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Solista habitual, desde hace un tiempo, de la Orquesta Filarmónica de Berlín, Nejiko actúa con el Stradivarius que le regaló Goebbels en todos los países de la Europa en guerra.

En Alemania y Austria tiene el privilegio de tocar bajo la dirección de Wilhelm Furtwängler. Para ella es todo un logro, ya que el talento del director de la Berliner Philharmoniker es aclamado universalmente. La radio emite algunas grabaciones que Nejiko manda a sus padres: Beethoven —Obertura Coriolano, por supuesto—, pero también las sinfonías Quinta, Séptima y Novena, y luego Brahms, Schubert o incluso Sibelius.

Patriota alemán, aunque de espíritu libre e independiente, Furtwängler se niega obstinadamente a tocar en los países conquistados por la Wehrmacht: es su forma de protestar contra los nazis.

A Goebbels, que ejerce la tutela de la orquesta y un día demostró ante Hitler su entusiasmo por Furtwängler, el Führer le respondió secamente:

—Sí, he oído decir que algunos se quejan de su inconformismo. Pero dejemos que se hagan una pregunta: ¿aportan tanto como él a la grandeza de Alemania y a nuestra música? Su maestría supera a la de ese mequetrefe austríaco que tanto le gusta… ¿Cómo se llama? ¿Von Karajan?

En los países donde se niega a tocar, Furtwängler ha delegado la dirección de la orquesta en su fiel Hans Knappertsbusch. Es con él con quien actúa Nejiko en las principales capitales europeas: Copenhague, Estocolmo, Malmö, Oslo, Lisboa, Madrid, Budapest, Roma, Ginebra, París…

En sus cartas, Nejiko describe sus viajes por la Europa en guerra a su madre, a su tía Anna y, en raras ocasiones, a su padre. Les escribe desde los compartimentos del tren, los camarotes de los barcos, los diminutos escritorios de sus habitaciones de hotel o los camerinos, entre ensayos y conciertos. En sus líneas se dejan entrever sentimientos ambivalentes: el orgullo de llevar una gran vida, pero también el miedo, la impresión de haber usurpado el lugar de otra persona, la angustia ante el gélido recibimiento que le dispensan los demás músicos de la orquesta... Empecemos por el miedo. Los primeros años de la guerra fueron de los más prósperos para la orquesta, pero en el invierno de 1943, en el caos de un mundo en pleno conflicto mundial, bajo los obuses y las bombas, en medio de edificios derrumbados y carreteras destrozadas, los viajes y las actuaciones de la orquesta filarmónica pueden calificarse, y cito textualmente, de «heroísmo». En Alemania, todos los conciertos se han adelantado a las seis de la tarde para que los espectadores puedan volver a casa antes del toque de queda, y ahora la ley obliga a que en cada programa musical se incluyan medidas de seguridad y qué hacer en caso de alerta aérea.

De entre todas las anécdotas que cuenta Nejiko en sus cartas, está la del día en que su tren fue detenido por un sabotaje de la vía, y las horas de espera que siguieron en el vagón expuesto a los bombarderos. Para mantener la calma, dice que utilizó una técnica que se remontaba a su infancia y que consiste en recitar una canción popular a modo de salmo. En este caso, Sakura («Flores de cerezo»):

Flores de cerezo, flores de cerezo,

cruzando el cielo primaveral,

hasta donde alcanza la vista,

¿es niebla o son nubes?

Perfume en el aire,

ven ahora, vamos, vamos a ver, ¡por fin!

Nejiko conoce el miedo, pero lo que parece llevar peor son los celos que despierta en los demás miembros de la orquesta. Cuando escribe «celos», creo que se equivoca: yo diría que se trata más bien de resentimiento o de rechazo.

En Berlín, cuando recorría la ciudad devastada en su busca, me encontré con una de sus antiguas compañeras de orquesta, una violonchelista, la única que accedió a hablarme de ella. Sus duras y directas palabras se me quedaron grabadas en la memoria. Su desdeñoso modo de referirse a «ese reclutamiento político» y a todas esas voces murmurando que Goebbels había impuesto a Nejiko a Furtwängler porque este se había negado a participar en el concierto de celebración del cumpleaños del Führer.

