11

 

—¿Peor que un accidente? —se extraña Nerea.

Eso digo yo.

—Tú, querrrrrrrrrrida, sufrrrrrrrrrirrrrrrr grrrrrrrrran decepción antes de terrrrrminarrrrrr día.

—¿Eso es todo?

—¡Ay, madre mía, una gran decepción! —exclama Nerea—. ¿Y no nos puede dar algún detallito más? Ya sabe: ¿es una decepción relativa al trabajo, al dinero, al amor, a la salud?

—Yo no poderrrrrrrrrr precisarrrrrrrrr másssssss. —Cierra de nuevo los ojos y me aprieta las manos echándole cuento—. Enerrrrrrgíassssss cerrraadaaaaaaas.

—¡Abre las energías, tía! —dice Nerea—. ¡Que si no, no te puede decir qué decepción te vas a llevar!

—¿Y cómo se abren las energías, si puede saberse?

—¡Y yo qué sé! Debe de tener algo que ver con los chacras y esas movidas…

—Ah, pues si es solo eso, ahora mismo abro todos mis chacras y arreglado —ironizo, aunque me arrepiento al momento, porque había decidido darle todo mi apoyo a Nerea.

Sin embargo, mi amiga parece habérselo tomado en serio, porque pregunta con curiosidad:

—¿Sabes cómo hacerlo?

—¡¡Silencio!! —exclama de pronto Lola, y Nerea y yo nos sobresaltamos—. Nada de chacrrrrrrrrras. Enerrrrrrrgías innnaccesibles, perrrrrrrro perrrrrcibo algooooooo.

—Ay, sí, perdón, se me ha escapado —musita Nerea cabizbaja mientras agita la mano.

—Madre mía, pero ¿qué has comido? ¡Estás podrida por dentro!

—No serrrrrrrrrr esoooooo. Serrrrrrr… Serrrrrrr… Serrrrrrrrr…

De nuevo cierra los ojos, esta vez acompañando el gesto con un breve masaje en las sienes, como si con ello pudiera concentrarse más fácilmente.

—Tú llevarrrrrrrr grrrrrrran decepción, perrrrroooooo…

—¿Peero? ¿Peroooooo?

Está claro que Nerea está toda emocionada. Finalmente, Lola abre los ojos y, clavando su mirada en mí, me asegura:

—Perrrrrro tambiéeeeeen llevarrrrrrrr grrrrrrrrrraaaaaan sorrpresaaaaaaaaa. Una sorrpresaaaaa bueeeeeeeenaaaaaaaa.

—¿Una gran decepción y una sorpresa buena? ¡Compro! —respondo.

—Tú no pagarrrrrrrrrr, tú trrrrrrrres porrrrrrrr dosssssss.

No me molesto en explicarle lo que quería decir. En cambio, Nerea y yo nos levantamos, le agradecemos su trabajo a la buena mujer (aunque a mí sigue pareciéndome un gasto muy tonto) y hacemos pasar a Mister Bean, que entra con una sonrisa de oreja a oreja. ¡Ja! Poco le va a durar, fijo. Seguro que él también va a pasar por sus cuitas en este día. Segurrrrrrrrro, vamos.

Nerea y yo tomamos asiento de nuevo en el recibidor y, antes de que yo pueda abrir la boca para comentar la experiencia, ella levanta el dedo índice para pedirme silencio y luego aclara:

—Tengo que pensar. ¿Tienes algo para apuntar?

—¿El bloc de notas del móvil?

Ella niega vehementemente con la cabeza.

—No, no, tiene que ser a lo tradicional, estoy inspirada.

—¿Pergamino y pluma, pues?

Nerea me ignora, o bien está tan concentrada en su búsqueda, abriendo y cerrando cajones, que ni se entera de que me estoy burlando de ella.

—Estoy toda inspirada, tía —me suelta mientras se agacha para mirar debajo de la mesita—. ¡Voy a seguir el consejo de la pitonisa! ¡Voy a hacer una lista de las cosas que siempre he querido hacer y no he hecho por miedo, y las voy a hacer hoy!

—¿Todas? —pregunto extrañada—. Pero ¿te va a dar tiempo?

—¡No seas aguafiestas, tía, y ayúdame a buscar un cuaderno o algo!

—¿Te vale con esto? —pregunto sacando del bolso el tique que nos han dado al comprar las zapatillas.

A Nerea le falta tiempo para arrancármelo de la mano y, a la vez que lo hace, vislumbra una estilográfica que parece más bien de adorno, apoyada sobre un estante en su base.

—¡Eureka! —exclama y no se lo piensa dos veces antes de arramplar con la estilográfica. Acto seguido, se sienta y se pone a escribir como una loca.

