Los diarios de contemporáneos al régimen nacionalsocialista han ejercido en los últimos años una especial influencia en nuestra comprensión del movimiento nazi y su política criminal. «Quiero dar testimonio hasta el final», este era el objetivo declarado de Victor Klemperer; también otras víctimas de la persecución a los judíos se comprendieron a sí mismas, al recoger documentalmente sus vivencias, pensamientos y sentimientos en forma de diarios, como cronistas de sucesos trascendentales. Que sus autores no pudieran encajar en un marco explicativo claro, tal y como solo es posible hacerlo desde una gran distancia, acontecimientos que para ellos se manifestaban en su dimensión cotidiana y cuyas consecuencias desconocían, confiere a sus anotaciones aún más valor de cara a comprender procesos de los que hoy sí que sabemos, en retrospectiva, adónde llevaron.1
Son, en cambio, extremadamente infrecuentes las anotaciones compendiadas en diarios que reflejen la perspectiva subjetiva de los líderes del nacionalsocialismo sobre el Tercer Reich. Los hombres de Hitler daban forma al futuro que tenían que afrontar y sufrir sus víctimas. Los documentos autobiográficos de la pluma de dirigentes nacionalsocialistas ejercen por ello hasta hoy una fuerte fascinación, pues parecen irradiar la siniestra aura de sus autores y facilitar la comprensión de los motivos que llevaron a los crímenes nacionalsocialistas. En el caso de los altos funcionarios del nacionalsocialismo, sin embargo, la sospecha o el conocimiento de cuál sería el siguiente paso hacia la «solución de la cuestión judía» o hacia otros objetivos ideológicamente nucleares del nacionalsocialismo se hallaba en obvia discrepancia con la disposición a dar personalmente testimonio de ello. La gran mayoría de líderes nacionalsocialistas se comprendían a sí mismos como «hombres de acción» sin inclinación a la contemplación o a la reflexión crítica, sobre todo porque se trataba de cualidades no precisamente apreciadas en el seno del partido. En el movimiento nacionalsocialista los «hombres de pelo en pecho» pasaban siempre por delante de los «caballeros de la pluma».
A esto hay que añadir que los trepidantes cambios que tuvieron lugar a partir de 1933 y el ritmo que el «movimiento» nacionalsocialista, en cooperación con otras élites sociales, imprimió a los acontecimientos y proyectos generaron una atmósfera de actividad febril y apresuramiento difícilmente reconciliables con una reflexión reposada sobre las cosas. Y mientras que la propaganda nacionalsocialista oficial se esforzaba siempre por transmitir una misma imagen de unidad monolítica, acuerdo y coherencia, los líderes nacionalsocialistas, sobre todo, conocían la realidad del Tercer Reich, y sabían que las distintas camarillas guerreaban con fiereza y luchaban por incrementar su influencia.
Ignorar la palmaria discrepancia entre aspiración y realidad en las páginas del propio diario comportaba, pues, para ellos pagar el elevado precio del autoengaño. Aunque a los hombres de Hitler no les cabía duda de la trascendencia histórica y hasta de la falta de precedentes que caracterizaban los acontecimientos desde 1933, la gran mayoría carecían de la visión histórica necesaria para tratar de conectar la acción sobre el presente con la aspiración a la eternidad que distinguía al régimen nazi. Conceptos como «solución final» o «imperio de los mil años» testimoniaban, por un lado, la osada aspiración a erradicar la historia, sin más, y a transitar a un estado de cosas definitivo. Por otro lado, la política efectiva y presente del régimen estaba marcada por giros sorprendentes e inesperados para los que incluso los nacionalsocialistas convencidos carecían de explicaciones mínimamente sólidas: la eliminación de las SA en 1934, el pacto con el principal enemigo ideológico, Stalin, en 1939, o el vuelo a Inglaterra de Rudolf Hess en 1941. Por esta razón los principales actores del nacionalsocialismo no han legado diarios sino, a lo sumo, como por ejemplo Heinrich Himmler, calendarios que dan fe de su incesante actividad.2 Incluso las cartas privadas de Himmler3 a su mujer e hijos recientemente halladas pueden leerse como una agenda redactada: lo que a primera vista parecen espontáneas irrupciones afectivas del Reichsführer SS se revelan después al análisis detenido como fórmulas desapasionadas y hueras que se repiten sin cesar. Y, aunque a Himmler le asaltaban ocasionalmente emociones en su correspondencia oficial o en sus discursos públicos, en lo esencial se conducía de un modo carente de empatía y poco reflexivo incluso con sus más íntimos allegados. Esto no solo se debía a la circunstancia de que a él, aparentemente, a diferencia de lo que ocurría con algunos de sus subordinados, la praxis del asesinato en masa en sus espeluznantes detalles le pareciera difícilmente comunicable, un secreto de estado que mencionar solo en presencia de un puñado de altos mandatarios. Si Himmler no experimentaba necesidad alguna de reflexionar era sobre todo porque se sentía seguro de sus acciones, y porque no le asaltaban dudas sobre sí mismo.4
