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Bedford Springs Resort. El nuevo arresto domiciliario de Nejiko es un hotel de lujo aislado en el corazón de las montañas Allegheny, convertido por el Gobierno de los Estados Unidos en una escuela de radio para marines. La CIA ha instalado micrófonos en todas las habitaciones. En los archivos de la prensa local puede leerse el revuelo que ha causado la llegada de estos nuevos vecinos. El día anterior, el titular del Bedford Post era «¡Ya llegan!» y la entradilla daba fe del estado de ánimo general: «Muchos de nosotros tenemos a muchachos encarcelados en campos japoneses. Mientras hospedamos a estos criminales en nuestro hotel más lujoso, los nuestros son torturados o pasan hambre». El Altoona Mirror, que nunca brilla por su moderación, afirma: «¿Desde cuándo jugamos a las enfermeras con estas ratas inmundas mientras nuestros chicos mueren en sus campos de concentración? ¿Quién querrá ir a este hotel después de que los japoneses lo hayan ocupado?».

Dado el contexto, la llegada de la delegación japonesa solo podía ser tormentosa. Cientos de manifestantes reunidos frente a las puertas del jardín del hotel recibieron el autobús gritando consignas como: «¡A prisión, no a la pensión!».

El 14 de agosto de 1945, el Gobierno de los Estados Unidos anuncia la rendición incondicional de Japón y el fin de la Segunda Guerra Mundial. Los habitantes se concentran en las calles de todas las ciudades del país para protagonizar masivas manifestaciones espontáneas de júbilo popular. Bedford no es una excepción. Los habitantes salen de sus casas para demostrar su alegría. Con la bandera americana ondeando al viento, algunos desfilan con sus coches pintados de rojo, blanco y azul, equipados para la ocasión con altavoces que escupen música patriótica en bucle. En la Ruta 220, frente al hotel Bedford Springs, los automóviles suben el volumen, aunque el ejército les impide detenerse.

El final de la guerra no va acompañado de la liberación de los japoneses de Bedford ni del cese de las hostilidades contra ellos por parte de la población. Pensando en calmar los ánimos, el director del hotel publica un comunicado con el que solo consigue agravar la situación, precisando que «los detenidos no pueden utilizar la piscina ni el campo de golf del resort» y que la cocina «es muy básica, al igual que la decoración de las habitaciones». Las puertas del jardín están adornadas con gigantescos carteles en los que se puede leer: «Nuestros chicos siguen en la guerra y los japoneses se dan la gran vida».

Estas palabras surten efecto y, después de todo, merece la pena plantearse la cuestión: ¿Nejiko se da la gran vida? En esta prisión dorada, los días se suceden y se parecen entre sí. Todo el mundo está confinado en su habitación, salvo por los cortos y raros paseos por el jardín y las tres comidas diarias que permiten a los miembros de la delegación japonesa charlar y escapar del aburrimiento.

Me imagino a Nejiko en una fresca mañana de septiembre tomando el camino de grava que sube hasta el edificio principal para llegar al comedor. Son las ocho y media, la hora del desayuno. En las alturas se alargan estelas de niebla mientras unas voluminosas nubes blancas y grises se extienden por encima de las montañas más lejanas. Aquí y allá, un trozo de cielo azul, y cuando un rayo de sol se abre paso, el pueblo de Bedford brilla en el fondo del valle, más allá de los pinos oscuros que cubren las laderas.

Cuando entra en la sala iluminada de la planta baja, de techo ligeramente abovedado, Nejiko escucha un murmullo de voces y ruido de platos. Se disponen diez mesas grandes, cada una para ocho comensales. Ella ocupa el mismo lugar de siempre, frente a Oga y a la izquierda del director de orquesta Hidemaro Konoye. Sobre la mesa, huevos revueltos, tarros de mermelada y miel, leche, un bol de frutos secos y cereales. La decoración era entonces moderna, según los archivos de la ciudad que pude consultar, con lámparas de araña eléctricas de metal y grandes ventanales, dos de los cuales daban a una terraza.

Ha sido Oga quien le ha presentado a Konoye, una figura de la música occidental en Japón a quien Nejiko solo conocía de oídas. Primer japonés en convertirse en director de la Orquesta Filarmónica de Berlín en 1924, amigo de Furtwängler y Richard Strauss, también estaba en Alemania cuando los americanos lo detuvieron.

Konoye se sumó a la delegación del embajador Oshima poco antes de abandonar Europa y, como ellos, viajó hasta Bedford. Nejiko no pierde la oportunidad de aprovechar la experiencia de Konoye como director de orquesta. Esa mañana reanudan una charla iniciada el día anterior. Konoye explica que la dificultad de un violín, en una orquesta, es emitir un sonido que se transmita sin ser demasiado violento. El violinista debe protegerse de cualquier exageración, insiste. Oga los escucha, divertido, mientras su vecino de mesa, un cincuentón de mirada indiferente y curiosa que en otros tiempos fue chófer del embajador, se concentra en la comida.

