Dejo que me invite, al igual que permito que me conozca mejor, a pesar de que, en realidad, me tiene completamente calada.
Cuando nos levantamos para salir del restaurante y apresa mi mano con decisión, detengo mis pasos en seco bajo la cúpula de cristal.
—¿Qué haces? —le recrimino, sin dar crédito, tirando de mi mano para soltarme, sin llegar a conseguirlo.
—¿Ya has olvidado el trato? —me formula, volviéndose para mirarme, y siento la fuerza con la que la aferra; la justa para que no me duela, la justa para que sepa que no va a dejarme ir.
—El trato era que me olvidara de todo durante esta noche, no que nos cogiéramos de la mano como si fuéramos una pareja de adolescentes.
—¿Qué pasa?, ¿que tus maduritos interesantes no te cogen de la mano? —replica con insolencia, y me obligo a caminar, porque estamos en medio del local y porque no quiero llamar la atención de nadie.
—¡Suéltame! —le pido una vez en el exterior, intentando zafarme del agarre, sin lograrlo, y sonriendo tontamente. «Deja de sonreír, ¿quieres?», me riño a mí misma.
—No, pelirroja, no pienso soltarte. Si esta es mi última noche contigo, no voy a dejar de hacer nada que desee hacer. —«Y ahí está otro de sus objetivos», pienso, observando su mano envolviendo la mía.
—¿No irás a decirme que quieres jugar a las parejitas? —le pregunto, provocando que su mirada se llene de un deseo caliente y oscuro que anuda mi vientre.
—¿Te digo lo que quiero? —me reta y, de reojo, observo las escaleras que nos llevarán al parking. «Debería salir corriendo», me digo cuando se acerca a mí, sin liberar mi mano, mientras retrocedo los pasos que él está adelantando hasta sentir la pared en mi espalda. Esto ya lo viví en su despacho.
—Ni se te ocurra besarme —le advierto, sintiendo mi respiración empezar a acelerarse.
—No tengo intención de hacerlo, aunque me muera de ganas —sentencia, soltando mi mano para rodear mi cintura con ella, y siento la fuerza que emana de su cuerpo—. Todo lo que hagamos esta noche dependerá de ti y de lo que tú quieras —me asegura con voz ronca, acariciando mis labios con su cálido aliento.
—¿Y si no hacemos nada? —inquiero, sintiendo mi centro latir por él cuando apoya su frente contra la mía, con sus manos ciñendo mi cintura, pegándome a su cuerpo, y sus labios rozando los míos. Maldita sea, no soy de piedra, por mucho que a veces lo crea.
—Pues será una lástima si tenemos en cuenta que no vamos a volver a vernos. Yo de ti lo pensaría bien, pelirroja, porque tú y yo podemos pasarlo cojonudamente juntos —declara, alterando mi respiración, solo que, antes de que pueda contestar o hacer nada, se separa de mí... y esto también lo he vivido antes—. Vamos, ricura, voy a conseguir que cambies el concepto —me indica, empezando a bajar las escaleras como si nada, y lleno mis pulmones con una fuerte inspiración.
«Lo está haciendo a propósito —me recuerdo, empezando a seguirlo—. Está llevándome al límite para que le pida que me ate a la cama y empecemos a conjugar verbos, y, a pesar de que no quiero hacerlo, cada vez lo deseo más.»
—¿Qué concepto? ¿El de derrotar a la reina para que caiga en tus brazos? —replico con frialdad, fingiendo una tranquilidad e indiferencia que dista mucho de cómo me siento realmente.
—No, ricura, me refiero a pasarlo bien saliendo de noche. Has comentado que no te gusta salir, ¿verdad? —me recuerda, volviéndose para mirarme, y enarco una ceja—, y eso es porque no has salido conmigo —concluye, fanfarrón, ¡y venga ya!
—Si tu idea es llevarme de fiesta con tus amigotes y a hacer botellón en cualquier aparcamiento o descampado, ya puedes llevarme a mi casa. —«Y ahí están sus veintisiete años hablando por mí», me digo, oyendo su carcajada resonar en las paredes de este parking.
Sin molestarse en contestarme y sin borrar su sonrisa insolente y perfecta de su rostro, se pone el casco y lo imito. «A saber dónde va a llevarme», farfullo mentalmente con disgusto mientras nos subimos a la moto.
