Final

Ahora se acabó. El mejor capítulo de su vida ha quedado atrás.

El tiempo pasa y, poco a poco, Nejiko se encierra en un largo silencio.

En su vida, donde se mezclan y entrelazan tantos hilos, ahora nada enciende la pasión, todo parece insulso y aburrido. Las estaciones pasan una tras otra en medio de un ambiente monótono y Nejiko asiste impotente al marchitamiento de su vida.

Entonces, ¿qué es la música? ¿Un breve sonido entre dos silencios? ¿Un largo silencio entre dos melodías?

Ha vivido. Ha viajado por todo el mundo, pero ahora ha decidido dejarse llevar. Pasa días enteros en su piso, detrás de la ventana, observando a los transeúntes, contemplando el fluir de la vida en otros lugares. Tumbada en el suelo, se queda durante horas escuchando los sonidos de la habitación. Los memoriza, los clasifica, los enumera: desde los más anecdóticos, como el de la gota de agua que se estrella contra un plato de bambú olvidado en el fregadero, hasta los más melodiosos, que ensambla y traduce mentalmente en música.

¿Qué ha sido de sus sueños y de sus ilusiones? ¿Alguna vez volvemos a ver las quimeras de antaño, las melodías que se han evaporado?

Quizá sea mejor dejar que hable ella. Tiene treinta y cinco años, y escribe estas líneas:

«Siempre he pensado que el peor sentimiento es la amargura. Y es exactamente el que vive en mí ahora mismo. Me he vuelto muy amargada. Mis años más felices fueron los que pasé en Europa. Quisiera gritar con la alegría que experimentaba en ese período en que el impulso vital y el musical estaban íntimamente ligados. Pero ¿qué puedo hacer hoy? ¿Cómo saborear esos momentos del pasado? ¿Resultaba adecuado sentir, a nivel personal, la felicidad y el amor cuando la destrucción y la muerte triunfaban por doquier? Y ahora que en el mundo reina la paz, ahora que la alegría de vivir y la despreocupación inflaman el futuro, estoy triste, con todo mi ser, mucho más de lo que he estado nunca».

Nejiko se siente abandonada. La incomoda algo que finalmente consigue materializar: ayer partía sola hacia Europa y dejaba a su familia en Japón. Hoy, todos la abandonan y la dejan sola aquí, con su violín. Se convence a sí misma de que, a partir de ahora, su vida no será más que un tejido de dolores solitarios.

Después de Oga, es su tía Anna quien la deja. Tras la muerte de Stalin, cumple su palabra y regresa a Abjasia, cerca del mar Negro, en el sur de la Unión Soviética, donde pasó su infancia. Y cuando Nejiko le pregunta si le mandará más noticias que Oga, Anna se divierte contándole la historia de las tres mariposas.

—La primera dice: «He visto la llama del amor». La segunda exclama: «Mis alas han padecido las llamas del amor». La tercera no dice nada, se arroja al fuego y muere consumida. Solo la última mariposa ha conocido verdaderamente el amor. —Y esperando animar a su sobrina a retomar el violín, le dice—: La música es una pasión mucho más sabia que el amor. Confía en mi experiencia.

Tras el fallecimiento de su madre el 30 de noviembre de 1954 —el mismo día que el de Wilhelm Furtwängler, no existen las casualidades—, el silencio cobra la entidad de una persona en la vida de Nejiko. Nunca es fácil sobrellevar la muerte de un ser querido: cada uno lo supera a su manera, pero ella lo niega.

«¿Qué supone para mí que alguien esté vivo? —escribe—. Solo escuchar su voz. Entonces, ¿dónde está la diferencia? Incluso muerta, mamá sigue viva para mí, porque continúa hablándome».

Es difícil no ver en estas líneas una manifestación de su vergüenza por no enfrentarse a la realidad. Esa realidad que siempre se ha preocupado por alejar de ella y que, sin embargo, siempre vuelve con violencia.

