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La leona de París

 

 

 

 

Recostada en la cama, mientras fumaba lentamente un cigarrillo, a Lola le invadió la nostalgia. Cuando se sentía sola cerraba los ojos y se trasladaba a los mágicos escenarios de su niñez en la India. Cómo añoraba en momentos así el cariño de Denali, su dulce voz y sus caricias. No había olvidado el olor a humo y a tierra mojada, el viento cálido del monzón, la humedad que se pegaba a su piel y aquellos paisajes exuberantes donde creció libre y despreocupada. A estas alturas su madre ya se había enterado por la prensa de que era bailarina y su reacción no se hizo esperar. Se vistió de riguroso luto y anunció a todas sus amistades de Calcuta que su hija había muerto. No volverían a verse ni mantendrían ningún contacto. Lola odiaba en lo más profundo a aquella mujer egoísta y superficial que nunca la había querido. Aún recordaba las duras palabras que le susurró al oído en la deslumbrante fiesta de Simla donde ella acaparó todas las miradas: «Has venido al mundo para fastidiarme».

Habían pasado casi cuatro años desde que dejara la India y le parecía una eternidad. Imaginó cómo habría sido su vida si no hubiera abandonado a su esposo Thomas, si se hubiera resignado a ser la perfecta esposa de un oficial de la Compañía de las Indias Orientales con una prometedora carrera militar por delante. Pero ella no era como las demás y se alegraba de haber dejado atrás aquella vida tan vacía. Aunque su comportamiento había provocado dolor y rechazo a los suyos, no se arrepentía de nada. En aquella época las mujeres fuertes, independientes y apasionadas eran un peligro, una provocación.

Acababa de llegar a Dresde y aún no se había recuperado de la larga y humillante gira que la había llevado hasta San Petersburgo. Apenas le quedaba dinero, justo para pagar unos días la habitación de su hotel, pero conservaba algunas joyas obsequio de sus amigos y protectores. Herida en su orgullo por el desaire del zar Nicolás, pensaba en cómo continuar con su carrera artística. Tenía veintitrés años, estaba en la plenitud de su belleza y había actuado en los más importantes escenarios teatrales, pero no conseguía el triunfo soñado. Se sentía abatida y frustrada porque la prensa se hacía más eco de sus escándalos y amoríos que de su talento como bailarina. Tras los últimos acontecimientos en Varsovia le precedía una fama de mujer indómita y violenta que no la beneficiaba. Mientras hojeaba el periódico, un día leyó que el famoso compositor y pianista húngaro Franz Liszt se encontraba de gira y próximamente daría un concierto en la ciudad alemana de Dessau. Pensó que debía conocerle y que quizá él la ayudaría a dar el gran salto.

Lola había apuntado muy alto porque el hombre que deseaba conquistar era toda una celebridad y el músico mejor pagado de Europa. Liszt tenía treinta y dos años y se encontraba en la cúspide de su carrera. Recibía honores, sus giras atraían a un público entregado y la realeza competía por agasajarlo. Aquel niño prodigio, enclenque y pálido, que apenas se sostenía en lo alto de un taburete cuando dio su primer concierto a los nueve años, se había convertido en el mejor pianista de todos los tiempos. Un hombre que además de tocar con un virtuosismo nunca visto, era compositor, director de orquesta y benefactor de otros artistas que comenzaban a despuntar, como Richard Wagner. A su talento se unía un irresistible atractivo físico que levantaba pasiones. Delgado, bien vestido, de elegantes maneras, con su aire melancólico y media melena lisa de color rubio, parecía un príncipe de cuento. Lola conocía su fama de seductor y su debilidad por las aristócratas hermosas e inteligentes. Las damas de la alta sociedad se peleaban por conseguir uno de sus pañuelos de seda o de sus guantes de piel de cabritilla que conservaban como una reliquia. Algunas se desmayaban en sus conciertos, lanzaban flores a su paso y le gritaban piropos. Lola había oído que, en San Petersburgo, un grupo de exaltadas mujeres llegó a rodear su carruaje y tuvo que intervenir la policía para que pudiera llegar sano y salvo al teatro.

El 24 de febrero de 1844 Lola acudió con unos amigos al recital que Liszt ofrecía en Dessau y pudo comprobar la histeria colectiva que despertaba. Sentada en un palco del teatro, abarrotado de público, esperaba ansiosa la aparición del artista del que todos hablaban maravillas. Liszt cuidaba al detalle sus puestas en escena y saludó al auditorio con una majestuosa reverencia recibida entre vítores y aplausos. El músico tenía una memoria prodigiosa y era capaz de recordar cualquier partitura, por compleja que fuera. Mientras interpretaba sus apasionadas melodías, lanzaba miradas arrebatadoras a las damas sentadas en las primeras filas. Su magnetismo era tan irresistible que sus más fieles admiradoras le arrojaban joyas al escenario y gritaban fuera de sí.

Lola quedó profundamente impresionada al oír aquella tarde a Liszt tocar su nueva versión del Pater Noster. Nunca había oído nada igual en su vida. Sus conciertos eran auténticos espectáculos donde el músico brillaba como una gran estrella. Tras la actuación el público estalló en una gran ovación. Al finalizar la velada, la bailarina fue presentada al genio por un amigo común y cuando sus miradas se cruzaron, sintieron una mutua atracción. Liszt, siempre sensible a la belleza femenina, se mostró muy galante con la dama española. Lola estaba irresistible con un vestido de terciopelo verde esmeralda muy escotado y los hombros al descubierto. Llevaba su largo cabello recogido a la moda con la raya en medio y dos rodetes a ambos lados que le daban un aire muy juvenil.

—Monsieur Liszt, tiene usted un gran talento —le confesó Lola emocionada.

—Me halaga que haya disfrutado de mi concierto, ha sido una noche muy especial para mí, el público estaba entregado —le dijo sin dejar de mirarla.

—Tengo entendido que pronto iniciará una gira por mi país, quizá le resulte interesante conocer algunas costumbres españolas. Con gusto yo podría contarle algunas cosas.

—Me interesa mucho la música española, será para mí un placer poder conversar con usted. Ya sabe dónde encontrarme, madame Montes —dijo mientras le besaba la mano.

Liszt, que no frecuentaba los mismos ambientes que Lola, desconocía los escándalos y la reputación que la precedían. Para él no era más que otra admiradora con la que divertirse y dar rienda suelta a sus pasiones. Al día siguiente la bailarina fue a su encuentro en el teatro y dieron un largo paseo en calesa por los bosques. Entrada la noche, compartieron una romántica cena en un albergue y Lola le contó la historia de su vida. Fue desgranando, uno a uno, los recuerdos de su feliz infancia en Sevilla y cómo aprendió a bailar flamenco de la mano de una gitana. Sus mentiras eran tan convincentes y las contaba de manera tan real que en ningún momento el músico dudó de ella. Ambos se sentían muy a gusto y pasaron juntos el resto de la noche. Tras los malos modales de su esposo Thomas, hombre rudo y violento, y su breve relación con George Lennox, que la exhibía como un trofeo entre sus amigos de la alta sociedad, la sensibilidad y el refinamiento del músico la cautivaron.

A los pocos días Lola se dejaba ver en actitud cariñosa junto a Liszt sin importarle las miradas de la gente. Se había convertido en su nueva conquista y pronto la prensa de toda Europa se hizo eco del romance entre la bailarina andaluza y el genial compositor. Siempre tan impulsiva, le propuso que unieran sus caminos artísticos y él accedió a que la acompañara en su gira europea. Lola se instaló con todas sus pertenencias en una habitación contigua a la del maestro en el Hotel de Sajonia, su hospedaje preferido en Dresde. «Quiero que me ames. Quiero que no ames a nadie más que a mí. Como las mujeres de mi raza, ignoro lo que es la compasión», le escribió abriéndole su corazón.

Liszt atravesaba un delicado momento personal. La relación con su amante y compañera, la condesa Marie d’Agoult, se había enfriado. En 1835 esta hermosa aristócrata de cabellos rubios y tez de porcelana abandonó a su esposo y a su familia por seguir al joven músico del que estaba embarazada. Durante diez años vivieron su apasionado y tormentoso romance entre Suiza e Italia, donde pasaban largas temporadas. Tuvieron tres hijos, pero Marie, cansada de sus largas ausencias y de sus infidelidades, lo dejó y regresó a París con los pequeños. Hasta la fecha ella había sido su gran amor y su relación más estable. Lola había oído hablar de la condesa y le tenía una cierta simpatía. Esta mujer audaz, liberal y culta —publicaba sus libros bajo el seudónimo de Daniel Stern— le recordaba en algo a ella. No le importó renunciar a un buen matrimonio ni a su posición social para correr a los brazos de su gran amor.

