Capítulo 12

Despierto el sábado sintiendo cómo mi corazón se sacude en mi interior, con fuerza, y qué barbaridad, «pero si esto no va a pasar de una simple cena», me riño, levantándome para dirigirme a la cocina. Necesito un café, centrarme de una vez, olvidarme de él y salir de este bucle odioso en el que vivo.

Desayuno, hago yoga con Carla, mi instructora, y más tarde me voy de compras con Almudena, una amiga a la que no veía desde hacía creo que meses, y con la que como en el Mercado de San Miguel mientras me habla de sus hijos y yo, de los míos o, lo que es lo mismo, de mis bocetos. Luego damos un paseo, compartiendo confidencias, en el que no me molesto en nombrarlo, regreso a casa, curro un poco... Y todo lo hago en un estado de espera que me saca de quicio, como cuando estás pendiente de una noticia y simplemente te dedicas a llenar tus minutos, sin llegar a disfrutarlos, porque, en realidad, estás esperando que llegue otro momento. «Este, porque ya son las nueve», me percato mirando el reloj, sintiendo cómo este estado de agitación en el que llevo sumida todo el día se incrementa, «aunque, si soy sincera, llevo agitada desde que lo he conocido», asumo, dirigiéndome hacia el espejo de la entrada para analizar mi aspecto; pantalones de piel negros, suéter ceñido transparente en escote, hombros y mangas a tono con el pantalón, labios rojos, ojos ahumados, sin las gafas y con la melena suelta.

«Vas pidiendo guerra —me planteo, torciendo el gesto, analizándome de nuevo—. Igual voy demasiado excesiva —prosigo, valorando si quitarme el rojo de los labios o estos pantalones que se ciñen demasiado a mi cuerpo—. Parezco la tía del anuncio de «Busco a Jacq’s», y qué mayor soy, porque ese anuncio tiene la tira de años, puede que él no hubiera nacido todavía. Debería quitarme estos pantalones y ponerme unos jeans, seguro que él va vestido de cualquiera manera —insisto, machacona—. Me cambio —sentencio, quitándome los tacones para casi echar a correr hacia mi habitación mientras, en mi cabeza, comienzo a hacer todas las combinaciones posibles con la ropa que tengo—. Pero ¿dónde voy yo con unos jeans? —me pregunto cuando estoy empezando a quitármelos—. Estos pantalones son divinos; que él vaya hecho un desastre no significa que tenga que ir yo también vestida de cualquier manera», continúo, poniéndomelos de nuevo y regresando al salón para recuperar mis tacones en el mismo instante en el que suena el timbre de la puerta.

«Sí, voy muy excesiva y posiblemente los labios, con este rojo intenso y rabioso, sobraban o quizá el ahumado de los ojos. Maldita sea, se me ha ido la mano arreglándome —me lamento, haciendo caso omiso del timbre, que suena de nuevo—. ¿Parezco una drag queen? —me pregunto, horrorizada, clavando la mirada en el espejo, analizándome de nuevo—. Sí, soy una mezcla de “Busco a Jacq’s”, una drag queen y vete tú a saber qué más. Maldita sea, yo, que soy de colores rosados y maquillaje discreto, ¿dónde hostias voy? —me riño, oyendo de nuevo el timbre—. Tendría que haberme puesto firme con esta historia y haberlo cortado antes de llegar a este punto; ni chocolate, ni comida, ni paseíto en moto ni hostias en vinagre.»

«Porque es la primera vez que te veo así. Tú nunca dudas, es sí o no, y, cuando el tema deja de interesarte, cortas por lo sano, sin contemplaciones de ningún tipo; de hecho, creo que jamás te he visto dudar así ni cuestionarte tanto empezar algo», percibo la voz de mi hermana a través de mis recuerdos y, maldita sea otra vez, «porque tiene razón», asumo, oyendo el timbre por enésima vez, solo que ahora es el de mi casa y no el del videoportero de la calle. Sintiendo el cabreo llegar de manera repentina, abro de par en par para encontrarme con mi maldita piedra en el zapato.

—¿Quién te ha abierto? —Ese es mi saludo; un saludo que podría calificarse de todo menos de afable o agradable, y es que, cuando quiero, no hay quien me gane a simpática.

—Tú, no. —El suyo, y su mirada recorriendo mi cuerpo. ¡Oh, my Dior! Va a creerse que me gusta y que me he tomado mi tiempo en arreglarme, que es justo lo que he hecho, maldita sea—. Joder, pelirroja —musita, alzando su mirada para clavarla en la mía; una mirada atestada de admiración, la misma que he oído en su voz.

—No te lo creas mucho, estoy deseando que esto acabe y que me dejes en paz de una vez —sentencio, obligándome a seguir molesta y que esa admiración que todavía anida en sus ojos no me ablande—. No entres, voy a por el abrigo y salgo —le pido entre dientes, dirigiendo mis pasos, apresurados, hacia mi habitación.

Más simpática y no nazco.

—¿No me invitas a pasar? —me pregunta a mi espalda, y detecto la burla y la diversión instaladas en su voz.

—No tenías ni que haber subido —le recrimino, alzando la voz para hacerme oír.

«Tengo el abrigo perfecto para contrarrestar este look tan excesivo», me digo, cruzando la habitación donde, anexado a ella, está mi vestidor. Un enorme y maravilloso vestidor.

