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La libertad siempre tiene un precio. Para Nejiko es el de la expiración del contrato firmado entre la dirección del hotel Bedford Springs y el Departamento de Estado americano. Los dueños del hotel pretenden aprovechar la renovación del contrato de alquiler para aumentar la tarifa mensual. ¿Qué podría justificar mantener un arrendamiento tan bajo cuando la guerra terminó hace varios meses? Los funcionarios se toman su tiempo, despliegan un montón de argumentos y procedimientos, pero el presidente Truman es quien tiene la última palabra. Japón se ha rendido incondicionalmente. Ya no hay ninguna razón para prolongar el arresto de esta delegación.

Es 14 de noviembre de 1945. En Bedford, el invierno ha llegado temprano. Durante los últimos días ha llovido mucho; después la lluvia se volvió sucia, de un color gris blanquecino, y se mezcló con la nieve. Entretanto, las temperaturas también bajaron considerablemente, por lo que el valle está cubierto ahora por una fina capa blanca, húmeda y parcheada que contrasta con el manto de las montañas negras.

Acostada en la bañera, Nejiko deja pasar el tiempo, absorta en sus pensamientos y preocupaciones. Está anocheciendo; un ligero rubor anima el cielo gris, ese estado de transición descolorido, inanimado y triste que precede a la noche. Este mismo día, un poco antes, Oga le ha dicho que toda la delegación abandonaría Bedford en un plazo de cuarenta y ocho horas. «De vuelta a Japón». Lo dijo en un tono indiferente y neutral. Nejiko permaneció en silencio, sin responder, dividida entre la alegría de reunirse con los suyos y el miedo de retomar una vida que nunca será tan intensa como la que ha vivido en los diez últimos años.

Oga nunca ha ocultado su intención de reunirse con su familia y su esposa en Kioto cuando regrese de la guerra.

Él tiene treinta y siete años y Nejiko, veinticinco.

El agua tibia devuelve a la joven al cuarto de baño. Quita el tapón de loza y luego se enrolla una toalla en forma de moño alrededor de la cabeza antes de envolverse el cuerpo con otra, desde la parte superior de los pechos hasta los muslos. La penumbra se ha instalado en la habitación. Enciende una pequeña lámpara con reflejos dorados y se pone su yukata, un kimono ligero de algodón que viste antes de acostarse. Se ata el cinturón con un leve susurro de la tela.

Nejiko se tumba en la cama con su cuaderno y su violín. Cierra los ojos unos segundos y se ve a sí misma de niña, en invierno, cuando sus padres la llevaban a la casa de su abuela en Nikko. La nieve. El frío cortante acentuado por las ráfagas de viento. El lago Chuzenji cerca del pueblo, incrustado en las montañas al pie del monte Nantai. La estrecha casa de madera donde su abuela les servía sopa caliente con tofu y esos champiñones negros de formas extrañas. Su padre parecía muy incómodo en medio de esa miseria.

En el fondo —empieza a escribir— es cierto lo que le dijo Gerigk en una ocasión: la guerra es sucia y triste, pero cuando estás en el lado bueno, la vida no resulta tan miserable después de todo. Conocer esa sensación de que cualquier cosa es posible, codearse con genios como Furtwängler, formar parte de una de las orquestas más prestigiosas del mundo, dormir en palacios y descubrir las capitales más bellas... Todo eso se lo debe a la guerra. En algún lugar, la vida es solo una cuestión de circunstancias, y si el azar la vio nacer japonesa, si la mandó a Europa del lado de una Alemania aliada de Japón, si vivió esta vida fue porque su destino estaba escrito de antemano.

En su cuaderno, utiliza la palabra shukumei en lugar de unmei para decir «destino». Shukumei es la pura casualidad, la fatalidad, todo lo que no se puede prever.

Luego escribe estas palabras:

«En esta nueva vida que me espera, eres el único ser que puede apoyarme. Mi querido violín, aquí estamos ahora, aferrados el uno al otro. Tú y yo terminaremos nuestros días juntos. Solos, pero juntos».