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La historia empieza en Alemania el 22 de febrero de 1943, veinte días después de la caída de Stalingrado. Esa mañana, Sophie Scholl, de veintiún años, es guillotinada en Múnich junto con su hermano por haber repartido folletos en la universidad haciendo un llamamiento a la resistencia contra Hitler. Por la noche, en Berlín, el ministro de Educación del Pueblo y de Propaganda del Reich, Joseph Goebbels, le regala un violín Stradivarius a Nejiko Suwa, una joven virtuosa japonesa.

Muchos oficiales nazis, soldados y el embajador japonés en Alemania, Hiroshi Oshima, asisten a la escena de la entrega del violín. Todos se congratulan por esta ceremonia que cimentará la alianza entre las dos naciones. El champán corre a raudales, las lámparas de araña brillan en honor a la grandeza del Reich y de su Führer. En la calle, el caos: gritos de desesperación por todas partes, cuerpos destrozados, heridas que se infectan y puños y botas que golpean.

Esa noche, en el diario que escribió regularmente desde 1923 hasta su último día en el búnker, Goebbels anotó: «La famosa violinista japonesa Nejiko Suwa ha interpretado para nosotros un concierto de Grieg y algunas magníficas composiciones breves con una técnica soberbia y un gran talento artístico. Oshima, que ha triunfado con esta recepción, estaba encantado. Como regalo, le he ofrecido a la joven Nejiko un violín Stradivarius. Viendo cómo toca, el instrumento está en muy buenas manos».

Entre toda esta pequeña multitud, el más feliz es el más discreto: Herbert Gerigk. Esta velada es obra suya, la consagración de su trabajo al servicio del Reich. Ha escrito el discurso de Goebbels sobre la música y ha traído el Stradivarius desde Francia. Musicólogo, antiguo jefe de la sección musical del Partido Nazi, es el director de la Sonderstab Musik, una unidad especial del Einsatzstab Reichsleiter Rosenberg que confisca todas las propiedades valiosas de los judíos y las envía a Alemania. A lo largo de dos años, en la Francia ocupada, ha saqueado treinta y cuatro mil quinientas casas y pisos judíos y ha confiscado miles de muebles, cuadros y un único Stradivarius.

Dicen que los violines tienen alma. Los lutieres siempre hablan en voz baja de esa pieza de madera de abeto que se coloca dentro de la caja de resonancia, situada a unos milímetros del pie derecho del puente. El alma se coloca en el interior del instrumento cuando ya está terminado, con un posicionador de almas.

Antes de entregar el violín a la joven prodigio, el protocolo prevé un discurso de Goebbels sobre la música. «El pueblo alemán es el primer pueblo músico de la tierra —declara el ministro de Propaganda—. Hay que acabar con la música degenerada, la cacofonía antialemana producida por los negros y la judería. —Estruendo de aplausos—. Debemos otorgar nuestra preferencia a lo que expresa la alegría de vivir y no a esas partituras judaicamente lúgubres; y en cuanto al tempo, debe estar desprovisto de esos ritmos invertidos que caracterizan a las razas bárbaras y alimentan los instintos extranjeros en el pueblo alemán…».

Nejiko escucha sin prestar atención. No puede dejar de pensar en Mendelssohn: a ella no le parece «judaicamente lúgubre». Su tía Ana le enseñó a tocar el violín a partir de sus obras. ¿Cómo es posible no amar a Mendelssohn? ¿Cómo se puede calificar su música de degenerada?

El embajador Oshima asiente ostensiblemente con la cabeza; no se trata de música, sino de diplomacia. La cultura autoritaria e imperialista del Japón de la era Shōwa coincide en gran medida con la del régimen nazi. Cuando en 1943 el Reich extermina a decenas de miles de judíos deportados al son de las notas de Wagner, de Beethoven o incluso de Bach, el Imperio de Japón masacra al mismo tiempo a millares de chinos. Igual que la Gestapo, dos cuerpos militares japoneses, el Kempeitai y el Tokkeitai, siembran el terror en los territorios ocupados. Como en los campos de exterminio nazis, unidades especiales japonesas realizan experimentos con seres humanos. La más famosa es la Unidad 731, dirigida por Shiro Ishii: a cada detenido se le asigna un número a su llegada y pierde su condición de hombre. A estos conejillos de Indias humanos se les llama marutas, que en japonés significa «tronco de madera o leño», porque se supone que los campesinos del lugar creen que este campo es un gigantesco aserradero que suministra madera apilada. Esos troncos son humanos. Los experimentos están relacionados con el cólera, el tifus y la peste. Las mirillas instaladas en las puertas de acero permiten comprobar a los guardias el estado de los marutas encadenados. Ven extremidades podridas, trozos de hueso que sobresalen de la piel negra por la necrosis. Otros sudan, víctimas de una fiebre atroz, retorciéndose y gimiendo de dolor. Cuando un prisionero sobrevive a un experimento, es sometido a otro hasta que acaba muriendo. Se realizan vivisecciones y amputaciones. A algunos los hierven vivos o los queman con lanzallamas, mientras que a otros les hacen transfusiones de sangre de caballo o los congelan y los desecan hasta que acaban reducidos a una quinta parte de su peso. Mátalo todo. Quémalo todo. Saquéalo todo. Es como una suerte de lema en el Japón de 1943. Podría ser perfectamente el de Hitler en Europa.