Mientras se encontraban en Dresde, Lola acompañaba a Liszt a sus ensayos y asistió con él a un recital memorable del maestro donde interpretó a Beethoven. Como de costumbre, al finalizar su actuación el compositor se vio rodeado de admiradoras que le pedían autógrafos. En público se mostraba altivo y distante, nunca besaba la mano de las damas porque esperaba que ellas lo hicieran. Por primera vez en su vida la joven no era el centro de atención, nadie se fijaba en ella y se había convertido en la sombra del genio; una situación a la que no estaba acostumbrada y que comenzaba a resultarle incómoda. «Le adoran como a un dios, nunca he visto nada igual. No sé lo que siente por mí, es tan enigmático y callado, pero lo que sí sé es que hasta la fecha ningún hombre ha despertado en mí semejante pasión. Le amo y desearía que solo fuera mío», le confesó a una amiga.

El 29 de febrero Liszt invitó a Lola a que le acompañara a ver la gran ópera Rienzi de Wagner que se representó en su honor. Había coincidido con el compositor alemán en varias ocasiones, admiraba su talento y era su principal promotor. A Lola aquella obra ambientada en la Italia medieval se le hizo interminable y a punto estuvo de quedarse dormida. La música era potente, abundaban las procesiones, las marchas militares y los ballets, pero la joven no entendía el alemán y la obra duraba más de cinco horas. En uno de los intermedios, la pareja abandonó el palco para felicitar al tenor por su excelente interpretación en el papel principal. En su camerino se encontraron con Wagner y Liszt alabó conmovido su gran obra operística. En su biografía, el célebre maestro recordaba aquel encuentro y escribiría: «El curioso estilo de vida de Liszt en aquella época, que lo llevaba a estar constantemente rodeado de fastidiosos elementos de distracción, evitó que en esta ocasión pudiéramos mantener una conversación productiva». El elemento de distracción era Lola, que iba colgada del brazo del virtuoso pianista y a la que Wagner definió como «un ser demoníaco y sin corazón».

Unos días más tarde, Liszt ofreció un concierto benéfico para su buen amigo el tenor italiano Luigi Pantaleoni en el salón del hotel. Lola le acompañó y de nuevo fue testigo de la pasión que el músico suscitaba. El tenor no convenció porque tenía una voz pobre y utilizaba demasiado el falsete, pero Liszt brilló con su arte. Ella, que nunca había sido celosa, ahora no soportaba que aquellas pesadas admiradoras lo siguieran hasta el hotel y que le escribieran cartas de amor que él leía y luego arrojaba al fuego de la chimenea de su habitación. Lola también sentía celos por la condesa d’Agoult. Creía que él todavía la amaba y esperaba una reconciliación. Aunque no habían hecho muchos planes, la bailarina deseaba abandonar cuanto antes Dresde y continuar viaje con su amante rumbo a Leipzig, donde debía dar otro concierto. Pero la convivencia comenzó a deteriorarse. Los dos eran altivos y apasionados, tenían un fuerte temperamento y no estaban acostumbrados a recibir órdenes de nadie. Para Liszt era normal que las mujeres se sometieran a su voluntad y ocuparan un discreto segundo plano. La agresiva personalidad de su amante y sus cambios de humor le desconcertaban. Comenzó a echarle en cara que cada día regresaba más tarde al hotel y pasaba poco tiempo con ella.

Durante su estancia en Dresde un grupo de destacados miembros de la sociedad organizó un gran almuerzo en honor de Liszt. Aunque Lola no estaba invitada, consiguió convencer al músico para que la dejara acompañarle. Al llegar al restaurante, la bailarina se dio cuenta de que tampoco habían invitado al tenor Pantaleoni e insistió en que lo mandaran a buscar. Cuando llegó a la reunión, parecía muy alterado y molesto de que se hubieran acordado de él en el último momento. Comenzó a insultar a todos los presentes e incluso llegó a las manos con Gottfried Semper, el arquitecto que había diseñado el Teatro de la Ópera de Dresde. Lola se quedó tan escandalizada por su mal comportamiento que le reprendió en voz alta. El hombre la miró con desdén y dijo:

—Señora, no se equivoque conmigo, yo no soy un policía prusiano como los que usted acostumbra a intimidar.

—Lamento sus modales, está usted muy alterado y no sabe lo que dice… —le respondió ignorando sus palabras.

—¡Lola Montes! Quizá mi buen amigo Liszt no la conozca, pero yo sé que la han expulsado de varias ciudades europeas por su escandaloso comportamiento. ¿Se cree usted que puede darme lecciones a mí?

—Si pudiera darle lecciones, serían de música. Porque usted no tiene ni voz ni presencia —añadió ella en tono burlón. Y no contenta con el desafortunado comentario que acababa de hacer, se acercó a él y le abofeteó con su guante.

Pantaleoni no se quedó callado y le respondió con un gesto tan grosero que Lola estuvo a punto de desmayarse. Los invitados no daban crédito a lo que estaba ocurriendo, se levantaron indignados y la reunión se dio por terminada. El músico presenció la disputa sin intervenir y guardó silencio. No quiso poner a Lola en evidencia delante de sus amigos, pero aquel desagradable incidente le abrió los ojos. Liszt era un hombre demasiado libre e independiente y Lola le asfixiaba con sus exigencias. Tampoco estaba dispuesto a comprometerse con una mujer de carácter tan inestable que además ponía en peligro su ascendente carrera.

Al día siguiente, el músico se levantó muy temprano, hizo su equipaje en silencio y al salir cerró con llave la puerta de la habitación mientras Lola aún dormía. Temiendo su violenta reacción, llamó al director del hotel y le puso en antecedentes.

—Deseo pedirle un favor. Tome este dinero y no abra la puerta a la señora Montes hasta la hora del almuerzo —le dijo mientras ponía en sus manos la llave y unos billetes.

—Señor Liszt, por favor, no quiero su dinero. Haré lo que usted me diga, nos conocemos hace tiempo.

—No me entiende —insistió él—. Cuando mi amada descubra que la he abandonado, montará en cólera y me temo que destrozará algunos muebles. Este dinero es un adelanto por los daños causados.

—Comprendo, suba a su carruaje y no se preocupe. Ya sabe que soy un hombre discreto. —Y el músico se marchó.

Unas horas más tarde Lola se despertó y comprobó que las pertenencias de Liszt no estaban y que la había encerrado en su propia habitación. Desesperada, golpeó la puerta y trató de saltar por la ventana. Tal como el compositor había imaginado, Lola descargó su furia en el mobiliario y estrelló contra el suelo todo lo que encontró a mano, incluidos varios jarrones. Nada podía calmar la rabia que sentía en aquel instante. Entre sollozos culpaba a Liszt de haberse comportado como un cobarde. Ahora no sabía qué hacer ni a dónde dirigir sus pasos.

Cuando se tranquilizó, descubrió encima del escritorio un sobre a su nombre. Dentro había una buena cantidad de dinero y unas cartas de presentación firmadas por Liszt para sus influyentes amigos de la prensa en París. Además, el músico le prometía organizar su debut en el Teatro de la Ópera cuando regresara a la capital francesa a principios de abril.

Aunque durante un tiempo Lola no le perdonó que no se despidiera de ella, ninguno de los dos habló mal del otro. Franz Liszt en sus memorias recordaba a Lola con estas palabras: «¡Tenéis que verla! ¡Es siempre nueva, siempre cambiante, constantemente creativa! ¡Es una auténtica poetisa! ¡El genio mismo del encanto y el amor! ¡Todas las demás mujeres palidecen a su lado!». Lola no quiso quedarse ni un día más en esta ciudad donde había sufrido la mayor humillación de su vida amorosa. Al día siguiente compró un pasaje en la diligencia que la llevaría a París y abandonó Dresde sin mirar atrás.

Lola llegó a la capital francesa a mediados de marzo y le pareció bulliciosa y monumental, pero aún no tenía el esplendor que alcanzaría durante el Segundo Imperio. Reinaba entonces Luis Felipe I y era una ciudad caótica y maloliente con cerca de un millón de habitantes que se hacinaban en barrios miserables. No había alcantarillado ni agua potable y la mayoría de la población vivía en condiciones de extrema pobreza. Las calles estaban mal pavimentadas y un fuerte hedor se adueñaba de todos los rincones. En la Île de la Cité las casas aún eran de adobe y sus callejuelas tan estrechas que sus tejados rozaban entre sí. Las epidemias de tifus y cólera eran frecuentes y causaban estragos. A pesar de este sombrío escenario, París era la meca de la danza y el centro cultural de Europa. Artistas, bohemios e intelectuales llegados de todos los rincones del mundo acudían en busca de fortuna y diversión. También era la capital del placer y sus más célebres cortesanas reinaban en fiestas, bailes y tertulias.

En un primer momento Lola se alojó en un modesto hotel del boulevard des Italiens, cercano a la iglesia de Notre-Dame de Lorette. Era un barrio de casas antiguas y muy húmedas frecuentado por prostitutas —apodadas «lorettes»— donde residían conocidos artistas. En el número 54 de la calle del mismo nombre tenía su apartamento y estudio el pintor Eugène Delacroix y no muy lejos de allí vivía en una buhardilla la escritora George Sand con su amante, el pianista Chopin. Lola no perdió el tiempo y enseguida acudió a entregar las cartas de presentación de Liszt a los periodistas y hombres del mundo del teatro. Pronto iba a descubrir que en París a una mujer bella, atrevida y seductora como ella le era muy fácil hacer amigos.

