Cada cincuenta años más o menos, preferiblemente durante la temporada estival o en primavera, París se libra a su pueblo. Casi siempre con la misma cronología de la insurrección popular, la ciudad empieza a agitarse, nos empujamos, nos gritamos, saqueamos, rompemos, robamos, destruimos, matamos. Al principio son actos aislados, pequeños grupos. Luego, tumultos más grandes, provocaciones. Después, barricadas, bandas armadas. Hasta llegar a la multitud decidida, despiadada, compacta.
La rebelión contra la desigualdad o la opresión es lo que agita a la multitud parisina cada medio siglo. Durante la Revolución francesa, la Bastilla pagó el precio el 14 de julio de 1789. Luego las barricadas de la Revolución de febrero de 1848. Más adelante la columna de Vendôme, símbolo del despotismo imperial, desmantelada en mayo de 1871 durante la Comuna de París. Y sigue siendo así este 19 de agosto de 1944, cuando las Fuerzas Francesas del Interior (FFI) marcan el inicio de la insurrección popular al tomar la Prefectura de policía.
Y en esta ocasión, participo.
Nejiko aún no se ha ido a Berlín y se encuentra en el centro de uno de esos momentos vertiginosos de la historia. Ni la intimidación de Oshima ni la violencia de Gerigk la han convencido para abandonar París. Ha estado ocho años en el corazón de esta Europa en guerra, tocando en todas esas ciudades bombardeadas y ocupadas. La música le sirve de coraza.
Sentada en una banqueta roja de piel en un desierto Café de Flore, escucha a su amiga Yoshiko implorándole que se vaya de la ciudad con ella al día siguiente, en un tren especialmente fletado para oficiales alemanes. Yoshiko le dice que su novio actual, el asistente personal del general Dietrich von Choltitz, oyó a Hitler dar la orden de arrasar París antes de que llegaran los aliados.
Afuera, las aceras están llenas de transeúntes ruidosos y la calle ruge, llena de coches pequeños que enarbolan la bandera francesa. A través de las ventanas, boinas con escarapelas tricolores gritan que luchamos en la plaza de la Madeleine y en el Barrio Latino.
Como antiguo miembro de la Brigada Musical de los Guardianes de la Paz, he respondido a la llamada de las FFI para recuperar la Prefectura de policía; incluso tocaré allí con mi trompeta la primera Marsellesa desde la ocupación alemana.
Yoshiko pierde la paciencia. ¿Acaso Nejiko no entiende que, aunque salgan vivas de los bombardeos, las arrestarán porque su país está en guerra contra los americanos, que se encuentran a tan solo unos pasos de aquí? ¡Japón es el aliado de los nazis y todos saben que ellas tocan en conciertos para apoyar a los ejércitos de las SS!
Como huyendo de un ataque, ahora son los camiones de la Wehrmacht los que pasan en tromba. De pie, con actitud resuelta, las tropas de la SS apuntan con revólveres y metralletas a los curiosos. Desde la rue de Tournon llegan escuadrones de alemanes, fusil en mano, para instalar ametralladoras en la acera. Asustado, el dueño del café corre las cortinas y cierra la puerta a cal y canto.
Nejiko recuerda temblando las palabras de Gerigk al desaconsejarle formalmente que frecuentara el Flore, «esa guarida de miembros de la Resistencia y artistas fracasados», el día que supo que ella era una asidua de esta institución del bulevar Saint-Germain. Gerigk prefiere el distrito de Montparnasse, donde encuentra a los oficiales de la Wehrmacht en el Dôme o en la Closerie des Lilas, su local preferido.
En el Flore, Nejiko se ha cruzado regularmente —sin conocerlos— con Jean-Paul Sartre, Simone de Beauvoir, Boris Vian y Albert Camus. Un día, Camus estaba almorzando con Maria Casarès y, a petición de esta, le dirigió la palabra. La actriz, muy alegre ese día, e intrigada por la presencia de aquella joven japonesa que estaba sola, instó a su acompañante a invitarla a su mesa. Muy seguro de sí mismo, el escritor se acercó a Nejiko e intentó iniciar una conversación señalando el estuche de su violín para preguntarle si era música. Ella pensó que él quería robarle su instrumento y fingió no entenderlo, mientras agarraba instintivamente el Stradivarius, despertando la perplejidad de su interlocutor. Jovial, Camus volvió a la mesa donde Maria Casarès ya se estaba burlando de él. «Cualquier negativa a comunicarse es un intento de comunicación», le dijo en tono burlón, volviendo a sentarse. Divertida por esta alusión a la primera novela de su amante, Maria concluyó su frase con una carcajada: «Cualquier gesto de indiferencia o de hostilidad es una invitación encubierta».
Ese 19 de agosto, no hay ni rastro de Camus: está ocupado con Sartre para montar guardia en la Comédie-Française. De todos modos, en el café no hay nadie. El Flore está vacío y su propietario muy agitado. A lo lejos se empiezan a escuchar las primeras grandes explosiones. Un tanque alemán llegado de la plaza del Châtelet toma posición en la explanada de Notre-Dame. Otros seis vienen para apoyarlo y abren fuego contra la puerta este de la Prefectura, donde yo me encontraba entonces con mis camaradas de la Resistencia. Pero volveré a hablar de esto más adelante. Arrastrándose, un guardián de la paz consigue prender fuego a uno de los alemanes con un cóctel molotov. París está de nuevo en guerra. La ciudad se rebela contra el ocupante. Poco a poco, el murmullo se eleva y un clamor acaba retumbando. Se escuchan disparos por todas partes. Los miembros de las FFI pasan zumbando en sus coches, revólver en mano. Las pancartas nazis a lo largo de la avenida de Rivoli son desmanteladas una tras otra.
Entre lágrimas, Yoshiko sigue instando a su amiga para que se marche con ella a Berlín, pero la mirada de Nejiko permanece clavada en su Stradivarius. A través del estuche entreabierto, acaricia la madera del violín y siente bajo los dedos la fina aspereza del tiempo.