—Pues haber bajado, pelirroja —me responde sin alzar la voz, y me giro de golpe para verlo apoyado en el marco de la puerta de ¡¡¡mi habitación!!!

«¿Qué hace aquí? —alucino, sintiendo cómo las palmas de las manos comienzan a sudarme—. Esta es ¡¡¡mi habitación!!!, donde duermo y donde me masturbé pensando en él, no puede estar aquí», me digo, sonrojándome, y ¡venga ya!

—Qué mural más bonito. Me gusta tu casa y me gustas tú, sobre todo hoy —me llega su voz rasposa y, de nuevo, siento que soy una partícula vagando por el universo de su mirada, atestada de cientos de azules que me atrapan sin que yo pueda hacer nada por evitarlo.

—Te he pedido que no entraras —le recuerdo cuando consigo dejar de pensar en estas tonterías y hacerme con las palabras necesarias para construir una frase.

«Debería dejar de mirarlo, debería moverme, coger el abrigo y salir de aquí, donde la cama, de repente, está demasiado presente», insisto, pero sin hacerme ni caso.

—Cierto, pero estás demasiado buena, pelirroja, y no podía arriesgarme a dejarte sola y que te sucediera algo —replica, insolente, sonriendo y consiguiendo que sonría yo también.

—No necesito que nadie, y menos tú, cuide de mí. Sal de aquí —le pido, demorándome en los mechones desordenados de su pelo, en la postura relajada de su cuerpo, en el suéter negro que asoma a través de la chaqueta de piel y en los jeans desgastados que completan su outfit.

«Me gusta, me gusta cómo le queda», admito, consciente de que estoy mirándolo más de la cuenta, y de nuevo la palabra irresistible cruza mi mente a gran velocidad, dejando una estela brillante tras de sí.

—Siempre detrás de ti —me dice con un tono de voz muy tentador.

Negando con la cabeza y reaccionando por fin, me interno en el vestidor para hacerme con el abrigo de una vez, para salir cuanto antes de aquí.

—Vámonos —le ordeno, obligándome a seguir molesta con él, «solo que no sé cuándo he dejado de estarlo», reconozco, pasando por su lado ante su mirada abrasadora, por lo que aprieto la lana entre mis dedos.

—El casco, pelirroja —me comenta a mi espalda cuando llegamos a la entrada y, sin soltar palabra, abro la puerta del armario para hacerme con él.

«Mi caballo fluorescente», pienso, cogiéndolo, pues, cada vez que he abierto esta maldita puerta durante estos días, ha sido como si fuera eso, un caballo de dos metros de altura de color amarillo fluorescente imposible de no ver.

—¿Te importaría dejar de llamarme pelirroja de una vez? —le pregunto, cerrando la puerta de mi casa para dirigirme, con paso decidido, hacia el ascensor, percibiendo sus pasos tras de mí.

—Sí, me importa —me responde con esa insolencia y esa pose vacilona que va tanto con él, accediendo al interior de este cuando las puertas se abren, y niego con la cabeza, colocándome a su lado.

—Pues qué bien —farfullo, clavando la mirada en las puertas, supongo que porque es más seguro que posarla sobre la suya, y, cuando percibo la fragancia de su colonia revolotear en torno a mis fosas nasales, estoy tentada de dejar de respirar momentáneamente para impedir que se cuele en mi interior, donde ya habita él.

—Y de nuevo estás deseando salir de aquí —oigo su voz rasposa acariciándome, y medio sonrío, sin alejar mi mirada de las puertas, comenzando a ponerme el abrigo.

—Y de nuevo estoy deseando que esto pase rapidito —agrego, notando cómo se acerca a mi cuerpo para retirar mi melena y poner bien el cuello de la prenda, y ha sido un gesto tan natural como cuando yo apoyé la barbilla en su hombro, solo que esta vez ha venido acompañado de un escalofrío placentero recorriendo mi espalda.

—Seguro que sí —capto su voz burlona, y dejo de fijarme en las puertas para mirarlo a él, haciendo a un lado mis pensamientos y esta necesidad acuciante de volver a sentir su contacto.

—Piensa lo que quieras —mascullo, molesta y, otra vez, no lo estoy con él, sino conmigo.

En cuanto se abren las puertas del ascensor, echo a andar para salir cuanto antes de este espacio reducido que por segundos parece estrecharse más.

—Te propongo una cosa —me dice, y me giro para mirarlo, deteniendo mis pasos para encararlo.

—¿Otro trato? —le formulo, enarcando una de mis cejas—. No, gracias, mira a dónde nos ha llevado el primero, no necesito un segundo —niego, rotunda, detectando la diversión instalada en su mirada.

—Te quejarás —me responde con una sonrisa desdeñosa, y, a pesar de que el asunto me toca mucho las narices, hay dos cosas que no puedo negar: una, que me hace gracia, y otra, que esa sensación de comodidad y de complicidad que nos envolvió el martes ha llegado para abrazarnos de nuevo.

—Por supuesto —afirmo, todo lo convencida que puedo, evitando sonreír. Si es que es un encanto.

—Te relajas, te olvidas de todo y yo, a cambio...

—Prometes desaparecer de mi vida —lo corto para concluir la frase por él, provocando su carcajada, sexy y grave.

—Te prometo que lo pasarás muy bien.