Mientras tanto, saco el móvil y veo que tengo un wasap de Sergio.

Sergio: Seguís vivas?

Yo: Y coleando. Qué tal Arturo?

Sergio: Borracho y ansioso. Y Nerea?

Levanto la vista hacia mi amiga, que está muy concentrada escribiendo sobre el papel con la lengua sacada y todo, como cuando íbamos al colegio y me copiaba los deberes.

Yo: Pues la veo bastante entera.

Es decir, aparte de por el hecho de haberse empeñado en visitar a una pitonisa. Pero oye, no todos los días una deja plantado a su novio en el altar, alguna excentricidad habrá que concederle.

Nos quedamos los dos sin decir nada durante unos minutos. En el recibidor el silencio es absoluto, solo roto por el roce de la estilográfica en el papel; Nerea parece estar escribiendo un testamento, vamos. Me llama la atención que ni siquiera percibo un leve murmullo procedente de la sala donde continúan Mister Bean y la bruja Lola. Veo que Sergio está en línea y me pregunto si se encuentra en la misma diatriba que yo, queriendo decir algo, cualquier cosa que nos haga seguir con la conversación. Y justo cuando estoy a punto de teclear un mensaje, veo que él está escribiendo y me detengo, ansiosa mientras llega el suyo, que resulta un poco decepcionante.

Sergio: Y ella no te ha dicho nada? Ya sabes, de por qué ha hecho lo que ha hecho.

Supongo que es la forma más lógica de dar conversación en estos momentos, pero la verdad es que preferiría hablar con Sergio de otras cosas. Como, por ejemplo, de lo guapo que estaba con su traje de padrino o de lo buena pareja que haríamos si por casualidad resultase que él siente lo mismo que yo. Me encojo de hombros toda conformista y tecleo:

Yo: No me ha dicho ni media palabra.

Sergio: Nada? Mira que siempre os lo contáis todo…

Yo: Hombre, todo todo, tampoco, no te pases.

Por ejemplo, no le he confesado nada acerca de mi cuelgue con Sergio, más que nada porque sé cómo funcionan las parejas: tú le cuentas tu mayor secreto a tu mejor amiga, que, por descontado, se lo cuenta a su prometido, y en este caso en concreto, como resulta que su prometido, aparte de ser un poco —bastante— bocazas, es el mejor amigo del objeto de tu amor… Pues no me ha hecho falta pensar mucho para saber que mi enamoramiento por Sergio se convertiría en un secreto a voces si se lo confesara a Nerea.

Pero, aparte de eso, debo reconocer que nos lo contamos casi todo. Casi, que tampoco le dije que fui yo la que hizo desaparecer sus zapatos preferidos. Se los había tomado prestados sin decirle nada y tuve la mala suerte de que se me quedase el tacón enganchado en una alcantarilla. A fuerza de tirar y tirar con la ayuda de un desconocido muy atractivo, terminamos por quedarnos con medio zapato en la mano y el otro medio convertido en futuro pasto de los ratones. Cuando días más tarde Nerea fue a ponerse sus amados zapatos, se encontró con la sorpresa de que habían desaparecido. Por suerte, le cayó la bronca a su prima pequeña, que tiene la molesta costumbre de cogerle toda la ropa cada vez que va de visita y mi amiga no está en casa para poder vigilarla. Ya, ya sé que estáis pensando que hice muy mal, pero esa chica ya está acostumbrada a las broncas que le mete Nerea y, como están unidas por la sangre, esta no llega al río. En cambio, si hubiera confesado mi pequeño pecado, probablemente no habría soportado que Nerea me riñese y habríamos acabado tirándonos de los pelos, que las dos tenemos mucho carácter.

En fin, el caso es que Sergio se debe de pensar que somos siamesas o algo así, y reconozco que eso me fastidia un poco. Veo que se desconecta y tecleo a toda velocidad para impedir que se corte la comunicación.

Yo: Tú qué tal estás?

Él se vuelve a conectar al recibir el wasap y yo respiro aliviada.

Sergio: Yo? Yo, bien. Por qué lo preguntas?

A veces este chico parece un poco corto, os lo prometo, pero bueno, yo lo quiero igual.

Yo: Pues por qué va a ser, por el papelón que te ha tocado.

Vale, llegados a este punto, he de confesar que me encanta todo lo relacionado con las preguntas o las afirmaciones trampa, es decir, aquellas que se formulan buscando un halago, cumplido, explicación o cualquier otra cosa que se le pueda ocurrir a uno. Por supuesto, la afirmación que le acabo de hacer a Sergio esconde un halago que espero que me devuelva, porque no es por nada, pero el papelón que me ha tocado a mí tampoco es manco. Sin embargo, como todo el mundo sabe, los hombres son mucho más sencillos —simples— que nosotras, y la respuesta de Sergio me deja fría:

Sergio: Ah, por eso! Nada, bien, gracias.

