantoso. Comencé a ver lo monstruoso que era mi espíritu.
Cuando el 26 de julio el barco surcó las aguas del Golden Gate y se adentró en la bahía de San Francisco, la artista ya había tomado una importante decisión. Iba a dedicarse a cuidar de la familia de Folland y a ayudarlos económicamente en lo que pudiera. Se consideraba responsable de lo ocurrido al actor y su muerte fue un punto de inflexión en su vida. Su regreso a la ciudad no despertó la misma expectación que tres años antes, cuando numerosos periodistas la esperaban ansiosos en el muelle. Solo el Golden Era, que siempre la había apoyado, se hizo eco del doloroso momento que atravesaba:
Los admiradores de la «Divina Lola» estarán tristes al oír que la muerte de su agente Noel Follin (de nombre artístico Frank Folland) casi la ha enloquecido. Desde que sucedió la tragedia, se muestra inconsolable. Ha declarado que era el único hombre al que había amado de verdad, lo que resulta poco elogioso para sus dos anteriores maridos. También ha confesado que de ahora en adelante dejará de lado la vida superficial que ha llevado. Ahora su ánimo se ha visto sumido, como consecuencia de su dolor, en una constante melancolía e indiferencia hacia todo. Ha perdido el gusto incluso por los cigarrillos, que ya no fuma. Deseamos que se recupere pronto y que todavía viva mucho para romper mil corazones más.
La bailarina alquiló una pequeña casa con jardín en el barrio de Telegraph Hill, en una de las colinas que rodean la ciudad, y allí se instaló con su doncella y sus animales de compañía. Ahora tenía una nueva mascota, un spaniel llamado Gip, además de otros perros que había acogido de la calle. También varias aves exóticas que se había traído de Australia, entre ellas una cacatúa blanca y un ave lira de larga y vistosa cola. Un visitante describió la vivienda como un pequeño zoo lleno de plantas y una gran variedad de animales: «Las habitaciones estaban llenas de bonitas jaulas de hierro con exóticas aves multicolores y solía pasear por las calles con una magnífica cacatúa blanca posada en su hombro y seguida por una jauría de perros que también cuidaba. Nadie la hubiera reconocido porque en ocasiones cubría su rostro con un velo negro en señal de luto por la muerte de su agente».
Lola no se olvidó de escribir a la viuda de Frank Folland, que residía en Cincinnati, notificándole su fallecimiento y ofreciéndole su ayuda para ella y sus dos hijos. También le comunicó la triste noticia a su padre Charles Follin y a su madrastra Susan Danforth, en Nueva York, sin olvidar a su querida hermanastra Miriam. En aquellos tristes días otra noticia supuso un nuevo golpe para ella. Un periódico de California informaba en su sección de necrológicas de la muerte de su segundo esposo, George Trafford Heald, ocurrida el 20 de junio en el Hotel Pavillion de Folkestone donde se encontraba de vacaciones. La noticia llegaba con un mes de retraso y le afectó mucho. Con solo veintiocho años, el joven oficial había muerto víctima de la tuberculosis tras una larga y dolorosa convalecencia. Lola lamentó su temprana pérdida y en su memoria decidió seguir utilizando en algunas ocasiones el apellido Heald.
A pesar de la tristeza y el poco ánimo que tenía intentó reanudar su vida social. Envió docenas de invitaciones a personalidades de la ciudad, artistas y empresarios teatrales. Pero ahora sus antiguos conocidos y miembros de la buena sociedad californiana la rehuían. Lola les parecía una artista solitaria y decadente que en nada recordaba a la cautivadora condesa de Landsfeld. Sin embargo, los que creían que estaba acabada no la conocían. Es cierto que en Sidney se había planteado seriamente abandonar su carrera y comprarse una casita en la campiña inglesa para envejecer rodeada de sus queridos perros. Pero ahora, tras amueblar su nueva casa y recuperarse de una grave bronquitis, lo cierto es que se aburría. Regresar a los escenarios la ayudaría a olvidar la muerte de su amado Frank y podría ganar más dinero para su familia.
Lola sabía que nadie vendría a llamar a su puerta y finalmente se animó a visitar a un viejo conocido, el señor Charles Chapman, director del Teatro Americano. En este importante auditorio, el más elegante de toda California, había debutado hacía tres años con uno de su papeles favoritos, el de lady Teazle en la divertida comedia La escuela del escándalo. A Chapman le sorprendió su visita porque había oído el rumor de que la artista se había retirado definitivamente.
—¡Señora Montes, qué alegría verla de nuevo! Está espléndida, como siempre. Supe que había llegado a la ciudad pero mis obligaciones me han impedido hacerle una visita. Por cierto, he seguido sus triunfos en Australia; sé que ha vuelto locos a los mineros…
—Querido Charles, no tiene por qué halagarme, nos conocemos hace tiempo. Sabe que ya no soy la misma, he estado enferma y he recorrido tantos kilómetros que he acabado exhausta. Pero necesito trabajar y ganar dinero. He sufrido una pérdida irreparable, mi antiguo representante se ahogó en las aguas del Pacífico. Quiero ayudar a sus dos hijos, me siento en deuda con ellos.
—Lo comprendo, sé que está pasando una mala racha y puede contar con mi apoyo. Justamente en el mes de agosto los actores salen de gira y los teatros necesitan artistas para llenar sus salas. Usted es toda una leyenda en América. Si llegamos a un acuerdo, programaremos obras ligeras que ya conoce con algunos de sus bailes exóticos, como El Olé o la Danza de la araña. ¿Qué me dice?
—Estoy segura de que nos entenderemos. Aún puedo dar mucho de mí como actriz y debo confesarle que echo en falta los aplausos y el cariño de mi público. —Y tras estrecharle la mano se levantó con aires de gran diva y abandonó su despacho.
El 7 de agosto de 1856, Lola Montes, condesa de Landsfeld, regresaba a los escenarios del Teatro Americano con el estreno de La llamada matutina y Locuras de una noche. Estas comedias románticas y ligeras que siempre interpretaba con Folland habían conseguido un enorme éxito en Australia. Ahora formaba pareja con otro actor joven, Junius Booth, pero no tenía la misma complicidad que con su antiguo compañero. La condesa triunfó durante las dos semanas que se mantuvo en cartel y recaudó una buena suma de dinero. Algunas noches intercalaba alguno de sus bailes, como el de la araña, que seguía atrayendo a un numeroso público masculino. Los críticos, a los que tanto temía, elogiaron sus actuaciones y todos coincidieron en que se había convertido en una gran artista. El Alta California escribió: «Resulta sorprendente lo mucho que ha mejorado esta dama como actriz desde que llegó por primera vez a California. El espectáculo ha sido uno de los más exitosos que nunca haya ofrecido otro artista en la ciudad, con la sala llena, a rebosar».
Tras la buena acogida del público de San Francisco, firmó un contrato para actuar en Sacramento, pero antes subastó todas sus joyas. Hacía tiempo que pensaba desprenderse de las valiosas alhajas que le había regalado el rey Luis I de Baviera, pero siempre en el último momento le había dado miedo quedarse sin ellas. La joyas, para una mujer artista y soltera como ella, le aseguraban un buen retiro. Pero ahora deseaba cerrar una etapa y dejar atrás a la vanidosa y despilfarradora Lola Montes. El dinero recaudado lo destinaría íntegramente a pagar la educación de los dos huérfanos del actor y joven promesa Frank Folland.
Los principales periódicos de la ciudad anunciaron en grandes titulares la gran subasta de joyas de la condesa de Landsfeld. Una magnífica colección valorada en 30.000 dólares que, según un periodista, «superaba por su importancia y valor económico a cualquiera que pudiera obrar en manos de un particular en todo Estados Unidos». La conocida casa de subastas Duncan & Company de San Francisco abrió su sala de exposiciones al público y más de cinco mil personas pudieron contemplar durante unos días los espléndidos collares, broches, cruces y pendientes de oro, diamantes, rubíes y esmeraldas que el rey Luis había obsequiado a su amante. Sin embargo no todos los lotes —más de noventa— que salieron a la venta consiguieron comprador. San Francisco era una ciudad pequeña y, a diferencia de Nueva York, no había grandes fortunas dispuestas a adquirir colecciones de joyas antiguas como las de Lola. La subasta, que fue muy animada y atrajo a muchos curiosos, solo consiguió recaudar unos 10.000 dólares. Para la artista fue una decepción, pero suponía una cuantiosa herencia para los hijos de Folland.