Y no sé si es por la intensidad que se ha adueñado de su mirada, por el tono de voz que ha empleado o porque su mano se ha adentrado en mi melena, atrapando los mechones de mi pelo, pero ha dejado de hacerme gracia, posiblemente porque mi vientre se ha contraído con fuerza, porque mi respiración se ha tornado un caos y porque mi centro se ha vuelto completamente líquido, y esto está completamente fuera de lugar. «Solo va a ser una cena», me instigo, bajando la mirada al suelo para desengancharme de la suya.

—Eres como una maldita piedra en el zapato —musito, percibiendo la fuerza controlada con la que aferra mi pelo, y no sé por qué pero me gustaría que tirara más fuerte, y esto también está tan fuera de lugar como lo otro—. Además, estoy completamente segura de que tu concepto de pasarlo bien difiere bastante del mío —prosigo, haciendo a un lado este deseo que está adueñándose de mi cuerpo para alzar la mirada y perderme en el azul de sus ojos, «y suerte que he hablado antes de hacerlo», pienso de repente, sintiendo mi cabeza vaciarse de palabras por la intensidad que desprende.

—Es verdad, seguro que el tuyo solo incluye currar —me rebate con voz ronca, abriendo su mano para soltar mis mechones y envolver mi cabeza con ella, provocando que mi vientre se anude.

—Voy a proponerte yo otro trato: yo me relajo, intento no mirar el reloj a cada minuto y tú, a cambio, te estás quieto. —Y, sinceramente, no sé cómo he sido capaz de decir algo tan largo sin que me tiemble la voz. ¡Por favor!

—¿Contigo a mi lado vestida así? Joder, eso es pedirme demasiado, pelirroja —replica con un tono de voz caliente y rasposo que aprieta más el nudo de mi vientre.

Cuando posa su otra mano en mi cintura, siento cómo todo se vuelve más real, más de verdad, como si hubiera abierto los ojos de golpe a un mundo entero de sensaciones; la fuerza de su mano aferrando mi cintura, el calor de su otra mano fundiéndose en mi cuero cabelludo, su mirada inundada de deseo adentrándose en la mía, y su voz, esa que resuena en mi pecho. Y yo debería hacer a un lado todo esto y reaccionar de una maldita vez.

—¿Hoy ya no voy formal?

«¿Y así es cómo reaccionas?, ¿coqueteando con él?», me riño, percibiendo la fuerza con la que su cuerpo atrae el mío; mi agujero negro, mi universo en su totalidad.

—¿Hace falta que te conteste? —me plantea, sin permitir que me suelte de su mirada, y creo que nunca nadie me había mirado así, con este deseo y esta intensidad que anida en sus ojos ahora.

«Siempre has sido la joven, el pibón y la guapa de la pareja y, en este caso, el guapo es él», pienso de repente, sintiéndome más deseada de lo que me he sentido jamás, y esto es una tontería. Tiene veintisiete años. «¿Qué estoy haciendo?», me pregunto, recobrando el sentido común y haciéndome con todas las palabras que, durante un breve instante, se habían volatilizado.

—Oye, vamos a cenar y a terminar con esto —manifiesto, endureciendo mi mirada y mi voz, alejándome de su cuerpo para salir de esta entrada que, de pronto, se había vuelto diminuta—. ¿Y la moto? —inquiero con sequedad una vez que estoy en la calle, y, aunque no me he girado para mirarlo, siento su presencia a mi lado, tan palpable como si mi brazo estuviera rodeando su cintura o el suyo rodeando la mía.

—Vamos a hablar claro tú y yo —oigo que me dice, y me vuelvo, asombrada, hacia él, porque no sé qué me ha sorprendido más, si la frase en sí o el tono que ha empleado—. No voy a anillarte, al menos no esta noche ni tampoco a corto plazo —me asegura, y detecto la misma dureza que yo he empleado con él adueñarse del tono de su voz—. No voy a atarte a una cama si no es lo que deseas y no voy a conjugar ningún maldito verbo si no empiezas tú antes a hacerlo, así que relájate, ¿quieres? —sisea entre dientes, adelantando un paso para acercarse más a mí, uno que yo retrocedo, supongo que por instinto, supervivencia o por temor a que me guste demasiado.

—Que no vas a anillarme es algo que tengo clarísimo —replico, «y es por supervivencia», asumo con rapidez—; que no vas a atarme a una cama es algo obvio —y puede que también sea por temor a que me guste demasiado— y, por supuesto, no pienso conjugar ningún maldito verbo contigo. ¡Ah!, y otra cosa: no quiero relajarme, quiero perderte de vista, ¿está claro? —le pregunto, sabiendo que los prejuicios están tan presentes como la supervivencia y los temores.

—Creo que queremos cosas distintas —farfulla, pasando por mi lado, y lo sigo, amparándome en mi silencio, porque es así y alguno de los dos, al final, tendrá que rendirse, y no voy a ser yo.

Caminamos envueltos en un mutismo tenso e incómodo que asfixia, molesta y ralentiza los minutos, hasta llegar al lugar donde tiene aparcada la moto, y suspiro discretamente cuando lo veo subir a ella. «¡Qué mal hemos empezado la noche!», constato, colocándome el casco para luego aferrarme a su cintura para subir, igual que me aferro a este silencio, para, en cierta forma, protegerme, y, cuando rodeo su cintura con mis brazos, siento cómo la calma llega discretamente para instalarse entre nosotros, cómo mi cuerpo se relaja con la vibración de su moto y cómo todo comienza a fluir de manera natural entre ambos mientras nos movemos al unísono, «y, aunque no tengo ni idea de a dónde vamos, no me importa en absoluto», pienso, percibiendo su respiración pausada en la yema de mis dedos y en la palma de mis manos.