Circulan rumores sobre el origen de su violín, surgen sospechas que muy pronto se convierten en reproches. Desafío. Disonancias. Nejiko no soporta estas sospechas, que llega a calificar de mezquindad cuando se entera de que no solo provienen de periodistas, sino también de otros músicos japoneses. Todo este alboroto melifluo y disimulado, que ella toma por perversidad, acaba por hundirla en lo que sus médicos diagnostican como distimia: una depresión, en definitiva.

Una depresión que durará quince años. Un día recibe una carta anónima con un ejemplar de la primera edición japonesa de Anne no Nikki, El diario de Ana Frank. Anota en su cuaderno estas líneas sacadas del libro, sin más comentarios:

Me resulta absolutamente imposible construirlo todo sobre una base de muerte, de miseria y de confusión. Veo cómo el mundo se va convirtiendo lentamente en un desierto; escucho cada vez más fuerte el es truendo de un trueno que se acerca y que también nos matará a nosotros. Siento el sufrimiento de mi llones de personas y, sin embargo, cuando miro al cielo, pienso que todo acabará saliendo bien, que esta brutalidad tendrá un final, que la calma y la paz vol verán a reinar en el mundo.

¿Qué parte de estas líneas le resulta más inspiradora? ¿El final, «que todo acabará saliendo bien», o más bien el principio, la imposibilidad de construir sobre las brechas del alma? ¿Establece un paralelismo inconsciente con su propia capacidad de producir sonido puro a través de su violín, ese instrumento ofrecido por Goebbels, ese hombre al que ahora considera un asesino? A menos que no sea el párrafo entero, su todo coherente, la alegoría que encarna.

La realidad es un todo sin detalle, pero, a su vez, un todo que solo se deja atrapar por una acumulación de detalles, de modo que omitir uno de ellos ya supone distorsionarla.

Un detalle que no engaña: Nejiko ya no toca, ni siquiera unas notas. Ha renunciado a sus giras y, aunque la polémica sobre su violín se desinfla rápidamente, prefiere mantenerse en un segundo plano. A los pocos periodistas que aún se interesan por ella y le preguntan sobre esta hibernación musical, les responde, sin que yo pueda afirmar si lo dice en serio o no, que los tiempos han cambiado, que el jazz de Davis, el folk de Cohen y el pop de los Beatles han arrasado con todo a su paso y que ahora la gente lo que quiere es participar, gritar, cantar y bailar. En esta nueva era musical, si los ritmos son binarios y simples, si carecen de matices, mejor. Un preludio de la diversión.

Signo de un progresivo desplome de la época, también cede, desde la llegada de las imágenes en color, a los encantos de la televisión. Su nueva forma de ver el mundo a bajo coste. Ya no hace historia, sino que observa, desde su salón, la historia en movimiento.

El 10 de octubre de 1964 rechaza la oferta del emperador para actuar en la ceremonia inaugural de los Juegos Olímpicos de Tokio, los primeros en Asia. Demasiado miedo a una nueva controversia sobre su violín. Qué más da. Sentada cómodamente frente a su televisor, aprovecha el instante como si estuviera allí, con los noventa mil espectadores del gran estadio olímpico, los doce mil globos de todos los colores, las ocho mil palomas que levantan el vuelo hacia el cielo y, luego, otro símbolo —porque... ¿acaso la Historia está hecha de otra cosa?—: la entrada en el estadio del joven atleta Yoshinori Sakai, nacido en Hiroshima el día en que explotó la bomba. Recorre el estadio portando la llama olímpica como estandarte, sube al podio y, frente al mundo que se tranquiliza después de que americanos y soviéticos hayan firmado un acuerdo de convivencia pacífica, prende fuego al pebetero con un poderoso e irresistible aliento de paz.

Sin embargo, la paz siempre es frágil cuando no se basa en un trabajo vigilante de la memoria. Ese día, ¿quién recuerda que fue Hitler quien introdujo el símbolo del relevo de la antorcha olímpica en los Juegos de Berlín de 1936? Nejiko no y, sin embargo, ella debería recordarlo mejor que nadie. Pero este momento televisado la sumerge en otros recuerdos.

