Primavera de 1946. Con más lirismo del que jamás seré capaz, Nejiko escribe sobre su placer al redescubrir las impresiones apacibles de su infancia, los olores que había acabado por olvidar. Todas las líneas están repletas de cerezos blancos o rosas, parterres de tulipanes amarillos y naranjas, macizos de azaleas, hortensias, rosas, sendas de alcanforeros que recorren las empalizadas, ginkgos, magnolias...
Casi podríamos olvidar a los miles de vagabundos que siguen refugiándose en las estaciones subterráneas del metro; las cosechas aún catastróficas; los enfermos que mueren en los hospitales, más de hambre que de enfermedad; las cartillas de racionamiento; las humildes judías cocidas; la escasez de carbón, el caos en el transporte... No hay ninguna mención a esta realidad en el diario de Nejiko. ¿Será porque después de haber estado tan cerca de la muerte se siente renacer en este país de refinamiento sin igual? ¿Porque cree que, sean cuales sean las circunstancias de la vida, ella, Nejiko, siempre se las arreglará gracias a su talento musical? ¿O es simplemente un hechizo para que vuelva la felicidad?
* * *
A cambio de aceptar una gira musical de varios años por todo Japón, los americanos han desbloqueado los ahorros y las cuentas en el extranjero de Nejiko. Ella deja que su madre y su tía Anna lo aprovechen; les hace comprar comida, madera y ropa en el mercado negro de Ikebukuro. También se regala a sí misma un piso en el barrio de Hibiya, muy cerca del Palacio del Emperador y del Gran Hotel Imperial, lugar de residencia de los americanos de alto rango. Es la primera vez que vive sola en su propia ciudad y ya está llevando otra vida al margen del mundo que la rodea, con sus vergüenzas y sus corrupciones...
En su diario evoca el camino recorrido entre su infancia en Mejiro y su regreso, hasta acabar instalándose en este luminoso y cómodo piso en la segunda planta de un pequeño edificio de estilo occidental que, a pesar de la guerra, se ha mantenido intacto.
Desde la ventana de la sala de estar, con su suave suelo de cedro rojo, nada parece gustarle más que observar la cola que se extiende a lo largo de la avenida desde las taquillas del cine Hibiya. En estos tiempos convulsos, la sala está tan llena como los pocos trenes que circulan. Se proyectan películas americanas, pero también cortometrajes japoneses aprobados por la comisión de censura del cuartel general americano. A Nejiko le entusiasma No añoro mi juventud y sobre todo Los que construyen el porvenir, del joven director Akira Kurosawa, que celebra la paz y el fin de los horrores de la guerra.
Si damos crédito a algunas anotaciones lacónicas e inequívocas, también parece que vuelve a ver a Oga en esta etapa. Él viaja a menudo a Tokio para ayudar al embajador Oshima a preparar su defensa.
Una noche, encantado con el hallazgo, Oga le regala a Nejiko dos grabados originales para decorar su nuevo piso. El primero es de Fritz Capelari, en un guiño al cuadro del monte Fuji que ella tenía en París, pintado por el mismo artista; el segundo es de Onchi Koshiro, su primo. Ambos representan retratos de mujeres: una frente a un espejo, con destellos de color y brillo; la otra, en plena siesta con un vaso en primer plano, titulado en francés La primavera. Oga le explica que forma parte de la serie Mujeres hermosas de las cuatro estaciones.
En cada una de sus visitas, él le trae noticias del embajador Oshima, preso en Sugamo, que corre el riesgo de morir en la horca igual que los otros veintisiete presos. En el banquillo de los acusados hay cuatro primeros ministros, tres ministros de Asuntos Exteriores, cuatro ministros de Guerra, un ministro de Justicia, dos ministros de Marina, seis generales, un almirante, dos empresarios, dos traficantes de droga, un teórico del expansionismo japonés y dos embajadores de Japón, uno en Roma y el otro en Berlín. Oga se enfada con frecuencia por esta farsa, dirigida por un presidente del tribunal australiano a quien considera a sueldo de los americanos.
También condena con la misma rotundidad la actitud deshonrosa del emperador Hirohito, que habría accedido a colaborar a cambio de salvar su vida y la de toda su familia. Esta parodia de la justicia es tan evidente que, cuando los intereses americanos están en juego, nadie se preocupa: Oga cita el destino del general Shiro Ishii, responsable de los experimentos bacteriológicos en la unidad 731, que accedió a ceder a los servicios secretos americanos todos los resultados de sus macabros experimentos a cambio de no ser detenido.
Un día, con la idea de convencer a Nejiko, Oga insiste en que lo acompañe a una mañana de audiencias en los edificios grises del antiguo cuartel general del ejército de Ichigaya, reconvertidos en ese momento en sede del Tribunal Penal Militar Internacional para el Lejano Oriente.
Mientras los escalofríos ante el ambiente que reina en esta inmensa y austera sala la recorren, Nejiko observa la obra que se representa en ella, con su público de actores de rostro severo, serio y cerrado: acusados, jueces, abogados, fiscales, traductores, público.
Oga ha elegido mal el día. Es en el que el presidente Webb decide examinar las pruebas de la masacre de Nankín cometida por soldados japoneses: trescientos mil muertos y veinte mil violaciones en seis semanas. Los informes de las tropas japonesas y los documentos militares oficiales hablan de soldados japoneses que obligan a las familias chinas a cometer actos de incesto: los hijos son obligados a violar a sus madres y los padres, a sus hijas.
Sube al estrado un cirujano americano que describe una escena que presenció personalmente:
—La última persona de la fila era una mujer que estaba embarazada. El soldado pensó que podía violarla antes de matarla, así que la arrastró a unos diez metros para alejarla del grupo. Cuando intentó forzarla, la mujer se resistió enérgicamente… El soldado la apuñaló en el estómago con la bayoneta. Ella lanzó un último grito cuando los intestinos se le salieron del vientre. Luego el soldado apuñaló al feto, del que se veía claramente el cordón umbilical, y lo arrojó a un lado.
Más tarde, esa misma mañana, Nejiko vuelca sobre Oga todo el asco e indignación que estos testimonios han despertado en ella. Él se defiende como puede, alegando que los veintiocho acusados solo obedecían órdenes del emperador, que se habla de casos aislados en Nankín, y no deja de achacar la responsabilidad al que ahora llama «ese traidor de Hirohito», que se ha convertido a sus ojos en el juguete de los americanos, que lo visten al estilo occidental como aquel que viste a una muñeca.
Nejiko se ofende ante esas palabras y busca lo más mezquino que pueda decirle. Opta por recordarle lo que le susurró una tarde, cuando cruzaban América en tren: la confidencia de Eichmann y la prueba de que él y Oshima conocían perfectamente la masacre de los judíos en Europa. Ni siquiera habían movido un dedo para tratar de detener a Hitler...
Los juicios de Nuremberg disfrutaban entonces de una amplia publicidad en todo el mundo. Herido en lo más profundo, Oga, a su vez, le pregunta si realmente cree que Oshima tiene alguna responsabilidad en el ascenso al poder de Hitler y en el desarrollo de su teoría sobre la raza...
—Nos das mucha importancia —concluye antes de irse dando un portazo—. Oshima es un diplomático, no un asesino.