Solo dos líderes nacionalsocialistas, en definitiva, nos han legado reflexiones recogidas en diarios: el ministro de Propaganda, Joseph Goebbels, que escribió un diario personal durante más de dos décadas, de 1924 a 1945,5 y el líder ideológico del NSDAP y posterior ministro del Reich para los Territorios Ocupados del Este, Alfred Rosenberg, cuyas anotaciones políticas entre los años 1934 y 1944 damos aquí a la imprenta por primera vez reunidas en un solo tomo y contextualizadas.6 Los dos hombres estuvieron profundamente enemistados durante casi todo el tiempo que duró el «Tercer Reich», lo que otorga también a sus anotaciones el carácter de correctivo recíproco: Rosenberg tomaba nota de cualquier observación despectiva sobre Goebbels proveniente de los círculos del partido, y consignaba además cualquier humillación que sufriera su rival, con lo que sus diarios evidencian que Goebbels no era precisamente popular en la tropa de élite de los «viejos luchadores», y que su posición en el régimen nacionalsocialista no debe sobrevalorarse.
La propensión a guardar intencionadamente silencio en las propias notas sobre incidentes que resultan desagradables o perjudiciales es, sin embargo, una tendencia que el ministro de Propaganda compartía con su rival, y sería ingenuo desde un punto de vista metodológico esperar encontrar en los diarios de Goebbels o Rosenberg algo distinto a una perspectiva subjetiva. El diario de Rosenberg no proporciona, por descontado, esa visión amplia del régimen nacionalsocialista de la que hablaba Hans-Günther Seraphim en su edición de parte de los diarios a mediados de los años cincuenta: «Aquí un iniciado da cuenta del funcionamiento del aparato del partido, de las acciones del gobierno nacionalsocialista y sus órganos, y proporciona en una retórica desnuda, destinada únicamente a su uso personal, apasionantes revelaciones sobre la manera de pensar y actuar de Hitler y sus fieles».7 La expectativa de encontrar revelaciones impactantes desde el centro mismo del poder es comprensible, pero ignora el carácter problemático de fuentes tan cargadas de subjetividad: los diarios de Goebbels y Rosenberg reflejan muy parcialmente los acontecimientos reales —cuando no hacen desaparecer enteramente aspectos básicos de la realidad histórica.
No es meramente casual que fueran precisamente Goebbels y Rosenberg quienes escribieran diarios, pues formaba parte de las obligaciones básicas de ambos hacer un seguimiento reflexivo e interpretativo de la política del Tercer Reich. Goebbels tenía que traducir la política nacionalsocialista en consignas manejables en la acción política diaria, mientras que Rosenberg concentraba sus esfuerzos en la investigación de cuestiones ideológicas y de principio cuyos resultados exponía extractados principalmente en discursos para reuniones de funcionarios del partido o en la prensa nacionalsocialista. A este respecto, Goebbels articulaba sus pensamientos con mayor rapidez y concisión que Rosenberg, que era un escritor lento que a menudo no llevaba durante semanas o meses ni una sola línea al papel —posiblemente también porque ocupaba varios cargos y la confección de «informes para el Führer», memorandos y actas exigía a menudo su completa dedicación—. Rara vez contienen las entradas de su diario pasajes narrativos extensos, se trata preponderantemente de anotaciones más bien lacónicas y con carácter de esbozo. Las notas, además, están llenas de formulaciones farragosas, errores gramaticales y frases mal construidas, todo lo cual dificulta en ocasiones la lectura de las entradas de esta edición. No deja de ser irónico que justo el germano-báltico Rosenberg, a quien durante el Tercer Reich gustaba presentarse como intérprete jefe del pensamiento y la cultura alemanes, careciera tan palmariamente de sensibilidad para el alemán. Ni los diarios de Goebbels ni los de Rosenberg estaban destinados a ver la luz pública, y cuando pese a ello Goebbels publicó en 1934 las anotaciones comprendidas entre 1932 y 1933, cosechó de inmediato un glacial rechazo en amplios sectores del partido, que acusaron al ministro de Propaganda del Reich de poseer una autoestima inflada y egocéntrica.8 Estas apreciaciones no debían de andar demasiado desencaminadas, y también Rosenberg utilizó sus diarios para presentar sus éxitos bajo