26de septiembre de 1948. Una intensa lluvia —los restos de un tifón que ha pasado frente al mar de Japón— cae sobre Tokio. Nejiko da un gran concierto en el teatro Hibiya para celebrar el final de su gira. Es primer violín bajo la dirección de Kosaku Yamada. Han decidido juntos el programa de la noche. Mozart, Brahms, Händel y Chaikovski. La sala está llena; su madre y su tía están en primera fila, cerca de los generales americanos, los miembros del Estado Mayor, y también personalidades japonesas. Oga también está allí. Para ganarse el perdón, ha venido con su primo, el famoso artista Onchi Koshiro, que va a pintar el retrato de Nejiko tocando, como le había prometido en Bedford.
Cuando Nejiko sale al escenario, el público vibra de emoción. La violinista famosa incluso en Europa… Su violín costaría lo mismo que el palacio del emperador... Las luces de la sala permanecen encendidas y permiten ver cada rostro, cada pequeña reacción del público.
Como de costumbre, una angustia se apodera de Nejiko, la sensación de estar a punto de saltar al vacío. La música se eleva en un estremecimiento vacilante y Nejiko se lanza a la lucha contra su instrumento. La tensión entre ella y su violín es inmediata, desde las primeras notas, como entre dos imanes que tratan de unirse pese a su similar polaridad, dos fuerzas opuestas con movimientos paralelos que se deslizan una contra la otra a medida que se van acercando.
Cuando era pequeña, Nejiko se compró dos piedras negras magnéticas para experimentar esta tensión de otra manera que no fuera con su instrumento. Mientras se las vendía, el viejo tendero murmuró una palabra incomprensible que ella le había hecho repetir. «Indómitas —articuló—, así se llaman estas piedras». Recordó esta palabra al tocar el violín de Goebbels.
* * *
Al final del concierto, Nejiko se reencuentra con Oga, que ha insistido en invitarla a cenar con su primo en un restaurante cercano al teatro. Ella les dice que en principio tenía la intención de tocar el Cuarteto de cuerda número 1 de Shostakóvich, pero que los americanos se negaron. A Onchi le ofende que las consideraciones políticas puedan interferir en un programa musical, y Oga aprovecha la ocasión para avivar las disputas recordándole que, hasta hace poco, tenía el estatus de artista de guerra y trabajaba en la propaganda del Imperio de Japón en Asia.
—¡El arte tiene una patria, mi querido Onchi!
Encantado de que Nejiko sea testigo de su pelea de gallos, Onchi se defiende y responde que aquellos que se codearon con el régimen nazi en Europa deben entender que el arte es esquivo.
—Creo firmemente en la diferencia entre honestidad personal y honestidad artística —coincide Nejiko—. Se puede estar apegado a la defensa de la civilización japonesa mientras se practica un arte, incluso extranjero, como la música clásica europea, con gran sinceridad artística y aportando nuestras propias influencias. Los japoneses estamos tratando de asimilar lo que llega de Europa. Porque no tenemos elección: o la tradición muere o se asocia con la modernidad.
—Estoy totalmente de acuerdo contigo —interrumpe victorioso Onchi, viendo en las palabras de Nejiko un paralelismo con la influencia de la pintura europea que incorpora a sus grabados.
Nejiko continúa sin dejar que la distraigan:
—El artista sigue siendo esquivo. Me he codeado con directores de orquesta como Furtwängler o Knappertsbusch, quienes de ningún modo me dieron la impresión de apoyar el régimen político de su país. Sin embargo, no dejaron de actuar ni de mantener viva su música, que solo les pertenecía a ellos. Incluso si un artista toca del lado del régimen que gobierna, sus líderes no tienen la garantía de que apoye su política. Y nada asegura siquiera que no se burle de dicho régimen con ironía y distancia, como hace Shostakóvich en Moscú, si he de creer lo que dice mi tía.
La discusión continúa hasta altas horas de la noche: de la música como arte más cercano a la creación natural pasan a la música como camino artístico más noble para llegar al interior del alma.
—¿Cómo te va con tus dibujos? —le pregunta Nejiko a Onchi.
—Trato de evitar el engaño. Reproduzco a las personas como las percibo y no como les gusta mostrarse.
—¿Y lo consigues?
—Solo combinando lo figurativo y lo abstracto… ¡una y otra vez!
* * *
Unas semanas después, Oga le trae a Nejiko el grabado Impresión de una violinista, retrato de Nejiko Suwa, que Onchi acaba de terminar. El rostro y el instrumento de la joven se ven entre los hombros de dos espectadores durante un concierto, iluminados por una luz artificial. El arco del violín crea una diagonal que parte en dos la composición mientras que la línea negra que su sombra proyecta sobre la nariz divide el rostro de la violinista.
Podría haber imaginado la escena entre Nejiko y Oga, pero su diario habla por sí solo:
En todos los retratos realizados por este pintor, las mujeres se muestran gráciles y luminosas. ¡Y cuando me representa, domina la oscuridad! Por no hablar de la tristeza que distorsiona mi rostro. ¡Onchi le ha explicado a Oga que quería simbolizar un teórico con flicto interno que habría percibido en mí durante el concierto! Supuestamente, el de tocar ante las fuerzas de ocupación americanas. ¡Es ridículo! ¡Utilizarme así con fines políticos! Ahora entiendo mejor su condi ción de artista de guerra… Si por lo menos hubiera querido plasmar un posible conflicto con este violín cuyo origen se me escapa… Pero no. Este retrato es sombrío. Le he pedido a Oga que se lo devuelva inme diatamente antes de cortarlo en pequeños pedazos.