En Munich, donde todo lo relacionado con la vida de Lola Montes seguía interesando, los periódicos también recogieron la noticia de la subasta de joyas de la condesa de Landsfeld. El rey Luis, que en aquel mes de agosto festejaba su 70 aniversario, hacía tiempo que había «arrancado a Lola de su corazón». Pero cuando se enteró de que su amada había vendido todas sus alhajas, sintió una nueva decepción. Aún conservaba en un cofre bajo llave todas las cartas que le había escrito durante su apasionado romance. Y cientos de poemas que su adorada Lolita le había inspirado, algunos trágicos y llenos de despecho que nunca le llegó a enviar. Sí, el anciano monarca la había olvidado, pero de vez en cuando aún se encerraba en la soledad de su alcoba y leía las cartas que le trasladaban a una época feliz.
Lola Montes debutó en el Teatro Forrest de Sacramento a principios de septiembre y en las cinco representaciones programadas llenó el aforo. La primera noche que interpretó su Danza de la araña, mucha gente se quedó fuera del local sin poder entrar. Instalada en su hotel, Lola recordó cuando en 1853 llegó a esta ciudad minera del brazo de su esposo, el periodista Patrick Hull. No había vuelto a tener noticias de él y nunca quiso dar explicaciones del motivo de su ruptura. En aquella ocasión actuó en el Eagle, un pequeño local construido con tablas de madera y alumbrado por lámparas de petróleo. Sonrió al pensar en la noche de su debut cuando se enfrentó a los rudos mineros que abuchearon su actuación y como respuesta recibió una lluvia de huevos y manzanas podridas. Ya nadie recordaba el incidente y Lola pudo comprobar con satisfacción que su poder de convocatoria seguía siendo tan grande como siempre.
Desde Sacramento, la artista viajó a la localidad de Grass Valley, que había sido su hogar durante dos años. Fue una visita corta y muy emotiva porque, estando en Australia, se enteró de que el pueblo minero había sufrido un gran incendio. A lo largo de la calle principal el fuego quemó iglesias, tiendas y algunas de las elegantes mansiones victorianas recién construidas por las ricas familias de inmigrantes. Aunque no hubo que lamentar víctimas, fue un golpe devastador para esta población que ahora estaba resurgiendo de sus cenizas.
Cuando al atardecer llegó en diligencia a la estación de Grass Valley sintió un nudo en el estómago. Temía que su acogedora cabaña también hubiera quedado arrasada. Al llegar frente a la puerta de la valla se sorprendió al ver que todo parecía intacto. El viejo roble seguía en pie y los rosales habían sobrevivido al viento y a la nieve. El porche estaba cubierto por una gruesa capa de hojas de los árboles y algunos cristales de las ventanas se habían roto. Sin embargo, la iglesia y los edificios de alrededor habían sufrido peores daños. Lola, en aquella época de espiritualidad y arrepentimiento, pensó que lo ocurrido era una señal: «El buen Jesús ha perdonado mis pecados y yo voy a ser su mejor discípula».
La artista consiguió vender en poco tiempo su cabaña de madera que antaño fue la envidia de todo el valle. El mobiliario que aún quedaba lo regaló a algunos de sus vecinos que lo habían perdido todo. La pianola que había hecho las delicias de los niños y con la que amenizaba sus famosas veladas la obsequió a la iglesia episcopal. Los habitantes de Grass Valley siempre la recordarían como una de las más ilustres personalidades que vivieron allí. Un periódico local publicó en aquellos días: «La señora Montes era una criatura de corazón generoso que se arruinó con sus extravagancias y sus obras de caridad. Los más pobres siempre guardarán un cariñoso recuerdo de ella. A menudo se la veía ofreciendo consuelo a unos y ayuda económica a otros. La echaremos de menos».
Con la llegada del otoño su salud empeoró. La humedad y el fuerte viento que soplaba en la bahía de San Francisco no le sentaban bien. Volvieron las migrañas y le dolían las articulaciones de todo el cuerpo. Tras actuar durante varias semanas en el Teatro Metropolitan con su repertorio de bailes y comedias ligeras, creyó que había llegado el momento de regresar a Nueva York. A estas alturas ya había recibido noticias de la familia de Folland. Su viuda, Caroline, no quería saber nada de ella; en cambio la madrastra, Susan Danforth, se mostró dispuesta a aceptar toda la ayuda económica que quisiera ofrecerle. Quedaron en verse pronto en Nueva York; además, Lola estaba muy ilusionada por conocer también a su hija Miriam.
La última actuación de Lola en California fue la noche del 17 de octubre. Interpretó la obra Yelva, seguida de su Danza de la araña ante un público entusiasta. Los aplausos la obligaron a salir varias veces a escena y algunos caballeros le lanzaron ramos de flores. Lola tuvo unas emotivas palabras para los asistentes y aseguró que nunca olvidaría el cariño del público californiano. Ante su inminente partida los críticos también fueron benévolos y el Daily Evening Bulletin escribió:
Parece muy obvio, para todos salvo para ella, que sus días de bailarina han acabado. Aunque sigue siendo bastante elegante en sus posturas, ya no demuestra, ni se espera que lo haga a su edad, el grado de elasticidad y energía que se necesita para mantener una buena posición como bailarina. Oponerse a la naturaleza es una tarea vana. Sin embargo, en algunas de sus últimas actuaciones, con piezas tales como Locuras de una noche y otras obras ligeras, ha mostrado que es una de las actrices más elegantes y despiertas del panorama artístico, y es una pena que no se limite a tales papeles.
Un mes más tarde Lola Montes embarcaba en el vapor correo Orizaba de la compañía Pacific Mail. Al mediodía, en el animado muelle de Washington Street, un puñado de amigos y admiradores se reunieron para despedirla. La artista agradeció muy conmovida su presencia y recibió de todos ánimos y buenos deseos. Esta vez viajaba ligera de equipaje, acompañada por su doncella y su inseparable perro Gip. La travesía, de un mes de duración, iba a ser especialmente dura para Lola, que aún no se había restablecido del todo de su última bronquitis. Primero el barco pondría rumbo a la localidad de San Juan del Sur en la costa del Pacífico de Nicaragua, y de ahí los pasajeros debían continuar en tren hasta el Gran Lago de Nicaragua. Después aún quedaba descender en barca por el río San Juan para alcanzar la costa del Caribe. Allí los esperaba el vapor Tennessee para llevarlos a su destino final.
Cuando el 16 de diciembre Lola llegó a Nueva York caía una intensa nevada. Faltaban pocos días para la Navidad y las calles se habían engalanado con adornos, guirnaldas y luces de colores. Los estanques helados por las bajas temperaturas eran improvisadas pistas de hielo donde los niños patinaban entre risas. Aunque había estado ausente cuatro años, aún conservaba buenos amigos en la ciudad. En esta ocasión se alojó en un hotel modesto en el barrio de Brooklyn porque ahora tenía que controlar sus gastos. Antes de partir de San Francisco había puesto en orden sus finanzas y redactado un nuevo testamento que anulaba el que había hecho en Grass Valley. En este legaba todas sus posesiones «a la señora Susan Danforth, madrastra de Noel Follin (Frank Folland) en usufructo para los hijos del actor» y pidió que fueran educados en la fe espiritualista. Con sus joyas vendidas y todos sus ahorros donados a la familia de Folland, apenas tenía dinero para vivir un mes en una ciudad como Nueva York.
A finales de diciembre, la bailarina citó a la señora Danforth y a su hija Miriam en el hotel donde se alojaba. Cuando Lola se encontró frente a frente con Susan se postró de rodillas ante ella y, entre sollozos, gritó:
—Debe perdonarme. ¡Yo maté a su hijo! ¡Fue todo culpa mía!
—Señora Montes, le suplico que se levante —le dijo Susan agarrándola suavemente por el brazo—. Tranquilícese, usted no es la culpable de la muerte de mi querido Noel, no se mortifique más.
—Sí, soy culpable porque podía haberlo evitado, yo le organicé una fiesta de cumpleaños y bebimos mucho, y él entonces se retiró y yo tardé en darme cuenta… Y una ola me lo arrebató. ¡Oh, Dios! ¡Ayúdame a llevar esta pesada carga.
Lola les explicó muy afectada que este terrible suceso había resultado traumático para ella, y que ya no era la misma. El dinero no le importaba y entregó a la madrasta una copia del testamento que había firmado en su favor. Susan se quedó muy impresionada por las muestras de dolor y la generosidad de la artista. Había oído hablar mucho de Lola Montes y desde luego no imaginaba encontrarse ante una mujer tan arrepentida y piadosa. Ya más calmada, la bailarina se fijó en Miriam, cuya foto tanto la había fascinado. La muchacha era aún más hermosa al natural, vestía con gusto y se mostró muy cariñosa con Lola. A pesar de su aspecto inocente, Miriam ya conocía los sinsabores de la vida. Se había casado a los diecisiete años cuando su madre descubrió que mantenía relaciones con un joyero que le doblaba la edad. La señora Follin le dio a elegir al caballero entre casarse con su hija o ir a la cárcel por corromper a una menor. El matrimonio se celebró a toda prisa, pero tras el enlace Susan se llevó a su hija a casa y le prohibió ver a su esposo, al que consideraba un libertino. Miriam consiguió la anulación y ahora, a sus veinte años recién cumplidos, estaba libre para volver a pasar por el altar.
