Los jóvenes músicos lo intuyen; sus maestros lo saben con certeza: los violines tienen alma, pero también tienen memoria. Memoria en un sentido literal: la madera vive, trabaja, graba los sonidos y las emociones. Los absorbe, se empapa de ellos, los integra, hasta el punto de que el instrumento se comporta de manera singular en una pieza interpretada en cientos de ocasiones.
La memoria del Stradivarius se hace eco de lo que la tía Anna escribió a Nejiko, algo que la obsesiona. Una noche, poco antes de las doce, una idea le ilumina la mente. ¿Qué pasaría si le pidiera consejo a su antiguo maestro? Después de todo, Boris Kamensky debe de haber tenido problemas similares con su instrumento. Tal vez querría abrirse a ella y contarle el secreto para dominarlo, o al menos darle algunos consejos
Son las doce y media de la noche del 4 de febrero de 1944, pero Nejiko no se lo piensa ni un segundo. Ni siquiera se molesta en ponerse una prenda de más abrigo. En la calle hace un frío glacial. Recorre la rue Saint Louis-en-l’Île y cruza el Sena. Sobre el río, el viento se mezcla con la humedad y la hace tiritar. Unos cuantos soldados patrullan a lo lejos. Acelera el paso, avanza por el quai de la Tournelle, corre por la rue du Cardinal-Lemoine y gira a la derecha en el bulevar Saint-Germain, donde viven los Kamensky. A su alrededor todo está en silencio. Se encuentra alterada; su visión es borrosa. Apenas distingue las sombras y las luces de las farolas que jalonan el camino. Cuando llega frente a la mansión, llama frenéticamente.
Es la esposa del maestro, Ksenia Vladimirovna, una mujer majestuosa de rostro redondo, quien le abre la puerta totalmente atemorizada. Hay que decir que el aspecto de Nejiko da miedo, sobre todo a esta hora, vestida de un modo tan estrafalario, con los ojos desorbitados y la mirada de una loca. Si no la hubiera reconocido ya, Ksenia la habría tomado por una lunática. Unos segundos después aparece Kamensky; se ha vestido a toda prisa y lleva el bigote desaliñado. Está de mal humor: interrumpe a Nejiko, que ha empezado a hablar apresuradamente, y le dice que no son horas de visita. El toque de queda es a medianoche. Sin embargo, la muchacha se deshace en disculpas y consigue convencerlo de que se trata de un asunto de suma importancia. Kamensky la hace pasar al salón mientras Ksenia, en bata, les prepara un té.
Nejiko solo logra calmarse al mirar las ondas de vapor de agua sobre la taza. Luego, tras respirar profundamente, inicia un largo monólogo sobre el origen del trastorno que la aqueja desde hace seis meses: «Profesor, ¿usted también tardó mucho en domesticar a su Stradivarius? Seguro que debe de existir una técnica, un remedio que me pueda ayudar».
Kamensky la escucha sin decir ni una palabra, perplejo. Cuando por fin ella deja de hablar, él guarda silencio durante varios minutos. Mirando al vacío, observa un patrón en las enormes cortinas de la sala de estar. La joven Nejiko ha progresado tan deprisa gracias a su entereza y a su aplicación en el trabajo. Coge su taza, bebe a pequeños sorbos y, al final, le dice en voz baja:
—Nejiko, ¿recuerda nuestras últimas sesiones de trabajo sobre los matices? ¿El suave y el fuerte? ¿El lento y el rápido? Cuanto más fuerte es el sonido, menos percibe el oído sus matices y sutilezas. Por el contrario, cuanto más bajo se toque, más aumenta la capacidad de separarlos.
Nejiko asiente sin decir nada y recuerda su asombro cuando Kamensky consiguió una música tan pura, tan sensible, dominando los matices.
—En una ocasión —continúa Kamensky— me dijo que le gustaría tocar como yo. ¿Se acuerda de lo que le respondí? Le dije que ese no era el objetivo. Que tendría una técnica tan buena como la mía, puede que incluso mejor, pero que luego todo sería una cuestión de sensibilidad. Está más allá de la música, Nejiko. Si ese violín se le resiste, entonces infórmese sobre su pasado, conózcalo… ¿Quiénes fueron sus anteriores dueños? ¿Cómo tocaban…? Un instrumento cuya vida pasada no se conoce solo se puede tocar con frialdad.
Nejiko escucha sus palabras sin comprenderlas. Le preocupa que el secreto la eluda. Un torrente de preguntas la abruma.
—Mi tía Anna me habló de ello, pero no lo entiendo muy bien, profesor. ¿Qué relación existe entre lo que el violín vivió en el pasado y yo?
—Cada instrumento, incluso el menos perfecto, vibra de cierta manera sobre una obra que ya ha hecho resonar. No solo conserva el ritmo y la velocidad con la que tocaba su anterior maestro, sino también los sentimientos que este le puso a su interpretación.
—Pero, entonces, ¿nunca podré imponerle mi propia música? ¿Mi propio sentimiento?
Por primera vez, Kamensky esboza una sonrisa.
—Conocer al anterior dueño debería serle útil. De lo contrario, solo depende de usted frenar ese muro que toca. No le impondrá nada a ese violín. Deben aprender a poner mutuamente a prueba sus almas.
Nejiko no se siente mucho más tranquila. Kamensky ya está de pie en medio del salón, listo para despedirla; ella retrasa el momento de levantarse. Al ver fluir los primeros sollozos en el rostro de la joven, Kamensky, compasivo, le recomienda que se reúna con su lutier-afinador en la rue de Rome, aunque parece arrepentirse de ello de inmediato.
—Dígale que va de mi parte. Y no le hable a nadie de él, sobre todo a ese famoso Gerigk.