21
Miércoles, 17 de julio
El castillo era enorme, pero, por primera vez desde que te has ido, su inmensidad me ha parecido gobernable. Al salir, tendimos la rampa sobre el foso para alcanzar la playa de nuevo. Dispuestas a modo de barandas, las cadenas estaban mojadas y herrumbrosas. Me agarré a ellas y me llevé las manos a la boca para sentir el sabor del metal corroído por la intemperie del mar. Me asomé con muchísimo cuidado. El agua espejeaba al fondo, y vi una fauna de caimanes hambrientos, cocodrilos con las fauces abiertas como libros. Miré a Ruth, que permanecía a mi espalda esperándome, y le dije:
—Debería arrojar mi corazón a los reptiles.
Y Ruth me contestó, encendiendo sin prisa un cigarrillo:
—Se lo han comido hace más de una semana.
Instintivamente, me llevé las manos al pecho. Mi corazón latía velozmente. Era un pájaro atrapado en una alacena de pino apolillado. Pensé decirle a Ruth, ¿por qué me mientes?, pero encontré que lo que decía que era exacto. Ella añadió.
—Es asombrosa la capacidad que tienen los corazones para regenerarse.
Luego yacimos las dos extenuadas sobre la arena. Ruth fumaba despacio, con las piernas abiertas y el hermoso rostro infantil mirando hacia el cielo. Apagó el cigarrillo y entrelazó las manos detrás de la cabeza. Admiré la magnífica talla de sus bíceps, la línea de los senos derramados, el pequeño pezón erizado por el relente. Empezaba a amanecer.
Recostada de lado, con la humedad calándome los huesos, pensé en esa metáfora platónica acerca del alma. Dije:
—Platón pensaba que el alma tenía dos corceles. Uno que lo arrastraba hacia la razón, y otro que lo arrastraba hacia el pecado, la concupiscencia, la pasión.
Ruth dijo:
—Alguna vez estuve de acuerdo. Yo misma solía vivir con el alma desgarrada entre la razón y la pasión. Ya no. Me abandono sin más a las pasiones. Solo las pasiones son razonables.
Sonreí. Uno de mis dedos se deslizó despacio por la línea desnuda de sus hombros. Su piel tenía una temperatura asombrosa. Era ardiente. Glacial.
—Creo que tienes razón.
—Además —dijo ella, ruborizándose—, es preferible morir a vegetar.