Además de su extraordinario parecido físico, Lola y Miriam tenían mucho en común. Ambas eran ambiciosas, fuertes y decididas, y eran muy conscientes de su poder de seducción. La condesa quedó cautivada por la joven y poco después de conocerla le escribió una cariñosa carta en la que le confesaba el «enorme placer que le daba su compañía» y deseaba ofrecerle «un auténtico amor de hermana, puro y entregado». A mediados de enero de 1857, Lola se mudó a la residencia de la familia Follin en Stuyvesant Place. Fue Susan quien la invitó porque «no podía aceptar que Lola continuara viviendo en un modesto hotel cuando ellas tenían una espaciosa casa donde alojarla». Fue entonces cuando a la condesa se le ocurrió que Miriam podía acompañarla en una gira teatral interpretando el papel de su hermana menor, «Minnie Montes». La idea le pareció bien a la joven, que vio la oportunidad de huir de casa y del control de su madre. La señora Follin, por su parte, no puso ninguna objeción, al contrario; le alegró ver a su hija ilusionada y llevarse tan bien con la célebre artista.
La gira comenzó el 2 de febrero en el pequeño Teatro Green de Albany. Allí actuaron una semana y Minnie Montes debutó en los escenarios con la obra El chico de la cabaña, un melodrama en dos actos donde ella tenía un pequeño papel. El día del estreno se vendieron todas las localidades y el público quedó encantado con la vivacidad y belleza de la «pequeña Montes». La gira continuó por Providence, donde interpretaron la misma obra durante cinco noches consecutivas en el Teatro Forbes. Una vez más la presencia de Minnie Montes no pasó desapercibida. Un crítico escribió: «La hermana menor tiene una personalidad tan atractiva como se esperaba, y se desenvuelve bien sobre el escenario para ser una principiante».
Pero el idilio de la artista con su querida «hermana pequeña» duró apenas dos meses. Lola estaba muy ilusionada con continuar juntas la gira por distintas ciudades de América, pero Miriam tenía otros planes. Aquella vida ambulante, saltando de un teatro a otro, no iba con ella. Pronto la condesa descubrió que no era «una señorita tan ingenua e inocente» como parecía. Una noche, al finalizar la función en la que ambas actuaban, Lola la vio en su camerino besándose con un admirador. Cuando le reprobó su conducta, ella le respondió con duras palabras:
—Lola, no eres quién para darme lecciones de moralidad. No eres mi madre ni mi hermana. Sé muy bien que atraigo a los hombres y solo deseo cazar a un rico marido que me dé todos los caprichos.
—Querida, sabes cuánto te quiero y lo importante que eres para mí, pero no te engañes, el dinero no te dará la felicidad. Podrán cubrirte de joyas, pero si no amas de verdad, serás muy infeliz. Te lo digo por mi propia experiencia, Miriam; estás a tiempo de elegir el buen camino.
—Tonterías. Tú has llegado a lo más alto, has tenido poder y riqueza, has amado a muchos hombres, incluso a un rey y…
—Sí, es cierto —la interrumpió Lola, pensativa—, pero si pudiera volver atrás, cambiaría muchas cosas porque he hecho daño a mucha gente. Ni el dinero ni el poder me han dado la felicidad, pequeña mía.
Miriam no hizo caso de sus consejos y, tras cumplir con los compromisos previstos en Providence, sus caminos se separaron. Unos meses más tarde supo que el presidente de un banco de Nueva York y excongresista, casado y de intachable reputación, había comprado a nombre de la joven un apartamento en el centro de Manhattan para sus encuentros íntimos. Miriam acabó llevando la misma vida alocada y disoluta de Lola. Acumuló un puñado de maridos y amantes, ganó una fortuna, la perdió y consiguió un título nobiliario.
Lola completó su gira de tres meses y regresó a Nueva York antes de lo previsto. No se encontraba bien de salud y estaba cansada por el largo viaje. Cada día le costaba más bailar, había perdido flexibilidad y los ensayos le resultaban muy duros. Tarde o temprano tendría que abandonar la danza y aunque la comedia ligera le gustaba, no había buenos papeles protagonistas para las mujeres maduras como ella. El espejo reflejaba un rostro pálido y demacrado con marcadas ojeras debido a la fatiga y la enfermedad. Se había cortado su larga y rizada melena y ahora lucía un corte a lo garçon que endurecía sus facciones.
En aquellos días en los que se planteaba cómo podría ganarse la vida, un encuentro fortuito le abrió un nuevo horizonte. Lola reanudó su amistad con el reverendo Charles Chauncey Burr, clérigo de la Iglesia Universalista y periodista de éxito al que había conocido en su primer viaje a Nueva York. A sus cuarenta años, era un hombre muy apuesto, alto y enérgico, de ojos vivaces y larga barba, que editaba varias publicaciones y escribía discursos políticos para el partido demócrata. Fue él quien la animó a dar un giro en su vida artística. Una tarde el reverendo fue a visitarla a su casa preocupado por las noticias que le llegaban sobre su delicada salud:
—Mi querida Lola, he oído rumores de que no te encuentras bien y que abandonas para siempre los escenarios. Espero que sea una de tus bromas porque estás en lo mejor de la vida.
—No, Charles, no es una broma. Los artistas tenemos que saber retirarnos a tiempo y aunque añoraré los escenarios, sé que hago lo correcto. De la famosa Lola Montes que conociste ya no queda nada. Antes solo era una pecadora, hasta que Jesús llamó a las puertas de mi corazón.
—Dios es amor y nunca condena a los que tienen buen corazón como tú, Lola. Has emprendido el camino adecuado renunciando a tu vida anterior, pero aún te quedan muchas puertas abiertas. Estos días he estado pensando en ti y creo que podrías triunfar como conferenciante. Hablar en público se te da muy bien y no exigiría de ti grandes esfuerzos. Yo te ayudaría a preparar los discursos y a mejorar tu dicción.
—No lo sé, nunca he dado un discurso. Pero reconozco que la idea me agrada… Quizá podría evocar mi vida en París, donde conocí a George Sand, a Alejandro Dumas…, o hablarles de la falsa moralidad de la Inglaterra victoriana o de la tiranía de los jesuitas…
—Por supuesto puedes hablar de lo que quieras —le interrumpió con delicadeza—, pero al principio mejor no tocar temas polémicos. El público que acude a estas charlas quiere instruirse y pasar un rato entretenido. Lola Montes es aún una celebridad y la gente deseará conocer tu opinión sobre grandes temas universales como el amor, el éxito o la belleza.
A Lola le agradó la idea de convertirse en oradora y salir de gira con sus discursos. Ahora podría dirigirse al público femenino y hablarles de la moda, el uso de los cosméticos o el arte de agradar. Si salía bien, ganaría bastante dinero y ya no tendría que ensayar con una orquesta, viajar con una compañía y con sus pesados baúles a cuestas. Todo resultaría más fácil y económico. Una vez hubiera cubierto el coste de alquilar la sala, el resto eran ganancias a repartir con su agente.
Durante el cálido verano de 1857, Lola no perdió el tiempo y se preparó a fondo. Cada día se reunía un par de horas con el señor Burr y juntos daban forma al contenido de sus primeras charlas. Aunque el periodista le daba ideas, era ella quien escribía los discursos de su puño y letra. Ya en el pasado había demostrado sus buenas cualidades de escritora en los cientos de cartas al director que llegó a mandar a los periódicos de todo el mundo, en respuesta a las críticas que le parecían injustas.
Lola Montes se estrenó como oradora en la ciudad de Hamilton, Ontario, la tarde del 29 de julio de 1857. Para su debut eligió un tema que conocía muy bien, «Las mujeres hermosas». La sala no estaba muy concurrida pero demostró sus dotes innatas como conferenciante. Con gracia e ingenio, comenzó discutiendo la subjetividad de la belleza y a continuación se dispuso a hablar de mujeres célebres en la historia por su hermosura, algunas de las cuales ella había conocido cuando vivía en la corte de Baviera. Lola también resaltó que los tres requisitos esenciales de la belleza femenina eran la moderación, el ejercicio y la higiene. La artista recomendaba no beber alcohol, no abusar del café cargado y evitar las comidas pesadas. Del tabaco no mencionó nada porque ella seguía fumando mucho a pesar de que el médico se lo había prohibido. En cuanto al ejercicio, ensalzó los beneficios de las largas caminatas al aire libre y aprovechó su discurso para animar a los presentes a tener uno o varios perros en casa porque eran el mejor antídoto contra la soledad y la melancolía.