una luz especialmente favorecedora. En este último caso, sin embargo, parece que los rudimentarios bosquejos de sus diarios estaban destinados a servir a su autor más adelante como recordatorio de ese período de su vida («para poder revivir en la vejez esta época»,9 y a menudo cumplían también la función de válvula de escape para la frustración). Los pasajes en los que descalifica con odio la «vanidad y levantisca petulancia»10 de otros, a Goebbels («un foco de pus»)11 o a Ribbentrop («un tipo realmente idiota y con la arrogancia habitual»)12 recuerdan más a las fórmulas de conspiradores y opositores del nacionalsocialismo que a las de un alto representante del régimen. También la ostensiva autocompasión de Rosenberg, así como la aureola de guerrero solitario entre los líderes de la «Volksgemeinschaft»13 que percibimos en numerosos pasajes habrían provocado asombro y perplejidad de darse a conocer en círculos más amplios. Es obvio, pues, que Rosenberg escribía el diario para sí mismo.
Aunque Rosenberg se subió tarde al tren de la política operativa del Tercer Reich y en no pocas ocasiones se iba con las manos vacías (no tantas, empero, como se afirmaba en la literatura anterior), en lo esencial su posición en el régimen nacionalsocialista jamás fue puesta en entredicho. Se basaba sobre todo en que Rosenberg, al que Hitler llamaba —posiblemente no sin una pizca de ironía— «Padre de la Iglesia del nacionalsocialismo» y más adelante «guardián del Este»,14 siempre transmitía al NSDAP y a sus altos funcionarios la impresión de que sus principios ideológicos no emanaban de idiosincrasias, fantasías de poder o aversiones personales sino que, al contrario, poseían profundas raíces filosóficas y fundamento científico. El propio Rosenberg estaba íntimamente convencido de ello. La realidad es que su pensamiento, ya mucho antes de que comenzara a escribir un diario, discurría por derroteros ideológicos que apenas permitían el análisis crítico y solo dejaban a la realidad traspasar el umbral de la conciencia si corroboraba opiniones ya previamente asentadas.15
El rigorismo ideológico de Rosenberg fijaba el rumbo principal de su acción política. Pese a ello, sus ideas políticas no quedaron inamoviblemente asentadas desde el comienzo de su labor, sino que conocieron modificaciones parciales. Los principios ideológicos de Rosenberg, más que en un catecismo esencialmente inconmovible, consistían en «actitudes» básicas en medio de un territorio político caracterizado en gran medida por el pragmatismo y la flexibilidad.16 Y esto se aplica también a la «cuestión judía». Como los judíos representaban para Rosenberg los aborrecidos internacionalismo y universalismo y este les hacía responsables tanto del liberalismo como del comunismo, el antisemitismo se contaba entre las actitudes fundamentales a las que él se adhería invariablemente. Se mostró, en cambio, mucho más flexible en lo relativo a la pregunta de cuál era el modo concreto en que debía tratarse a los judíos o a las diversas corrientes dentro del judaísmo. Por ejemplo, su valoración inicialmente positiva del sionismo acabó volviéndose negativa.17 Si al comienzo reconoció derechos fundamentales a los judíos, se adhirió en cambio después, durante los años de la guerra, a los defensores de la idea de su riguroso exterminio. La «cultura cristiana», a la que Rosenberg quiso movilizar en sus primeros tratados contra la «amenaza judía», se convirtió en ediciones posteriores de sus «obras» en la «cultura alemana».18 Estas transformaciones se debían en muchos casos a las oportunidades que ofrecía la praxis política y a los cambios que experimentaba la situación —y a veces también, sencillamente, a giros oportunistas para congraciarse con el Führer—.19 La «Weltanschauung»20 descansaba para Hitler, al igual que para Rosenberg, en actitudes fundamentales inconmovibles, pero no proporcionaba un plan de acción concreto y desarrollado que hubiera podido llevarse a la práctica después de 1933.21
En los diarios de Rosenberg el entrelazamiento entre pragmatismo político y adhesión a principios ideológicos inconmovibles se plasma en la reiterada afirmación de que él siempre había perseguido un determinado ideal, o de que estaba íntimamente convencido de esto y lo otro, pero que de momento no se daban las condiciones para su realización. Como, pese a ello, hacía pasar paralelamente la política del régimen por expresión de verdades presuntamente eternas e inamovibles, Rosenberg legitimaba así precisamente la praxis criminal del régimen nacionalsocialista, y cumplía una función dentro del movimiento nazi difícilmente sobrevalorable. Y, aunque portara un aura de autocompasión y descontento, sus «éxitos» en