De niña le hubiera gustado practicar más deporte, inspirar a pleno pulmón, espirar, saltar lo más lejos posible, lo más alto posible. Correr, sí, correr, con el pelo suelto al viento, sentir con más vigor la fuerza del cuerpo, de las piernas, la contracción de los músculos, notarse sofocada una vez cruzada la meta y luchar, en un estertor, por absorber el aire, frenar la sensación de ahogo y calmar la exaltación de su corazón.

Nejiko no para de pensar. Por la noche empieza a hablar con sus jueces imaginarios. «Seguro que si hubieran vivido la guerra como yo...». Comienza frases que nunca termina. «Solo tenía veintitrés años… Era muy joven… Nunca he…».

Se hunde en la noche. Sin música, el tiempo no existe.

Tiene que salir de la oscuridad.

La luz viene de donde ya no lo esperaba. En 1967, a la edad de cuarenta y siete años, recibe su primera carta de amor. Una carta habitada por palabras sensibles y poderosas, bellas, largas, apasionadas. De esas que inflaman los sentimientos con los que, al final, todo se ve hermoso y resplandeciente. El cielo y su intenso azul celeste. El piso irradiado de luz. Una vida que parece, tal vez, capaz de retomar su curso, como si un rayo de sol volviera a hacer parpadear su corazón.

Es Oga, por supuesto. ¿De qué sirve guardar una parte de resentimiento cuando finalmente llega la felicidad? Ella no lo piensa demasiado. De todos modos, ¿qué otra opción le queda? Se aferra a esta carta como a un salvavidas, como ya había hecho en otros tiempos con el viejo lutier parisino.

Una ola, un latido, un movimiento, el tiempo se reinicia y acelera, y también los sonidos, el final del silencio. Se prometen ir a vivir juntos a Europa para volver a visitar París.

Inspiración, aliento, impulso. Al año siguiente deciden casarse.

¿Y después?

Y después, el rumor del mundo se convierte solo en una melodía lejana para Nejiko. Ella y Oga decidieron volver a vivir en Alemania. Aterrizaron en Colonia en octubre de 1968. A Oga lo nombraron director del Instituto Cultural Japonés. Elogió esta ciudad de músicos que vio nacer a Jacques Offenbach y a Max Bruch, e incluso al canciller Adenauer.

Es la primera vez que Nejiko pisa suelo alemán desde 1945. Una impresión sobrecogedora. Nuevos edificios en construcción por todas partes, grúas gigantes, grandes infraestructuras que apenas emergen del suelo. Dicen que, a diferencia de las personas, las ciudades nunca mueren. Tras ser arrasadas, vuelven a crecer. Tras ser destruidas, resucitan. Tras ser pisoteadas, ni siquiera se hunden. Pero algunas, como Tokio, Berlín, Dresde, Hamburgo, Le Havre, Hiroshima, Stalingrado, Brest, Nagasaki, Rostock, Caen, Colonia y otras más, ya no se curan, sus heridas y quemaduras están en carne viva. Obligan a los hombres —a los vivos— abrumados tras haber perdido en un suspiro toda la profundidad visible y acumulada del tiempo, a empezar de nuevo, a subir otra vez hacia el cielo para luego volver a descender, inevitablemente, y empezar una vez más. Heridas abiertas, jirones urbanos, incendios cuyas cenizas aún se arremolinan en el aire para quien sepa distinguirlas, fracturas irremediables, lesiones profundas, campos de miserable polvo ofrecido a los caprichos del viento, tantos traumas al ver la belleza de los tesoros pacientemente construidos y reunidos a lo largo de los siglos destruida para siempre.