Lola se entregó con afán a su nueva profesión. Con el reverendo Burr, al que nombró su agente, formaban una extraña pero compenetrada pareja. Juntos comenzaron una exitosa gira por Nueva York y las principales ciudades de Nueva Inglaterra. Dos días más tarde repitió la misma conferencia que en su debut en el American Hall de Buffalo y atrajo a una gran multitud. En cada nueva aparición iba mejorando el tono de su voz, el ritmo de lectura y su puesta en escena. Se presentaba en público vestida siempre de manera muy sobria y elegante, con el cabello recogido en un moño, sin apenas maquillar y sin lucir joya alguna. Sus discursos duraban aproximadamente una hora y por entonces ya había abandonado toda impostura, incluido su exótico acento español. Los críticos se asombraban de la claridad y nitidez de su perfecta dicción. El corresponsal del Boston Post, que asistió a una de sus primeras conferencias, escribió: «No puedo evitar pensar que Lola Montes habla mucho mejor de lo que baila, y en mi opinión ella comparte este mismo parecer. Su charla fue un entretenimiento decididamente agradable y provechoso. Le auguro un gran éxito en esta nueva faceta artística».
Cuando Lola llegó a Boston, a principios de octubre, su carrera como oradora ya estaba consolidada y le reportaba buenas ganancias. Uno de los críticos más temidos de la ciudad le dedicó estas palabras: «Es considerablemente más delgada de lo que aparenta en las imágenes que habíamos visto, pero ningún artista puede hacer justicia a la expresión de su rostro y al brillo de sus ojos. Su porte es elegante y femenino, y pronunció su charla con una gracia y una perfección en su dicción que pocas veces hemos visto igualadas por las actrices más consumadas». Otros periodistas se mostraron igual de entusiastas y la artista no dio crédito al leer en la portada del Boston Bee el siguiente titular: LOLA MONTES, LA INCUESTIONABLE REINA DE LOS SALONES DE LA ORATORIA. Con su habitual sentido del humor, pensó que no había conseguido ser la reina de Baviera pero que aquí, en América, la acababan de coronar «reina de la oratoria».
Un mes más tarde llegó a Filadelfia. Era tal la expectación por escuchar a la condesa de Landsfeld que el local se quedó pequeño y hubo que habilitar un salón con mayor capacidad. Fue en esta ciudad donde estrenó su conferencia dedicada a la «Galantería» y donde por primera vez recordó en público la figura del rey Luis I de Baviera. «No solo es uno de los caballeros más refinados y elegantes de la vieja escuela de los buenos modales, sino que también es uno de los hombres más cultos e inteligentes de toda Europa», dijo en tono alto y solemne. Como Lola no admitía preguntas al final de sus charlas, evitaba tener que dar explicaciones sobre su vida privada. Y aunque en un primer momento eran muchos los que acudían a sus conferencias atraídos por su mala reputación, tras escucharla todos se asombraban de su talento e ingenio.
Al finalizar la gira Lola regresó a mediados de diciembre a Nueva York para descansar y recuperarse de una afonía que la había obligado a anular alguno de sus compromisos. Tras haber superado otro ataque de bronquitis, seguía tosiendo mucho y dormía mal. A pesar del agotamiento, se sentía a gusto en su nuevo papel y en las semanas siguientes comenzó a redactar otras conferencias sobre temas que le interesaban. Una de ellas la tituló «Ingenio y mujeres de París» y otra «Heroínas de la Historia», en la que repasaba las vidas excepcionales de mujeres como Cleopatra o Catalina la Grande. Lola no tuvo ningún reparo en incluirse en esta lista de reinas valientes y poderosas, destacando su papel en la lucha contra los jesuitas en la corte de Baviera. Ahora contaba con una manera rápida de ganar dinero y no olvidaba las palabras del New York Herald: «Madame Montes promete ser una de las oradoras de mayor éxito de nuestra época».
Pero entonces Lola atrajo de nuevo la atención de la prensa con una noticia ajena a su éxito. Un periódico sensacionalista publicó la siguiente nota:
Tenemos que declarar, con gran satisfacción, que este es el fin de la carrera de Lola Montes como oradora pública. No rompemos ningún voto de confianza ni nos entrometemos en la intimidad de su vida privada al mencionar que esta mujer bella y dotada está a punto de pasar de nuevo por el altar. Se propone salir de viaje a París dentro de diez días y regresará a nuestra ciudad en la primavera, seguramente del brazo de su flamante esposo.
Lola se indignó al leer la noticia y culpó a su agente Burr de haber filtrado esta información a la prensa. Solo él conocía un secreto que había guardado con mucho recelo.
En los últimos meses la artista había retomado el contacto con Ludwig Johann Sulkowski, un noble austríaco de cuarenta y tres años, al que había conocido en Berlín en 1843. En sus cartas el príncipe le confesó que seguía muy enamorado de ella y que quizá ahora, en la madurez de su vida, aceptara ser su esposa. Entonces residía en el norte del estado de Nueva York y se había convertido en un rico granjero. Sulkowski la convenció para verse en París y pasar juntos unas románticas Navidades. Aunque Lola se lo pensó mucho, finalmente aceptó la invitación. Hacía tiempo que no se tomaba un descanso y la idea de ser cortejada en París por un príncipe, galante y educado, que además tenía buenas intenciones, era una oferta muy tentadora. Así que hizo su equipaje y en la fría mañana del 12 de diciembre partió a bordo del vapor Fulton rumbo al puerto de El Havre. Cuando llegó a la ciudad se alojó en su hotel preferido de la place Vendôme y se registró con el nombre de señora Heald. París en aquellos días parecía el decorado de un cuento de hadas, con sus concurridos mercadillos navideños, plazas y calles iluminadas con miles de luces, banderolas y guirnaldas. Allí, en esa ciudad que tantos recuerdos le traía, Lola esperó ansiosa a que su admirador contactara con ella. Pero pronto advirtió que algo no iba bien. Por mediación de un amigo periodista supo que el señor Sulkowski no solo no se encontraba en la ciudad sino que además era un hombre casado. Alguien le había querido gastar una broma muy pesada y jugar con sus sentimientos. Cuando el propio príncipe fue informado de lo ocurrido, escribió una nota a los periódicos aclarando que se trataba de un error: «Conocí a madame Montes hace años en Berlín pero no he vuelto a tener contacto con ella. Soy un hombre felizmente casado y padre de cinco hijos. Ruego que se respete mi buen nombre y el de mi familia».
Lola regresó a Nueva York desilusionada y enferma. Tuvo que guardar cama unos días porque volvieron las jaquecas y se sentía muy abatida. Había sufrido una de las peores humillaciones de su vida y no quería ver a nadie. «¿Quién me odiará tanto para hacer algo tan cruel e inhumano con una mujer sola e indefensa? He sido una completa estúpida y he perdido todo lo que tenía», se lamentó. Aunque podía haber informado a la policía para que investigara a la persona que le había mandado aquellas cartas con una falsa identidad, prefirió olvidar lo ocurrido. Cuando se encontró más recuperada, se mudó a una pequeña habitación en el 25 de Bayard Street, donde otro conocido suyo, Otto von Hoym, vivía con su familia. Este director teatral alemán, al enterarse del mal momento de la artista, se ofreció a alojarla en su vivienda situada en el corazón de Chinatown. Antes de partir a París la bailarina había donado a la caridad muchas de sus pertenencias y se había gastado casi todos sus ahorros en el viaje. Para mayor disgusto, la prensa americana informó a su regreso, erróneamente, que se había casado en secreto en París con un rico príncipe austríaco. Herida en su orgullo, no quiso desmentir nada y solo más adelante reconoció a un periodista que «ella había cancelado la boda porque descubrió que el príncipe estaba viajando por la costa Oeste con una célebre cantante que presentaba como su esposa». Tiempo después, en sus conferencias se referiría al príncipe Ludwig Johann Sulkowski como un antiguo prometido y reconocía el desengaño que había sufrido aunque quitando importancia al asunto: «Todas las mujeres tienen derecho a ser un poco tontas en los asuntos del matrimonio y Lola Montes, por desgracia, también lo fue».
A principios de febrero de 1858, reapareció como oradora en la Hope Chapel con su conferencia sobre «Las mujeres hermosas» y una vez más consiguió atraer «a uno de los públicos más numerosos que jamás se hayan reunido dentro de los muros de este edificio». También hizo las paces con su agente, el señor Burr, que le aseguró que él nunca había hablado de su viaje a París y que podía contar con su total discreción. Ambos se necesitaban y Lola prefirió correr un tupido velo sobre lo ocurrido y centrarse en sus siguientes proyectos. Ahora el avispado reverendo, que estaba ganando mucho dinero a su costa, le había propuesto que escribiera una serie de conferencias contando la historia de su vida. Burr estaba convencido de que estas charlas autobiográficas tendrían mucho éxito porque la historia de la condesa de Landsfeld era extraordinaria. Durante unas semanas y a través de largas entrevistas, la ayudó a recuperar los sucesos más relevantes de su intensa vida. El problema era que el señor Burr ignoraba que la mayor parte de lo que la artista le contaba eran sus propias fantasías. Aunque Lola se había propuesto ser una buena cristiana y corregir los errores del pasado, seguía mintiendo sobre su infancia y el origen de su familia.