la realización de la agenda nacionalsocialista (en la preparación de la invasión alemana de Noruega o en el acceso al poder del mariscal Antonescu en Rumanía, en el saqueo de bienes culturales y artísticos en la Europa ocupada por Alemania, en la difusión de consignas antisemitas hasta Oriente Próximo y también, qué duda cabe, como anticipador y corresponsable de la «solución final») eran patentes. Difícilmente hallaremos otro líder del nacionalsocialismo que merezca sin reservas el calificativo de «criminal por convicción» tanto como Rosenberg, pues creyó hasta el final en lo que predicaba, y llevó a la práctica con métodos novedosos y radicales lo que para él eran sencillamente obviedades.22 Su ejemplo demuestra, además, que no solo los pensamientos radicales desembocaron en una praxis radical. La última resultó antes bien de una acción recíproca, de modo que fue también la praxis radical la que imprimió radicalidad a los pensamientos.
Ni la presente edición ni nuestra introducción se centran en la confección de una biografía completa de Rosenberg, la cual hace ya tiempo que existe,23 o a una historia completa de las actividades político-ideológicas de Rosenberg, de la que seguiremos careciendo. Las anotaciones de Rosenberg proporcionan sobre todo abundante información, a menudo centrada en aspectos concretos, sobre múltiples frentes políticos del Tercer Reich, y sobre cómo los percibía subjetivamente su autor, a quien a menudo preocupaban, ante todo, los conflictos competenciales. Entre ellos la política exterior del régimen y la relación con las iglesias eran el centro de atención. El ostensible rechazo de Rosenberg y Hitler a los principios cristianos reaparece claramente una y otra vez.
A la vista de la multiplicidad de temas particulares que se abordan en el diario, deseamos centrarnos en lo que sigue en algunos aspectos concretos del texto y de su contexto histórico. Nos ocupamos, en primer lugar, de la reconstrucción y parcial revalorización de la función que Rosenberg desempeñaba en el Tercer Reich en cada una de las fases en las que el régimen, a lo largo del año 1941, transitó desde la persecución de los judíos hasta su indiscriminado exterminio. Por esta razón hemos añadido a las entradas del diario discursos, memorias y otros documentos clave, mayoritariamente compuestos por el propio Rosenberg (y en ocasiones publicados aquí por primera vez), que revelan cuál fue su papel durante este determinante período mejor que sus anotaciones personales. Rosenberg estableció ya en los primeros años veinte algunos postulados ideológicos centrales de una política antijudía que se radicalizó progresivamente. Las declaraciones antisemitas de Hitler en su libro Mi lucha se pueden retrotraer parcialmente, como antes hemos apuntado, a Rosenberg, el cual ya en 1919 había calificado al régimen bolchevique en Rusia como forma pura de gobierno judío y proporcionó, con su fusión del antijudaísmo con el antibolchevismo, lo que sin duda fue la más poderosa legitimación de la guerra de destrucción que más adelante emprendieron contra la Unión Soviética.24
Rosenberg se adhirió inconmoviblemente, como evidencia su diario, al principio ideológico y estratégico-político de que había que «concatenar el bolchevismo» con el «pueblo parásito judío», esto es, de que bolchevismo y judaísmo formaban una unidad inseparable.25 Estaba además convencido de que la inevitable confrontación con el «judaísmo» era una «lucha mundial», tal y como muestra a las claras el título de la revista del mismo nombre que él mismo editaba. En ella identificaba siempre a Alemania con un partido alevosamente atacado y poseedor de la verdad en su lucha contra los judíos. Rosenberg apoyó también a movimientos antisemitas y racistas en los países de Europa con la mira puesta en una internacional antisemita y, con ello, en un contraproyecto antiuniversalista frente a la idea de las Naciones Unidas. Tras el pogromo de noviembre de 1938 destacó por elaborar un discurso antisemita especialmente radical, si bien criticó el pogromo de innecesaria destrucción de bienes: un elocuente ejemplo de cómo la radicalización de posiciones programáticas puede ser consecuencia de una determinada praxis política. En todos los discursos que pronunció a partir de 1939 aparecía casi como un estereotipo la fórmula según la cual la «cuestión judía» no estaría resuelta hasta que el último judío abandonara, primero Alemania, y después el resto de Europa, y en 1941 se declaró finalmente ante la prensa, con notable franqueza (aunque bajo promesa de confidencialidad) a favor de la «eliminación biológica del judaísmo en su totalidad de Europa».26