La primera entrevista fue con Jules Janin, el temido y poderoso crítico del Journal des Débats y gran amigo del compositor. Como siempre, se preparó para causar buena impresión al periodista y eligió uno de sus vestidos más seductores. Jules, fascinado por su arrebatadora personalidad, se ofreció a escribir una columna halagadora para presentar a la bailarina española en sociedad. En su nota publicada el 18 de marzo, y sin haberla visto actuar, no dudó en ensalzar «su inigualable talento artístico».

Lola sabía que en París la competencia era muy grande y en los escenarios triunfaban las más consagradas bailarinas clásicas. El público todavía se rendía al encanto y la sensibilidad de Marie Taglioni, que en 1832 debutó en la Ópera de París con La Sílfide. Fue una auténtica revelación, la primera que bailó en puntas y, sin quererlo, se convirtió en un modelo a seguir. Las damas distinguidas adoraban su palidez y frágil apariencia, se peinaban como ella, «a la Sílfide», y su vestido de baile, de corpiño blanco y faldas transparentes —precursor del clásico tutú—, se puso muy de moda. Cuando acudían al teatro o al baile, las mujeres se envolvían en nubes de gasas y tules para parecer ninfas o hadas. La Taglioni tenía cuarenta años, y aunque se prodigaba poco, aún era un mito para sus fieles seguidores.

Pero la gran diva del momento era Carlotta Grisi, apodada «la dama de los ojos violeta». Esta bella y elegante bailarina italiana tenía la misma edad que Lola y había conseguido un rotundo éxito con el ballet Giselle. Muy pocas podían competir con su gracia y sus proezas técnicas. Aunque las danzas españolas que Lola ofrecía en su repertorio despertaban el interés, nada podía compararse con la puesta en escena de los grandes ballets románticos. Además, en aquella época causaban furor otros bailes populares. La polca estaba en su pleno apogeo y el cancán, un baile frenético y atrevido donde las chicas mostraban su ropa interior levantando las faldas mientras gritaban y daban patadas al aire, escandalizaba a las damas respetables. Lola, que sobre los escenarios suplía su falta de talento con sus artes de seducción, ahora tenía que competir con hermosas mujeres que bailaban ligeras de ropa y mostraban sin pudor sus portaligas.

A pesar de las muchas distracciones que ofrecía la ciudad, Lola se centró en su carrera y se preparó para triunfar como bailarina. Comenzó a recibir clases de Hippolyte Barrez, un coreógrafo del prestigioso Teatro de la Ópera de París. Jules Janin le había prometido que movería todos los hilos para conseguir una audición con su director, Léon Pillet. Mientras tanto, y gracias a su encanto personal y a sus cartas de recomendación, pudo conocer a otros hombres influyentes, algunos de ellos miembros del célebre Jockey Club, una elitista sociedad de caballeros ricos tan aficionados a las carreras de caballos como a las mujeres hermosas. Estos hombres pertenecientes a la alta aristocracia eran mecenas habituales de los teatros y la ópera y apoyaban con entusiasmo a sus bailarinas favoritas, muchas de las cuales eran sus amantes. Lola, que era una excelente amazona aunque no podía permitirse el lujo de tener su propio caballo, asistía como espectadora a las animadas carreras que el club organizaba en el Bois de Boulogne, donde acudía la flor y nata de la sociedad parisina.

Joseph Méry, novelista, poeta y dramaturgo de la élite literaria, fue uno de sus grandes apoyos. Lola nunca había conocido a un hombre tan erudito y brillante como él. Era un placer escucharle porque «lo sabía todo», tenía una memoria prodigiosa y una imaginación desbordante. Dio la casualidad de que él sí conocía algo del pasado de Lola porque había sido testigo en Varsovia del incidente con el oficial prusiano. Fue Méry quien la introdujo en los círculos artísticos e intelectuales de la capital y en sus inicios la ayudó a pagar las facturas. Estaba ansioso por presentarle a su íntimo amigo Alejandro Dumas. El célebre y prolífico novelista era todo un personaje del París mundano y literario. Excesivo, simpático, derrochador y con un portentoso talento, reinaba en los salones de moda. Su última novela, Los tres mosqueteros, le haría famoso y rico. Dumas, que sentía debilidad por las bellas mujeres, pronto se convirtió en su amigo y en uno de sus protectores.

Una noche Méry la invitó a cenar al Café de París donde se reunían todas las semanas. Situado en la esquina de la rue Taitbout, ocupaba todo el inmueble y era el cuartel general de los personajes del Tout-Paris. El local, famoso por la calidad de su comida, contaba entre sus fieles clientes con príncipes, artistas, millonarios, aristócratas y políticos relevantes. Para una ocasión tan especial Lola eligió un llamativo vestido negro de seda de escote cuadrado con volantes, y adornó su maravilloso cabello oscuro con dos claveles rojos. Como complemento llevaba su inseparable abanico y un vistoso chal de seda China sobre los hombros. La joven hizo su entrada triunfal del brazo de su inseparable Méry y enseguida atrajo todas las miradas. Allí estaban, además de Dumas, los autores más leídos e influyentes del momento: Théophile Gautier, Alfred de Musset, Honoré de Balzac y George Sand, entre otros.

—Queridos amigos, aquí está la amiga de Liszt de quien ya os he hablado, la famosa Lola Montes. ¡Pido para ella un aplauso! —exclamó Méry mientras la invitaba a sentarse con el grupo.

—Tengo entendido que es usted una dama de carácter de lo más intrépida… —comentó Dumas mientras la escrutaba de arriba abajo.

—Mi querido Dumas —le respondió Méry—, aquí tienes a una mosquetera de verdad. En Varsovia esta bella dama española se enfrentó a un oficial prusiano a golpe de fusta, y desafió al gobernador ruso en el teatro, delante de todo el público.

—Ya veo, madame Montes, que valor no le falta. Pero si lo que desea es triunfar en la Ópera —añadió el famoso crítico Théophile Gautier—, deberá estar a la altura de las grandes damas de la danza clásica… Tengo mucho interés en verla actuar.

Lola nunca olvidaría aquella divertida cena donde pudo codearse con algunos de los autores más célebres de París. De entre todos los presentes quien más llamó su atención fue George Sand. La famosa escritora —su verdadero nombre era Aurore Dupin— sentía un profundo cariño por Liszt y se mostraba muy atenta con Lola. Por aquel entonces tenía cuarenta años y vivía con Chopin, un joven enfermizo y de carácter difícil cuyo talento comenzaba a despuntar en Europa. A Lola le pareció «una mujer grande, masculina y de rasgos toscos» y lo que más le chocó es que vistiera como un hombre. Llevaba una levita larga ajustada a la cintura mediante un grueso cordel dorado, chaleco de lana, pantalones, corbata de seda y sombrero de fieltro de ala ancha. Era atractiva y pasional, de enormes ojos negros y con el cabello corto «a lo garçon», que resultaba muy seductora a ambos sexos. Se había divorciado de su marido y su larga lista de amantes era la comidilla de todo París. Al igual que a ella, le gustaba fumar cigarrillos y era una excelente amazona. Apenas pudieron charlar un rato pero era inevitable que se llevaran bien. Ambas eran liberales y transgresoras, nunca aceptaron los límites impuestos a las mujeres en la época que les tocó vivir. Ya entrada la noche, y tras beber varias copas de champán, Lola se atrevió a preguntarle por qué usaba prendas masculinas.

—No es un disfraz, querida —respondió ella con una sonrisa en los labios—, es una actitud ante la vida. Resulta más barato y fácil vestir así. Además, puedo pasar desapercibida y frecuentar ambientes vetados a las mujeres. Deberías probarlo algún día, las ropas masculinas son muy cómodas y los corsés no dejan respirar, nos asfixian.

—Ahí te doy la razón, pero las bailarinas debemos sacrificarnos por estar bellas. Yo seduzco a mi público con mi físico y creo que la mayoría de los hombres prefieren que lleve faldas.

—Tú seduces con tu personalidad, Lola; tienes coraje y sabes defenderte, eres una auténtica leona y pronto París se rendirá a tus pies —aventuró la escritora.

En aquel ambiente frívolo y alegre Lola se sentía a sus anchas y se ganó las simpatías de todos. Al finalizar la velada agradeció emocionada a los presentes la cálida bienvenida que le habían dado. Allí mismo sus anfitriones se comprometieron a ayudarla a conseguir un contrato en el teatro. Antes de despedirse, Alejandro Dumas le susurró al oído: «En tres meses la aplaudiremos en el Teatro de la Ópera, no lo dude». George Sand alzó su copa para brindar por ella y toda la mesa gritó al unísono su nombre: «Por Lola Montes, la leona de París». Su presentación había sido un éxito y pronto daría sus frutos.