El discurso de Goebbels termina con vítores. Su talento como orador lo ha convertido en uno de los ministros más influyentes del Reich. Y es, también, el antisemita más encarnizado del régimen.

De pie, en primera fila, Gerigk saborea su victoria: ha convencido a Goebbels de que la música es el arte germánico por excelencia y de que debe ser el núcleo de la propaganda del régimen nazi, un arma al servicio de la esclavitud. ¿Acaso hay algo más servil que una orquesta, con su director, sus intérpretes, su docilidad, su cadencia, su compás? Gerigk es quien ha inspirado la adopción de la medida, por parte de la oficina central de seguridad del Reich, que autoriza la creación de orquestas —Lagerkapelle— en los campos de exterminio «para apaciguar a los prisioneros antes de ejecutarlos».

Gerigk se acerca a Goebbels para entregarle el preciado violín que ha traído personalmente de Francia. Goebbels le tiende el instrumento a Nejiko; ella, maravillada, contempla su majestuoso esplendor y los reflejos del brillante barniz sobre la madera centenaria de abeto rojo y arce.

A sus veintitrés años, Nejiko está resplandeciente. Un turbante de seda, un vestido tradicional japonés perfectamente ajustado, una amplia sonrisa. A todo el mundo le parece encantadora. Hay que decir que el hecho de haberle confiado un Stradivarius siendo tan joven es un inestimable privilegio. Un momento poco habitual en que una joven japonesa le estrecha la mano a Joseph Goebbels en Berlín.

Es la primera vez que ella se codea tan de cerca con un alto dignatario del Reich. Examina discretamente su singular apariencia y piensa en lo que le ha dicho su amiga Yoshiko: Joseph Goebbels no representa el ideal de la estética nazi. Es más bien bajo, tiene una nariz prominente, puntiaguda, y la tez bronceada; a los ojos de Nejiko, su físico mediterráneo lo hace menos frío, más accesible. Le han hecho la manicura, y el traje confeccionado a medida, de un elegante tejido, le da el aspecto de un caballero.

Como lo está observando de reojo, Nejiko no se da cuenta de un defecto en la pierna derecha de Goebbels, aunque para él es cualquier cosa menos una nimiedad. Se trata de la secuela de una desafortunada operación cuando solo tenía seis años, un pie zambo que lo obliga a utilizar permanentemente un aparato ortopédico. Lo disimula con meticulosidad. Un día, Himmler lo vio cojear; pillado por sorpresa, Goebbels se puso nervioso y lo atribuyó a una herida de guerra. Una vergüenza para alguien que fue inhabilitado para el servicio militar debido a esta discapacidad, lo que le causó un obstinado complejo. Es una herida íntima y personal que va mucho más allá del mero dolor físico. Es un resentimiento que él expresa a su manera. Con un odio tenaz contra los judíos, los negros, los homosexuales, los católicos e, incluso, los enfermos como él, llegando al extremo de ordenar el rodaje de películas propagandísticas que justifiquen la eutanasia de esta clase de individuos, una carga para la nación.

Nejiko se da cuenta de que él también la está mirando. De forma insistente, con una sonrisa ávida. Incómoda, vuelve el rostro hacia la multitud de oficiales y periodistas. El ministro de Propaganda ha convertido esta velada en todo un acontecimiento. Su papel es crucial en el adoctrinamiento de las masas y los periodistas en favor de la causa nazi. Goebbels siempre ha sabido encontrar las imágenes para convencer a los demás. Gran parte de su carisma se basa en eso. Una noche que Hitler lo invitó para celebrar su cumpleaños, Goebbels le expuso su proyecto: «Lo ideal es que la prensa se manipule de una forma tan sutil que, en cierto modo, se convierta en una especie de piano que el Gobierno pueda tocar a placer». Es el preludio de la opresión.