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Más que un estado de ánimo, un state of mind, para mí el jazz siempre ha sido una comunidad. Despedido de la Brigada Musical de los Guardianes de la Paz de la Prefectura de policía tan pronto como salí de Berlín hacia Japón, en 1946 no tenía ninguna prisa por regresar a París cuando los americanos me sacaron de Tokio para escoltarme hasta California, donde los soldados me dejaron —good luck— abandonado a mi suerte.

Los Ángeles. Una ciudad nebulosa, la nueva tierra prometida de América donde estrellas y actores ya desfilan por Sunset Boulevard y Vine Street, pero que también arrastra su cuota de tristeza y harapos, sus fachadas de gloria, la otra cara de la moneda, la droga, la heroína. Esta enorme trituradora de sueños, esas deslumbrantes aspirantes a estrella convertidas en camareras de autocines o en prostitutas, esos aprendices de cómico transformados en policías, repartidores, obreros, electricistas, proxenetas...

Por cincuenta dólares al mes he encontrado refugio en la habitación de un motel cochambroso, detrás de Vernon Avenue, enmarcado siempre en el mismo paisaje de palmeras, amplias avenidas, unos cuantos edificios descuidados de ladrillo rojo, tipos sospechosos que vagan por ahí, coches patrulla con las sirenas ululando… Dentro, ruidos por todas partes, gritos, crujidos de la madera bajo los pasos de los vecinos, el chisporroteo del neón, el techo agrietado y sucio. Fuera, el chirrido regular de las ruedas de acero de los tranvías en los raíles, las noches a menudo inquietas de esta ciudad estruendosa.

Y sin embargo, en medio de todas estas almas llegadas aquí atraídas por Hollywood y el cine, sentía, con una fuerza hasta entonces desconocida, el pulso de la vida. Estaba convencido, tal vez como Nejiko en la misma época, que mi trompeta y mi jazz siempre me ayudarían a salir de la niebla, que me protegerían. Ritmo, flow, onda, materia, melodía. Me ahogaba todas las noches en los rincones de be-bop y los locales de jazz de la ciudad: el Trade Wings, el Billy Berg’s, el Surf Club, el Haig, el Tyffany’s Club y, sobre todo, el Lighthouse de Hermosa Beach.

Allí encontré a mi nueva familia: no a los bohemios ni los hípsteres, sino a los músicos de jazz de la Costa Oeste, blancos como yo, con un estilo que mezclaba la música escrita y la improvisación libre; tipos curiosos, con la misma formación clásica que yo que introducían, en las maravillas que ya estaba dando el jazz americano, nuevos instrumentos como el oboe, la tuba o la trompa.

Mis nuevos amigos se llamaban Stan Getz, Chet Baker, Art Pepper. También había, por supuesto, algunos negros —¡hablamos siempre de jazz!— como Curtis Counce, Buddy Collette o Hampton Hawes, toda esa vanguardia, todos esos tipos encantadores convertidos en compañeros de viaje. Me impregnaba a fondo de sus influencias del be-bop y el swing, y desplegaba con ellos un jazz a veces lento y doloroso, a veces frenético y espontáneo. Pero también intentaba aportarles algo nuevo, haciendo a mi vez experimentos, recurriendo a compositores clásicos que conocía, como los impresionistas franceses Debussy o Ravel. Me escuchaban, se reían, me marcaban el ritmo, improvisaban, y creo que fue así como acabaron por adoptarme y coronarme irónicamente con el apodo de Conde Francés Félix. Dicho así, espero que entiendan por qué todavía estaba allí en 1951, el día que me enteré de la llegada de Nejiko Suwa a esta ciudad que ahora consideraba la mía. Es absolutamente necesario que hable de esa noche.

Yo estaba en el Lighthouse; el humo y el calor hacían el ambiente irrespirable. Stan gritaba que abrieran las puertas y las ventanas para que entrara un poco de aire fresco. Fue en ese momento cuando Miles Davis eligió hacer su majestuosa aparición, la primera en ese club.

—Así que este es el paraíso del jazz cool... —exclamó ante el público.

Algunos aplausos, silbidos, y «Hey Miles»… Tenía veinticinco años, pero ya todos lo considerábamos una leyenda. Había tocado con los más grandes: Dizzy Gillespie, Charlie Parker, Thelonious Monk, Billie Holiday… Después de su concierto de esa noche en el Finale Club de Los Ángeles, insistió en que lo llevaran al Lighthouse, cuya aura había llegado hasta Nueva York. Quería comprobarlo con sus propios ojos, desafiar a esos novatos con una jam session para demostrarles que en Nueva York el jazz lo tocaban los negros y que no había otra forma de hacerlo.