Los admiradores de la bailarina eran ahora los miembros más distinguidos de la élite cultural de París. Sus nuevos amigos enseguida comenzaron una campaña para presionar desde los periódicos a Pillet, que se negaba en rotundo a contratar en el escenario más prestigioso del mundo a una artista sin aptitudes cuyo único valor era su exótica belleza. El 24 de marzo, el joven periodista Pier-Angelo Fiorentino, un rendido admirador de Lola, publicó en Le Corsaire un artículo donde se quejaba de que «aunque Lola Montes baila los boleros más voluptuosos y es probablemente la única mujer que puede representar esta danza gitana con toda su ardiente pasión», le estaban negando la posibilidad de actuar. Ese mismo día, el Journal des Théâtres declaraba: «No hay esperanzas de ver bailar a Lola Montes en la Ópera, pero ¿acaso es este el único escenario en el que el público más ilustrado de Europa puede aplaudir a un talento que merece admiración?». Por su parte, Alejandro Dumas también movió algunos hilos y le pidió a Rosine Stoltz, mezzosoprano de la Ópera y amante de Pillet, que intercediera por ella. Esta cautivadora artista de voz prodigiosa tenía amistad con los hombres más poderosos del momento y se mostró encantada de poder hacer un favor al novelista.

Apenas unos días más tarde, el propio Méry le dio a Lola la noticia que tanto esperaba. Muy ilusionado y nervioso, le anunció que el miércoles 27 de marzo, tras la representación nocturna de El cazador furtivo en la Ópera de París, el coreógrafo había introducido un divertimento para que ella bailara sus danzas españolas. Se titulaba El baile de Don Juan y era una pieza corta que le permitiría lucir su gracia y picardía. Llevaba en la ciudad apenas dos semanas, era una perfecta desconocida pero estaba a punto de debutar en el gran templo de la danza.

La noche de su estreno Lola sintió auténtico pánico escénico. El teatro era grande y suntuoso, con capacidad para más de mil espectadores y una excelente acústica. Su interior estaba lujosamente decorado, con palcos revestidos de seda y asientos de terciopelo rojo y una enorme araña de cristal que colgaba de lo alto de su bóveda. Aunque sus amigos habían contratado los servicios del famoso Auguste Levasseur, el «jefe de la claque» de la Ópera de París, que garantizaba los aplausos a los artistas, temía la reacción de los admiradores de la Elssler y la Taglioni que permanecían al acecho. Había muchos teatros en la ciudad, pero Lola había elegido actuar en el más prestigioso ante un público exigente e implacable. Si fracasaba, sería el fin de su carrera como bailarina.

En su camerino, intentó relajarse tomando una copa de champán mientras se maquillaba frente al espejo. La suerte estaba echada y ya no había marcha atrás. Aquella velada el lleno era total y entre el numeroso público que abarrotaba el auditorio se encontraban sus fieles amigos del Café de París y los juerguistas caballeros del Jockey Club ansiosos por ver en directo a la sensual artista. Cuando apareció en medio del escenario, con un ceñido corpiño rojo y una falda blanca con reflejos dorados por encima de la rodilla, la orquesta tocó los primeros compases de la cachucha. Lola se colocó en posición y comenzó a moverse y a saltar al ritmo de las castañuelas. Desde el primer instante notó la frialdad del público y las sonrisas de algunos caballeros de la primera fila, lo que interpretó como una burla a su arte. En un momento de su actuación, sintiendo que no la tomaban en serio, se paró en seco y con un ágil movimiento se quitó una de las ligas y la lanzó a los espectadores de manera despectiva. Un joven caballero, Alfred de Bellemont, la cogió al vuelo entre las risas de sus compañeros de butaca y la mostró en alto como un preciado trofeo. Aunque este incidente provocó un enorme revuelo en platea, Lola continuó bailando como si nada hubiera ocurrido.

Cuando regresó al escenario para interpretar «Los Boleros de Cádiz», fue recibida con escaso entusiasmo y algunos pitidos. En realidad el público prefería la polca que iban a bailar monsieur Coballi y mademoiselle Marie como número final. Aquella danza era el último grito en París y había irrumpido en el escenario del gran teatro solo dos días antes con enorme éxito. Si Lola deseaba llamar la atención lo había conseguido, pero su comportamiento resultaba inaceptable en un teatro de esta categoría. Al finalizar la función, Méry acudió al camerino donde la encontró llorosa y abatida.

—Querida, has estado divina y nos has conquistado a todos —dijo para animarla.

—No me engañes, Méry —le interrumpió Lola—. Este público arrogante y estúpido me ha dado la espalda desde el principio; he visto sus muecas, sus rostros sonrientes… Se burlaban de mí. Les he dado lo que se merecían.

—Debes calmarte, sabías que podía ocurrir algo así. Pero no te lamentes, otras puertas se abrirán, hay más teatros en París que seguro apreciarán tu arte.

—La prensa me atacará sin piedad, no quiero ni pensar en lo que mañana dirán de mí…

—Lola, en París lo importante es que hablen de uno, aunque sea mal.

Tal como ella temía, todos los periódicos se hicieron eco del incidente. Le Siècle destacaba cómo Lola Montes había conseguido de manera muy singular entrar en la historia de la Ópera de París: «La señorita Lola avanzó hacia las candilejas, agitando entre sus dedos la liga que acababa de quitarse de la pierna y, sacando fuerzas de su espíritu rebelde, la lanzó a los espectadores. La señorita Fanny Elssler se limita a enviar besos al público cuando baila la cachucha, pero la señorita Elssler solo es una española de Berlín; la señorita Lola Montes, que es una española de pura sangre, arroja su liga a los admiradores, en un estilo completamente diferente». Otro crítico señalaba: «La hermosa y ágil mujer de mirada viva fue calurosamente recibida, pero fue rechazada como bailarina y Lola Montes no aparecerá nunca más en la Ópera». Solo Fiorentino, periodista de Le Corsaire y uno de sus mejores amigos en París, declaró: «El estreno de la señorita Lola Montes estuvo a la altura de su brillante y multifacética reputación, que ha precedido hasta aquí a esta excepcional bailarina que ha maravillado y sorprendido al público».

A pesar del escándalo, Léon Pillet mantuvo en cartel la actuación prevista de la «célebre bailarina andaluza Lola Montes». Dos días más tarde reaparecía en el estreno de la ópera Le Lazzarone al que asistirían los más eminentes críticos teatrales. En esta ocasión se mostró más sensata y profesional, bailando con destreza las danzas españolas de su repertorio. No hubo ningún incidente y tras su actuación saludó con una reverencia y abandonó la escena con porte altivo. Pero el público esta vez no disimuló su descontento y en el patio de butacas se oyeron gritos como «no sabes bailar, viva la Grisi» y «dedícate al cancán, tienes piernas bonitas». Las críticas también fueron implacables y algunas se burlaban de su escaso talento: «La señorita Lola Montes es una persona muy hermosa dotada de una adorable silueta y con los ojos más bellos del mundo. Si eso fuera suficiente, su éxito habría sido total. Desgraciadamente, la señorita Montes no sabe bailar ni conoce los rudimentos más básicos de la coreografía».

Ni Alejandro Dumas ni el bueno de Méry pudieron frenar la avalancha de comentarios negativos. Tampoco la reseña de su amigo Théophile Gautier, que conocía bien sus danzas folclóricas porque en 1840 había viajado por España, fue halagadora. El célebre novelista estaba enamorado en secreto de la bailarina Carlotta Grisi y aprovechaba cualquier ocasión para hundir a sus imitadoras. Lola le parecía una impostora que manchaba el buen nombre del gran Teatro de la Ópera y le dedicó una dura crítica:

 

La señorita Lola Montes no tiene de andaluza más que un par de magníficos ojos negros. Habla un castellano muy mediocre, apenas domina el francés y su inglés solo es pasable. ¿De qué país viene realmente? He ahí la cuestión. Podríamos decir que la señorita Lola tiene un pie pequeño y unas piernas hermosas. Asunto distinto es la forma en que las utiliza. Hay que reconocer que la curiosidad generada por los varios encontronazos de la señorita Lola con la policía del norte y sus conversaciones a golpe de fusta con los gendarmes prusianos no se ha visto satisfecha. Tras haber oído hablar de sus proezas ecuestres, sospechamos que la señorita Lola se encuentra más a gusto sobre un caballo que sobre los escenarios.

 

Cuando Franz Liszt llegó a París el 5 de abril tras su exitosa gira europea, no imaginaba el escándalo que Lola había protagonizado en su debut en la Ópera. Sus amigos de la prensa enseguida le pusieron al corriente de lo sucedido y el compositor nada pudo hacer por evitar su fracaso. Durante su estancia intentó no coincidir con ella, temía su reacción y no deseaba que su nombre se viera relacionado con el de una artista tan polémica. El 16 de abril dio un recital de piano en el Teatro de los Italianos, pero Lola Montes no figuraba en la lista de sus invitados. Tras una larga ausencia, Liszt tenía que afrontar asuntos más serios. Su amante y compañera Marie d’Agoult, que vivía con sus hijos en un lujoso apartamento de la avenida des Champs-Élysées, conocía su romance con la bailarina española. Los celos siempre la habían atormentado pero ahora era diferente. Al enterarse de que la artista iba a debutar en los escenarios de la prestigiosa Ópera de París se sintió traicionada. Cuando Liszt fue a visitarla tuvieron una violenta discusión y Marie rompió definitivamente con él.

—Qué desfachatez la tuya —le reprochó—, no solo te acuestas con esta mujer vulgar y de pésima reputación, sino que la presentas a nuestros amigos. Me has humillado delante de todos.

