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Cuando Nejiko llega a Bedford, yo acabo de poner un pie en Berlín.

Me llevan del aeropuerto militar al cuartel general de las fuerzas francesas, en Berlín-Wedding, por una carretera desierta pero salpicada de barricadas y puestos de control. Me asombro al descubrir esta ciudad destruida y devastada, el caos que reina, las montañas de escombros, los enormes agujeros de las calles, las ruinas, los desniveles entre edificios pulverizados, y estos soldados impasibles en los que se detecta el desprecio que sienten por las mujeres, los niños y los pocos ancianos que limpian las calles.

Como me ha sugerido el prefecto Luizet, acudo de inmediato a Rose Valland. Es cualquier cosa menos agradable; nunca está disponible e intimida a todo el que le haga perder un minuto, incluidos los americanos. Responsable —en colaboración con la Comisión Americana para el Rescate de Monumentos Artísticos— de la recuperación de cuadros, estatuas de bronce y esculturas robadas, Rose Valland, la discreta conservadora de la Orangerie, está poseída por su misión. Yo tengo veintinueve años; ella, cuarenta y siete, y un carácter fuerte y un físico austero con sus gafas redondas, su pelo corto y su uniforme militar. Cuando le explico el motivo de mi visita, se echa a reír.

—¿Un violín? Pero ¿se hace usted una idea de la tarea que supone llevar de vuelta a Francia las obras de arte saqueadas de los museos nacionales…? ¡Un violín! ¿No tiene nada mejor que hacer?

* * *

Las primeras semanas son difíciles. Rose Valland deja que me pudra en la zona francesa de Berlín Occidental mientras ella pasa su tiempo en territorio americano y británico.

El cuartel Julius-Leber sirve de cuartel general a los franceses y todos lo llaman Cuartel Napoléon, sin duda en memoria de pasadas grandezas y victorias. Una alusión a la batalla de Jena, me aclara un día mi vecino de al lado en el alojamiento que me han adjudicado en Cité Foch, en Berlín-Wittenau. Es un joven soldado del 46.o Regimiento de Infantería. Un tipo curioso, de físico vigoroso, alto y ancho, pero con unos ojos pequeños y pálidos, casi incoloros. Intento mantener las distancias con él por sus incesantes diatribas sobre los homosexuales; bueno, los «maricas», como suele llamarlos, o las «tortilleras», como Rose Valland, «con su puta asistente americana». Por no mencionar sus coplas sobre las mujeres alemanas cuya violación solo sería justicia… A partir de ahí, nuestras charlas no van demasiado lejos, salvo un día en que me deja atónito cuando me revela su pasión por el jazz. ¿Cómo puede un ser tan burdo disfrutar de esa música para iniciados?

En cuanto se entera de que soy trompetista, me abre todas las tardes las puertas de la zona americana, de un nuevo Berlín cuya existencia nunca hubiera sospechado. Cruzando los puestos de control con mi trompeta como bandera, deambulamos por los clubes donde se mezclan alegremente soldados y oficiales de alto rango.

Estos momentos me recuerdan a los que viví en la liberación de París, o antes de la guerra. El mismo viento de libertad, esa poderosa energía que me había llevado a frecuentar los locales de Saint-Germain-des-Prés.

En 1937, mi amigo Boris Vian y yo nos codeábamos con Hugues Panassié en el Hot Club de France. Nos reuníamos todas las tardes para tocar cuando no íbamos a conciertos: Django Reinhardt en Pigalle, o Duke Ellington, en abril de 1939, con motivo de su segunda gira europea... ¡Qué genialidad! ¡Y también qué euforia, qué clase, qué ritmo! Todavía recuerdo la emoción de Boris cuando me gritaba al oído: «Mi querido Félix, sin jazz, la vida sería un error...».

Al acabar la guerra, Boris y yo nos reencontramos, ebrios de alegría, en los mismos sótanos de Saint-Germain, tocando con Claude Luter, un destacado saxofonista, en el New Orleans Club, en el Caveau des Lorientais. Respirábamos jazz como un inmenso soplo de libertad.

De modo que imagínense mi emoción al descubrir el Berlin Jazz. En esos clubes improvisados, el jazz une a alemanes y americanos. Hermosa venganza de la historia cuando sabemos que, desde los años treinta, los nazis siempre han intentado obstaculizar esta «música negra», sin conseguir frenar el entusiasmo de la juventud por el swing, hasta su prohibición definitiva en 1943, a instancias de Herbert Gerigk.

A lo largo de la guerra, el swing siguió siendo la música de los que resistieron, y con este símbolo resurgió el jazz en 1945 en el Berlín liberado.

Paso todas las tardes en clubes efímeros y espontáneos, viejos albergues reconvertidos. El ambiente es festivo y, cuando hay una actuación, la despreocupación se impone a los rencores más obstinados. Todo este crisol, toda esta música cosmopolita, absorbe las influencias y los orígenes más diversos: negros, blancos, alemanes, franceses y, sobre todo, americanos e ingleses, hombres, algunas mujeres, una misma comunidad que reúne, con notas, riffs y beats, la esperanza y la libertad.

Menciono esto porque fue en uno de esos sótanos caprichosamente iluminados donde me hice amigo de un oficial de alto rango del Departamento de Estado de los Estados Unidos. Un pianista fenomenal que desplegaba un sonido amplio y bello, una forma de tocar sutil que era a la vez suave e intensa, pero también, en algunos crescendos, de una velocidad de ejecución impresionante. Él al piano y yo a la trompeta, nos abandonamos a algunas improvisaciones que aún hoy me dan escalofríos. Muchas baladas, pero también algunos ritmos centelleantes de melancolía quebrada y líneas de be-bop, alternando las melodías y retomando la estructura elaborada por el otro hasta que el público nos aclamaba.

Una de esas noches en las que la sala se mostraba especialmente entusiasmada, le cuento mi investigación sobre la violinista japonesa, Nejiko Suwa, mientras guardamos nuestros instrumentos. Le pregunto si por casualidad tiene contactos en la embajada japonesa en Berlín.

Aunque se muestra evasivo, al día siguiente me saluda con una buena palmadita en la espalda y me ofrece esta valiosa información:

—Toda la delegación ha sido encarcelada en Bedford, en los Estados Unidos. Si tu violinista existe, solo puede estar allí. Pero no te servirá de nada precipitarte. Dentro de un mes los devolverán a todos a Tokio. ¡Búscala cuando llegue el barco!