Nejiko escucha con mucha atención a Konoye, pero le dice que la naturaleza profunda de un violinista es emitir un sonido muy suave, casi un susurro. Y eso es precisamente lo que le reprochaba su maestro Kamensky cuando empezó; quería que desarrollara un sonido más potente.

Encantado con la precisión técnica de su charla, Hidemaro sigue explicando que un violinista siempre debe sopesar la intención del director, que trata de obtener un efecto general. Y concluye, como si le confiara un secreto:

—La naturaleza profunda de un instrumento de cuerda es la no violencia... Puede haber potencia, pero siempre manteniéndose en la justa medida.

* * *

Hay que aceptar la evidencia. En el recinto protegido del Bedford Springs Resort, el ambiente es relajado y apacible, por lo que Nejiko no tiene motivos para sentirse angustiada. Como al resto de la delegación, empezando por el embajador Oshima, los americanos la tratan con cortesía y respeto. Para decirlo con toda claridad: la vida de Nejiko en Bedford dista mucho de ser desagradable. Las conversaciones son simples, se habla de cosas mundanas, del clima, de cómo se ha dormido, de la decoración del jardín, de las últimas noticias sobre la ocupación americana de Japón. Pero ¿qué mejor para una música que una rutina como esta? Su profesión la ha acostumbrado a trabajar siempre sola, a respetar una estricta disciplina de vida, a repetir sus ejercicios sin inmutarse, con la misma calma y la misma concentración. ¿Qué podría ser más tranquilizador? Incluso en tiempos de guerra, sus días siempre estaban organizados de acuerdo con el ritmo de sus pequeñas actividades diarias, lo que le permitía crear un marco protector. De modo que sí, su estancia en Bedford Springs es un paréntesis, un remanso de paz lejos de las bombas que encaja a la perfección con su rutina musical.

Comparada con algunos de sus compañeros de infortunio, se adapta con una facilidad desconcertante. También tiene más tiempo para escribir en su diario. Describe minuciosamente el placer que siente al escuchar el chirrido de la pluma sobre el papel o al escudriñar durante horas, acostada en la cama, las sombras de luz en las paredes, empapándose del silencio de la habitación, solo perturbado por su respiración.

Finalmente, poco a poco, vuelve a tocar el violín. Primero en secreto y luego cada vez más abiertamente, hasta que el personal del hotel y los guardias de turno la animan a hacerlo a la entrada de su edificio.

Pero lo que en este momento ocupa más espacio en su diario es la arrebatadora pasión amorosa que experimentan Oga y ella. Al leerlo, no se tiene la impresión de que sea una simple melancolía tiernamente sentimental: es un estado ardiente, el frío, el calor, una embriaguez, una exaltación, un éxtasis, una fantasía, el sueño de una vida convulsa... En cada línea se siente esta alegría febril, esta fascinación repentina y brutal nacida de este forzado encierro. Sugiere con pequeños toques las primeras noches en que se abandona a él, las tardes que pasan envueltos en las sábanas, descubriendo sus cuerpos. ¿Eluden la vigilancia de los guardias? ¿Se benefician de su complacencia? ¡Qué más da! Nejiko decide confiar en Oga, recuerda el dolor del divorcio de sus padres, la mudanza con su cariñosa y tranquilizadora madre, su sentimiento de soledad, el papel de su tía Anna.

También le confía su sueño fracasado, sus ambiciones frustradas: nunca será una gran intérprete, una solista con talento. Fin de las grandes esperanzas. Está convencida de ello, aunque no es capaz de explicarlo. Todos esos esfuerzos, ¿valieron la pena…? A sus veinticinco años, la temeraria y decidida Nejiko no es más que una marioneta que se limita a poner buena cara, a engañar con el violín que le regaló Goebbels.

Los días en que ella lo ve todo negro, Oga prefiere cambiar de tema y hablarle de pintura. Evoca a su primo Onchi Koshiro, pionero de un nuevo arte del grabado al que llama «arte abstracto». Elogia la variedad de su trabajo y le promete que Koshiro le hará un retrato, un bijonga, una «imagen de mujer hermosa», inspirada en su última serie Ocho mujeres modernas.

Oga también le habla de su descubrimiento de la literatura americana, gracias a la biblioteca del hotel puesta a disposición de los residentes. Cita a Faulkner, London, Hemingway, Steinbeck y le entrega ceremoniosamente a Nejiko un ejemplar de El gran Gatsby.

Pasan las semanas. El aire se vuelve más frío, más húmedo. En el jardín, las hojas de los nogales, los arces y los robles empiezan a amarillear y luego caen. Está llegando el otoño. El pueblo va recuperando poco a poco su serenidad. Los guardias y los prisioneros se conocen; se ha establecido la confianza.