Lola cambió su año de nacimiento a 1824, y aunque reconocía haber venido al mundo en Irlanda, aseguraba que su madre provenía de la noble familia española de los Montalvo. Solo los sucesos que tuvieron lugar durante su estancia de dos años en la corte de Baviera eran algo más fidedignos. Por supuesto, presentó su relación con el rey Luis como de amistosa y de mutua admiración. El monarca podía estar tranquilo porque Lola en sus conferencias no estaba dispuesta a airear sus intimidades. Por el contrario, solo tenía palabras de elogio y admiración hacia el que consideraba «el rey más cultivado de Europa».
La bailarina estrenó sus charlas sobre Lola Montes en el Teatro Broadway a finales de mayo de 1858. Siempre daba estas conferencias sobre la historia de su vida en tercera persona. Esto le permitía ironizar sobre sí misma y distanciarse del personaje. Generalmente arrancaba con estas palabras:
Varias personas me han pedido en más de una ocasión que prepare una conferencia sobre Lola Montes, y como se supone con acierto que conozco a esa «excéntrica persona» como la que más en este país, la tarea ha recaído finalmente en mí. Debo reconocer que no es del todo una empresa agradable porque por intrépida o, si lo prefieren, imprudente que pueda ser al expresar mi opinión y defender mis derechos, debo confesar que me cohíbe en gran medida el hablar de alguien que me es tan cercana como Lola Montes.
Al final de su charla, que fue muy aplaudida, sugirió que pronto regresaría a Europa, donde tenía pensado hacer una gira por las principales capitales «si la salud se lo permitía».
En aquella primavera, algunos periódicos neoyorquinos publicaron extractos de las conferencias en las que Lola Montes contaba los detalles de su apasionante vida. Fue entonces cuando Maria Elizabeth, la esposa de Isaac Buchanan, uno de los más destacados floristas de Manhattan, descubrió que en su niñez había estudiado en el mismo colegio de Montrose que esta célebre artista. La señora Buchanan, algo mayor que Lola, recordaba muy bien a su compañera de clase, entonces llamada Eliza Gilbert. Una niña muy vivaz y traviesa de pelo negro rizado y llamativos ojos azul oscuro, cuyo padrastro, Patrick Craigie, la había enviado con sus abuelos a ese pueblo de Escocia. Maria Buchanan le escribió una cariñosa carta para invitarla a visitar su casa en la calle Diecisiete, justo al lado de Broadway, y envió un adorno floral para decorar el estrado en la primera noche en la que debutó como oradora en el Teatro Broadway. Lola le respondió agradeciéndole el detalle y unos días más tarde fue a tomar el té a su casa. Hacía más de veinticinco años que las dos mujeres no se veían, pero simpatizaron de inmediato. A su antigua compañera de colegio no le extrañó que Lola se dedicara al mundo del espectáculo porque ya de pequeña era una niña muy imaginativa y diferente a las demás. Tras aquel encuentro estrecharon su amistad y Maria Buchanan se convirtió en una figura importante para ella en sus últimos años de vida.
Ante el éxito obtenido, Lola alquiló el teatro para una segunda serie de conferencias que se prolongaron hasta principios de junio. Solo una noticia ensombreció por un instante aquel momento dulce: Lola se enteró por la prensa de que su tercer marido, el periodista Patrick Hull, había fallecido a los treinta y cuatro años tras una larga y dolorosa enfermedad. Aunque Lola no guardaba buenos recuerdos de él, sintió su pérdida y, como era de naturaleza supersticiosa, pensó que pesaba sobre ella una maldición: «Todos mis maridos, menos el primero, y mis jóvenes amantes han muerto de manera trágica e inesperada. A veces me pregunto si Alejandro Dumas no tenía razón cuando dijo que traía mala suerte a todos los hombres que se acercaban a mí».
La llegada del verano interrumpió toda actividad cultural en Manhattan y la artista se retiró a una casita muy al norte de la ciudad, en el popular barrio de Yorkville. Su nueva vivienda, situada en lo alto de un montículo, le recordaba su cabaña de Grass Valley y tenía un pequeño jardín de flores. Entonces comenzó su carrera como escritora. En los últimos meses se había dedicado a reunir los textos de sus conferencias y una pequeña editorial neoyorquina la animó a publicarlos en forma de libro. Aunque en esta ocasión los críticos consideraron que los discursos eran «muy superficiales», el libro se vendió muy bien y pronto salió una segunda edición a la calle. Lo que no esperaba era que algunos periódicos pusieran en duda la autoría de sus discursos. Eran muchos los que creían que estas conferencias las había escrito el señor Chauncey Burr y que además eran un plagio de otras. Lola se defendió enviando cartas a los periódicos más importantes, como el New York Herald, pero quien más la ayudó fue el editor del Cleveland Plain Dealer. En su editorial publicó el siguiente artículo exculpando a la artista:
Lola Montes es una mujer enormemente cultivada y notablemente dotada, con independencia de sus defectos privados, y decir que no es capaz de redactar los discursos que recita es al mismo tiempo absurdo y mezquino. El que suscribe estas líneas jurará que en una ocasión vio cómo la gallarda condesa tomó recado de escribir, se sentó ante un buró y redactó de su puño y letra una carta, brillante y llena de ingenio, en la que cierto editor quedó lindamente retratado. El incidente tuvo lugar en Cincinnati. ¿Que Lola Montes no escribe? ¡A otro perro con ese hueso! Sabe incluso componer tipos.
Lola había comenzado con suerte su carrera de escritora y pronto se animó a publicar un segundo volumen bajo el título de Las artes de la belleza o secretos del tocador de una dama, por Madame Lola Montes, Condesa de Landsfeld. La autora confesaba en el prólogo que había procurado escribir un libro útil a la vez que entretenido. Esta obra contenía infinidad de trucos prácticos sobre belleza e higiene. También ofrecía sus propias fórmulas magistrales para elaborar cremas faciales y gran variedad de tratamientos para evitar las arrugas, aumentar el pecho, curar los labios agrietados o eliminar las pecas. Todo a partir de productos naturales porque Lola consideraba que los cosméticos industriales eran muy dañinos. El aire fresco, el ejercicio, una higiene escrupulosa y la moderación en las comidas garantizaban, según ella, una vida saludable y una belleza duradera.
La primera edición neoyorquina de Las artes de la belleza tuvo muy buena acogida en Estados Unidos, donde vendió más de setenta mil ejemplares en unos pocos meses. Tras este éxito la obra fue traducida a varios idiomas, pero Lola no pudo evitar que se publicara sin su autorización en otros países. Algunos editores sacaron hasta tres ediciones simultáneas, con un tamaño y un precio que se adaptaban a todos los bolsillos. Aunque la autora podía haber ganado mucho más dinero por sus ventas, no podía quejarse. Entre sus discursos y sus libros había recuperado su maltrecha economía y podía permitirse seguir alquilando en verano su casa en Yorkville, donde vivía rodeada de sus mascotas y una pequeña corte que la visitaba semanalmente.
Aunque Lola intentaba convertirse en una buena cristiana, le costaba renunciar a algunas de sus viejas costumbres. En aquel verano de 1858 comenzó a rodearse de pintorescos personajes de paso por Nueva York. Según algunos testigos, «no eran el tipo de invitados en cuya compañía debería ser vista una mujer religiosa en su madurez». Lola, ajena al escándalo, daba la bienvenida en su casa a una colección variopinta de artistas bohemios, nobles venidos a menos, librepensadores y miembros del movimiento espiritista de liberación sexual. Pronto se extendió el rumor de que la artista estaba organizando una comuna de amor libre en su residencia y varios periodistas se acercaron hasta Yorkville para entrevistarla. En realidad Lola se dedicaba en estas reuniones a su mayor pasatiempo, el arte de la conversación, del que era una maestra indiscutible. Sus invitados eran de lo más extraño porque, como le confesó a un reportero, «me encanta conocer y tratar a todo tipo de personajes peculiares y la gente normal me aburre bastante».
Lola presidía estas reuniones informales sentada en un sillón de seda azul instalado en medio del salón, y liaba cigarrillos para todos de una bolsa con tabaco que colgaba de su asiento. Saludaba a los recién llegados con gran entusiasmo, les ofrecía una copa de brandy o vino y proponía un tema del que se podía hablar sin ningún tipo de censura. El interior de su vivienda estaba decorado con muchas flores y plantas, delicadas alfombras orientales cubrían los suelos de madera y había aparadores llenos de objetos traídos de todos los rincones del mundo. En aquellas veladas le gustaba iluminar toda la casa con velas y crear un ambiente íntimo propicio para la conversación relajada. El talento y el ingenio de Lola como narradora asombraba a todos. Un invitado a una de estas veladas escribió: «No había posibilidad de hacer nada salvo escuchar cuando ella hablaba. Puedo afirmar con certeza que no había tema alguno, al menos que se encontrara a mi alcance, en el que ella no pudiera conversar con algún sustento de sus lecturas y experiencias personales».