Los tiempos tampoco carecían de sospecha. Al parecer, a Nejiko la nombraron tras la muerte del segundo violinista de la orquesta, Aloïs Ederer, fallecido durante un ataque aéreo inglés cuando regresaba de un concierto en Viena. «¿Cómo ser tan ingenuo hasta el punto de no entender que ese nombramiento era un símbolo orquestado desde las más altas instancias?», me dijo la violonchelista.

* * *

En el extranjero, las muestras de desaprobación hacia Furtwängler son cada vez más virulentas. En la prensa, intelectuales y músicos judíos se sorprenden de que un artista tan talentoso pueda comprometerse con los nazis. Aunque mantiene hábilmente las distancias, sobre todo mediante la programación musical, el mero hecho de seguir siendo director de la Filarmónica de Berlín resulta, para los editorialistas, una decisión inaceptable que compromete su responsabilidad moral. Aunque ciertamente Furtwängler siempre se ha opuesto a la expulsión de los músicos judíos de la orquesta, tampoco ha obtenido nunca lo que se proponía.

Aunque el director no lo demuestra, estas críticas lo estremecen sobremanera. Un día, Nejiko llega temprano a un ensayo en Berlín. Entra sin hacer ruido y lo encuentra solo en la sala, enfrascado en la lectura de su correspondencia. Furtwängler, que aún no la ha visto, parece furioso, eructa, arruga una carta hasta convertirla en una bola y luego la lanza con todas sus fuerzas contra la pared. Es entonces cuando ve a Nejiko. Vacila y, a continuación, se dirige a ella como si siguiera hablando consigo mismo:

—¿Tan complicado es entender que mi preocupación no es promover el régimen nazi, sino solo preservar la música alemana en la medida de lo posible? No puedo abandonar a mi país en su profunda miseria. Marcharse sería una huida vergonzosa. Después de todo, soy alemán, independientemente de lo que la gente pueda pensar de eso en el extranjero, y no me arrepiento de seguir dirigiendo esta orquesta para el pueblo alemán.

Cuando termina el ensayo, después de que Furtwängler haya abandonado la sala, Nejiko recupera discretamente la bola de papel y lee estas líneas:

Querido señor Furtwängler:

Muchos asiduos a los conciertos renunciarán al placer de escucharlo. Aunque lo consideramos uno de los más eminentes representantes de la música alemana, usted es al mismo tiempo símbolo de esta nación, cuya política amenaza seriamente nuestra cultura […]

Esa noche Nejiko escribe en su diario dos preguntas, dos buenas preguntas que se hará más adelante el tribunal encargado de juzgar el caso Furtwängler: «¿Qué daño hace al seguir componiendo obras musicales? ¿Cómo se le puede reprochar que componga música y dirija una orquesta?».

Unas semanas más tarde, Nejiko se encuentra con un artículo de la prensa alemana que denuncia la propaganda de los anglosajones. El periodista cita un extracto del Daily Sketch de Londres: «Actualmente, los artistas y los políticos saben que la Berliner Philharmoniker no viene a nuestros países para defender la paz. Su arte sirve a los nazis, pero también al espionaje y a las actividades de la quinta columna […]». Comentario del periodista nazi: «Qué imaginación artística la de los ingleses creyendo que poner un violín en manos de un espía basta para convertirlo en un perfecto violinista de nivel. ¿Acaso el servicio secreto británico ha probado este método? ¡Esa debe ser la razón por la que no existe una orquesta británica de auténtica calidad!».

Nejiko no se toma los comentarios del Daily Sketch con el mismo sentido del humor. De repente es consciente de la dimensión política de la orquesta filarmónica. Acaba haciéndose las mismas preguntas que sus compañeros: ¿es solo la calidad de su interpretación lo que le ha valido su lugar en la Filarmónica o bien otras consideraciones menos confesables? ¿Qué papel jugó el regalo de Goebbels en su nombramiento como solista? Y, además, ¿no está ocupando ese sitio porque era necesario sustituir a toda costa a los talentosos artistas que se fueron o renunciaron, por no hablar de los rumores sobre los que desaparecieron?

A lo largo de su diario, sus preguntas se tiñen de remordimiento, luego de culpa, «el pato amargo de la duda, con sus labios de vermut».*