—Marie, cálmate, solo traté de ayudarla porque no conocía a nadie en París, y le di unas cartas de recomendación. Esta escena de celos ya la hemos tenido otras veces…

—Sí, pero esta será la última vez. Lo dejé todo por ti, por seguirte, pero ahora quiero recuperar mi libertad. Nunca me importó ser tu amante, pero ya no seré una más. No quiero volver a verte.

Para Liszt aquella ruptura fue un duro e inesperado golpe. Aún estaba enamorado de Marie y creía que podía salvar su relación. Había sido la mujer más importante de su vida; su musa, su compañera y la madre de sus tres hijos. Cuando Lola se enteró de que la condesa se había marchado precipitadamente de París con los niños, lo lamentó por él. Marie nunca le perdonaría. Más tarde y cuando ya era una reconocida escritora, se vengaría de él publicando su novela autobiográfica Nélida con el seudónimo de Daniel Stern. La obra, que causó un enorme escándalo, estaba inspirada en su tormentosa relación con el músico y su protagonista masculino era un pintor llamado Guermann. Un artista brillante y seductor pero sentimentalmente inmaduro que inspiraba, al igual que Liszt, mucho más amor del que él mismo era capaz de sentir.

Lola no abandonó la idea de volver a actuar en los escenarios parisinos aunque las críticas le habían hecho mucho daño. Méry tenía razón, las puertas de la Ópera se habían cerrado para ella, pero había espectáculos para todos los gustos que cada noche se llenaban de un público menos estirado y ansioso por divertirse. Estaba el Ambigu-Comique, donde actuaban los mejores humoristas del momento, el Teatro de Variedades, el Vaudeville, el Gymnase y la Porte Saint-Martin. En este popular teatro se representaban cada noche con gran éxito comedias ligeras que intercalaban números musicales y espectáculos de mimo, magia y acrobacia. Mientras, Lola asistía a clases de danza y se reunía en los cafés con sus amigos periodistas esperando que el gran público se olvidara del escándalo. Gracias a la generosidad de Méry, que ganaba mucho dinero y lo prestaba a todo el mundo, pudo llevar una buena vida. Pero en julio de 1844 su nombre volvió a aparecer en los periódicos, debido a su habilidad con las pistolas: «La señorita Lola Montes ha dejado un cartón en la galería de tiro de Lepage completamente perforado por balas de pistola, disparada en veloces tiros dobles. Los más famosos tiradores de París se declaran vencidos por la habilidad de la hermosa andaluza».

Los meses siguientes Lola disfrutó de una libertad hasta entonces desconocida. Sin un amante fijo ni un contrato a la vista, se dedicó a perfeccionar su francés y continuó con sus clases de baile. También se dejaba ver en los locales de moda, siempre bien acompañada del brazo de algún conocido escritor o periodista. Aprendió a vestirse y a peinarse para estar a la altura de las mujeres con las que se codeaba. En aquella sociedad lo importante no era el rango social sino saber vestir bien. Si deseaba acudir a las carreras de caballos, al teatro, a la Ópera o frecuentar los restaurantes más exclusivos, debía tener un extenso guardarropa y cambiar de modelo al menos cuatro veces al día. En estos lugares las mujeres lucían espléndidos trajes y brillantes joyas, y se examinaban mutuamente de arriba abajo. Lola no podía competir con ellas pero llamaba la atención «por sus extravagantes y atrevidos vestidos que lucía con estilo» y su belleza natural y salvaje. Aún conservaba una tez blanca de un tono rosado, los ojos azul intenso, unos labios carnosos, un cabello oscuro brillante y una silueta bien proporcionada gracias al ejercicio diario. Cuando acudía a las terrazas de los cafés o paseaba sola por los bulevares, envuelta en sus vistosos chales de cachemira, los hombres la observaban con admiración y deseo.

A finales de verano comenzaron a circular rumores de que la señorita Lola Montes iba a reaparecer en Porte SaintMartin con un divertido vodevil especialmente escrito para ella. El mes de agosto, y a pesar de que la mayoría de sus amigos habían huido del insoportable calor de la capital, lo pasó ensayando para su estreno. Pero la competencia era muy grande y los directores no querían comprometerse con una artista con fama de problemática. Aún tendrían que pasar varios meses hasta que consiguiera pisar de nuevo un escenario. Mientras, Lola se había convertido en un personaje muy conocido del mundo artístico y literario parisino. Frecuentaba las tertulias de los cafés, acudía con Alejandro Dumas a los más selectos salones literarios y se había hecho un hueco en aquella sociedad mundana de dandis esnobs y juerguistas. Fue en una de esas reuniones a las que se hizo asidua en el Café de París donde conoció a Alexandre Dujarrier. Se lo presentó un amigo común, el periodista y colaborador de La Presse, Gustave Claudin, otro admirador de Lola. En sus memorias, recordando aquellos vibrantes años en París, la describe como una aventurera de singular belleza que «posee un algo provocativo y voluptuoso que hace perder la cabeza a los hombres pero sin ningún talento como bailarina». En aquella concurrida velada también estaban presentes Méry, Théophile Gautier y Eugène Sue, el autor francés de moda.

El joven y apuesto Dujarrier —al que sus amigos llamaban Henri— era el editor cultural y copropietario de La Presse, el periódico más influyente de París. De origen modesto, había entrado muy joven en el mundo de las finanzas y gracias a su astucia pronto se hizo rico. Antes de cumplir los veinticinco años había ganado una inmensa fortuna y llevaba un tren de vida fastuoso. En 1839 se convirtió en socio de Émile de Girardin, una de las grandes figuras del periodismo francés. Dujarrier invirtió parte de su dinero en reflotar el periódico, que se encontraba en la bancarrota. Uno de sus aciertos fue contratar en exclusiva a los escritores más conocidos de la época, como Dumas y Balzac, y publicar sus novelas por entregas.

Henri se enamoró perdidamente de Lola desde el instante en que la vio. De carácter tímido y algo reservado, el periodista apenas habló con ella pero le pareció una criatura bella y rebelde, muy distinta a las demás. «Un espíritu bravo e indomable», pensó. Lola también se sintió atraída por aquel hombre alto, delgado y bien vestido, con finas patillas y cabello oscuro revuelto. Durante toda la noche cruzaron miradas cómplices y al despedirse él se ofreció a acompañarla a su casa en su carruaje.

—Veo que has hecho buenos amigos en París y que cuentas con muchos admiradores; no es de extrañar, eres una mujer difícil de olvidar, seductora, misteriosa… —le dijo mientras recorrían las calles desiertas.

—Eres muy amable —respondió Lola— y agradezco tus cumplidos. La Presse siempre me ha tratado bien, aunque ahora lo que necesito es un contrato.

—Cuenta conmigo; esta es una ciudad difícil para una artista, pero yo sé a qué puertas hay que llamar y tal vez pueda ayudarte.

Tras el desplante de Liszt, no quería comenzar una nueva aventura amorosa, pero con Dujarrier fue diferente. Al poco tiempo de conocerle se instaló en un apartamento próximo al suyo en el número 39 de la rue Laffitte. Lola se convirtió así en la amante de uno de los periodistas más conocidos y admirados de la capital. Ahora residía en un buen barrio muy cerca de los locales y tiendas de moda preferidos de la sociedad parisina. Tenía varios sirvientes, cocinero, un buen carruaje, una yunta de finos caballos y un hombre entregado a ella. Ejercía de anfitriona en casa del periodista y le acompañaba a los animados cafés literarios donde se reunía a diario con sus amigos y compañeros de la prensa. Alguna noche salían a cenar a la Maison Dorée, el mejor restaurante de París. Situado cerca de su apartamento, su interior era suntuoso, con pinturas murales, grandes espejos dorados y sus famosos cabinets o privados donde los ricos llevaban a sus amantes y cortesanas para disfrutar de una cena íntima. Luego ponían rumbo a los Campos Elíseos y se acercaban a los jardines del popular Bal Mabille, donde la célebre cortesana Céleste Mogador escandalizaba con su provocativa forma de bailar la polca levantando la pierna hasta una altura nunca vista. Hacía tiempo que Lola no se sentía tan feliz junto a un hombre que la quería y no le negaba nada. Era la clase de vida que siempre había soñado.

De la mano de Henri Dujarrier conoció a los personajes de la alocada bohemia parisina. No era celosa y veía normal que su amante cenara con modelos de pintores, lorettes, bellas aspirantes a actriz y célebres cortesanas. Lo aceptaba porque formaba parte del oficio de periodista. En ocasiones le acompañaba a estas desenfadadas reuniones donde las artistas de variedades se dedicaban a coquetear y a despellejarse entre ellas, mientras los caballeros discutían de política.

Una noche en el Café de París le presentaron a la famosa cortesana francesa Marie Duplessis, cuya vida inspiró a Alejandro Dumas hijo para escribir su novela La dama de las camelias. Era muy bella, de mirada melancólica, aunque llamaba la atención la palidez de su rostro y sus ojeras ligeramente azuladas. Estaba enferma de tuberculosis pero no había perdido ni un ápice las ganas de vivir y divertirse. A pesar de su juventud, su lista de amantes ricos y nobles era de lo más extensa. Uno de sus protectores, el anciano conde Von Stackelberg, había alquilado para ella un lujoso entresuelo en el boulevard de la Madeleine donde organizaba cenas y tertulias literarias a las que concurría lo más selecto de la élite intelectual del momento. En una de aquellas veladas, ambas mujeres pudieron conocerse mejor.