Esto es, en esencia, lo que su chófer les cuenta a Oga y Nejiko. Se llama Frantz y habla con los ojos brillantes de esta ciudad —su ciudad—, de la nueva ópera que siempre está llena en las noches de concierto, de los trenes que pueden volver a cruzar el Rin sobre el puente Hohenzollern, así como del Deutzer Brücke y el Severinsbrücke, reconstruidos para el paso de los coches. Habla de la primera línea de metro, recién inaugurada, que permite ir desde la Estación Central hasta la Friesenplatz; también evoca los tesoros que se conservan en la catedral, sus reliquias de los Reyes Magos. Al final de la guerra, solo quedó esta en pie, la segunda más alta del mundo. Lo que no menciona, sin embargo, es la frialdad de la ciudad, las casas oscuras que se ahogan en la espesura gris de las nubes, la austeridad, la severidad de la gente.

El tiempo pasa y, un mediodía, al regresar de un paseo sin rumbo por las calles, Nejiko se entera por su criada de que un caballero que se presenta como un viejo conocido de París le ha dejado una nota: «Estoy de paso por un día en Colonia. Nos vemos a las tres en punto dentro de la catedral. Herbert Gerigk».

A Nejiko le zumba la cabeza, los recuerdos estallan dentro de ella, el tiempo se escapa.

En la oscuridad de la catedral, ella no lo reconoce de inmediato. Ha cambiado. Tiene el pelo blanco, al igual que sus pobladas cejas. Rollizo, su rostro sigue siendo el de un hombre de sangre caliente, lleno de pasiones brutales y de pesados apetitos terrenales. Se enorgullece de anunciar que presenta hoy en Colonia su Diccionario de la música, publicado gracias a la generosidad de la editorial Hanefeld, la misma que había publicado su Diccionario de los judíos en la música. Le habla a Nejiko de la vida apacible que lleva en Bochum, una ciudad tranquila entre Dortmund y Colonia, y de su trabajo como crítico musical para el periódico local, el Dortmund Ruhr-Nachrichten.

Ante el asombro de Nejiko, sí reconoce tener algunas «dificultades administrativas», en especial las de una comisión de investigación de la Oficina Federal Alemana de Restitución Externa que lo acusa de malversación y confiscación de instrumentos y material musical en Francia y en la Europa ocupada. O incluso esos celos, en particular el episodio en el que algunos músicos —incluido Carl Orff— se opusieron a su nombramiento en la administración, pero nada realmente preocupante. Quita importancia a todo esto citando al canciller Adenauer: «Olvidar las propias faltas es la más segura de las absoluciones».

En vista de que Nejiko guarda silencio, él le pregunta medio en broma por su Stradivarius. Con un tono falsamente inquisitivo, bromea, acusándola de haberse planteado sin duda venderlo al mejor postor judío, ya que podría ganar una considerable fortuna con él. Ante estas palabras, Nejiko le asegura que ese violín solo le ha causado problemas y le dice que ese instrumento al que él aún se refiere como un Stradivarius es en realidad un Guarneri.

—¿Un Guarneri? ¿De dónde sacas esas tonterías?

Nejiko se lo explica y Gerigk reconoce que es posible que su revendedor alsaciano le hubiera mentido, y una vez más interrumpe la discusión:

—En cuanto a saber lo que él estaba haciendo y si robaba violines a los judíos, ¡no me preocupaba y aún hoy sigue sin preocupar a nadie!

Todo esto dicho con la misma desenvoltura de Göring en el juicio de Nuremberg, cuando afirmó que nunca había tenido conocimiento de crímenes contra los judíos y condenó, con voz trémula, esas espantosas masacres que no era capaz de comprender.

Para Nejiko se acerca el momento de regresar a Japón. Sabe que nunca lo abandonará.

Cuando se marcha definitivamente de Europa, me manda un telegrama. Con la perspectiva del tiempo, cómo no ver en él una primera llamada de socorro para ayudarla a restaurar una parte de la verdad.

Tengo el telegrama frente a mí; dice lo siguiente:

Sería mejor que mis acusadores se interesaran por un tal Gerigk, Herbert Gerigk, que vive en Bochum. Con él encontrará usted la clave.