Tras haber sido llamado en la primavera de 1941 a desempeñar un papel central en la prevista reordenación de Europa del Este (Hitler: «Rosenberg, esta es su gran oportunidad»),27 colaboró decisivamente durante la segunda mitad del año en el plan por el que el Ostraum28 debía convertirse en escenario de la «solución final». Que en calidad de ministro de los Territorios Ocupados del Este, Rosenberg se ocupó de orquestar no solo ideológica y filosóficamente el Holocausto se evidencia en varias iniciativas suyas relacionadas con la división del trabajo para la matanza organizada y sistemática. También se sirvió de todas las opciones disponibles, trascendiendo ampliamente su propio campo de tareas, al proponer la deportación de judíos alemanes y europeos a los territorios del Este como respuesta al arresto y deportación por parte de Stalin de los alemanes del Volga. Ante sus jueces en Núremberg hizo constar en acta que «la idea de la destrucción física de eslavos y judíos, esto es, del genocidio propiamente hablando ... nunca se le había pasado por la cabeza», menos aún la había «propagado de alguna manera»,29 pero con estas declaraciones se apartaba tanto de la realidad como antes lo había hecho con sus elucubraciones sobre la «esencia alemana» y los «valores eternos». Las notas de Rosenberg, en conjunto, nos instan a repensar la relación entre el centro y la periferia en la génesis del Holocausto, y a volver a prestar más atención al primero. Esto se aplica también a la compleja relación recíproca entre ideología nacionalsocialista y praxis política que los diarios de Rosenberg revelan.
Las notas de Rosenberg ofrecen además enjundiosa información sobre la estructura y red de trabajo del régimen nacionalsocialista. Las incesantes quejas de su autor por la conducta de sus competidores y las casi permanentes luchas entre facciones rivales dan testimonio, por una parte, de las estructuras policráticas del régimen del Tercer Reich, en las que diferentes cargos públicos luchaban encarnizadamente entre sí.30 Por otro lado, los apuntes subrayan el papel preponderante de Hitler en ese sistema. Rosenberg dependía casi servilmente de su Führer, asemejándose en esto a Goebbels, y tomaba detallada nota de cualquier pequeña muestra de su favor, como apretones de mano, palmadas en el hombro y palabras de aliento. También consignaba celosamente las palabras despectivas que el Führer dedicaba a competidores ausentes —respecto de las cuales Rosenberg nunca sospechó que se trataran de una sutil estrategia de Hitler en el ejercicio del poder, toda vez que el Führer también se mostraba despreciativo con Rosenberg en ausencia de este, tal y como revela el diario de Goebbels,31 a la par que expresaba su estima a los presentes: una acreditada estrategia para ganarse lealtades y enfrentar a los competidores entre sí—. Resulta elocuente que al recibir un telegrama del Führer se llevara un «susto» y diera por hecho angustiado que se trataba de algo desagradable, como un escolar que teme la bronca del profesor.32 Cuando a Hitler se le acababan los argumentos en conversación directa o se escudaba en lugares comunes, Rosenberg nunca extraía consecuencias. Tampoco contradecía nunca a su Führer cuando este anteponía otros intereses, como ocurrió por ejemplo con los planes de Rosenberg para Ucrania, que Hitler torpedeó anteponiendo los intereses de Rumanía. Rosenberg presentaba a menudo sus discursos a Hitler para obtener su aprobación, y enseñaba con gestos igualmente serviles y un orgullo casi infantil el patrimonio artístico que había reunido robando en toda Europa, y del que Hitler pudo escoger personalmente algunas piezas para el «museo del Führer» en Linz.33
En contraste con Goebbels, Rosenberg visitó considerablemente poco el Obersalzberg, y se sumó en menos ocasiones al corrillo del mediodía en torno a Hitler, que este solía aprovechar para pronunciar extensos monólogos. Sin embargo, en ciertos pasajes de sus notas se percibe el tono burlón de los hombres arracimados en torno al Führer, que se reforzaban mutuamente en sus principios ideológicos, así como en sus desalmados propósitos. En el corrillo también se escarnecía sin piedad a las víctimas del nacionalsocialismo, por ejemplo cuando Hitler se presentaba irónicamente a sí mismo como guardián de la «humanidad en el Este» y proponía socarronamente a Rosenberg como «secretario de un congreso presidido por mí sobre el trato humano a los judíos».34 En sus monólogos, Hitler instruía a los miembros de su círculo sobre tesis e ideas fundamentales, y los presentes se acompasaban rápidamente y manifestaban con sentido de la oportunidad lo que el Führer quería oír: un mainstreaming muy eficaz donde las voces divergentes apenas tenían oportunidad de hacerse oír.