A principios de noviembre Lola comenzó los preparativos de su gira de conferencias por Gran Bretaña. Se encontraba mejor de salud y el reverendo Burr la animó a visitar su Irlanda natal. Unos días más tarde embarcaba en el vapor Pacific rumbo a Dublín. Lola guardaba recuerdos borrosos de su infancia, pero no había olvidado los espléndidos paisajes naturales del condado de Sligo, sus bahías de abruptos acantilados y sus largas playas de arena. Hacía tiempo que deseaba regresar a esos escenarios y reencontrarse con familiares a los que no había vuelto a ver desde que abandonó su pueblo siendo apenas una niña. El viaje desde Nueva York a través del Atlántico duró dos semanas y fue muy accidentado. El barco tuvo que afrontar fuertes marejadas y vientos helados. Desde la cubierta, la visión de enormes y peligrosos icebergs flotando a la deriva mantuvo en vilo a la tripulación.
Habían pasado más de veinte años desde que Lola abandonara Irlanda por última vez rumbo a Calcuta. Entonces era una colegiala romántica y caprichosa casada con un apuesto teniente de la Compañía de las Indias Orientales. Mientras se acercaba a la costa los recuerdos de aquellos años se agolparon en su mente. Todo un mundo que creía desaparecido resurgía ahora en su memoria. Pensó en su madre Eliza, a quien no había vuelto a ver. En más de una ocasión había estado a punto de coger la pluma y escribirle una carta, pero entonces su madre no le inspiraba ninguna ternura. Ahora, en su madurez, Lola creía que ya era demasiado tarde para superar sus diferencias. Pero su ausencia había marcado su vida. «Me equivoqué, madre, y te hice mucho daño. Fugarme con Thomas fue el gran error de mi vida. Lo he pagado caro, muy caro. Sé que nunca me perdonarás y que te avergüenzas de mí. Pero si me hubieras dado un poco de tu amor, quizá habría sido mejor persona», se lamentaba Lola.
Cuando el 23 de noviembre el vapor Pacific atracó en el muelle de Galway, un grupo de admiradores la esperaba para darle la bienvenida. Lola regresaba a su tierra como una celebridad y la prensa estaba ansiosa por entrevistarla. La artista descendió por la pasarela luciendo un elegante vestido de seda negra con volantes y protegiéndose del frío con una capa de piel. Ya en tierra firme, atendió a la prensa con una sonrisa y declaró emocionada: «Siento un gran afecto por Irlanda, mi tierra natal, que siempre he llevado en mi corazón. Estoy ansiosa por visitar mi lugar de nacimiento, que abandoné cuando no era más que una niña».
De nuevo Lola se dejaba llevar por la imaginación. A lo largo de toda su vida se había hecho pasar por española y nunca había reconocido sus verdaderas raíces. Pero ya no ocultaba que era irlandesa aunque por sus venas «corría sangre del Sur». Tras responder a las preguntas de los periodistas, Lola y el reverendo Burr tomaron el tren hacia Dublín y se alojaron en un hotel del centro de la ciudad. Aunque Grange, el pueblo donde había nacido, se encontraba a unos doscientos kilómetros de la capital, Lola no quiso visitarlo. Tampoco viajó a Cork, donde vivía una tía suya con sus dos hijos. Temía remover dolorosos recuerdos y no ser bien recibida por su familia materna.
Durante la gira Lola pasaba mucho tiempo en la compañía del señor Burr, que se había convertido en «su secretario, amigo, confidente y representante». Cuando la actriz estaba inspirada, escribía los textos de un tirón, y luego los corregían juntos. Sin embargo su relación no era solo profesional. Ambos tenían largas y profundas conversaciones sobre temas religiosos. Fue el reverendo quien la animó a rezar y a meditar para alcanzar la paz interior. Lola comenzó a llevar un diario donde plasmaba sus profundas preocupaciones espirituales. En una de sus páginas se podía leer:
¡Oh, no me atrevo a pensar en el pasado! ¿Qué no habré vivido? Solo vivía para satisfacer mis propias pasiones… ¡Qué no daría por conseguir que mi experiencia, terrible y espantosa, se ofreciera como horrenda advertencia para espíritus como el mío! Y aun así, cuando la gente, e incluso mi madre, me dio la espalda y negó conocerme, Jesús llamó a las puertas de mi corazón. ¿Qué me ha dado a mí el mundo? (Y he conocido todo lo que el mundo puede ofrecer, ¡todo!). Nada más que sombras que han dejado una herida en mi corazón muy difícil de curar; una oscura decepción.
El 8 de diciembre Lola Montes se estrenó como oradora en Dublín, donde dio una conferencia: «América y su gente». El reverendo Burr había hecho bien su trabajo y el salón estaba lleno de un público elegante y atento. Cuando Lola se colocó frente al atril forrado de carmesí, recibió un prolongado aplauso. Muchos asistentes se quedaron sorprendidos al ver que aún tenía buena presencia y aunque su rostro había envejecido, sus magníficos ojos azules aún llamaban la atención. Ante las buenas críticas y con un público entregado, la artista prosiguió su gira por Escocia, donde actuó en las principales ciudades. Su agente la mantenía muy ocupada y cada semana ofrecía entre tres y cuatro charlas distintas. Burr realizaba una intensa labor publicitaria y Lola siempre actuaba ante auditorios abarrotados de público. La única queja era que las charlas eran demasiado breves para el alto precio que cobraban. Los asientos de primera fila para sus conferencias a menudo costaban más de 3 chelines, mientras que las localidades de las lecturas ofrecidas por el célebre escritor Charles Dickens solo valían 2 chelines. Lola Montes estaba ganando mucho dinero gracias a su legendaria fama y a la acertada elección de los temas.
A principios de abril 1859, tras cuatro meses extenuantes de viaje, Lola llegó a Londres, destino final de su gira. Aún contaba con buenos amigos en los círculos artísticos de la ciudad y se alojó en una bonita casa junto a Portland Place. El señor Burr alquiló el elegante salón Saint James, junto a Piccadilly Circus, para sus primeras apariciones públicas. Las charlas de la condesa de Landsfeld no despertaron gran interés en la prensa inglesa, pero un crítico reconoció su capacidad para atraer la atención de la gente: «A los tres minutos del comienzo la condesa había tomado completa posesión de su auditorio». El público la escuchaba embelesado y se marchaba satisfecho por haber pasado «unos minutos de lo más entretenidos». Durante las siguientes semanas y a pesar de la persistente lluvia, Lola consiguió vender todas las localidades. Para su satisfacción, en las charlas tituladas «Aspectos cómicos de la elegancia» y «Heroínas de la historia» contó con la presencia de un público en su mayoría femenino, y en las primeras filas reconoció a algunas famosas sufragistas que luchaban por conseguir el voto para las mujeres.
Tras su última conferencia, el reverendo Burr regresó a América, pero Lola quiso quedarse unas semanas más en Londres. Unos amigos la animaron a alquilar una mansión amueblada en el exclusivo barrio de Mayfair. Era una residencia de estilo colonial y dos plantas rodeada de jardín, a un paso de Hyde Park. Lola no pudo evitar la tentación y aunque había emprendido un camino de humildad y arrepentimiento, tenía suficiente dinero para llevar un buen tren de vida. Contrató a varios sirvientes, un cochero, un jardinero y se permitió el lujo de renovar su desgastado vestuario. Su idea era conseguir una buena renta alquilando parte de la casa a huéspedes distinguidos mientras disfrutaba de un agradable retiro.
Pero los planes de Lola se torcieron desde el primer instante. Aunque se esmeró en mandar tarjetas de visita a viejos conocidos y miembros de la alta sociedad británica, todos le dieron la espalda. Nadie estaba dispuesto a echar por tierra su buena reputación alojándose en la casa de una mujer marcada por el escándalo. Para hacer frente a los gastos que le ocasionaba su nueva residencia, ofreció dos conferencias en el salón Saint James, pero asistió poco público. La artista seguía siendo incapaz de administrar bien el dinero y en apenas unas semanas comenzó a acumular deudas. Se peleó con el servicio doméstico y dejó de pagar el alquiler de la vivienda. Fue demandada por el propietario y debido al estrés cayó gravemente enferma. Cuando se ejecutó la sentencia, le embargaron todos sus bienes y finalmente consiguieron desalojarla por la fuerza. Lola podía haberse quedado en la calle de no haber sido por la generosidad de una anciana pareja que había oído hablar de su difícil situación; la invitaron a vivir en una finca en el campo, en el condado de Derby.