Se incorpora a la circulación y me aferro más a su cintura para percibir, casi al segundo, su respiración en la yema de mis dedos y en la palma de mis manos, y sonrío, relajándome, sonriendo más cuando acelera, y esto también es algo nuevo para mí que estoy descubriendo a su lado, porque odio las motos; de hecho, siempre he temido caerme y dejarme la piel en el asfalto, «y, además, se supone que no puedo con él, solo que cuando estoy a su lado tiendo a olvidarlo y a cambiar el concepto», reflexiono, llenando mis pulmones con fuerza, disfrutando de este paseo tanto o más de lo que he disfrutado la cena. No hay quien me entienda, sobre todo cuando suelto una carcajada, a la que se une y que yo atrapo con la yema de mis dedos, cuando acelera y sale el primero en cuanto el semáforo se pone en verde.
«De nuevo estoy aquí, en esta calle por la que no pasaba desde hacía años y en la que, en ese pub, me lamió la mano», recuerdo, quitándome el casco y apoyando mi mano en su cintura para bajar.
—¿Hubieras preferido hacer botellón en un aparcamiento? —se burla, desprendiéndose del suyo, y lo miro sonriendo, enarcando una ceja.
—Muy gracioso... —replico, acercándome a él para colocarle los mechones del pelo como acostumbra a llevarlos, desordenados y hacia atrás, «y es tan suave como lo recordaba», me digo, percatándome de la naturalidad con la que lo he hecho, sin cuestionármelo, como si fuera lo más normal del mundo... como cuando subes los pies descalzos al sofá de casa.
—Pónmelo fácil, ¿quieres? —me pide, y vacío mis pulmones de aire con el tono ronco y atrayente que ha empleado, y no sé si se refiere a que esté quieta o a que ceda ante lo que espera.
—¿A dónde vamos? —inquiero, evitando su mirada y retirando la mano de su pelo... y, tal y como me sucede cada vez que las alejo de su cintura, siento cómo mi piel reclama su contacto, y es curioso que eche de menos algo que no me pertenece ni quiero coger tampoco; querer y desear, qué conceptos más distintos.
«Ojalá no existieran las consecuencias o pudieras borrar tus actos —pienso de repente mientras él guarda los cascos en la pequeña maleta que lleva en la parte trasera de la moto—, porque, si así fuera, me pegaría ahora mismo a su cuerpo para besarlo de una vez; hundiría mi lengua en su boca y mis dedos en su pelo para sentirlo de una maldita vez y luego conjugaría todos los verbos que no dejan de resonar en mi pecho... solo que las consecuencias existen y no puedes borrar tus actos —me advierto, yendo hacia la acera para alejarme de él y de la tentación continua que es para mí—. Tiene veintisiete años», me recuerdo, y esa frase es suficiente motivo como para enfriar mi cuerpo.
—¿A dónde quieres ir? —me pregunta, colocándose a mi lado y echando a andar sin mirarme, y lo sigo, percatándome de que no me ha cogido la mano. Mejor.
—No sé, eres tú el que iba a cambiarme el concepto —lo parafraseo, buscando su mirada sin llegar a encontrarla.
—Puedo cambiarte el concepto en cualquiera de estos pubs, elige —me dice, deteniendo sus pasos, y alzo la mirada para leer el nombre del que tengo frente a mí.
—Dime que te bese —leo en voz alta y ¡venga ya!—. Mejor pasemos de largo —farfullo, siendo testigo de cómo una sonrisa se dibuja en su rostro.
—Estás llena de prejuicios, pelirroja. Vamos, atrévete —me reta con insolencia, haciendo un movimiento con la cabeza para que entremos, y, soltando todo el aire de golpe, giro sobre mis tacones para adentrarme en este pub, que, me temo, difiere tanto del otro.
«Y tanto que difiere —constato con disgusto—. Aquí duro dos segundos, porque es cutre con ganas; al menos el otro estaba bien decorado y tenía una zona para estar cómodamente sentados... y acaba de cogerme la mano —me doy cuenta, tensándome al instante, percibiendo la fuerza con la que está apresándola—. Debería soltarme», me recrimino, aferrándola con esa misma fuerza, siguiéndolo y sorteando a la gente que está bailando, dándolo todo, en el centro de la pista, y, de nuevo, esto es tan natural como subir los pies descalzos al sofá.
