Los primeros días de Nejiko con su Stradivarius son de euforia. El objeto la maravilla. En cuanto abre el estuche, una inmensa sonrisa le ilumina el rostro. Permanece largos minutos contemplándolo, fascinada por la graciosa elegancia de la tabla armónica. Lo acaricia con extrema precaución, con la punta del dedo índice, rozando apenas la madera.
Con este instrumento ensamblado hace trescientos años, revisa gran parte de su repertorio: Mozart, Beethoven, Bach, Schubert e incluso Mendelssohn, que procura tocar con mucha delicadeza, con los ojos cerrados, como si la concentración la ayudara a deslizarse por la música prohibida para apreciar la sonoridad de su violín. Nejiko prueba su instrumento, lo experimenta, va de pianissimo a fortissimo y luego vuelve a pianissimo, rebasa sus límites, la parte superior de su cuerpo oscila, se inclina, fluye en todas las direcciones con un movimiento ágil y redondeado.
Oficialmente, cuando responde a los periodistas o cuando Oshima o Gerigk se lo preguntan, Nejiko siempre dice que la armonía entre ella y su violín es perfecta. Pero lo cierto es que la cosa no funciona. Al principio solo se abre a su confidente, la tía Anna. En una larga y enrevesada carta, le explica que, a diferencia del violín que tenía antes, sobre el que sus dedos giraban sin esfuerzo, este Stradivarius la bloquea: sus movimientos son menos vivos, menos precisos, como si el instrumento frenara el alcance de sus gestos.
«Este violín parece vivo —escribe—. Es imposible hacer que emita un sonido que no le apetece».
La respuesta que recibe unas semanas después la tranquiliza, aunque no la ayuda a resolver el problema.
Mi querida niña:
Todo es cuestión de tiempo. Poco a poco, tu violín y tú os vais a entender. Modula ligeramente tu interpretación para adaptarla a él. En cuanto al hecho de que está vivo, no lo dudo ni por un momento: imagi na todo lo que ha pasado durante todos estos años...
Debes enfrentarte a él con la conciencia de su madu rez; hazlo con modestia y humildad y todo se desa rrollará de forma natural.
* * *
El 30 de enero de 1944, un incidente trastorna a Nejiko. En su diario le dedica varias páginas. Durante una gira de la orquesta por Suiza, en pleno ensayo en el Victoria Hall de Ginebra, Hans Knappertsbusch interrumpe bruscamente a la orquesta y le ordena a Nejiko que, por favor, controle su violín para seguir el ritmo exigido, más lento. Ruborizada por la vergüenza y profundamente perturbada, Nejiko solo es capaz de murmurar unas pocas palabras en su defensa. Knappertsbusch solo escucha «mi violín...» y estalla, encolerizado:
—Me importa una mierda tu violín y todo lo que lo rodea. Aquí viajas en el mismo barco que todos los demás. Al menos aprende a respetar el tempo.
La humillación se ha convertido en una grieta profunda, en una fragilidad que nunca la abandona. Nejiko se ha sentido desenmascarada por ese impetuoso director de orquesta que se complace en provocar al régimen nazi. Con él, la maestría aplasta la estupidez. Knappertsbusch está mal visto por Goebbels, pero a él le trae sin cuidado. De manera categórica, ante las narices del ministro de Educación, Pueblo y Propaganda, a pesar de las leyes nazis, se niega sistemáticamente a tocar el Horst Wessel Lied, el himno oficial de las Secciones de Asalto. Además de considerar una lamentable necedad esta melodía inspirada en una ópera, su letra le saca de quicio, con la bandera izada y las filas muy apiñadas…
Esta bravata con Goebbels habría conmovido al mismísimo Hitler, pero Knappertsbusch es un electrón libre, un iconoclasta carismático protegido por Furtwängler. Un intocable que incluso se mofó de la propuesta de Goebbels de ofrecer a sus músicos instrumentos de gran valor:
—Señor ministro, la música no es como la guerra. A diferencia de sus Wunderwaffe, en nuestro campo no hay armas milagrosas. Solo los músicos tienen poder, no sus instrumentos.
Desde que Knappertsbusch la regañó en público, no pasa un día sin que Nejiko tenga todo tipo de pensamientos negativos.
«¿Estoy a la altura de este instrumento? ¿Soy digna de él?».
A veces se despierta sobresaltada, siempre por la misma pesadilla: sale al escenario, desliza el arco por las cuerdas y no pasa nada. Ningún sonido. No surge ninguna nota. En su sueño, la sala se impacienta y se ríe antes de empezar a abuchearla.
En esta época manda decenas de cartas desesperadas a su tía Anna. En ellas le cuenta repetidamente su sentimiento de desarraigo y su impotencia con el violín, a pesar de esos interminables ensayos que le han hecho reaparecer, como cuando era pequeña, una marca en forma de pulgar bajo la barbilla.
¡La querida tía Anna! En los archivos rusos y japoneses hay mucha información sobre esta «madre de los violinistas japoneses» que obtuvo la medalla al mérito musical y pedagógico. Hija de una música y de un banquero perteneciente a la nobleza rusa, Anna Bubnova recibió una exhaustiva formación musical y se diplomó en el prestigioso Conservatorio de San Petersburgo. Tras convertirse en una reconocida violinista, conoció en Moscú a un estudiante de zoología japonés, Shunichi Ono, del que se enamoró. Después de casarse y de la revolución de 1917, decidieron huir a Japón, donde Shunichi se convirtió en un famoso zoólogo y también en traductor de literatura rusa.