«Estoy llena de prejuicios —asumo, notando la seguridad con la que conduce—. Me gusta, muchísimo; de hecho, ya me gustó cuando lo conocí, a pesar de que me sacaba de quicio, como sigue haciendo ahora... y no solo me gusta, además me atrae como nunca me había atraído nadie y, a pesar de ello, no solo soy incapaz de dar el paso, sino que encima no dejo de retroceder, posiblemente porque mis pasos están en el futuro y no en el presente, donde deberían estar.»

—¿Cenamos aquí? —inquiero, sorprendida, quitándome el casco cuando detiene la moto en el parking privado de Maskala, uno de los restaurantes más de moda de la ciudad.

—Si no vas a echar a correr, esa es la idea —me responde con guasa y, de repente, me percato de que podríamos haber llegado mucho antes, pero hemos estado dando un paseo, como hicimos el martes, y lo ha hecho para que me relajara... y puede que para relajarse él también.

—Este restaurante tiene lista de espera de un año —recalco, bajándome de la moto y sintiendo cómo las yemas de mis dedos reclaman su respiración.

—¿No me digas? —replica, vacilón, bajando él también, con un movimiento fluido.

«Mi chico de anuncio — pienso antes de poder frenarlo, mordiendo la cara interna de mi mejilla y observando cómo hunde los dedos en su pelo para peinarlo hacia atrás—. Deja de mirarlo», me ordeno, reconduciendo mis pensamientos y vaciando discretamente de aire mis pulmones.

—¿Y puedo saber cómo lo has conseguido? —indago, omitiendo confesar que llevo meses en lista de espera, tendiéndole el casco para que lo guarde junto al suyo.

—Vas a tener que relajarte y pasarlo bien si quieres que te lo cuente —me replica, guiñándome un ojo, para luego echar a andar hacia la puerta, y sonrío ampliamente sin querer evitarlo.

—Estás haciendo lo mismo —constato, siguiéndolo sin llegar a ponerme a su altura y, aunque solo veo su espalda, intuyo que ha sonreído.

—¿Y qué se supone que hago? —me plantea, deteniendo sus pasos para esperarme, girándose para mirarme.

—Como si no lo supieras... —le respondo, y no sé si vuelvo a sonreír o es que no había dejado de hacerlo.

—¿Sabes que yo podría decir lo mismo de ti? —me formula, y lo miro enarcando una ceja, sin llegar a entenderlo.

—No sé a qué te refieres —le digo, esta vez con seriedad, viendo el ascensor y eligiendo las escaleras.

—Lo que tú digas —me rebate, y es él quien, esta vez, camina unos pasos por detrás de mí, y opto por guardar silencio.

«Vaya», atino a pensar cuando accedemos al establecimiento, porque, si el suelo de mosaico en sí ya es todo un espectáculo para la vista, los altos techos ornamentados, con la cúpula ovalada de cristal y acero en el centro, lo son todavía más. «Vaya», pienso de nuevo con admiración, bajando la mirada para recorrer discretamente el local con ella; decoración minimalista, sofás de líneas rectas en tonos grises en torno a mesas redondas cubiertas con manteles blancos, sillas de acero, paredes a tono con los sofás...

—¿Es la primera vez que vienes? —me susurra, cerca de la oreja, y me obligo a dejar de mirarlo todo.

—¿Y tú? —le planteo, volviéndome para mirarlo, muy convencida de que este no es su ambiente; seguro que él es más de tapeo, cerveza y borrachera.

—Si adivino lo que está pasando ahora mismo por tu mente, vas a ser tú la que me invite a cenar la próxima vez —suelta, esbozando una sonrisa, en el mismo instante en el que se acercan para atendernos.

—No vas a invitarme a cenar, esto no es una cita y no vamos a volver a vernos —le aclaro una vez acomodados en nuestra mesa y, si no fuera porque la lista de espera es como para echarse a llorar, vendría a cenar aquí fin de semana sí, fin de semana también.

—Mira que te gusta ponerlo complicado, joder —farfulla, atrayendo mi atención de nuevo, y me giro para mirarlo, percatándome de que no desentona para nada en el sitio.

—Y mira que te gusta a ti insistir. No vas a invitarme ni vamos a salir de nuevo, así que quítatelo de la cabeza.

—¿Te molesta que te inviten? —me pregunta, recostando su espalda en la silla, y contemplo su pose relajada en contraste con la intensidad que desprende su mirada. «Azul profundo y acero, me gusta esa combinación», se me escapa de repente.

—Sí, si no me une nada a esa persona —remarco con contundencia.

—Pues, para no unirnos nada, no dejamos de vernos, pelirroja —me rebate, sin permitir que me libere de ese azul atrayente que domina sus ojos.

—No dejamos de vernos porque no me dejas en paz —le aclaro, viendo cómo enarca una de sus cejas.

—Seguro que es eso —musita, sonriendo ampliamente, solo que no está sonriéndome a mí, y me vuelvo para ver cómo una camarera, alta, joven y rubia, con el pelo recogido en una cola tirante, se acerca a él.

—¡Eyyyyy! ¡Por fin! —exclama la rubia en cuestión, colgándose de su cuello mientras él rodea su cintura con ambos brazos para fundirse en un abrazo con ella.