—He oído hablar mucho de ti, Lola, y deseaba conocerte. Hay que tener mucho valor para hacer lo que hiciste en la Ópera delante de todo el mundo —le dijo Marie con una sonrisa pícara.

—Tengo sangre española, soy orgullosa y no tolero que se burlen de mí —respondió Lola, encendiendo un cigarrillo.

—Creo que nos parecemos, hemos luchado mucho y nada nos asusta. Mírame a mí, muchos me daban por muerta y aquí estoy. Vivo mi vida y no le tengo miedo a nada.

Marie Duplessis conocía desde niña la pobreza y la explotación y ahora era una de las mujeres más elegantes de la ciudad. Lola la había visto pasear en su precioso cupé azul tirado por caballos purasangre por el Bois de Boulogne. Su última conquista, antes de morir a los veintitrés años, sería precisamente Liszt, a quien conocería en noviembre de 1845. Su romance duró poco y el músico, al igual que a Lola, la abandonaría sin despedirse.

El 6 de marzo de 1845, Lola debutó en el popular Teatro de la Porte Saint-Martin en una representación de La Dansomanie de Pierre Gardel. Era un divertido ballet cómico donde se contaba la vida de un torpe burgués de provincias apasionado de la danza. La obra permitía a Lola lucirse ejecutando una cachucha y varios boleros. Su reaparición despertó un gran interés porque se llevaba meses anunciando. Había pasado casi un año desde su desafortunada actuación en el Teatro de la Ópera y se sentía nerviosa ante la perspectiva de enfrentarse de nuevo al público parisino. Pero las circunstancias ahora eran distintas. Lola contaba con el apoyo de Dujarrier, que desde La Presse podía ejercer su influencia para garantizar el éxito de su amada. También en estos últimos meses había logrado encandilar con sus encantos a algunos críticos y contaba con buenos amigos en los periódicos. La Porte Saint-Martin no era un teatro elegante y se encontraba en pleno declive. En el pasado sus ballets superaban en calidad a los de la Ópera y se habían representado obras dramáticas de Victor Hugo, Honoré de Balzac, Dumas o George Sand. Ahora alternaban números de baile y mimo con piezas teatrales algo vulgares y de baja calidad. El público, popular y poco exigente, venía a pasárselo bien. Aquella fría tarde del estreno el teatro estaba abarrotado. Cuando Lola apareció en el centro del escenario vestida con un entallado traje español de seda negra, con una larga mantilla de encaje que le caía desde lo alto de la peineta, la gente aplaudió entusiasmada. Antes de que hubiera finalizado su actuación el escenario estaba cubierto por un manto de flores y Lola apenas tenía espacio para bailar.

La señorita Montes se ganó al público de la Porte SaintMartin pero no convenció a los críticos. Aunque se mostraron algo más indulgentes que el año anterior, la mayoría destacaron más su vistoso y original vestuario que la calidad de sus danzas españolas. El crítico del Rabelais fue el más positivo, pero ponía en duda su capacidad como bailarina: «Hay algo lascivamente atractivo y voluptuosamente tentador en las poses que adopta, y además es guapa, muy guapa, extremadamente guapa, y lanza besos con tal pasión que uno aplaude al instante, solo para preguntarse después si había sido correcto o no aplaudir. Vayan a verla: es única, es divertida y entretenida». Théophile Gautier, que un año antes había dudado de su origen español y le había sugerido que se limitara a montar a caballo, ahora describía con entusiasmo su forma de interpretar la cachucha:

 

Las baila con una audacia desenfrenada, con un loco ardor y un brío salvaje que sin duda asombrará a los amantes clásicos de las piruetas y los ronds de jambes; pero ¿acaso la danza es un arte tan serio que no permite la invención o el capricho? ¿Debe quedar constreñida por una corrección inamovible, o acaso no basta que una mujer sea hermosa, joven, ágil y grácil? Los más rigurosos afirmarán que le falta estudio y que se permite lujos prohibidos por las normas. ¿Y qué?

 

No fue un triunfo absoluto pero el público apreció su novedoso y genuino arte español.

Lola había encontrado en Dujarrier al compañero ideal. Junto a él vivía un amor estable y sereno que no había conocido. Gracias a sus influencias y posición económica había conseguido regresar a los escenarios y ser respetada en su exclusivo círculo de amistades. Era un hombre bueno y generoso y un periodista brillante a quien no le importaba su pasado y la aceptaba como era. Además, estaba muy enamorado de ella. Una noche, cuando regresaban paseando a casa tras una romántica cena en el Café Riche, le susurró al oído:

—Has estado maravillosa, Lola, y creo que el público te adora…, como yo… Deberías ir pensando en tu vestido de novia porque un día de estos me pondré de rodillas y te pediré en matrimonio.

—Déjate de bromas —le respondió ella en tono serio, rechazando un beso—, somos muy felices así, no tenemos que firmar ningún papel. Además, no creo que le guste a tu madre, seguro que piensa que su hijo único merece algo mejor.

—Tonterías, cuando te conozca le encantarás. Además, Dumas y Méry me han dado el visto bueno y podríamos ir los cuatro de luna de miel a España, ¿qué te parece?

Lola no dijo nada aunque él insistió en fijar una fecha para pasar por el altar. De repente imaginó el daño que le causaría si descubriera quién era en realidad y que no podía volver a casarse aunque su anterior marido se encontrara a miles de kilómetros. Una vez más su pasado se interponía en su felicidad. El periodista había dejado de lado las malas compañías y su pasión por el juego para pasar el mayor tiempo posible con la mujer que ahora ocupaba su corazón. Sin embargo, aquella noche se sintió rechazado y dolido, pero pensó que Lola solamente necesitaba más tiempo y cambiaría de opinión.

Al día siguiente Dujarrier fue invitado a una cena en el restaurante Les Trois Frères Provençaux, situado bajo los arcos del Palais Royal. Lola quiso acompañarle pero él se negó poniendo como excusa que no iba a sentirse a gusto en una reunión de viejos amigos libertinos. En realidad era Anaïs Liévenne, una conocida actriz del teatro de Vaudeville, quien organizaba aquella velada para sus amigos de la prensa y compañeras de profesión. Entre los invitados se encontraba la joven Alice Ozy, artista de comedia, modelo de pintores y «amiga de todos los hombres», célebre por haber sido la amante del príncipe Enrique de Orleans, hijo del rey Luis Felipe. Tras la copiosa y animada cena, en un salón privado prepararon una mesa con fichas para jugar al lansquenete, un antiguo juego de naipes alemán que estaba muy de moda en París. La bella Anaïs había cometido el error de sentar a la misma mesa a Henri Dujarrier y al periodista Jean-Baptiste Rosemond de Beauvallon. Este atractivo criollo de veintiséis años era crítico del periódico rival Le Globe. Los dos se odiaban y durante toda la velada se lanzaron miradas de desprecio y comentarios desagradables. Dujarrier perdió mucho dinero pero continuó jugando a la espera de una buena racha. Eran las seis de la mañana cuando salió dando tumbos del restaurante ayudado por su amigo el novelista Roger de Beauvoir. En aquel instante, ebrio y satisfecho por haber recuperado su dinero, no imaginaba los problemas que le traerían sus provocaciones a Beauvallon.

Aquella misma tarde Dujarrier, cansado y aún con resaca, acudió a trabajar a su despacho de La Presse. Dos elegantes caballeros preguntaron por él y se presentaron como el conde de Flers y el vizconde d’Ecquevilly:

—Señores, estoy muy ocupado. ¿Qué desean? —les preguntó con impaciencia.

—Venimos de parte de monsieur de Beauvallon, que exige disculpas o una reparación por las armas por los insultos proferidos ayer —respondieron muy serios.

—No pienso rectificar nada de lo que dije —contestó tajante Dujarrier—. Mañana mismo dos amigos míos se pondrán en contacto con ustedes; hasta entonces, salgan de mi despacho. —Y entonces pensó que no tendría más remedio que enfrentarse a un duelo.

Para un hombre de su posición, rehusar el desafío equivalía al ostracismo social. La idea le angustió porque, a diferencia de Lola, él no había cogido un arma en su vida. Lo ocurrido era en realidad un ajuste de cuentas entre Le Globe y La Presse, que había aumentado su tirada y obtenía cada vez mayores beneficios para descontento de sus rivales. Dujarrier tenía veintinueve años, era dueño de un periódico que suscitaba muchos rencores e inmensamente rico. Beauvallon, que tenía fama de ser un excelente duelista, había encontrado la excusa perfecta para matar a su eterno rival. Cuando Dujarrier le comentó a su buen amigo Alejandro Dumas la situación, este se quedó preocupado. Era un asunto muy serio y le aconsejó que aceptara la propuesta de batirse a espada porque estaba convencido de que este se contentaría con desarmarle. Pero Dujarrier, por no ceder ante su adversario, se decidió por las pistolas. Nombró padrinos al barón Pierre-Charles-Benoit de Boigne, periodista, y a Arthur Bertrand, uno de los miembros fundadores del Jockey Club.