En medio de un paisaje de montañas, jardines y lagos, Lola recuperó pronto la salud. Vivía en una casita de gruesos muros de piedra cubiertos de madreselva y tejados de pizarra empinados. Cada día daba gracias a la Providencia por haber encontrado a unas personas bondadosas que la salvaron de acabar en la indigencia. Había vuelto a tocar fondo, pero hacía mucho tiempo que no se sentía tan feliz y en paz consigo misma. El campo le sentaba bien; se entretenía trabajando en la huerta, recogiendo bayas y haciendo excursiones. También dedicaba unas horas a la meditación y leía los ensayos religiosos del predicador John Bunyan cuyos sermones ahora guiaban su vida. Todos los domingos acudía a una capilla metodista donde se sentía muy a gusto por la sencillez del oficio religioso y la amabilidad de los parroquianos. Ya entonces solo ansiaba servir a los demás, visitar a los enfermos y a los pobres, pero, tal como anotó en su diario, «esto ocurrirá cuando Dios lo estime oportuno y cuando Él me crea apta para esta dicha, cuando haya expiado mi ser por completo».
Lola abandonó su idílico retiro en la campiña inglesa y regresó a Nueva York en noviembre. En esta ocasión alquiló un modesto apartamento en el barrio de Brooklyn y allí se instaló con sus perros y aves exóticas. Aunque estaba muy cansada y volvía a padecer terribles jaquecas, no podía retirarse definitivamente porque necesitaba dinero. Durante todo el invierno y de nuevo bajo la supervisión de Burr, continuó dando conferencias en distintos auditorios de Broadway y anunció que se estaba preparando para actuar en las principales ciudades de la costa Este. En aquellos días algunas voces se alzaron contra el reverendo, al que acusaban de explotar a Lola Montes y de someterla a agotadoras giras para enriquecerse a su costa. A pesar de su extrema delgadez, la condesa aún mostraba un buen aspecto; solo el ligero temblor en su mano derecha y la palidez de su rostro delataban que estaba convaleciente. En ocasiones una tos seca la obligaba a interrumpir su charla y un sudor frío cubría su frente. Para muchos que la veían por primera vez estaba claro que la condesa de Landsfeld, tras su serena apariencia, trataba de ocultar alguna grave dolencia.
Sin embargo, Lola, que seguía llenando auditorios y contando con buena prensa, prosiguió con su extensa gira de conferencias actuando en más de una veintena de ciudades, desde Filadelfia hasta Cleveland, donde pasó el crudo invierno. Su salud no había mejorado, pero resistía a base de gotas de láudano y de belladona, que la ayudaban a relajarse. En aquellos días escribió una sincera carta a su amiga Maria Buchanan, donde le confesaba que se sentía exhausta y soñaba con regresar pronto a Nueva York:
Tengo que llevar una vida muy monótona, encerrada en mi cuarto durante el día o viajando en coches y dando discursos por las noches ante un montón de gente que no está interesada en mí. Estoy deseando regresar a Nueva York, puesto que es la única ciudad de América donde quiero vivir. Llevo cuatro semanas aquejada de unas dolorosísimas migrañas en el lado izquierdo de la cara, lo que me causa un gran padecimiento, pero ahora comienza el hermoso clima primaveral y ya me siento mucho mejor. Por todas partes la prensa canta alabanzas sobre mí, lo cual resulta muy agradable, aunque en realidad no me preocupa mucho lo que digan.
Tras meses de gira a un ritmo frenético, Lola volvió a Nueva York a finales de abril de 1860. Había conseguido ahorrar algo de dinero y se permitió alquilar un apartamento en Greenwich Village, donde se instaló bajo el nombre de señora Heald. Esta ciudad parecía hecha a su medida y sentía que era su verdadero hogar. Tras su último viaje a Londres había descubierto que una mujer liberal e independiente como ella no encajaba en la rígida y clasista sociedad inglesa. Aquí contaba con buenos amigos y comenzó a asistir a una iglesia metodista. Sentía que por fin había echado raíces y la llegada del buen tiempo la animó.
En junio el calor en Nueva York se había vuelto insoportable con temperaturas por encima de los cuarenta grados. Un sábado por la mañana Lola se levantó de la cama y cuando estaba preparando el desayuno comenzó a sentirse mareada. Regresó al lecho y la habitación le daba vueltas. Tenía un fuerte dolor de cabeza y no podía mover la parte izquierda de su cuerpo. Su sirvienta Annie, que acudía algunos días a su casa a limpiar, al llegar la encontró bañada en sudor y jadeante. Aunque la joven, muy azorada, le preguntaba si tenía dolores y trataba de reanimarla, Lola apenas la oía y no podía hablar. Tumbada en la cama, con los ojos nublados, no sentía absolutamente nada. Annie enseguida llamó al médico, que al comprobar que había sufrido una embolia solo pudo acomodarla mejor en su cama y esperar su evolución. En los dos días siguientes Lola no dio señales de alivio. Seguía sin poder hablar y tras el ataque la boca se le había quedado torcida en un horrible rictus. El martes amaneció con los ojos cerrados y el cuerpo frío. Parecía haber entrado en coma y el médico consideró que era muy poco probable que sobreviviera a esa noche.
Aunque ya todos la daban por muerta, unas semanas más tarde Lola tuvo una ligera mejoría. Todavía tenía el lado izquierdo del cuerpo paralizado y no podía comunicarse, pero lo peor de la crisis había pasado. El matrimonio Buchanan, preocupado por su situación, comenzó los preparativos para trasladarla a su casa de verano en Long Island. Allí la instalaron en una confortable habitación y Lola continuó aferrándose a la vida. A todos les asombraba la indomable voluntad que aún tenía. En agosto la condesa había conseguido algunos avances, pero una periodista que la visitó se quedó muy impresionada por su deteriorado estado físico:
Lola estaba vestida con una bata que nunca se quitaba y se sentaba en un hermoso jardín. Sus mejillas hundidas, los ojos apagados y su delgadez casi cadavérica creaban un singular contraste con las alegres flores que la rodeaban. Era incapaz de pronunciar una sola palabra inteligible y solo lo conseguía tras un gran esfuerzo. Babeaba y se limpiaba inconscientemente como los niños pequeños, pasándose por la cara la manga de su vestido. De hecho, tenía un extraño aspecto salvaje y se comportaba como si hubiera perdido la razón. Era evidente que había desconectado del mundo que la rodeaba. ¡Y así termina su azarosa y genial vida! ¡Qué gran lección sobre la vanidad humana!
Hacía tres meses que Lola se hallaba instalada en la residencia de los Buchanan cuando una mañana de octubre, con grandes dificultades le dijo a su amiga:
—Quiero volver a casa, no deseo ser una carga para vosotros…
—Querida, no digas tonterías —le replicó Maria, sorprendida por sus palabras—, ¿acaso no estás bien aquí?
—Necesito estar sola, aún puedo valerme por mí misma y deseo vivir con humildad para expiar mis pecados.
—Pero, Lola, pronto llegará el invierno —añadió intentando convencerla— y todavía no estás recuperada. No tengas prisa, espera a la primavera y entonces…
—No —la interrumpió—, ya he tomado una decisión. Me iré mañana por la mañana después del desayuno.
La señora Buchanan no pudo hacerle cambiar de opinión y le buscó una habitación en una pensión a unas pocas calles de su casa de Manhattan. Contrató a una enfermera viuda, Margaret Hamilton, para que cuidara de ella y la ayudara en su difícil rehabilitación. Gracias a su disciplina y tesón, Lola cada día conseguía un pequeño progreso.
Poco a poco fue recuperando el habla y podía dar unos pasos por la habitación con ayuda de un bastón. Consciente de que su enfermedad no tenía cura y que en cualquier momento podía abandonar este mundo, pidió que se redactara un testamento y lo poco que tenía lo donó a la iglesia del Buen Pastor.
En otoño de 1860, Lola recibió una inesperada visita. Su madre, Eliza Craigie, se había enterado de que su hija estaba a punto de morir y compró un pasaje para viajar a Nueva York. A sus más de cincuenta años, aún conservaba su legendaria belleza y arrogancia. La dama había hecho un largo viaje desde Inglaterra para hacerse cargo de la herencia. Lola no tenía marido ni hijos y ella era su única familia. Había seguido a través de la prensa sus inicios como bailarina con un falso nombre, sus escandalosas aventuras amorosas por toda Europa y su estancia en Munich convertida en la amante del rey Luis. Sentía vergüenza de aquella hija que se exhibía en los escenarios ligera de ropa y se comportaba como una cortesana. Para ella Lola había muerto hacía tiempo, pero tenía derecho a heredar su fortuna. Imaginaba que al final de su vida, para sobrevivir, se habría desprendido de algunas joyas, pero estaba segura de que aún conservaba valiosos regalos del rey y de otros protectores.