—¿Tengo que venir aquí cada vez que quiera verte? —inquiere con ese tono de voz rasposo y sexy que creía que utilizaba solo conmigo y... «¡sí, hombre!, ¿abraza así a todas sus amigas?», me disgusto, sin poder quitarles la vista de encima.

—Lo siento... Ostras, estaba deseando verte. Creo que me he quemado los ojos de tanto que he mirado la puerta... ¿Cómo estás? —le pregunta la rubia de las narices, sin despegarse de su cuello, y, no es por nada, pero esto está completamente fuera de lugar, porque está claro que no soy nada suyo, pero, si fuera su pareja, esta tía estaría excediéndose muchísimo.

—Peor que tú. —¡Venga ya!, ¿esto es necesario? Es como si yo ahora me pusiera a halagar a otro tío frente a él u otro tío me soltara la parrafada que le ha soltado ella—. Por cierto, te presento a María Eugenia, una amiga. —Y que nadie pretenda entenderme, pero me está tocando mucho los ovarios todo esto, sin exclusiones de ningún tipo.

—Encantada —la saludo, sin dignarme levantarme, porque, ¿para qué voy a hacerlo si ella sigue colgada de su cuello?

—Igualmente —contesta, soltándose de una vez para venir hacia mí, y ahora sí que me pongo de pie—. Soy Leticia, me alegra conocerte —añade con simpatía, solo que yo no estoy por la labor.

—Lo mismo digo —le contesto, empleando el mismo tono distante que utilizo en mi trabajo.

—Bueno, espero que disfrutéis de la cena... y tú y yo tenemos una comida, una cena o lo que tú quieras pendiente —le dice, guiñándole un ojo, y venga, lo reconozco, estoy celosa. Muy celosa. Ya puedo ponerme unos jeans rasgados y tirarme por un puente.

—Ya te llamo —se despide de ella, dedicándole esa sonrisa desdeñosa que tan bien conozco.

—¿Ahora se lleva esto? —suelto cuando estamos de nuevo solos y, sí, posiblemente debería cerrar el pico y fingir indiferencia, pero, sinceramente, no me apetece.

—¿El qué? —replica, sin entenderme.

—Quedar con una mujer estando con otra.

—No si fueras mi pareja, pero, como tú misma has dicho, esto no es una cita... —me parafrasea, dedicándome la misma sonrisa desdeñosa que le ha dedicado a ella, y lo miro todo lo mal que puedo—. Si fueras mi chica, pelirroja, te aseguro que solo tendría ojos para ti. —Y necesito un puente muy muy alto para asegurarme la muerte inmediata, porque, durante una fracción de segundo, he deseado ser su chica y que solo tenga ojos para mí y, ¡por favor!, ¿dónde está ese puente?... pero, vamos a ver, ¿quién necesita un puente cuando puedo tirarme de un avión sin paracaídas?

—No, gracias, simplemente era curiosidad —mascullo, guardando silencio cuando el camarero llega con las cartas—, y no vamos a pedir el menú degustación; me niego en redondo a estar dos o tres horas sentada aquí contigo —le aclaro, siendo todo lo desagradable que puedo llegar a ser, y es que, de verdad, no sé cómo me aguanta y sigue con esto, porque, en estos momentos, no me aguanto ni yo.

—Solo es una amiga —me indica, divertido, y estoy tentada de levantarme y dejarlo aquí plantado.

—Que no me des explicaciones, que me da igual quién sea —le miento entre dientes, clavando la mirada en la carta.

—Y, si te da igual, ¿por qué te has puesto celosa? —me pregunta en un susurro ronco, y alzo los ojos de la carta para fulminarlo con ellos, solo que no recordaba que era mi universo y yo una simple partícula vagando por él... y, ¡vamos a ver!, pero ¿por qué hostias no dejo de pensar en estas tonterías? «Qué universo, qué partícula y qué ocho cuartos», me riño, molesta, sin reconocerme, porque nunca, en mis casi cuarenta años, había pensado estas chorradas ni me había comportado así.

—No me he puesto celosa; simplemente hay cosas de los jóvenes de hoy en día que no entiendo —le rebato, remarcando la palabra jóvenes para que me quede claro a mí también.

—Y yo soy el joven y tú, la adulta —me remarca esta vez él a mí, y tengo que alejar mi mirada del influjo de la suya.

—Si te comparas a mí, sí —le respondo, sintiéndome intimidada por la seriedad que se ha adueñado de su voz y su mirada.

—Y tú no dejas de hacerlo continuamente, ¿verdad? —inquiere, sin desprenderse de ella.

—Supongo que es inevitable —murmuro, dejando de ver a la gente que nos rodea para verlo solo a él.

—¿Y qué es lo que no entiendes exactamente? —me plantea, cambiando de tema, recostando de nuevo su espalda en el respaldo de la silla.

—Nada —le digo, centrando mi atención en la carta, porque casi mejor si me callo de una vez.

—¿Sabes que hay palabras y frases que son trampa? —comenta, divertido, y dejo de ojear la carta para observarlo a él—. «No me pasa nada», «¿crees que me hace gorda?» o, la mejor de todas, «deberías pensarlo»... no, espera, «haz lo que quieras», esa es la peor; es más, creo que, cuando te la dicen, casi mejor si te arrodillas, entregas tus muñecas para que te esposen y pides clemencia. Segunda sonrisa de la noche —me suelta, y me doy cuenta de que una amplia sonrisa está cruzando mi rostro.