Nunca fui a Bochum ni busqué a Gerigk. No estoy orgulloso de ello, pero al menos tengo el valor de admitirlo.

Cada uno persigue sus propios fantasmas, sus almas condenadas, las notas contaminadas de la música del pasado.

¿Nejiko Suwa tocaba con el violín de Lazare Braun, como afirmaba ese lutier parisino?

Lo ignoro.

¿Quién es Nejiko Suwa?

Una célebre violinista japonesa cuya vida romántica ha pasado a formar parte la historia, pero sobre todo una mujer que se esconde de mí, de nosotros, con sus sombras, sus enigmas y sus secretos. Toda vida alberga el misterio.

Se dice que lo que no se sabe hay que inventarlo. Intentémoslo.

Noviembre de 1983, Tokio. Hallamos a Nejiko en Japón.

Para cerrar definitivamente este pasado complicado y pesado, decide dejarse invadir por la música y ofrecer un último concierto después de treinta años de silencio.

Nejiko tiene sesenta y tres años y en el coche que la lleva a esta fiesta de despedida, a través de las luces que iluminan la ciudad y su perfil, contempla una ciudad, Tokio, que definitivamente transita hacia la modernidad y sigue ganando altura. Shinjuku, Shibuya, Roppongi, Park Avenue, el hotel Keio Plaza... todas estas torres aplastan ahora las ruinas de un pasado hundido en sus cimientos. El Sunshine Building y sus doscientos cuarenta metros de metal y acero ocupan el sitio exacto en el que antes se encontraba la cárcel de Sugamo.

La vemos en su camerino; se concentra, escucha su propia respiración. Poco a poco, sus músculos se relajan y se distienden. Coge su violín, lo deja en el regazo y lo acaricia delicadamente como solía hacer. Contempla el instrumento, pero esta vez no le habla. Escucha su silencio. Es entonces cuando el timbre de su alma se le manifiesta: tiene el sonido de gritos aterrorizados, de aullidos, de sollozos, del chirrido agudo de trenes que frenan en sus vías, de todos los alaridos desesperados de las almas prisioneras en su cuerpo.

Un golpe en la puerta del camerino: «Es su turno, señora Suwa. Un minuto». Se levanta con su violín, abre la puerta y sigue a este fantasma que la guía por el pasillo. Un escalofrío le recorre el cuerpo. Se imagina a todos esos muertos en el frío del barro, con la piel roída por los gusanos y los huesos mezclados con la tierra. El fantasma se da la vuelta. Se parece al Kaminari al que tanto temía de pequeña, el dios del trueno vestido con un taparrabos de piel de tigre que se come el ombligo de los niños demasiado despiertos.

Llega frente a un inmenso velo negro que ondula, se arremolina y amenaza con envolverla. «Diez segundos, señora Suwa».

Presa del pánico, busca desesperadamente la luz, un diminuto destello que la guíe hasta el escenario. En vano. Su cabeza y su cuerpo están atrapados en un torbellino; coge el violín con todas sus fuerzas, lo que no hace más que amplificar el eco de esas voces roncas que ahora escucha claramente, que le imploran y le ruegan que las libere...

El fantasma ha cambiado de apariencia, ahora tiene los rasgos de un joven de rostro demacrado; la piel que cubre sus huesos le confiere la silueta de un muerto. Camina hacia Nejiko con pasos tambaleantes, con un violín en la mano exactamente igual que el suyo. Él la mira con sus ojos vacíos, huecos; intenta articular algo, abre dolorosamente la boca, lo intenta varias veces y acaba pronunciando en francés, con voz entrecortada: «Así es como interpretamos sinceramente a Mendelssohn... Déjeme que la guíe».

Mientras apoya el violín en el hueco del cuello y coge el arco con la otra mano, se abre el telón y la luz ilumina el escenario. Nejiko se encuentra sola frente a los focos que la ciegan, aferrada a su violín, y surge una primera nota. Solo ella es capaz de enmarcar el silencio de los muertos.