Al principio, para estar ocupada, Anna fundó una escuela con el objetivo de dar a conocer la música europea a los niños japoneses. Ubicada en su casa y bautizada con el nombre de «Lulilo», esta escuela supera enseguida los límites de su salón y forma a generaciones enteras de jóvenes músicos, incluida Nejiko. En 1930, la muerte de su único hijo provoca que Anna y su esposo se separen. Ella se vuelca por completo en su vocación sin dejar de estar muy unida a Nejiko. Su hermana pintora, Varvara Bubnova, que había permanecido en Rusia hasta entonces, se une a ella y descubre a Nejiko un arte diferente a la música: la litografía.
Evidentemente, los orígenes rusos de su tía tuvieron una gran influencia en la capacidad de Nejiko para familiarizarse con el aprendizaje de un arte extranjero. Lo que parecía natural para Anna, consagrada desde la infancia al violín y a la música clásica, era terriblemente arduo para una niña de Extremo Oriente cuyo oído estaba familiarizado con una gama musical y un ritmo totalmente distintos. Su tía le repetía a menudo que aprender a tocar el violín era como dominar una lengua extranjera:
—La mejor manera de sumergirse en ella es escuchar sus sonidos y su ritmo, pero sobre todo saber leer su literatura en la lengua original.
La tía Anna, que dominaba perfectamente el japonés, además del ruso y el francés, sabía de lo que hablaba. Es ella quien empuja a Nejiko a aprender francés desde los trece años, sin duda ya con la idea de enviar a su sobrina a completar su formación con Kamensky en París.
Así pues, Nejiko, vestida con el uniforme de colegiala, pasa sus primeros años de formación con su tía. Anna se inspira en las normas pedagógicas del Conservatorio de San Petersburgo, cuya característica es conseguir que el gesto resulte lo más libre y natural posible. Le enseña a Nejiko a dar primacía al brazo derecho. El arco debe guiarse de un modo riguroso, con el brazo relajado, como si estuviera suspendido en el aire: el omóplato debe estar libre y el hombro flexible, sin la menor tensión, desde el pelo hasta la punta de las uñas. A los siete años, Nejiko es capaz de interpretar El sueño de una noche de verano, de Mendelssohn, con un perfecto dominio de la técnica.
A los diez años, su tía considera que ha llegado el momento de ver a otro profesor. La manda junto a Nakajima Tazuruko, un joven simpático, alto y delgado, con la frente despejada, mesurado en sus movimientos, tranquilo y de buenos modales, vestido con elegancia. Metódico y preciso, Tazuruko concentra los ejercicios en el repertorio de Anton Dvorák, en particular el Concierto para violín, así como en Haydn y, de forma más inesperada para Nejiko, en Pergolesi.
Y cuando Tazuruko considera que ha terminado su trabajo con Nejiko, Alexander Mogilevsky toma el relevo. Con él se da por sentado que la técnica es lo primero. Nunca habla de interpretación e impone a Nejiko cientos de horas de escalas y ejercicios. En su diario, ella menciona este período como el más tedioso, «el más agotador y el menos agradable» que ha vivido. Pero también admite en una carta que su progreso técnico ha sido considerable, que ha aprendido a concentrarse en su propia ejecución, a no moverse, a ocultar sus emociones.
Una noche, al final de una lección, Mogilevsky le dice que ha concluido su trabajo con ella. No hay necesidad de que regrese al día siguiente. Le desea buena suerte y se despide como al final de cada clase. Este es el momento preciso en que la tía Anna pone en marcha su plan y logra convencer a la madre de Nejiko para que deje que su hija complete su formación en París.
Con Kamensky las cosas dan otro giro. El nuevo profesor anima a Nejiko a tocar como más le gusta y «con sentimiento». Continúa el trabajo con las escalas, aunque no más de una hora al día. Kamensky nunca dice lo que piensa; la única pista que tiene Nejiko es cuando le propone un ejercicio más difícil.
Una tarde de septiembre, poco antes de que Alemania invada Francia, Nejiko se atasca con el motivo de una pieza en la que llevan semanas trabajando. Kamensky niega con la cabeza.
—Vamos, vamos.
Luego interpreta la pieza él mismo. Nejiko se altera.
—¿Qué? —dice Kamensky, fingiendo preocupación—. ¿He tocado mal?
—Es muy bonito. Ojalá mis dedos en las cuerdas y mi brazo con el arco fueran como los suyos… Cuando interpreto, tengo la sensación de que estoy tocando una pared, como si no pudiera torcer el cuerpo o relajarlo como hace usted...
Kamensky coloca su violín cerca del atril y, para sorpresa de Nejiko, la agarra paternalmente del brazo para llevarla hasta la ventana del salón del Conservatorio de París.
—Eso es bueno —dice—. Muy pocos músicos llegan al punto en que se dan cuenta de que hay una pared.
La intimidad física hace que Nejiko se sonroje. Ese gesto es poco habitual en su maestro. Da a entender que ha alcanzado un nuevo estatus.
—De modo que hay una pared —repite ella.
Kamensky guarda silencio durante varios minutos antes de continuar:
—Una vez allí, cada músico debe encontrar su propio camino. Ningún maestro puede enseñárselo.
Ante la confusión de Nejiko, él simplemente añade:
—El resto se te revela sin explicación. ¿Conoce a Spinoza? La mente y el cuerpo son uno y, en nuestro caso, son uno para interpretar y unir las notas en la música. Con el tiempo, todos nos volvemos místicos… Fíjese en mi Stradivarius: ya no lo separo de mi cuerpo y de mi mente. Están tan íntimamente unidos que me resultaría muy difícil decirle cuál de los tres me guía durante mi interpretación…