Antes de llegar ya había tomado mucho alcohol y drogas. Se sentó a la mesa donde estábamos nosotros, con Stan y algunos otros, y pidió seis whiskies con soda. Cogió mi trompeta del pie de la mesa y miró a su alrededor para ver quién la tocaba. Probablemente me traicionó mi acento francés, que reconoció de inmediato, antes de exclamar burlonamente al público:

—¡El primer trompetista francés que actúa en los Estados Unidos!

Hilaridad general.

Continuó la charla conmigo en un tono más amable y, aunque yo todavía no podía creerme que estaba hablando con él, me contó que acababa de regresar después de pasar varios meses en París, donde había tocado en la sala Pleyel con el grupo del pianista Tadd Dameron. Después de cada concierto, recorría un barrio repleto de sótanos que albergaban clubes de jazz.

—¡Saint-Germain! —exclamé.

—Sí, creo que era algo así —confirmó.

Fue allí donde conoció a una francesa.

—¡Díos mío! ¡Qué mujer! Estaba locamente enamorado. Pensé que me casaría con ella. Era cantante, Juliette Gréco, ¿te suena? —me preguntó, con los ojos aún turbados por la emoción. No, no me sonaba—. No pasa nada. Lo que importa es que, en tu país, un hombre negro como yo puede casarse con una mujer blanca sin que eso suponga un problema. Aquí los negros solo valemos para el jazz.

El héroe hablaba sin parar sobre Juliette en un monólogo interminable:

—¿Sabes? Tenía amigos muy curiosos… Recuerdo a un pintor, Pablo Picasso. Acababa de terminar la masacre de los coreanos por parte de los americanos. ¡Ese cuadro era una carnicería, tendrías que verlo! Lo último que supe fue que quería titularlo Masacre en Corea... También recuerdo a un hombre llamado Sartre. Ese me caía bien; vivía encima de un club y siempre acabábamos en su casa… Un buen tipo que defendía la causa de los negros. Fue la primera vez en mi vida que sentí que un hombre blanco me trataba como a un ser humano. Y luego también recuerdo a un trompetista, Boris Vian.

Al oír este nombre no pude evitar interrumpir su monólogo.

—¡Oh! ¡Boris es uno de mis mejores amigos! ¡Un excelente jazzman!

Miles me miró un instante antes de corregirme.

—¡Un excelente jazzman francés! En cualquier caso, qué personaje… ¡El rey de la fiesta! Se buscaba a sí mismo un poco en la música, en la pintura, en la escritura, en el teatro, ¡pero lo cierto es que lo pasamos bien!

Consciente de que Miles iba a dedicar el resto de la noche a derramar su anhelo de amor, Stan lo interrumpió para sacarlo de sus recuerdos:

—Miles, la vida en París está muy bien, pero estamos en Los Ángeles, ¡el templo del jazz cool! ¡Te enseñaremos quiénes son los reyes! ¡Vamos, sube al escenario!

Se levantó, acompañado por Stan y algunos más, y me dejó solo en la mesa junto a mi amigo André Previn, un pianista excepcional que también venía a distraerse todas las noches a los clubes de jazz después de dedicar sus jornadas a componer y a dirigir para la orquesta de los estudios Universal. Yo le debía trabajos ocasionales como chófer o mensajero para todo Hollywood y también algunas colaboraciones en bandas sonoras de películas. Esa noche fue él quien me habló de su participación en un concierto benéfico que se celebraría al día siguiente en el Hollywood Bowl para celebrar el tratado de paz. Allí estarían todas las estrellas de Hollywood, pero también artistas internacionales, como la violinista japonesa Nejiko Suwa.

Tensé todo el cuerpo y se me hizo un nudo en la garganta. Pensé que era víctima de una ilusión hasta que añadió:

—Qué símbolo más hermoso, ¿no te parece, Félix? Una violinista japonesa en California…

Nejiko Suwa… Casi lo había olvidado, pero todo volvió a mí en un santiamén: la guerra, los nazis, Lazare Braun, el violín, el «Déjeme en paz» de Nejiko en los muelles del puerto de Tokio… Decidí contarle toda la historia a André Previn. En realidad, se llamaba «Priwin», porque había nacido en Alemania y había huido con toda su familia judía del ascenso del nazismo para refugiarse en América.

Conmocionado por la historia, me preguntó qué podía hacer para ayudarme.

Me tomé el whisky con soda de un trago y le pedí simplemente que diera mi nombre en la entrada de artistas para poder ver a Nejiko en su camerino antes del concierto.

Previn asintió con la cabeza.