Aunque en los círculos directivos del nacionalsocialismo Rosenberg tenía fama de ser un ideólogo inquebrantable en sus principios, sus diarios proporcionan numerosos ejemplos de que ideología y oportunismo no se excluyen en absoluto. A Rosenberg no le gustó, como es natural, el pacto de no agresión de 1939 con el archienemigo Stalin, pero se abstuvo de elevar protestas y de expresar su descontento en presencia del Führer, porque consideraba «infructuoso quejarse de lo que no se puede cambiar».35 Hitler premió enseguida su reacción, y comentó «con mucho afecto» que Rosenberg, a fin de cuentas, era «un político», y no se había opuesto públicamente al tratado.36 Hitler y Rosenberg estaban también lejos de coincidir en todos los aspectos relativos al trato que debía otorgarse a la población de Europa oriental. Aunque coincidían sin fisuras en que debía aplicarse una política radical de exterminio contra los judíos y los bolcheviques, diferían considerablemente sobre si, y hasta qué punto, convenía involucrar a los pueblos de Europa oriental en el trabajo por la ansiada supremacía alemana. Hitler perseguía un proyecto esencialmente geopolítico en el que el anhelado «espacio vital» se definía esencialmente como espacio vacío, sin que fuera necesario tomarse ninguna molestia por la población que de hecho habitaba esos territorios.37 Rosenberg, en cambio, abogaba por un modelo de gobierno que hiciera concesiones al nacionalismo de los pueblos de Europa oriental con el fin de enfrentar a largo plazo a ucranianos y bálticos, sobre todo, pero también a grupos musulmanes, contra la soberanía rusa. El báltico-alemán aportaba así conocimientos sobre la mentalidad imperante en Europa del Este en los círculos directivos nacionalsocialistas —por lo demás, asombrosamente faltos de ellos—. Una vez más, Rosenberg no consiguió llevar adelante sus exigentes proyectos, y se amoldó a la situación con mucho sentido de la oportunidad cuando en octubre de 1941, a la espera de la inminente «victoria final», pero también acatando la consideración de Hitler por los intereses de su aliado en Rumanía, tuvo que renunciar a sus planes para un estado Ucraniano.38
No obstante su pragmatismo en el aprovechamiento de nuevas oportunidades y sus acercamientos oportunistas a su Führer, Rosenberg mantuvo una firme adhesión a actitudes ideológicas fundamentales que jamás cuestionó ni en sus escritos personales ni en las notas que redactó durante su confinamiento en Núremberg entre 1945 y 1946.39 En todos los asuntos que él entendía ideológicamente justificados mostraba una notoria falta de empatía junto con un sorprendente desinterés por sus inhumanas y criminales consecuencias; esta inmisericorde indiferencia no deja de asombrar al lector y tiene su más clara expresión en el silencio casi total que guardó en su diario sobre las medidas exterminadoras alemanas. Las anotaciones de Rosenberg demuestran también que era perfectamente capaz de empatizar y sentir compasión en casos particulares, por ejemplo cuando llora la muerte de colaboradores caídos o le da el pésame al mariscal de campo Keitel por la muerte de su hijo abatido en el Frente Oriental. Si no se pierde de vista que esto ocurrió en una reunión en la que tanto Rosenberg como Keitel aprobaron y decidieron la muerte de muchos millones de personas en la Europa del Este, se hace patente que el mundo afectivo de Rosenberg estaba marcado por una moral altamente particularista que rechazaba vehementemente derechos humanos de validez universal y estaba firmemente comprometido con la borrosa imagen de un «imperio de mil años» étnicamente purificado y asegurado por una política de fuerza.40