Y se desconecta de nuevo. ¡Se desconecta! Así como así, no solo sin devolverme el halago, sino sin preguntarme siquiera qué tal estoy yo.

—Venga, que se supone que somos amigos —siseo en voz alta sin darme cuenta.

—¿Cómo? —pregunta Nerea distraída, sin hacerme caso realmente, concentrada como está en su lista, que no veáis si es larga. Como pretenda hacerlo todo hoy, no vamos a llegar a casa ni a la hora del desayuno.

¡Ah, ahí esta conectado de nuevo! Cuando veo que está escribiendo un mensaje se me escapa una sonrisita de satisfacción. Me muero de impaciencia mientras observo el mensajito de marras que dice: «Sergio está escribiendo». Pues por lo que tarda, bien podría ser la Biblia, porque vamos, ni mi madre, y ya es decir. Quizá por eso, cuando veo su escueto mensaje me decepciono un poco.

Sergio: Y tú estás bien?

Bueno, si obviamos el hecho de que sigo encerrada en la casa de una bruja mientras le leen el futuro a un desconocido y a mi mejor amiga se le va la olla a lo grande, y de que estoy enamorada de mi mejor amigo y él no tiene ni idea, y de que ando intentando arrancarle palabras cariñosas como si fuera una yonqui en busca de un chute…

Yo: Sí, sí, todo bien.

Sergio: Me alegro.

Por lo menos tiene la decencia de acompañar tan soso wasap con un par de emoticonos sonrientes, no los de la sonrisa amplia enseñando toda la dentadura, sino los de la sonrisita contenida, esa que no sabe una muy bien si es una sonrisa sincera o de circunstancias, en plan «me has pillado in fraganti haciendo algo que no debía», pero bueno, algo es algo.

—¡Listo! —exclama entonces Nerea poniéndose en pie de un salto, bastante ágil, teniendo en cuenta que sigue atrapada entre capas y capas de satén.

Justo entonces Mister Bean entra en el recibidor, y parece contento.

—¿Qué te ha dicho? —pregunta Nerea con los ojos brillantes.

—Ah, ¡es un secreto! —responde él y hace el gesto de cerrarse los labios con una cremallera y lanzar al aire la llave.

—Por la cara que traes, ha debido de ser bueno —opina mi amiga.

—Lo que sucede en la consulta de la Pitonisa se queda en la consulta de la Pitonisa —nos interrumpe una voz, que resulta ser la de la bruja Lola, que ha entrado en el recibidor disfrazada de nuevo de la recepcionista que nos recibió al principio, sin forzar el falso acento ruso ni nada. Tengo que reconocerle por lo menos que se cambia de ropa con mucha rapidez.

—¿Y dónde está la pitonisa? Me gustaría despedirme de ella —comenta Nerea, toda inocencia.

—La pitonisa Lola ha entrado en estado de trance —nos informa la timadora con voz grave—. Lo hace después de cada sesión para recuperar energías.

—¡Oh, qué pena! —se lamenta mi amiga y, de verdad, no sé quién se está quedando con quién.

De pronto, la farsante mira fijamente a Nerea y exclama con brusquedad:

—¡Suelta esa estilográfica!

Lo dice con tanta violencia que los tres pegamos un respingo. Antes de que ninguno pueda reaccionar, la mujer se acerca a mi amiga con tal rapidez que parece Flash y le arrebata el objeto de la mano.

—Yo… —tartamudea Nerea— solo estaba escribiendo la lista de cosas que quiero hacer. Me lo dijo la pitonisa —añade a la defensiva.

—¡No creo que ella te dijera que usaras una estilográfica de más de mil euros! —brama la otra, hecha un basilisco, mientras la deposita de nuevo en su soporte.

Yo me atraganto. ¿Perdón? ¿Mil euros? ¿Mil euros y la tiene ahí expuesta, al alcance de cualquiera? ¡Y pretenderá adivinar cuándo alguien va a robársela!

—Yo… —repite mi amiga.

Y como buenas amigas que somos —casi como hermanas—, enseguida salgo en su defensa.

—Bueno, si es tan amable de cobrarnos… —digo al tiempo que saco mi tarjeta del bolso, porque, claro, me toca pagar otra vez a mí; recordad que Nerea no lleva sus tarjetas encima.

Pero Mister Bean se me adelanta y cuando la mujer tiende la mano él le pone sobre ella su propia tarjeta. Lo miro y se encoge de hombros.

—A esta invito yo.

Sí, ya, como si fuera a haber una próxima.