En París, el Centro de Documentación Judía Contemporánea alberga gran parte de los archivos del Einsatzstab Reichsleiter Rosenberg en Francia. Contiene una serie de documentos condenatorios para Gerigk: un memorando que describe el funcionamiento del Sonderstab Musik; instrucciones que dirige a sus subordinados; requisiciones de judíos, músicos o reparadores de instrumentos, deportados al campo de Drancy, para sus talleres parisinos, e incluso los nombres de sus principales colaboradores, como su asistente, el doctor Wolfgang Boetticher, o su colaboradora y amante, la Dra. Franzi Berten, encargada de los aspectos organizativos.
Dentro del Einsatzstab Reichsleiter Rosenberg (ERR) de Gerhard Utikal, la industria de la confiscación de los bienes judíos en la Europa ocupada, Gerigk dirige, como es sabido, el sector de la música. Esta floreciente empresa también tiene una unidad dedicada a las obras de arte, la Sonderstab Bildende Kunst, mientras que otro departamento, la Dienststelle Westen, la oficina occidental, se ocupa de los muebles, algunos de los cuales se transfieren a las familias alemanas afectadas por los bombardeos aliados: es la M-Aktion (Möbel Aktion), que podría traducirse como «Operación Muebles».
Esta burocracia al servicio de la arianización da vía libre a Gerigk. Hay que decir que, mientras que las eminencias del régimen se apresuran a transportar el máximo número de lienzos o de estatuas de bronce a sus escondites alemanes —el propio Hitler soñaba con construir un gigantesco museo en su honor en la ciudad de Linz, donde estudió—, los instrumentos musicales y las partituras raras despiertan menos codicia. De forma intencionada, las directrices del Führer sobre las prerrogativas de sus ministros siguen siendo vagas. Rosenberg, Göring y la jerarquía militar, aunque también Ribbentrop y el Ministerio de Asuntos Exteriores, reclaman una parte de las competencias en la confiscación de obras de arte. Goebbels es uno de los más vengativos: considera que estas incautaciones son su responsabilidad en el marco de la Propaganda Staffel, que trabaja para controlar las mentes.
Con sus instrumentos musicales, Gerigk tiene pocas cuentas que rendir, salvo durante los esporádicos encuentros con el jefe del servicio Rosenberg, Gerhard Utikal, en la sede del ERR, en el número 54 de la avenida de Iéna. En su enorme despacho, en el primer piso de una mansión confiscada, Utikal acumula un montón de obras de arte y tiene un magnífico piano de cola que le ha entregado Gerigk. Con una copa de bourbon —y, si los embargos han sido provechosos, saboreando un puro—, los dos hombres hablan de la grandeza del Reich y de su supremacía cultural.
En la primavera de 1944, la Dienststelle Westen dispone de ciento quince agentes y el apoyo de unas cien empresas francesas de mudanzas y guardamuebles que ponen a disposición del Reich hasta ochenta camiones al día. Para clasificar y transportar todos estos objetos a Alemania y Austria, Kurst von Behr, encargado de la recuperación de propiedades judías, ha conseguido autorización para abrir tres campos de internamiento y trabajos forzados anexos al campo principal de Drancy, todos ubicados en París. El número 85 de la rue du Faubourg-Saint-Martin para «el campo Levitan». En el número 2 de la rue Bassano para «el campo Bassano». En el número 4 del muelle de la Gare para «el campo de Austerlitz», el más activo. Los internos trabajan allí más de doce horas al día, descargando y volviendo a cargar los camiones de mudanzas bajo la supervisión de equipos de la Dienststelle Westen. Algunos encuentran objetos que les pertenecen a ellos mismos o a sus familiares.
Al escribir estas líneas, reconstruidas gracias a los archivos del Centro de Documentación Judía Contemporánea, me doy cuenta de que nadie ha realizado jamás una indagación seria sobre Gerigk. Yo mismo, obsesionado con mi investigación, abandoné la historia de este hombre responsable de tantas persecuciones. En los archivos alemanes encuentro detalles de su infancia en el seno de la pequeña burguesía de Baden-Württemberg. Su padre soñaba con una carrera como violinista famoso para él, pero el joven Herbert no tenía ni predisposición ni talento. Además, era zurdo en una época en que los maestros exigían tocar con la mano derecha para que todos los arcos de una orquesta estuvieran orientados hacia el mismo lado.