—Eres idiota, y en realidad son tres.

—No es cierto.

—¿Que eres idiota o lo de las sonrisas? —le formulo, olvidando que estoy cabreada.

—Lo de las sonrisas, por supuesto —afirma, consiguiendo que me carcajee—, y ahora que he conseguido el triple salto mortal...

—¿El triple salto mortal es que me ría? —pregunto, sin poder borrar la sonrisa de mi cara.

—Sin duda —musita, guiñándome un ojo e inclinando su cuerpo para acercarse a mí—. Voy a aclarar tus dudas: no solo me emborracho y como nuggets con patatas, también me gusta venir de vez en cuando a este tipo de restaurantes, para poder degustar comida de adulto —me explica, sorprendiéndome, porque, de nuevo, he sido más que evidente; eso o es que, utilizando sus palabras, me lee cojonudamente bien—, y, digas lo que digas, esto es una cita... He pasado a recogerte y vamos a cenar juntos; lo que venga después, lo dejo ya a tu elección, pero, y escúchame bien, hay algo en lo que no voy a ceder: voy a invitarte, porque esto fue idea mía, no tuya, y, sí, es cierto, no somos pareja, pero sí que hay algo que nos une, lo quieras tú o no. ¡Ah!, y si permito que una mujer se cuelgue de mi cuello es porque otra, tú en este caso, se resiste a hacerlo; el día que dejes de ponerlo difícil y de mentirte, te aseguro que cambiarán muchísimo las cosas, ¿está claro? —me plantea con gravedad, y creo que ni he respirado mientras lo escuchaba.

—No sé por dónde empezar, entre tanta estupidez —replico cuando consigo reaccionar.

—Si me das la razón en todo, terminarás antes —me responde con insolencia, consiguiendo que sonría de nuevo—. Según tu recuento, esta es la cuarta. Joder, cómo están costando esta noche —me suelta, y sonrío más.

—No pienso darte la razón en nada, ni tampoco voy a molestarme en rebatirte toda esa sarta de chorradas.

—Como prefieras, cielo —me dice, y lo miro enarcando una ceja.

—Déjalo. ¿Qué vas a pedir? —cambio de tema, porque este es demasiado peliagudo y porque tiene razón en todo, por mucho que me toque las narices reconocerlo.

—Has descartado el menú degustación, así que el cochinillo, supongo. ¿Y tú?

—Yo no como carne.

—¿Estás segura? —me pregunta y, no sé por qué, he pensado en su carne, concretamente en su miembro en mi boca.

«¡Oh, my Diorrrrr! ¿Se me está yendo la cabeza? Igual estoy sufriendo algún tipo de enfermedad que me hace imaginar cosas raras», me agobio yo sola, porque, vamos a ver, yo no pienso estas cosas... y no es que sea una puritana, para nada, pero es que tiene veintisiete años... y sé que no dejo de repetírmelo, pero es porque no dejo de olvidarlo.

—Joder, pelirroja, eres tan evidente que a veces hasta me joroba leerte tan bien —da de nuevo en el clavo, y detecto el fastidio desprenderse de su voz.

—Qué sabrás tú, y, no, no como carne, ningún tipo de carne. —«Y, sí, mierda, soy tan evidente como un libro abierto», admito, disgustada.

—Por suerte, todo puede cambiar —me rebate, y que piense lo que quiera, no voy a volver a verlo después de esta cena.

—Si tú lo dices... —contesto, y juro que no quería replicar nada, pero se me ha escapado. Malhumorada, observo al camarero acercarse para tomarnos nota—. Y ahora que me tienes aquí y es la última vez que vamos a vernos —prosigo una vez que nos quedamos de nuevo a solas, tras pedir—, ¿podrías explicarme por qué cambiaron tus objetivos y cómo has logrado que te den mesa en este restaurante...? Espera, es por ella, ¿verdad? —deduzco, percibiendo su sonrisa instalada en la comisura de sus labios; una sonrisa que está frenando, tal y como estoy haciendo yo con la mía.

—Ya te comenté que debes tener amigos hasta en el infierno para que te den la mejor caldera.

—Y tú los tienes, ¿no es así? —inquiero, sin alejar mi mirada de la suya.

«Es irresistible», pienso antes de poder frenarlo.

—Puede ser, ¿y tú? —me formula, dedicándome toda su atención.

—No tantos como tú —reconozco.

—Y, eso, ¿por qué?

—Por muchas cosas... —Ante su silencio, continúo—. Soy reservada, cada vez más, y en el trabajo me gusta mantener las distancias —prosigo, empezando a relajarme, sintiéndome cómoda de verdad, como si lo conociera desde siempre y no temiera mostrarme tal y como soy—; ya no me gusta salir por ahí y mis amigas tienen casi todas hijos, algunos casi de tu edad —le miento descaradamente, provocando su sonrisa—. Supongo que he ido recluyéndome en mi mundo y ahora me cuesta salir de él. Luego están los desfiles, las fiestas y los eventos a los que asisto y en los que prefiero no intimar mucho —le confieso mientras el camarero deja en el centro de la mesa los entrantes que hemos pedido para compartir.

—¿Por qué? —me pregunta, cogiendo un poco de comida y poniéndola en mi plato, y es la primera vez que alguien me sirve a mí primero antes de servirse él.