Nos detenemos en cuanto llegamos a uno de los extremos de la barra y, cuando libera mi mano para acercarse a ella, siento cómo esa sensación tan familiar de echar de menos llega para instalarse en mi piel.
«¡Cómo no! —pienso, esbozando una sonrisa cuando lo veo chocar la palma de su mano con la de uno de los camareros, y, cuando otro se acerca para saludarlo, lo miro enarcando una ceja—. ¿Qué pasa, que conoce a todo Madrid?», me pregunto, sintiéndome completamente fuera de lugar, porque este no es mi ambiente, ni conozco a nadie, ni tampoco la música que está sonando, y, aunque es mucho mejor que la que pinchaban en el otro local, tampoco tengo ni idea de cómo se baila.
«He ido recluyéndome en mi mundo y ahora me cuesta salir de él», rememoro mis palabras... y tanto que lo he hecho, pues mi mundo es otro completamente distinto a este.
—¿Qué te apetece tomar? —se dirige a mí, y dudo mucho que aquí haya champagne o hagan cócteles decentes, además de que ya he bebido vino blanco durante la cena.
—Agua —sentencio, provocando su carcajada, y durante un instante me acuerdo de cuando era joven y salía de marcha con mis amigas; recuerdo que pedíamos ron con Coca-Cola en un vaso extragrande con cinco o seis pajitas de las que íbamos bebiendo todas—. ¿Qué? —añado, molesta porque yo ya no bebo eso. «Además ¿qué hostias hago yo aquí?»
—¿Agua?
—¿Qué pasa, que no puedo pedir eso? No me gusta el alcohol, al menos no el que seguro que sirven aquí, que será de garrafón —le suelto, enfadada, porque me está tocando mucho las narices que me mire así.
—¿Me dejas elegir por ti? —me pregunta, y lo único que me ata a este lugar es ese azul que incluso a oscuras puedo adivinar.
—Pide lo que quieras —claudico finalmente, desenganchándome de su mirada para dirigir la mía hacia la gente que baila a mi alrededor.
«Yo era así —medito con cierta añoranza—. Me encantaba bailar, solo que ahora me encantan otras cosas... Por eso no quiero estar con él, porque a su lado me sentiría así todo el rato, fuera de lugar.»
—¿Sabes que estar a tu lado es un reto continuo? —me plantea, acercándose a mí y rozando mi oreja con sus labios, a la vez que envuelve mi cintura con sus brazos, y, si no existieran las consecuencias y pudiera borrar mis actos, haría exactamente lo mismo.
—¿Por qué? —inquiero, evitando rozar la piel de su oreja con mis labios, manteniendo los brazos pegados a ambos lados del cuerpo y sintiendo la fragancia de su colonia revolotear por mis fosas nasales.
—Porque pasas de estar a gusto a querer largarte en cuestión de segundos y porque no dejas de cuestionar lo que deseas. —Y, si fuera un libro abierto, no me habría leído mejor.
—No es verdad —miento, percibiendo la fuerza con la que está rodeando mi cintura, y me muerdo la cara interior de una mejilla, porque, de nuevo, estoy excitándome.
—Lo que tú digas —me susurra, deteniendo sus labios en la piel de mi cuello, sin llegar a besarlo... «Que lo haga», anhelo de repente, sintiendo mi respiración volverse un caos y mis manos reclamar su cuerpo—. Voy a pedir, hazme un favor y no te largues —añade antes de alejarse de mí, «y, maldita sea, he estado a punto de flaquear», me fustigo soltando todo el aire de golpe. Debería largarme y terminar con esto de una vez—. Toma —me dice unos minutos después, tendiéndome un vaso con hielo y una bebida de color rosa, y, no, no me he ido a pesar de las muchas veces que lo he considerado.
—¿Qué es? —indago con desconfianza, llevándome el vaso a los labios, sin despegarme de su mirada.
—Tú pruébalo —me ordena, y obedezco. «Vaya, pues no está mal», admito cuando el líquido se desliza por mi garganta—. ¿Y bien? —me plantea, llevándose el botellín de cerveza a los labios y, si yo pensaba que no había nada más sexy que un tío sexy sobre una moto es porque no había visto esta imagen; él, con su pelo revuelto, con las mangas ligeramente remangadas y el movimiento de su garganta al tragar y, maldita sea, es mi chico de anuncio—. Si no dejas de mirarme así, terminaré por creérmelo —susurra con voz ronca, acercándose a mí, manteniendo las manos quietas, y sonrío a la vez que alzo el mentón.