Cuando Eliza se encaminó hacia la pensión donde se alojaba Lola, no imaginaba lo que se iba a encontrar. Su hija ocupaba una pequeña habitación del segundo piso que daba a un patio interior. Apenas tenía muebles y las paredes estaban desnudas. Solo poseía una cama, una mesita de noche, un viejo sillón donde descansaba y un baúl cubierto de etiquetas de hoteles y compañías marítimas, el único recuerdo de sus viajes por el mundo. Margaret, la enfermera, la invitó a pasar y se retiró para dejarlas a solas. Eliza contempló distante la frágil figura de su hija y su rostro consumido por el dolor. Su belleza se había evaporado y solo quedaba una sombra de sí misma. Lola no demostró ninguna alegría al verla y con voz firme le dijo:
—No eres bienvenida, madre, ya he pagado por mis pecados, el buen Jesús me ha puesto a prueba y ahora solo espero el momento de reunirme con él. ¿A qué has venido?
—Me enteré por la prensa de que estabas muy grave y deseaba estar a tu lado, es lo menos que puedo hacer.
—No, madre, no mientas. Estás aquí por mi dinero; crees que soy una mujer rica, pero te podías haber ahorrado el viaje. Tu hija, ya ves, se ha desprendido de todo, no tengo absolutamente nada. Vivo de la caridad de mis amigos y de la iglesia.
—Veo que no has cambiado —le respondió Eliza, contemplando horrorizada la mísera habitación— y que tu orgullo te impide aceptar mi ayuda, eres…
—Madre, soy una pobre y humilde penitente que cada día pide perdón por sus pecados. Claro que acepto la ayuda de las personas que me quieren y se interesan por mí, pero no la tuya. Y ahora te pido que me dejes sola, estoy cansada y quiero dormir.
Eliza no supo qué responder. La señora Buchanan le había contado que Lola había vendido todas sus joyas y que el poco dinero que le quedaba lo había repartido entre los pobres y lo había donado a la iglesia. Pero ella no la había creído. Ahora, al ver la austeridad con la que vivía, comprendió que aquella visita había sido un error. No tenían nada más que decirse. Eliza abandonó la habitación y le dijo a la enfermera que se quedaría unas semanas más en la ciudad y volvería a visitarla. También que le daría a la señora Buchanan un dinero para ayudar con los gastos médicos. Nunca regresó a la pensión. A los pocos días, la señora Craigie puso rumbo a Inglaterra y aunque escribió varias cartas a su hija, esta nunca le respondió.
La salud de Lola fue mejorando durante aquel otoño y por las tardes salía a pasear del brazo de Margaret. También asistía a la iglesia y, sentada en el último banco, escuchaba la voz del reverendo y meditaba sus palabras. Se sentía débil y vulnerable, pero la fe la animaba a ser fuerte y bondadosa. Por fin estaba preparada para ayudar a los más necesitados y pidió a la señora Buchanan que dejara que la acompañase en una de sus visitas de caridad al Asilo de las hermanas de la Magdalena. Esta asociación ayudaba a las mujeres que trataban de abandonar la prostitución y se encargaba de buscarles un trabajo digno. Lola sintió una gran pena por aquellas pobres marginadas que sufrían el mismo rechazo de la sociedad que ella había padecido. En los días siguientes y cuando su salud se lo permitía, las visitaba y les daba consejos. Con firmeza, las animaba a «volver al redil» y a abandonar aquel mundo de pecado donde solo encontrarían infelicidad.
Gracias a una admirable fuerza de voluntad, Lola consiguió caminar por sí misma y solo se le notaba una leve cojera. A mediados de diciembre sus más próximos estaban convencidos de que conseguiría salir adelante. El día de Navidad amaneció frío y ventoso, pero Lola se animó a dar un paseo por la Quinta Avenida. Las calles, muy concurridas, estaban adornadas con miles de luces de colores y abetos decorados con bolas y guirnaldas. Se detuvo en los lujosos escaparates de las tiendas de moda y se tomó un chocolate caliente en una cafetería cercana a la pensión. Por la noche, al regresar a su habitación, comenzó a encontrarse mal. Tosía mucho, tenía fiebre alta y escalofríos. Se metió en la cama vestida y apenas durmió. Lola, que tenía los pulmones delicados, había cogido una neumonía. Su estado era muy grave.
La señora Buchanan pidió al reverendo Francis Hawks que visitara a Lola y le diera consuelo espiritual porque su muerte parecía estar próxima. Este carismático clérigo de la Iglesia Episcopal del Calvario aceptó el encargo con cierto escepticismo. Aunque no la conocía personalmente, había oído hablar de la famosa Lola Montes, una artista excéntrica y de vida desenfrenada, de belleza tan seductora que los hombres perdían la cabeza por ella. Dudaba de que aquella mujer pudiera estar realmente arrepentida de sus pecados y temía que al verse al final de su vida, y llevada más por la desesperación que por la fe, quisiera el perdón divino.
Sin embargo, la tarde que el reverendo conoció a Lola sintió una gran compasión por ella. Nada quedaba de la hermosa mujer que había tenido el mundo a sus pies. Se la encontró tumbada en la cama, leyendo a la tenue luz de una lámpara un ensayo sobre «la vivencia de la fe». Por toda la habitación había citas de la Biblia escritas en letras de gran tamaño. Cuando el clérigo le preguntó el motivo, Lola le respondió: «Son la palabra del Señor y me dan aliento para afrontar la muerte, que creo me llegará pronto». Tras pasar un rato con ella y leer juntos las Santas Escrituras, el reverendo Hawks se quedó convencido de que su arrepentimiento era verdadero: «En el transcurso de mi larga experiencia como pastor cristiano no creo haber visto nunca una humildad y una penitencia más profundas, una contrición del alma más auténtica y unos reproches más amargos a una vida pasada que los que esta pobre mujer ha mostrado».
Todos los días, tras el oficio de la mañana, Hawks aparecía sonriente por la puerta de la habitación donde Lola le esperaba impaciente. En el curso de estas visitas, conmovido por su fervor religioso, le hablaba con sencillez del amor de Cristo y ella escuchaba sus palabras embelesada. Agradecía su compañía porque ya no tenía fuerzas para acudir a la iglesia. «¿Quién me iba a decir a mí que al final de mis días acabaría encontrando el consuelo en un pastor de la iglesia?», pensaba cuando se quedaba sola.
El jueves 17 de enero de 1861, una suave nevada caía sobre Manhattan y el cielo amaneció con grandes nubarrones. El reverendo estaba a punto de oficiar la misa cuando le avisaron para que acudiera de inmediato a la dirección donde vivía Lola. Al llegar se encontró a la señora Buchanan de rodillas junto a la cama de su amiga, rezando. La enferma yacía con los ojos cerrados y el cuerpo rígido.
—Querida, me ausento un rato —le dijo con lágrimas en los ojos—, el pastor acaba de llegar.
Hawks se sentó junto a la moribunda y, cogiendo su mano, alzó la voz:
—Lola, sé que me escuchas, estoy a tu lado. Hazme una señal si tu alma está en paz y si todavía sientes que Cristo puede salvarte.
Se hizo un silencio y Lola asintió con la cabeza. Después comenzó a leer un pasaje de la Biblia y al cabo de unos minutos ella abrió los ojos como si despertara de un largo sueño. Mirando fijamente al reverendo, le susurró:
—Luis, ¿estás ahí? Perdóname, perdóname.
Aquellas fueron sus últimas palabras. Lola Montes aún no había cumplido los cuarenta años cuando emprendió el gran viaje para el que se había preparado como una penitente durante los últimos meses. Libre al fin de ataduras y sufrimiento, ya era una leyenda.
Tal como había prometido a su amiga en el lecho de muerte, la señora Buchanan escribió una carta al rey Luis I de Baviera en la que le informaba de que Lola Montes había fallecido como una auténtica cristiana y que nunca había olvidado su generosidad. A sus setenta y cuatro años, el anciano monarca vivía retirado en Niza, donde llevaba una vida tranquila alejada de las presiones de la corte. Su esposa, la reina Teresa, había fallecido siete años antes víctima del cólera y nunca superó su pérdida. Ahora, al recibir aquella inesperada carta con membrete negro desde Nueva York, donde una desconocida le contaba que su antigua amante había muerto, sintió una gran tristeza y le embargó la nostalgia. Desde que sus caminos se separaran había tratado de olvidarla con otras conquistas, pero Lola había dejado una huella profunda en su corazón.
Mientras leía una vez más la carta no pudo evitar emocionarse y suspiró: «¡Ay, mi amada Lolita! Fuiste mi locura y mi perdición, pero no merecías un final así. Solo deseo que encuentres la paz y el consuelo que no tuviste en vida».