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Marzo de 1944. Los americanos avanzan visiblemente por el Pacífico. Con rumbo a las islas Marianas, la Marina de los Estados Unidos rodea y pone cerco a numerosos atolones y archipiélagos para convertirlos en aeródromos desde los cuales los B-59 pueden bombardear el Imperio del Sol Naciente. La situación de las tropas japonesas en las islas remotas es desesperada. El cuartel general imperial en Tokio los condena, prohibiéndoles rendirse: «No sobrevivan avergonzados como prisioneros. Mueran para no dejar tras de sí la ignominia». Los oficiales y soldados japoneses respetan las órdenes y llegan a recurrir al canibalismo para sobrevivir. En Nueva Guinea matan, descuartizan y se comen a la población local, así como a parte de los prisioneros de guerra americanos, a los que llaman «cerdos blancos», en referencia a los cerdos negros asiáticos, tan deliciosos cuando se doran en un asador. Los soldados japoneses asan las partes más consistentes, aquellas donde hay más carne, principalmente los muslos. Fríen hígados y cerebros humanos.

Al igual que el Imperio de Japón, Nejiko se encuentra mal. Está atormentada y físicamente demacrada. Ya no come. Un día, cuando la visita, Gerigk intenta animarla, contándole la historia de esos soldados solitarios y hambrientos.

—¡Al menos no arman tanto alboroto para alimentarse! —concluye lacónicamente con su tono moralizador.

Nejiko está en un pozo sin fondo; anula una tras otra sus giras con la Filarmónica, hasta el punto que sus ausencias llegan a oídos de Oshima, quien le envía un telegrama y luego un emisario. Oga Koshiro, consejero especial y hombre de confianza del embajador, asume esta extraña misión. Me lo imagino en ese hermoso día de marzo llegando de Berlín en tren. Conoce bien París, ya que trabajó en la ciudad durante algunos años antes de incorporarse a la embajada de Alemania. Desde la Gare de l’Est, toma la línea 5 del metro y se baja en la estación Arsenal. Comprueba la dirección que ha escrito en un papel y se dirige hacia el Sena, respirando profundamente el aire fresco.

Camina con paso tranquilo por el bulevar Enrique IV, bañado por el sol. En el puente de Sully, los reflejos de la luz sobre el Sena lo deslumbran. Finalmente, gira por la calle central de la manzana en la que vive Nejiko. Al llegar frente a su edificio, Oga Koshiro se toma su tiempo para peinarse en el reflejo de un escaparate que está al lado y se dirige hacia el ascensor.

Irritada desde el principio por el mensaje del embajador, Nejiko está bastante intrigada por este misterioso consejero. El ruido de la puerta la alerta de su llegada y lo observa discretamente a través de la ventana mientras aún está en el patio. Es un hombre bastante apuesto, distinguido y elegante. Le parece que tiene la misma edad que Gerigk. Su atuendo es impecable: ni una arruga en la camisa azul, traje oscuro de un tejido delicado y corbata perfectamente anudada. Nejiko se ajusta su propio atuendo en el espejo de la entrada. Viste pantalones de franela y un holgado jersey rojo. Cuando el hombre llama, Nejiko tarda mucho en abrir la puerta con sus tres cerraduras.

Oga Koshiro se inclina delicadamente. Nejiko nota un sutil perfume que emana de su cuello, una mezcla de cedro y naranja, o eso cree. Ella le ruega que se siente en el salón. Él enseguida toma asiento en una de las dos butacas que están frente al sofá cubierto de terciopelo e inspecciona la sala mientras Nejiko prepara un té en la cocina equipada «con todas las comodidades modernas».

El piso es grande y está bien decorado: los tonos naranjas del suelo de parqué le dan un particular toque cálido. En las paredes, algunas partituras enmarcadas de Schubert y Chopin y una gran biblioteca acristalada que contiene muchos libros, quizás el doble de los que él tiene en Berlín. Algunos están en japonés, pero la mayoría en francés. En otra parte de la pared, un marco le llama tanto la atención a Koshiro que se levanta para examinarlo detenidamente.

De vuelta en el salón, Nejiko detecta su interés.

—No me atrevo a ser categórico, pero creo que se trata de una estampa con una impresión en seco en papel hosho grueso —dice Koshiro—. El monte Fuji está bellamente reproducido en ella. ¿Me permite preguntarle dónde encontró este grabado?

—Conocí a su autor, un austríaco llamado Fritz Capelari, que vivió mucho tiempo en Japón. Durante una gira con la orquesta filarmónica vino a saludarme al final de un concierto, en Viena, y me lo regaló. El nombre del grabado es El monte Fuji desde un campo desolado.

—Me atrevería a afirmar que este artista pertenece al movimiento shin hanga, una corriente que da un gran protagonismo a los paisajes y a las mujeres hermosas, señorita Suwa.

Nejiko se sonroja por el cumplido, pero continúa como si nada hubiera ocurrido.

—Fue la hermana de mi tía, Varvara Bubnova, pintora y litógrafa, quien me inició en este arte. Me alegro de que le guste esta estampa. El Fuji San siempre me ha parecido irresistible.

—Solo soy un aficionado. Ayudo a artistas de otro movimiento, los del sosaku hanga. Aunque el estilo es similar, abordan temas menos convencionales y dejan más espacio a la expresión individual.

—¿Está usted tan versado en música como en grabados, consejero?

—No, y le pido disculpas por ello… Aprecio la música, y todo su trabajo, que el embajador me ha hecho descubrir. En Berlín tuve varias oportunidades de asistir a conciertos de la orquesta filarmónica, pero, en lo que a la música se refiere, estoy como usted con este grabado: algunas melodías me parecen hermosas y otras menos agradables, sin poder ir más lejos en el análisis.

