20de abril de 1945. Mi investigación, a petición del prefecto de policía de París, ha empezado hace unos meses, pero prefiero acabar de contar cómo termina la estancia de Nejiko en Berlín. Acaba mal.
Bajo el radiante sol de primavera, un diluvio de fuego asola Berlín. El Ejército Rojo acaba de lanzar su gran ofensiva a las puertas de la ciudad. Los occidentales y los soviéticos celebran a su manera el cumpleaños del Führer. Un millón de toneladas de obuses caen sobre la ciudad. El acero se desata sobre la capital alemana en un movimiento final: tanques, trenes de tropas saliendo de las estaciones, hombres con cascos, aviones, proyectiles, bombas...
En las calles resuenan los altavoces soviéticos, instando a los soldados alemanes a rendirse. Ancianos casi desnudos, criaturas de un mundo subterráneo, deambulan aturdidos por las calles. Los niños que se han despertado de repente, aterrorizados, se cogen de las manos de sus madres. Por todas partes, en las ventanas, cuelgan sábanas o fundas de almohada blancas en señal de rendición.
La cuenta atrás se acelera. En tres días, los americanos lanzan mil setecientas toneladas de bombas incendiarias sobre Tokio. Desde Moscú, Stalin se impacienta y le pide a Zhúkov que apure el avance de sus tropas hacia el Reichstag. Churchill lucha por calmar el estallido de violencia ordenado por Arthur Travers Harris, mariscal de la Royal Air Force: «Ninguna ciudad alemana debe quedar en pie cuando termine la guerra». Harris «el Carnicero» es el apodo que le han puesto sus hombres. «Quien siembra viento, recoge tempestades», repite incansablemente el Carnicero, y enumera los daños sufridos por Londres y los londinenses al comienzo de la guerra. Menospreciando con un ademán el riesgo de pérdidas humanas, ordena intensas campañas de bombardeo de civiles alemanes sin otro objetivo táctico que socavar la moral de la población.
Esta estrategia funciona con Nejiko. Ha agotado sus fuerzas y sus nervios. Afortunadamente, Oga por fin tiene buenas noticias para ella.
—Se supone que no debo decírtelo, pero nuestra partida hacia los Alpes austríacos está programada para esta noche.
Aliviada, ella lo abraza espontáneamente, desafiando siglos de moderación japonesa.
—¡No te imaginas lo feliz que me hace dejar este lugar!
Oga esboza una leve sonrisa y busca durante un momento las palabras.
—Tengo que pedirte un favor, Nejiko. Lo hago en mi nombre, pero también en el del embajador Oshima.
—Si de verdad nos vamos esta noche, Oga, puedes dar por hecho ese favor, sea cual sea.
—Hoy es el cumpleaños del Führer. Su amigo más íntimo, Joseph Goebbels, quiere darle una sorpresa esta noche. El ministro Ribbentrop también conoce el secreto. Le preguntaron a nuestro embajador si accederías a tocar una melodía de violín para conmemorar el acontecimiento y alegrar el ambiente. Ya sabes, en Berlín ya no hay músicos; tú eres la última artista digna del Führer… Tocas treinta minutos, el embajador se despide de su amigo Hitler y nos vamos: toda la delegación japonesa, con Göring, a Bad Gastein, en la frontera de los Alpes austríacos. ¿Te parece bien?
Nejiko se queda petrificada. Hitler… El Führer… Hace unos meses, unos años, sin duda hubiera sido un privilegio… Pero ¿hoy?
Oga se da cuenta de que está dudando.
—Nejiko, es la condición para nuestra partida, un símbolo: no estamos abandonando a nuestros aliados, sino partiendo con dignidad para seguir la lucha en otra parte. Si no lo haces por nuestro país o por el embajador, hazlo por mí. Por favor.
En su mente cansada, agotada por esta Europa que solo ha conocido en guerra, ella ya está en Japón.
—De acuerdo, Oga. Pero prométeme que luego volveremos a Tokio.
—Te lo juro por mi honor, Nejiko.
Unas horas más tarde, Nejiko se encuentra en un coche que viaja a gran velocidad, escoltado por agentes del Ministerio de Propaganda. Solo la acompañan el chófer y el embajador Oshima. Está sumida en sus pensamientos, con la mirada fija en su violín, que sostiene sobre las rodillas. El vehículo entra en una calle subterránea y se detiene. Hay que continuar a pie. Un oficial de la SS los guía a través de un laberinto de sótanos hasta llegar al Führerbunker, situado a doce metros bajo tierra, en los jardines de la Cancillería.
Nejiko tiembla al entrar en el búnker de Hitler, aunque no hace frío. El olor pestilente que reina en estos lugares confinados es el primer detalle que le llama la atención. Unos motores diésel renuevan a duras penas el aire. Las habitaciones son minúsculas, muy estrechas. La decoración es inexistente en las paredes de cemento desnudo; del techo cuelgan unas simples bombillas.