—Porque luego la gente coge confianzas que no debe. Fíjate en Pilar... ahora cree que puede bromear conmigo sobre ti, y no va por ahí el tema —le cuento, adivinando su sonrisa aguardar en la comisura de sus labios—. Por eso me gusta llevarme bien con todo el grupo, pero sin permitir que se acerquen demasiado.

—Y lo has integrado tanto en tu vida que ahora no sabes ser de otra forma —acierta con seriedad y, sin que lo mencione, sé que está refiriéndose a él.

—Puede ser, solo que contigo creo que estoy llena de prejuicios —admito antes de poder retener las palabras.

—Pues deberías desprenderte de ellos, ¿no te parece? —me propone, mirándome fijamente, y guardo silencio cuando ponen frente a nosotros la cena.

—Tiene buena pinta... —comento, obligándome a sonreír, necesitando cambiar de tema porque sé que no voy a hacerlo.

—¿Sabe Pilar que estás cenando conmigo? —me pregunta, pinchando un trozo de carne, y hago lo mismo con mi canelón de verduras.

—No, nadie en la empresa sabe nada de mi vida privada, y así quiero que continúe. Puede que no lo entiendas, siendo tan sociable como eres, pero yo no tengo amistades en el trabajo ni tampoco confío en nadie.

—¿Cómo puedes trabajar sin confiar en tu equipo? —me plantea, casi alucinando.

—No me has entendido. Confío en su capacidad, por eso trabajan para mí, pero mis proyectos, mi vida y ciertas áreas de mi profesión no les conciernen; de hecho, ni siquiera saben que mi sueño es llegar a Dior, simplemente creen que es una broma a la que recurro con frecuencia y no le dan la más mínima importancia —le confieso, y, cuando enarca una ceja, prosigo—. El sector del diseño difiere muchísimo del tuyo y tienes que andarte con cuatro ojos para proteger bien tu espalda, porque, quien no tiene talento y sí mucha ambición, pisoteará a quien haga falta para alcanzar sus objetivos —me justifico, y, cuando niega con la cabeza, sé que está callando algo—. ¿Qué? Venga, suelta lo que estás pensando.

—¿Te digo cómo te veo? —me reta, enarcando una ceja, y sin darme cuenta me zambullo en el mar de sus ojos.

—No —respondo en cuanto salgo a la superficie de nuevo, y es una contestación que ni siquiera he tenido que pensar.

—Eres tal cual te defines cuando te pones en la piel de la María Eugenia diseñadora: distante, desconfiada, irónica en ocasiones, llena de prejuicios y completamente centrada en tu trabajo, pero eres totalmente distinta cuando te desprendes de ella, y lo más curioso de todo es que me gustas de todas las formas; me gusta la diseñadora a la que hablan de usted y mira por encima de sus gafas de pasta, pero también la pelirroja que sube en mi moto, rodea mi cintura con fuerza y me cuenta sus sueños, y, ya que esta es nuestra última noche, quiero que te olvides de todo y dejes de ver solo mi edad para verme solo a mí, como hago yo contigo. Aunque no lo creas, ricura, la edad es solo un número sin importancia —me asegura mientras una sonrisa se prende de sus labios.

—Qué fácil es opinar así cuando no se tienen ni los treinta —replico, obligándome a no darle vueltas a todo lo que me ha dicho.

—Te equivocas, qué fácil es pensar así cuando le das importancia solo a las cosas que realmente la tienen —me rebate, esta vez serio, y guardo silencio, pues, ante eso, ¿qué voy a objetar?—. Hay quien tiene una crisis personal cuando cumple los cuarenta y hay quien lo celebra con una fiesta, ¿qué harás tú? —me plantea, y, durante un instante, valoro mi respuesta.

—Depende de dónde esté en ese momento.

—Es verdad, por un instante he olvidado que vas a ser la diseñadora de Dior —declara, esbozando una sonrisa, dibujando otra en mi rostro— y que todo tu mundo gira en torno a eso.

—¿Te estás burlando? —le pregunto, flipando.

—¿De ti? No me atrevería —me asegura, sonriendo más.

—Te estás burlando —afirmo, mordiéndome el labio inferior y negando con la cabeza, y es la primera vez que un hombre me trata así y me hace sentir tan bien y relajada.

—Oye...

«Su voz rasgada, el azul del océano y el dorado del sol; está lleno de color», divago, quedándome enganchada a su mirada.

—¿Qué...? —musito, sin poder liberarme.

—Nunca me burlaría de ti y, si algún día lo consigues, seré el primero en celebrarlo.

—Ya... —me limito a decir, mordiéndome de nuevo el labio inferior, soltándome del azul del mar.

—No me has contestado —insiste, y, discretamente, vacío mis pulmones, apoyando la espalda en el respaldo de la silla, pues nos habíamos acercado demasiado. Mejor así.

—Si estoy en París, lo celebraré trabajando, creando mi mejor colección, y si continúo estando aquí... será una mierda, porque significará que han pasado ya dos años y sigo sin lograrlo —le confieso con una sinceridad aplastante, y esto también es algo nuevo para mí, pues nunca, jamás, me he abierto tanto con un hombre; de hecho, solo lo hago con mi hermana.

—La vida son otras cosas —me responde, y detecto algo en su mirada que hace que me ponga en alerta.

—¿Como qué?