—No lo sienta. En el arte, las sensaciones y la intuición priman por encima del análisis.

—Sí, pero lamento muchísimo tener tan pocos conocimientos sobre un arte tan importante. ¡Por eso prefiero hablar de su biblioteca que de su repertorio musical!

Nejiko se ríe con ganas.

—Todo el mundo me habla continuamente de música, como si viviera solo para eso. La lectura es mi otro pasatiempo favorito. Ocupa mis momentos de soledad. En cuanto tengo tiempo libre, paseo a orillas del Sena y me detengo en cada puesto de libros de segunda mano. Cuesta no volver a casa cargada…

—Y yo que pensaba que tenía una buena biblioteca en Berlín... Con eso no puedo competir. Solo la de mi casa, en Kioto, está más abastecida.

—Si quiere le presento a mi librero favorito; siempre tiene algunos libros en japonés. Supongo que no ha viajado desde de Berlín para una hora…

—En realidad, me voy mañana, pero esta noche tengo una cena de negocios en el Lutetia con unos oficiales alemanes.

—Bueno, déjeme que lo lleve al Flore a comer y luego vamos a dar un paseo. ¡No me gustaría que le dijera al embajador que lo he recibido mal!

—Todo lo contrario, señorita Suwa… Acepto encantado la invitación. ¡Me alegra estar de vuelta en París con una compañía tan encantadora!

En el Flore, Nejiko pasa un rato muy agradable con Oga. Aunque es mayor que ella, le gusta. Le parece culto y divertido, refinado y delicado, muy diferente de los demás colaboradores de Oshima, siempre tan autoritarios y serviles. Atento, él le pregunta por su salud y en ningún momento intenta conseguir información sobre el violín. Aunque habla poco sobre sí mismo y se comporta con mucha discreción, Oga Koshiro le inspira confianza. Durante la comida intercambian sus impresiones sobre la cultura francesa, como esa manía de saludar a desconocidos. Es imposible entrar en una panadería sin que otro cliente emita un atronador «Buenos días, señoras y señores…». Por no hablar de todos aquellos que se suenan la nariz en público o comen descaradamente en los transportes públicos. Y en lo que se refiere a esa costumbre tan francesa de llevar la contraria, consistente en dejar en ridículo al interlocutor, es una actitud que les resulta incomprensible...

Sin embargo, la literatura recupera el prestigio de lo francés. Nejiko evoca a Gustave Flaubert —La educación sentimental, Madame Bovary—, Guy de Maupassant —Bel Ami—, pero también a Julio Verne y Chateaubriand. Oga tuerce el gesto ante la mención de este apellido.

—¡Por supuesto! —responde ella, riendo—. Y me olvidaba de Victor Hugo. ¿Y usted? ¿Cuál llevaría siempre con usted?

Oga se toma unos segundos para reflexionar antes de recitar unos versos de Baudelaire:

Cada flor se evapora cual un incensario.

El violín vibra como un corazón afligido.

¡Vals melancólico y lánguido vértigo!

Oga se conmueve con esas palabras, pero Nejiko se le adelanta y paga la cuenta. En la calle, el tiempo es agradable, casi templado para esta estación. Antes de que Oga la acompañe hasta la entrada de su edificio, dan un paseo a orillas del Sena.

Nejiko casi olvida el ambiente asfixiante que se ha instalado en la ciudad. Le habla a Oga de sus primeros días en París, cuando llegó siete años atrás. Su asombro ante la Torre Eiffel, Notre-Dame, el Louvre, los Campos Elíseos, el puente Alejandro III, el Grand Palais... Apenas puso un pie en esta ciudad, «sintió que se había convertido en alguien», dice. Perdía el tiempo en el Jardin des Plantes, en los cafés, en los Grands Boulevards. Por la noche adquirió la costumbre de acudir al Max Linder, en el bulevar Poissonnière, sin temor a ir sola o en compañía de su amiga, la cantante japonesa Yoshiko, residente también en París. La guerra aún no había estallado. Con el toque de queda, ha reducido sus salidas. Ya no se atreve a salir sola con su violín. El año pasado solo vio una película, Adrien, un decepcionante vodevil que, por fortuna, se salva gracias a un actor especialmente divertido y conmovedor llamado Fernandel.

En este punto de la conversación, Oga y Nejiko llegan a la rue Saint-Louis-en-l’Île. Solo entonces él menciona el motivo de su viaje:

—Señorita Suwa, estamos preocupados por el giro que está tomando la guerra en Europa y nos quedaríamos más tranquilos si regresara usted a Berlín. Al embajador le gustaría que me acompañara en el tren de regreso a la ciudad, aunque, por supuesto, no lo consideraré una ofensa personal por su parte si decide tomarse unos días para recapacitar…

Nejiko sonríe ante las últimas palabras de Oga, quien añade, aún en tono de broma:

—¡Con este sol tan brillante, he elegido el día equivocado para defender la causa de Berlín! ¡Todo ello sin haberle reconocido que la aviación inglesa no nos ha dejado en paz en los últimos meses! Pero prométame no mencionarle una palabra de esta conversación al embajador…

—No se preocupe, quedará entre nosotros —responde Nejiko, divertida.

Oga adopta un aire serio y pensativo en este momento.

—Sea prudente, Nejiko. Muy prudente. Los tiempos se están volviendo sombríos.

Nejiko guarda silencio antes de responder en voz baja:

—Tranquilice al embajador en mi nombre. El profesor Kamensky me aconsejó que acudiera a una persona que resolvería mis dificultades. El mero hecho de pensar en conocerla ya me hace sentir mucho mejor, como puede ver.