Goebbels está allí para dar personalmente la bienvenida a sus invitados. Abraza a Oshima —son amigos de verdad— y saluda con reverencia a Nejiko, agradeciéndole mucho su presencia:
—Eva Braun ha insistido en que organizáramos nuestra fiesta arriba, en un salón abandonado de la cancillería. Vengan... En fin, el champán está tibio y solo hay un disco para el gramófono, Rosas rojo sangre te hablan de felicidad. Su presencia es muy oportuna, señorita Suwa. ¡Se lo ruego, tóquenos una o dos piezas emotivas!
Nejiko no sabe qué responder. Las habitaciones por las que Goebbels y su séquito la conducen desfilan como imágenes ante su mirada, como si ella misma estuviera fuera de esta escena.
Cuando entran en la sala, Nejiko se sorprende al encontrarla abarrotada. La mayoría de los altos dignatarios está allí; los reconoce porque los ha visto en fotos o en películas de propaganda. Himmler. Ribbentrop, a quien veía a menudo junto al embajador. Bormann. Göring. El almirante Dönitz. El mariscal Keitel. Speer. Jodl. Todos se inventan excusas para abandonar la capital antes de que esté completamente rodeada y el Ejército Rojo tome los aeródromos. También está la esposa de Joseph Goebbels. El mayordomo de Hitler, Heinz Linge. Secretarios. Y Eva Braun bailando en un rincón, al lado del gramófono.
—Muchos han venido a despedirse del Führer —le susurra Oshima—. Ven, te lo presentaré; lo más probable es que nunca lo vuelvas a ver.
Cuando Nejiko intenta protestar, ya es demasiado tarde. Oshima la arrastra a unos pasos del Führer. Al ver a Hitler, ella se asusta por su apariencia: los rasgos envejecidos, la figura encorvada, su cuerpo roto, las manos temblorosas, la cara hinchada, los ojos inyectados en sangre.
Él la mira durante mucho tiempo sin decir nada. También parece estar en otra parte, poseído por una extraña fuerza. Nejiko es presa del pánico. Oshima le sostiene la mano para evitar que retroceda. Hitler se acerca, caminando penosamente:
—General Oshima, es usted uno de los pocos en los que confío por completo. Aquí solo hay traidores. Mucha gente ha abusado de mi confianza. La deslealtad y la traición han socavado nuestra resistencia durante toda la guerra. Al menos ustedes, los japoneses, tienen el mismo honor que el pueblo alemán. Como nosotros, sé que lucharán hasta la muerte. La derrota en esta guerra sería la destrucción de nuestros respectivos pueblos.
Oshima asiente y, para calmar al Führer, le presenta a la violinista Nejiko Suwa, «a quien el Reich ha regalado este maravilloso violín». Hitler mira a la joven con desdén. Sin decir ni una palabra ni saludar, se aleja bruscamente de ella y del embajador para dirigirse a los aposentos privados de su búnker.
Atónitos, Nejiko y Oshima se unen a Goebbels.
—Últimamente está muy cansado… No se quede aquí, señorita Suwa. Incluso sin el Führer, nos tocará algunas bonitas piezas...
Nejiko le sostiene la mirada a Goebbels y, presa de una súbita inspiración que la impresiona, le pregunta:
—Ministro, ¿sabe quién era el anterior dueño de este violín?
Desconcertado, Goebbels decide tomarse la pregunta como una broma y se echa a reír a carcajadas, arrastrando al embajador Oshima con él.
—¡Señorita, solo Gerigk lo sabe! ¡Todo lo que puedo decirle es que este no es un instrumento de su colección! —dice en tono hilarante, como si se riera de su propia ocurrencia—. Solo tiene que preguntarle. ¡Dios sabe dónde estará ahora!
Luego Goebbels lleva a Nejiko al centro de la sala. Mientras ella saca el violín de su estuche y el ministro de Propaganda llama la atención de la gente, Eva Braun se acerca.
—¿Qué piensa tocar?
—Había pensado en Wagner o en Liszt, señora.
Eva Braun sonríe ante la mirada impresionada de Nejiko.
—¿Sabe?, siempre he sentido debilidad por Chaikovski y Borodin. Le regalé al Führer una caja completa de las obras de Chaikovski interpretadas por el violinista polaco judío Bronislaw Huberman. Si los invitados lo supieran, ¡se sorprenderían! ¡Pero de música no saben nada!
Nejiko se queda perpleja. Sin saber qué pensar, preguntándose si no será una trampa, finalmente se decanta por Wagner.
Goebbels pronuncia unas breves palabras para darle las gracias a la joven artista japonesa y recordar el episodio del regalo del violín. Nadie escucha, ni siquiera Nejiko. Toca mecánicamente, casi demasiado rápido, como si tuviera prisa por irse y volver finalmente a Tokio.