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Invierno de 1952. Una última imagen: la del Toyota llevándose a Nejiko, junto a Oga, a la prisión de Sugamo.

En el coche, él le explica su visión del nuevo reparto del mundo, donde los occidentales y los soviéticos libran una guerra encubierta, donde solo el terror nuclear congela el estallido de las hostilidades. Un telón de acero divide Europa y, en Corea, tres años de guerra pronto devolverán a los contendientes a su punto de partida. Al igual que el senador McCarthy, nada preocupa más a los americanos que el miedo a los rojos: en esta caza de brujas a cualquier precio, Japón se ha convertido en un valioso aliado en Asia.

—Todo esto puede parecer lejano y teórico —le dice Oga—, pero tiene consecuencias muy concretas.

Él habla de su situación personal y le dice a Nejiko que el Ministerio de Asuntos Exteriores lo acaba de readmitir. En los próximos días lo destinarán a la embajada de Japón en Noruega. Nejiko finge sentirse feliz por ello, pero en su diario no tendrá palabras lo suficientemente duras para describir lo que considera traición y abandono, sobre todo después de saber que esta vez lo acompaña su esposa.

Pero volvamos al coche donde Oga continúa con sus explicaciones. A partir de ahora, los antiguos líderes conservadores japoneses, antaño próximos al emperador, ya no actúan como elementos opositores. La popularidad de los presos políticos de Sugamo sigue creciendo entre la opinión pública. Sobre todo desde que Oshima convenció a sus compañeros de prisión de participar en el esfuerzo bélico para defender a los surcoreanos. La prensa se hizo eco de ello y aplaudió este esfuerzo de los antiguos líderes del régimen por confeccionar ropa y otros objetos destinados a los soldados comprometidos que luchaban junto a los americanos. Ya no cabe duda de que su liberación, e incluso su amnistía, están cerca. De hecho, reciben un trato especial dentro del recinto de Sugamo: ocupan un edificio aparte con un patio privado. También han obtenido permiso para editar su propio periódico, cuyo editorial, por supuesto, refleja todo lo malo que piensan de los comunistas. En definitiva: disfrutan de actividades de ocio de acuerdo con su nuevo estatus, como es el caso de este concierto que Nejiko está a punto de dar.

¿Es tan ingenua como para creer que este acto no será interpretado simbólicamente por los demás? ¿O está actuando para honrar la promesa que le hizo a Oga? ¿O quiere demostrar que es libre como siempre lo ha sido y que su música le pertenece a ella y a nadie más? Otra hipótesis: ¿ha recibido la bendición de los americanos para este concierto en honor a los prisioneros de guerra? Mi única certeza: ella nunca habría tocado frente a un público de comunistas japoneses.

El director del establecimiento les da la bienvenida en medio de una neblina invernal, en la escalinata del edificio principal, con sus paredes de ladrillo pintadas de blanco. Les invita a seguirlo hasta el edificio de los presos políticos, después de que un fotógrafo haya inmortalizado la escena.

Docenas de caminos austeros separan los edificios dispersos; hay guardias que patrullan por todos los rincones, torres de vigilancia y alambres de púas en la parte superior de los muros que se elevan hacia el cielo. El único color que realza la imagen: la flor roja de una pequeña camelia de invierno al pie del barracón de los presos políticos.

A medida que el grupo se acerca, el guardia de turno se cuadra y luego abre la puerta. En el interior, dos soldados más los esperan en medio de un ambiente húmedo y frío. El director indica con un gesto de la mano que no es necesario inspeccionar el estuche del violín de Nejiko. El grupo prosigue su recorrido por un corredor amplio, bajo y recto, iluminado cada diez metros por luz artificial. De vez en cuando, se topan con rejas que ralentizan su avance, momento en que el director coge la correspondiente llave del manojo. Se desvían hacia otra ala; ahora, a ambos lados del corredor hay celdas donde los prisioneros están sentados en el suelo, sobre colchones de paja. Ruidos desagradables, pasos que retumban en el suelo, el tintineo de llaves que entrechocan. Rígidos dentro de sus uniformes, los guardias parecen impregnados del ambiente metálico del lugar.

Finalmente entran en una sala grande con paredes opacas, de un color claro. El comedor se ha transformado para la ocasión: han quitado las mesas y han colocado tatamis frente a un atril. Pasan unos minutos; los primeros prisioneros se acomodan mientras el director le recuerda a Nejiko la prohibición formal de hablar con los reos. Los guardias, apostados de pie a intervalos regulares, vigilan la sala, pero la calma y la disciplina del público hacen casi superflua su presencia. Oshima es el último en entrar; a continuación todos se sientan en silencio en los tatamis, con las piernas dobladas.

Sin esperar, Nejiko empieza a tocar. Y siempre me hago la misma pregunta. Al imaginármela interpretando el Concierto para violín número 3 de Mozart frente a presos condenados por crímenes de guerra y crímenes contra la humanidad, pienso en qué mensaje quiere transmitir con su música. ¿Qué historia quiere contar? Los archivos de la prensa japonesa me dieron una pista, un punto de referencia: en 1952, la opinión pública japonesa ya miraba con más indulgencia y piedad a sus antiguos líderes y altos dignatarios, en otro tiempo cercanos al emperador. ¿Por qué imaginar que Nejiko iba a ir en contra de su época y de las ideas predominantes en su país? ¿No es ella precisamente un perfecto icono de Japón en sus luchas y vaivenes entre la modernidad, la autoridad y la tradición?

Una vez extinguida la última nota, se impone un largo silencio. Toda la sala calla, no se oyen murmullos ni aplausos. Suponemos que Nejiko, inquieta, mira uno tras otro los rostros, las bocas entreabiertas, los rasgos congelados. Obviamente esperaba, si no una aclamación, sí al menos una señal de agradecimiento... Pero nada. Solo este vacío que tanto odia. Vuelve a sentir esa angustia, ese miedo visceral que la ha llevado desde niña a querer precisamente coger un violín y hacer que surja ese sonido que la estremece, como nos estremece a todos, para llenar ese vacío. Le gustaría gritar: «¡Eh! ¡Oh! ¡Se acabó! ¡Pueden aplaudir!». Pero los guardias ya están ordenando a los presos que se levanten y formen filas para regresar a sus celdas. El director, que ha adivinado su confusión, se acerca a ella, pero sus explicaciones sobre la obligación de silencio impuesta a los reos llegan demasiado tarde.