Desde el primer momento Henri intentó ocultar a Lola los problemas que tenía, pero ella adivinó lo que tramaba. Aunque sabía que iba a batirse en duelo, desconocía los detalles. De nada sirvió que le montara una escena y se pusiera a llorar implorando que no pusiera en peligro su vida. Él le aseguró que todo iba a salir bien y que era una pelea entre caballeros. El duelo quedó fijado para el 11 de marzo a las diez de la mañana en un claro del Bois de Boulogne. La noche anterior Lola actuaba en la Porte Saint-Martin. Dujarrier se excusó y le dijo que no podía acompañarla pero que desayunarían juntos. Por la tarde, a solas en su despacho, el editor de La Presse, presintiendo lo peor, redactó su testamento y escribió una carta para su madre donde le explicaba las razones del duelo y se despedía de ella con estas palabras: «El honor lo es todo; si derramas lágrimas, mi buena madre, preferirás derramarlas sobre un hijo con honor igual al tuyo, que sobre un cobarde». La siguiente carta le costó más escribirla porque iba dirigida a su amada y sabía el daño que le iba a causar:

 

Mi querida Lola:

Me voy a batir en duelo a pistola. Esto explica por qué quería dormir solo y también por qué no he ido a verte esta mañana. Necesito toda la calma posible y debo evitar las emociones que al verte se podrían despertar en mí. A las diez todo habrá acabado y correré a tus brazos, a menos que… Mil caricias, mi querida Lola, mi mujercita adorada a quien amo y estará siempre en mis pensamientos.

H.D. Martes por la mañana.

 

Aquella noche Lola apenas durmió porque presentía que algo terrible estaba a punto de ocurrir. A las siete de la mañana ordenó a su doncella que fuera a buscar a Henri para que pasara a verla antes de irse. La criada encontró al periodista ya vestido de riguroso negro y tomando una sopa caliente. No tuvo el valor de despedirse de ella, cogió su abrigo, una botella de vino y abandonó en silencio la casa. Antes le encargó a su sirviente Gabriel que le entregara a Lola la carta que le había escrito con un nudo en el estómago.

Dujarrier partió en su carruaje acompañado por sus dos padrinos, el barón de Boigne y Arthur Bertrand, y un médico hacia un lugar conocido como le chemin de La Favourite en el Bois de Boulogne. Había nevado toda la noche y aún caían algunos copos sobre París. Las reglas del duelo ya habían sido fijadas el día anterior. Los adversarios se encontrarían uno frente al otro a treinta pasos de distancia. A la señal convenida de tres palmadas, cada uno podía avanzar cinco pasos y disparar. Cuando el primero hubiera abierto fuego, el otro debía detenerse y responder de inmediato. La comitiva llegó al lugar de la cita a la hora fijada pero no había señales de Beauvallon ni de sus testigos. Dujarrier intentó vencer el frío de aquella funesta mañana paseando de un lado a otro por el bosque y bebiendo unos vasos de vino de Madeira. Absorto en sus pensamientos, murmuró: «Qué extraño ir a pelear a muerte y no saber por qué». Pese a que sus padrinos le informaron de que ante la ausencia de su contrincante podía regresar con honor a la ciudad, decidió esperar. Beauvallon y su séquito aparecieron una hora más tarde disculpándose y ofreciendo todo tipo de absurdas excusas. Aunque Boigne intentó reconciliar a los dos jóvenes para evitar la pelea, ambos decidieron seguir adelante.

Todo ocurrió muy rápido y como era inevitable. Dujarrier, muy pálido y tiritando de frío tras la larga espera, disparó el primero. Apenas podía mantener firme la pistola debido al temblor de su mano y la bala se desvió varios metros de su objetivo. En este instante, en lugar de ponerse de perfil o protegerse la cara, se quedó paralizado a la espera del siguiente disparo. Entonces Beauvallon alzó su brazo y apuntó a su oponente, que le ofrecía un blanco perfecto. Una detonación rompió el silencio y la bala impactó en el rostro de Dujarrier, que cayó de espaldas desplomado. Sus padrinos corrieron hasta él, lo alzaron, le desabrocharon el abrigo y le desanudaron la corbata. El periodista aún seguía con vida pero el médico advirtió consternado que la herida era mortal. Unos segundos más tarde los ojos se le nublaron y expiró. Entre todos consiguieron subir su cuerpo inerte al carruaje que partió a toda velocidad en dirección a la rue Laffitte.

Tras leer la carta de su amante, Lola abandonó precipitadamente su casa y fue en busca de Dumas para averiguar dónde iba a tener lugar el duelo. El novelista tenía que saber lo que estaba ocurriendo porque era uno de sus mejores amigos. Cuando estuvo frente a él, mirándole a los ojos le dijo:

—Le pido que no me mienta, solo quiero saber a quién se va a enfrentar.

—A Beauvallon, él es su rival —respondió Dumas con gesto serio.

—Entonces no hay nada que hacer, va a morir —exclamó ella entre sollozos.

—No diga eso, hay que ser cautos, quizá se hayan reconciliado en el último momento…

Lola regresó a su apartamento a la espera de noticias. Estaba desesperada, no podía hacer nada por él ni tenía a quien recurrir. Durante largas horas no dejó de acercarse a la ventana esperando ver aparecer su carruaje en cualquier momento. Seguía nevando, el cielo de París estaba gris y encapotado. Fumaba un cigarrillo tras otro mientras paseaba impaciente por el salón. Al mediodía oyó el chirrido de las ruedas de un coche que se detenía frente a su puerta. Reconoció la berlina negra de Henri y a su cochero. Lola se precipitó escaleras abajo para ir a su encuentro. Ya en la calle, ella misma abrió la portezuela del carruaje y se encontró el cadáver ensangrentado de su amado. Con un grito aterrador se agarró a él y le cubrió de besos mientras el médico intentaba separarla. Ordenó a los sirvientes que instalaran su cuerpo sin vida en su lecho y que avisaran a su madre. Dos horas más tarde unos policías se personaron en su domicilio para abrir una investigación sobre el asesinato de Alexandre Dujarrier.

El funeral tuvo lugar el jueves 13 de marzo en la iglesia de Notre-Dame de Lorette, abarrotada de amigos y personalidades del mundo artístico y literario de París. Una carroza fúnebre tirada por cuatro caballos negros ricamente engalanados seguida de un largo cortejo atravesó los grandes bulevares en dirección al cementerio de Montmartre. Sus amigos Balzac, Dumas, Méry y Émile de Girardin portaron su féretro. No muy lejos de allí, Lola oyó el repicar de las campanas en señal de duelo por el periodista fallecido. De pie, junto al gran ventanal del salón, contemplaba la calle con la mirada perdida. Sentía que la bala que había matado a su amante le había arrebatado también su vida. No había podido asistir a las exequias por respeto a la madre y la hermana de Dujarrier. Sentía lástima por aquella mujer anciana, tan unida a su hijo, que lo había perdido demasiado joven y en un duelo absurdo. Para su familia Lola no era más que la última de sus muchas amantes, una bailarina de vida alegre y pasado escandaloso de la que nada querían saber.

Tras la muerte de su amante, Lola no se encontraba en condiciones de cumplir su contrato para volver a actuar, ni se vio con ánimos de ensayar su papel en La Biche au Bois, un divertido vodevil con el que pensaba debutar en unas semanas. Sin la influencia ni el apoyo económico de Henri Dujarrier, el director del teatro no estaba interesado en mantenerla en cartel. Apenas diez días después de su funeral el periódico el Corsaire-Satan anunció que la bailarina española Lola Montes ya no formaba parte de la compañía de la Porte Saint-Martin. Una vez más su carrera artística se veía truncada, pero lo que más le preocupaba ahora era la falta de dinero. Lola tenía que hacer frente a muchos gastos y pagar a los acreedores. En su testamento el editor dejó su bien más preciado, su participación en La Presse, a su querida madre y a su sobrino de corta edad. Su amigo Alejandro Dumas heredaría la mayor parte de sus bienes personales, incluidos sus magníficos caballos y el lujoso mobiliario de su apartamento. A Lola le dejaba únicamente las diecisiete acciones del Teatro del Palacio Real que valían menos de mil francos. Esta cantidad era mejor que nada y a principios de abril acudió a los tribunales para intentar cobrar la parte de su herencia. Sin embargo, el juez decretó que la ley concedía a su cuñado y albacea del testamento más tiempo para repartir sus bienes. La bailarina tuvo que abandonar su vivienda de la rue Laffitte y se trasladó a un pequeño hotel junto al boulevard des Italiens. Como de costumbre, se las ingenió para sobrevivir y echó mano de algún rico protector que, a cambio de su compañía, pagaría el alquiler de su habitación.