—Como esto: una cena en buena compañía, disfrutar del momento, poder respirar, pelirroja. Estás tan centrada en tu objetivo que te olvidas de vivir y la vida es mucho más que alcanzar una meta laboral.

—No para mí —replico, poniéndome a la defensiva, porque, aunque sé que tiene razón, soy como una especie de mula que solo mira hacia delante, incapaz de ver lo que tiene a los lados. Yo quiero ser la diseñadora de Dior y toda mi existencia gira en torno a eso; no hay más, y todo lo otro me importa bien poco.

—Has dicho que, si no lo consigues, celebrar tus cuarenta aquí será una mierda, cuando la mierda sería no poder celebrarlos. ¿Te das cuenta de la diferencia? Yo quería tener mi estudio de fotografía, poder elegir mis curros y forjarme una reputación como fotógrafo, y trabajé como un cabrón para lograrlo, pero, ahora que lo tengo, no soy más feliz por tenerlo. Soy feliz porque un día abrí los ojos —me cuenta, enigmático—, y es algo que deberías hacer tú también —apostilla, mostrándome al hombre que es en realidad cuando se olvida de ser un crío insolente, fanfarrón y vacilón.

—¿Y qué sucedió para que abrieras los ojos? —me intereso, tan centrada en lo que me está explicando que no puedo ver otra cosa que no sea él.

—Demasiada información para un solo día, ¿no crees? —replica, sonriendo, guiñándome un ojo y provocando que sonría con él.

—Por eso cambiaron tus objetivos, ¿verdad?, porque abriste los ojos, porque te sucedió algo que te hizo cambiar. ¿Qué fue?

—Conocí a una pelirroja que me llamó crío insolente a medio hacer, ¿te parece poco? —me pregunta, y sé que está mintiéndome.

—Te estoy hablando en serio —refunfuño en broma, esbozando una sonrisa que no consigo frenar, porque es un encanto, porque es irresistible y porque me tiene ganada.

—Tendrás que salir conmigo otra vez si quieres saberlo —me suelta, socarrón, y ahí está de nuevo; mi crío insolente y mi chico de anuncio.

—No vamos a salir de nuevo, te lo digo en serio, así que quítatelo de la cabeza. —Y ahí están mis prejuicios hablando por mí.

—¿Y quién no quiere salir conmigo, la diseñadora respetable o la pelirroja que se ha quitado las gafas para que pueda acercarme mejor?

—¡Qué tontería! Me quito las gafas muchas veces —suelto una trola, porque me ha costado la vida ponerme las dichosas lentillas, sobre todo en el ojo izquierdo.

—Lo que tú digas. Contesta —insiste, sin permitir que me suelte de su mirada.

—Ambas.

—Deberías aprender a mentir mejor, pelirroja.

—No lo estoy haciendo —le miento mientras el camarero llega para retirar los platos y, cuando le pide el postre para ambos, me percato de lo cómoda que me siento a su lado y de que he compartido más confidencias con él en una cena que con otros hombres durante meses.

—En todo caso, si salir conmigo nunca es tan malo, dime, ¿por qué te cuesta tanto? —me plantea, pillándome por sorpresa, llevándome con él a esa colina en la que comparé estar a su lado con subir los pies descalzos al sofá de casa, una comparación que sigo manteniendo.

—Solo si prometes no enfadarte.

—No suelo enfadarme, pelirroja —me asegura y, simplemente, lo creo.

—Tienes veintisiete años. —Y es algo que me sale de dentro y que no puedo controlar. No quiero estar con un hombre más joven, punto.

—Y tú, treinta y ocho. ¿Vamos a contrastar datos personales? —se burla de mí, y sonrío a la vez que niego con la cabeza. Qué pena que nos llevemos tantos años.

—Somos demasiado distintos, solo tienes que ver nuestros objetivos. Además, yo no quiero empezar nada serio con nadie... —Y, no sé por qué, la palabra serio se ha colado en esa frase, cuando se supone que es un crío insolente a medio hacer que solo piensa en divertirse.

—¿Esos son tus motivos de peso? —inquiere, haciendo caso omiso a esa palabra que todavía resuena dentro de mí y en este local como si la hubiera pronunciado con un enorme altavoz.

—¿Te parece que pesan poco?

—¿Y tú eres la adulta? —inquiere, sorprendido, y lo miro más sorprendida todavía, por el tono empleado.

—¿De verdad me has preguntado eso?

—Sí, es justo lo que he hecho —me contesta con gravedad, guardando silencio cuando el camarero se acerca con el postre, un plato para compartir—. Te propongo un trato: tú te olvidas de todo eso durante esta noche y...

—Tus tratos siempre acaban conmigo comiendo contigo —lo corto, percatándome de que de nuevo nos hemos acercado demasiado, pero esta vez no modifico mi postura.

—Cierto, solo que no estamos comiendo lo que me gustaría en realidad —me responde con insolencia, y enarco una ceja, sonriendo—. Y luego ya veremos qué pasa. Deja de pensar en tu futuro, en lo que quieres y en nuestra edad y vamos a pasarlo bien, al menos durante esta noche. ¿Qué dices? —me propone, y, durante una breve fracción de segundo, me quedo enganchada al azul de sus ojos.

—Solo si prometes dejarme luego en paz.

—Hecho —acepta, esbozando una resplandeciente sonrisa, y qué dientes más perfectos tiene... «y he vuelto a caer», me doy cuenta de repente.

«Maldita sea, seguro que hay trampa.»