Esta supeditación de la empatía a condicionantes ideológicos no era menor ante sus propios «compatriotas». Sobre este punto resulta sintomática la entrada del diario que aborda la extensa destrucción de Hamburgo por parte de los aliados en la Operación Gomorra, entre julio y agosto de 1943, en la que murieron casi cuarenta mil personas. Rosenberg divaga ahí cínicamente sobre los ataques como «señal del destino» y asegura que constituyen una ocasión para «redescubrir el campo».41 Revela la misma frialdad emocional y testarudez ideológica su férrea inclinación a usar consignas de aliento hueras, las cuales presentaban la empinada ascensión de la tasa de muertes entre los soldados y civiles alemanes como bajas necesarias en la senda hacia la «victoria final». La batalla de Stalingrado le parecía una «heroicidad de dimensiones inigualables» y el «principio de la victoria».42 Nada tiene de extraño, pues, que Goebbels en otro contexto asegurara que Rosenberg se expresaba de un modo «tan frío y provocador que a uno le entra miedo».43
En los últimos años de la guerra Rosenberg se deslizó progresivamente en su diario hacia una actitud crítica para con la situación efectiva del Tercer Reich. A partir de 1943-1944, sobre todo —período en el que el ministro del Este asistió a la pérdida sucesiva y manifiesta tanto de los territorios de su imperio como de su influencia— Rosenberg comenzó a advertir de los peligros que acechaban al régimen, y atribuyó al Tercer Reich en general —no sin razón, pero reservando sus opiniones a la privacidad de su diario— una propensión a puestas en escena teatrales y propagandísticas en las que la acción política se escenificaba en lugar de efectuarse en la realidad. Pese a ello, la crítica de Rosenberg no alcanzó en ningún momento calado suficiente como para poner en cuestión el sistema nacionalsocialista en su conjunto, lo cual debe atribuirse, en lo esencial, a tres limitaciones fundamentales: Rosenberg carecía, para empezar, al igual que todos los jerarcas del nacionalsocialismo, de sensorio destinado a la autopercepción crítica. Cuando los acontecimientos discurrían por cauces indeseados la culpa era siempre, desde su perspectiva, de los errores cometidos por otros, mientras que él mismo, que formaba incuestionablemente parte de la criticada «teatrocracia», permanecía apartado y a salvo de cualquier inconveniencia.44 En segundo lugar, Rosenberg defendía con imperturbabilidad estoica sus convicciones ideológicas fundamentales, y ninguna confrontación con la realidad habría podido removerlas. Muy al contrario: eran sus principios ideológicos los que estructuraban su altamente selectiva percepción de los hechos, con lo que razonaba en círculo y la realidad no podía sino corroborar la validez de sus patrones ideológicos. Una mente que como la de Rosenberg, que aceptaba el fantasma del «judaísmo internacional» como un colectivo que actuaba implacablemente contra Alemania y se imaginaba a sí mismo luchando sin tregua con las oscuras fuerzas del universalismo, no dejaba de detectar conexiones que, alejándose de la realidad, corroboraban la solidez de su imagen del mundo en lugar de desmentirla. Y, en tercer lugar, Rosenberg excluía por principio al dictador del blanco de sus críticas. Si Hitler tomaba decisiones equivocadas, el origen jamás estaba a ojos de Rosenberg en él mismo sino que debían atribuirse siempre a la perniciosa influencia y a los malos consejos de Bormann, Goebbels, Ribbentrop o Himmler. No solo Rosenberg perseveró por este expediente en la imagen nimbada de un Führer esencialmente intachable. Tal y como muestran, entre otras cosas, los informes intragubernamentales, la mayoría de los contemporáneos de Hitler lo excluían de sus críticas y, aunque percibían la precariedad de la situación, estaban convencidos que no se correspondía con los deseos de Hitler («¡Si el Führer lo supiera!»). En este sentido, los diarios de Rosenberg no solo testimonian posturas prototípicas y patrones de conducta habituales entre los dirigentes del nacionalsocialismo, sino también disposiciones mentales ampliamente extendidas en el grueso de la población alemana.