Cuando Herbert tocaba, su interpretación era aplicada e impecable. Sin embargo, el joven no sentía la música, por lo que sus gestos y su mente nunca llegaron a estar vinculados ni a conectarse entre sí. Ante la desilusión paterna, y eximido de las obligaciones militares a raíz de un infarto, se comprometió a ponerse al día desplegando toda su energía y rigor en estudios de musicología, que superó con brillante éxito. Pero cuantas más distinciones y honores acumulaba, más perdía su padre el interés por él, incluso el día que recibió una carta de felicitación de Hitler por la publicación de su Tratado sobre los judíos en la música. «¡Querrías que te felicitara —le escribió su padre— por elaborar listas de músicos cuando has sido incapaz de convertirte en uno de ellos!».
El 14 de mayo de 1944, Gerigk visita a Kurt von Behr en «el campo de Austerlitz» para discutir los problemas de transporte de instrumentos a Alemania. Los reveses militares y el aumento de la presión de los aliados hacen que Gerigk se muestre nervioso e insistente. En la entrada, los centinelas con sus cascos lo saludan. Pasa sin inmutarse y cruza los depósitos de los antiguos Almacenes Generales sin mirar a los seiscientos prisioneros que están trabajando. Mientras sube la gran escalera metálica que conduce al despacho de Von Behr, echa humo: en vez de la noble lucha contra la música degenerada y los músicos judíos que el propio Hitler le había asignado, se ha visto relegado a resolver problemas de logística, espacio y recursos humanos. La sala del Palais de Tokio y el ala del Museo Nacional de Bellas Artes, en la rue de la Manutention, no tardaron en quedarse pequeñas para albergar su botín. ¡Y qué decir del garaje de la rue de Richelieu que subarrendó a la Gestapo para que sirviera de almacén! Esta falta de profesionalidad lo ofende. En cuanto al «campo de Austerlitz», si consiguió trescientos metros cuadrados para reparar instrumentos es solo porque lo lleva una firma berlinesa y hay un mercado: la organización de actividades de ocio nazi Kraft durch Freude, Fuerza a través de la Alegría, que compró unos quinientos pianos.
Cuando entra de golpe en el despacho de Von Behr, Gerigk se encuentra cara a cara con Aloïs Brunner, el comandante en jefe del campo de Drancy. Solo habían coincidido un par de veces en La Closerie des Lilas, y lo menos que se puede decir es que el comandante no lo ayuda demasiado a cumplir su misión. Sin dejarse impresionar, Gerigk decide aprovechar este encuentro fortuito.
—Comandante, no ha respondido a mi carta en la que le pedía dos judíos para limpiar los pianos verticales antes de su traslado, y también un lutier y un pianista judío.
Brunner lo observa con un desprecio y una arrogancia que acentúan el aspecto juvenil de su delicado rostro.
—¿Y qué quiere que haga, amigo mío? La llegada de judíos a Drancy es cada vez más ocasional. Antes de que entrara usted sin llamar estaba a punto de presentarle al querido Von Behr la idea de recurrir a los centros infantiles para continuar con las deportaciones... Debo garantizar que mis hombres tengan perspectivas de futuro. No hay nada más nocivo para la disciplina que el aburrimiento.
Gerigk tuerce los labios en una mueca de disgusto mientras Von Behr sonríe. Una hermosa bestia rubia, ceñida por un uniforme bien cortado y confeccionado que resalta su complexión, aunque no llega a ocultar una barriga en ciernes. Von Behr parece resplandecer de satisfacción bajo su piel grasienta. Una vez que Brunner se va, se hunde en su silla y apoya los dos pies sobre el escritorio para escuchar a Gerigk enumerar sus peticiones mientras juega con su cuchillo. Luego lo interrumpe bruscamente en un alemán ronco:
—Capitán, todo el mundo tiene que acelerar el envío de convoyes a Alemania. Incluso aquí estamos desbordados de objetos y muebles. Pero las instrucciones son claras: con las vías cortadas por los aviones enemigos y la ralentización de nuestras operaciones, se da prioridad a los convoyes de judíos. Si no le gusta esa orden, ¡diríjase personalmente al Führer!
Gerigk no insiste. Ese día entiende que su misión en París ha terminado. Hace tiempo que el ministro Rosenberg perdió la atención de Hitler, que ahora tiene otras prioridades que luchar contra la música degenerada. Cuando Gerigk abandona «el campo de Austerlitz» y se sube al coche donde le espera su chófer, la decisión está tomada: ha llegado el momento de regresar a Alemania, donde será mucho más útil supervisando la distribución de instrumentos.