Finalmente, Nejiko decidió llamar a la puerta del lutier que Kamensky le había recomendado, el mismo que luego me proporcionaría tanta información decisiva para mi investigación.
Ese día se baja en Havre-Caumartin. Las calles están desiertas. Un velo de nubes se agarra al horizonte. Se apresura por la rue Caumartin, mientras aumenta la presión de la mano derecha sobre el asa del estuche del violín. Gira rápidamente por la estrecha rue de Provence y se da nerviosamente la vuelta para asegurarse de que nadie la sigue. Pasa por delante de la oficina de correos cerrada que hay en la esquina y toma la rue de Rome. Nejiko retrocede unas decenas de metros, se detiene, piensa que ha ido demasiado lejos, recula unos números antes de cambiar de opinión y retoma el camino hacia el otro lado hasta encontrarse finalmente frente a una enorme puerta de madera. Recupera el aliento y se seca el ligero sudor de la frente. Un breve movimiento de la cortina del segundo piso del edificio de enfrente la hace temblar. Entra corriendo y descubre un gran patio rectangular pavimentado, rodeado de edificios de piedra y ladrillo en ruinas. La planta baja la ocupan varios talleres de artesanos, algunos de los cuales parecen abandonados. Empieza a caer una fina lluvia. Las gotas, ligeras, impregnan el abrigo de lana negro de Nejiko. A través de una de las ventanas brilla una luz. Se acerca y llama suavemente a la puerta acristalada. Espera unos largos segundos antes de volver a llamar con más fuerza, hasta que la ventana y el marco de la puerta tiemblan. La cortina de lino blanco que oculta el interior se mueve imperceptiblemente; un anciano la observa. Viste un traje de terciopelo verde oscuro; tiene el pelo blanco y las cejas aún oscuras en parte. Decide abrir el pestillo.
El interior de la casa es un caos: apesta a cerrado y a cigarrillos, o quizás a pipa. El fino haz de luz que entra por una lucerna ilumina la estancia y hace girar lentamente el polvo en el aire denso. Hay un montón de instrumentos, madera puesta a secar, herramientas y partituras antiguas.
El anciano no es ni afable ni hospitalario. Es casi hostil. Apenas saluda a Nejiko. Impasible, le permite presentar la recomendación del profesor Kamensky y las razones de su visita. A Nejiko le late el corazón con violencia. Al no encontrar las palabras adecuadas para describir lo que le molesta de su violín, guarda largos e incómodos silencios durante los cuales el lutier parece escuchar el ritmo de su respiración entrecortada, el tono de su aliento.
Lo que sucedió a continuación lo sé por el lutier. Cuando Nejiko rompe finalmente a llorar, él la invita a sentarse en un pequeño taburete, cerca de su banco de trabajo. Él coge otro y toma asiento frente a ella, en la oscuridad. Espera unos momentos a que ella se recupere y luego le pide permiso para llevarse su violín y estudiarlo. Cuando saca el instrumento de su estuche, con mucho cuidado, se le iluminan los ojos. Lo escudriña, le da la vuelta, lo acaricia, llega a olerlo incluso y acompaña cada uno de los lentos movimientos que impone al instrumento con enigmáticos gruñidos y pequeñas exclamaciones.
Cuando el lutier coge el arco y empieza a tocar delicadamente, el sonido es prodigioso. Es como si lograra hacer resonar voces o cantos humanos. El violín suena tan bien como si lo hubiera tocado el propio Kamensky.
—Es magnífico —susurra el lutier—. Prodigioso, de verdad. Una maravilla. Extraordinario. He tenido entre mis manos algunas obras maestras, pero este... No tengo palabras...
—Sí, solo que, conmigo, la armonía no funciona…
—Sin embargo, no hay que cambiar nada, ¡ni siquiera el arco! —se entusiasma él.
Para un lutier no hay nada más desagradable que recibir a músicos perdidos cuyo juicio técnico se ha visto alterado por una emoción excesiva. Incluye rápidamente a Nejiko dentro de esta categoría. Sin la recomendación de Kamensky, la habría rechazado gustosamente, como a esos músicos con los que percibe que no fluye la corriente. Intrigado por el hecho de que la joven posea un violín tan valioso, le dice que quiere ver el certificado de autenticidad y el título de propiedad. Nejiko no los lleva encima y responde que, de todos modos, el certificado lo firma Goebbels. Le parece útil precisar:
—Solo sé que es un Stradivarius. Herbert Gerigk me lo aseguró.
Al escuchar los nombres de Goebbels y Gerigk, el rostro del anciano se queda petrificado. Maldice por dentro a Kamensky. «Me acabará metiendo en problemas». Lo cierto es que este violín no es un Stradivarius sino un Guarneri. Un Guar-ne-ri. A los alemanes siempre se les ha dado bien componer, pero cuando se trata de conocer los instrumentos… Es tan suave y tan sonoro a la vez, y esa oscura profundidad… ¿Cómo no reconocerlo? La voz de Nejiko lo saca de sus pensamientos; le suplica que la ayude, que acepte volver a verla. A regañadientes, recordando su antigua amistad con Kamensky, él acaba aceptando.
Nejiko se aferra a la esperanza que le ha dado el anciano. Adquiere la costumbre de pedirle consejo regularmente, hasta dos veces por semana, y logra expresar mejor lo que siente con respecto a la relación que tiene con su violín.
Aún ignora que los lutieres son médicos de todas las almas, las de los instrumentos y las de los humanos. Por eso su discernimiento es tan grande y su presencia resulta tan tranquilizadora para los músicos.
En cada visita, Nejiko le ruega al artesano que manipule el instrumento, que lo afine con mano firme, para demostrarle a este supuesto Stradivarius que ella ya no se enfrenta sola a él, que ha encontrado un aliado. Cuando ella se vuelve demasiado insistente, el anciano le miente con aplomo: afirma que ha hecho nuevos ajustes, que ha movido el alma una décima de milímetro, pero la verdad es que en realidad no toca nada. No se trata de reparar el instrumento, sino de curar a la intérprete.
Un día que Nejiko se muestra particularmente inoportuna, el lutier se queja:
—Si quiere mi opinión, darle un violín como este a alguien tan joven como usted no es ningún regalo... ¡Primero debe encontrar su propio sonido! Es el único modo de domar un instrumento así... Si es que es capaz de llegar a hacerlo...
Una vez más, Nejiko se encuentra sumida en el abismo. ¿Su sonido? Se pasa mucho tiempo buscándolo, trabaja mucho para apoderarse de él; le parecía que empezaba a conocerlo. Y siempre se hace la misma pregunta: ¿quién tocaba este violín antes que ella? ¿Cuál era la sensibilidad de ese misterioso músico? ¿Su repertorio, su estilo, su ritmo?