Se la veía vestida muy elegante en el hipódromo, en los restaurantes más lujosos y en un palco de la Ópera, siempre en buena compañía. Aunque intentaba mostrarse risueña y despreocupada en público, Lola ya no era la misma. Hasta la fecha había conseguido salir airosa de todos los avatares, pero ahora su carrera había terminado. Las puertas de los teatros se habían cerrado para ella y sin el amor de Dujarrier era solo una bailarina caída en desgracia. Su salud se resintió, volvieron las migrañas y se sentía muy sola y aislada. Sus amigos intelectuales y artistas la rechazaron, ya no la invitaban al Café de París ni a las tertulias donde brillaba con luz propia. Los que antes brindaban por ella y la llamaban «la leona de París» ahora habían olvidado hasta su nombre. Ella intentaba ignorar los desaires pero le dolían profundamente los crueles rumores que circulaban a sus espaldas. Se decía que había enviado a la muerte a su rico amante para cobrar su herencia. Otros la señalaban como una viuda negra, una joven bella y pasional que con sus artes de seducción arrastraba a sus amantes a la perdición. El propio Alejandro Dumas, muy afectado por la muerte de su amigo, llegó a decir que Lola era una femme-fatale que solo traía mala suerte y desdicha a los hombres. Por primera vez creyó que había tocado fondo, pero sacó fuerzas para asistir como testigo al juicio contra Beauvallon por el asesinato de Dujarrier.

En la cálida mañana del 26 de marzo de 1846 Lola Montes se presentó puntual en el Palacio de Justicia de la ciudad de Ruan, en el noroeste de Francia, donde se celebraba la vista. En los alrededores de este monumental edificio gótico se congregaba numeroso público ansioso por ver desfilar a los famosos testigos —entre ellos Alejandro Dumas y Honoré de Balzac—, las célebres cortesanas y las estrellas del espectáculo de variedades que iban a declarar. Vestida con un vaporoso traje de seda negro y un tupido velo cubriendo su rostro, Lola eclipsó a todos los asistentes. Un testigo que presenció el juicio declaró: «A pesar de que la sala estaba repleta de las más altas personalidades del mundo de la literatura y el arte en París, nadie llamó más la atención que ella. Hasta el austero presidente del tribunal y sus asesores la contemplaban con la boca abierta. Iba vestida de luto, aunque no del todo, porque lucía suaves sedas y encajes, y cuando levantó su velo y se quitó el guante para prestar juramento, un murmullo de admiración se extendió por toda la sala. Había hecho un largo viaje desde París hasta Ruan, pero ciertamente había obtenido su recompensa».

Cuando le tocó el turno a Lola declaró que tenía veintiún años —se quitó cuatro— y que su profesión era «artista del baile». Visiblemente emocionada, comentó que le hubiera gustado asistir a la cena con Henri en Les Trois Frères Provençaux, pero que este no se lo permitió. El presidente del tribunal le pidió entonces la carta de despedida que le escribió Dujarrier y ella introdujo la mano en su escote y se la entregó para que la leyera y constara en acta. Al escuchar de nuevo las últimas palabras de su amante, no pudo soportarlo y se echó a llorar. El público sintió compasión por ella y a la vez quedó impresionado de su valor cuando en voz alta dijo: «Les aseguro a todos ustedes que me hubiera gustado ocupar el lugar de mi amado en el duelo, porque a diferencia de él, yo sí tengo muy buena puntería con la pistola». De haber sabido que el duelo iba a ser con Beauvallon hubiera llamado a la policía, aseguró.

También comentó que las últimas semanas el periodista se relacionaba con amigos de dudosa reputación y se le veía nervioso y malhumorado. Fue entonces cuando el abogado de la acusación, Léon Duval, en representación de la madre y el cuñado de Dujarrier, preguntó a la testigo por qué no había mencionado estos detalles un año antes cuando fue interrogada. Lola, sintiendo que la acusaba de ocultar información, exclamó:

—No podía hablar de ello, estaba enferma, en la cama, rodeada de médicos y policías. Dudo que comprenda por lo que pasé. Fui yo, señor, la que recogió su cuerpo ensangrentado. Yo abrí la puerta del carruaje… Durante los últimos días presentí que iba a participar en un duelo pero no me dijo nada y yo veía que por las noches se juntaba con gente poco fiable…

—¿Y quiénes eran esas malas compañías? —insistió el letrado.

—¡Por Dios! Señor, le repito que yo abrí la puerta y cayó rígido entre mis brazos. Estaba muerto, una bala le había destrozado el rostro, y usted me pregunta por las malas compañías… No tiene piedad. —La bailarina se cubrió el rostro con el velo y abandonó el estrado con gesto afligido.

El desfile de testigos duró dos días más y aunque estaba convencida de que Beauvallon pagaría por lo que hizo, no conocía las leyes del país. Los jurados en Francia nunca aplicaban el grado de asesinato a un duelo a menos que el combate no hubiera respetado el código tradicional. El domingo, ya entrada la noche y con una sala atestada de gente, Lola escuchó el veredicto de inocencia. El jurado había tardado apenas diez minutos en absolverle.

Tras el juicio regresó a París triste y amargada por la victoria del hombre que había asesinado a su amante y destrozado su vida. Solo pensaba en abandonar cuanto antes la ciudad y comenzó los preparativos. Puso en venta algunos objetos personales, mantillas, abanicos de encaje y vestidos pasados de moda. De nuevo acudió al albacea de Dujarrier con la esperanza de poder cobrar la parte de su herencia, pero este le puso toda clase de excusas para retrasar la entrega de las acciones. Sin dinero y con los acreedores llamando a su puerta, la mejor opción era marcharse. Aún no podía creer que en un instante los meses de felicidad que había compartido con Dujarrier se hubieran desvanecido. No tenía muy claro a dónde dirigir sus pasos, pero entonces conoció a Francis Leigh, un joven oficial inglés del Real Regimiento de Húsares que se encontraba de permiso en París. El atractivo militar, de cabello rubio, ojos azul oscuro y una esbelta figura, la invitó a realizar un circuito por los balnearios europeos y pasar juntos un verano divertido. En junio se acababa de inaugurar el ferrocarril que unía París con Bruselas y su nuevo amante compró dos pasajes en primera clase.

Una vez más viajaba a lo grande con varios baúles, sombrereras y un cofre donde guardaba su único capital, las joyas que le habían regalado sus ricos admiradores. La pareja iba acompañada por una sirvienta y Zampa, el perro faldero de la bailarina. Durante las siguientes semanas visitaron Ostende y disfrutaron de las tranquilas playas del mar del Norte. A finales de julio abandonaron Bélgica rumbo a los destinos más elegantes de Alemania. Pero sus caminos pronto se separaron.

Lola fue vista en Heidelberg en compañía de un aristócrata ruso, el barón Georges Meller-Zakomelsky, quien le presentó a un nuevo e influyente admirador, Robert Peel, un diplomático que trabajaba como secretario del embajador británico en Suiza. El joven de veintitrés años —heredero al título de barón— era el hijo mayor del primer ministro británico, sir Robert Peel, que se acababa de retirar de la vida política. Apuesto y brillante, pero muy inmaduro, era la oveja negra de la familia. Después de trabajar dos años en la embajada británica en Madrid, acababa de ser trasladado a Berna donde llevaba una vida aburrida y monótona. Cuando conoció a la alegre y desinhibida Lola le pareció un regalo caído del cielo. Pasaron unas semanas juntos y a mediados de agosto ella viajó sola a Bad Homburg, una tranquila ciudad balneario al norte de Frankfurt. La prensa anunció que la famosa bailarina española Lola Montes actuaría dentro del programa de festejos estivales. Pero, el 29 de agosto y para sorpresa de todos, la artista hizo las maletas y se marchó antes de la representación. Peel la había invitado a reunirse con él en Stuttgart para asistir a las fiestas que iban a durar todo el mes. El rey de Wurtemberg estaba preparando una espléndida celebración para recibir a su hijo, el príncipe heredero Carlos, que regresaba de Rusia con su nueva esposa, la gran duquesa Olga. Si Lola quería conocer a gente importante y codearse con príncipes y nobles, eran el lugar y el momento adecuados.

Pasó el mes de septiembre de fiesta en fiesta en esta ciudad alemana rodeada de suaves colinas y campos de viñedos. En compañía de Robert Peel acudió a bailes, recepciones, banquetes y pudo cabalgar por sus frondosos bosques. El clima cálido y las aguas termales la ayudaron a recuperar la salud. Se divirtió de lo lindo y consiguió por un instante olvidar todas sus desdichas. Pero cuando comenzó el otoño su relación con el diplomático se enfrió. Estaba harto de las extravagancias de su amante, de su carácter violento y de sus caros caprichos. Por su parte, la bailarina pensaba en retomar cuanto antes su carrera artística y, finalizado el verano, los teatros buscaban nuevos espectáculos para la temporada. Fue entonces cuando pensó probar suerte en los escenarios de Viena, la ciudad consagrada a la música y la danza. Antes haría una parada breve en Munich, donde por esas fechas se celebraba la popular Oktoberfest, la fiesta de la cerveza. Como siempre, el destino le reservaba una inesperada sorpresa. Mientras preparaba su equipaje para salir temprano en la diligencia, no imaginaba que estaba a punto de protagonizar un escándalo que cambiaría el rumbo de la historia.