—Necesitas bien poco para creértelo.
—¿Estás segura? —replica y, por Dior, ojalá pudiera eliminar mis actos.
—Muy segura —le contesto con aplomo, alejándome de su cuerpo, porque no se puede y es mejor mantener las distancias—. Vaya, una canción que me gusta... —comento, instalando la diversión en su mirada.
—A mí también —me confirma, y observo su media sonrisa y su mirada invadida de cientos de azules.
—Y conoces el título, ¿verdad? —lo reto, esbozando una sonrisa, sintiendo cómo la complicidad llega para envolvernos y llevarnos con ella a un mundo que no es ni el suyo ni el mío, sino uno intermedio en el que podemos encontrarnos.
—Ocean, de Karol G. Ya puedes incluirla en tu playlist —me dice, guiñándome un ojo.
—¿Cómo puedes retener todos los títulos? —le planteo con curiosidad, acercándome a él para hacerme oír.
—Entre los muchos curros que tuve, uno fue el de DJ —me cuenta como si nada—. Además, está canción está pegando muy fuerte ahora, pelirroja. ¿Acaso no escuchas la radio? —añade, divertido, y sonrío, negando con la cabeza.
—Ya sabes lo que escucho —respondo, posando mi mano en su hombro, cuidándome mucho de no rozar su oreja con mis labios.
—Tu playlist, ¿verdad? —adivina, enganchándome a su mirada, y echo de menos sentir el tacto de su mano rodeando mi cintura, como si ese fuera su lugar y mi piel lo supiera.
—Y Spotify —le aclaro, guiñándole esta vez yo el ojo y provocando su sonrisa de anuncio. «Es irresistible», pienso de pronto—. ¿Y trabajaste en muchos sitios? —le pregunto, «y, sí, estamos muy pegados, pero es que la música está muy alta», me justifico a mí misma, porque es más sencillo mentirme que aceptar que necesito acercarme a él.
—En muchos, pelirroja. Venga, baila conmigo —me propone, sorprendiéndome, y lo miro como si me hubiera pedido que subiera de nuevo sobre ese caballo enorme al que subimos ese fin de semana.
—No. —Y es un no de «¡venga ya!» y «¿qué estás diciendo?».
—¿No sabes bailar? No me lo creo —comenta, divertido, y lo encaro queriendo dedicarle mi mejor mirada de fastidio, solo que en este instante no recuerdo cómo era.
—Claro que sé bailar, pero no sé bailar esto —reconozco, esbozando finalmente una sonrisa.
—No puede ser... la afamada María Eugenia de la Rúa, la mejor diseñadora de nuestro país y la futura diseñadora de Dior, no sabe cómo bailar esto —suelta con insolencia, situándose tras de mí, y, cuando posa sus manos en mis caderas, siento cómo mi piel respira, algo que no estoy haciendo yo—. Muévete conmigo. —Y, por favor, «yo lo que deseo es moverme, pero de otra forma», gimoteo mentalmente antes de poder frenarlo, porque, ¿cómo no piensas eso cuando lo tienes pegado a tu espalda, con sus labios rozando tu cuello?—. ¿Quieres relajarte? —me pide con voz ronca, y no debería hacerlo, «debería largarme de aquí y terminar con esto ahora que todavía estoy a tiempo me recrimino, inspirando profundamente—, solo que no deseo hacerlo», reconozco, dejando de pensar para simplemente dejarme llevar y permitir que mi cuerpo se mueva al compás del suyo, tal y como nos movemos cuando vamos en su moto.
Y qué sencillo es todo cuando pulsas el botón de pause de los pensamientos y solo respiras, vives y disfrutas.
—¿Quieres otro? —me pregunta cuando dejo el vaso vacío sobre una de las mesas altas que se encuentran diseminadas por el local, y niego con la cabeza, sintiendo mis mejillas arreboladas. Dios, hacía años que no bailaba tanto, y de pronto me doy cuenta de que, en algún momento, entre canción y canción, he dejado de sentirme fuera de lugar.
—Me muero de calor —le confieso, recogiendo mi densa melena con las manos, retirando todo lo que puedo el pelo de mi cuello, pues lo siento como una manta en la espalda... y, cuando sopla en mi nuca, cierro los ojos, percibiendo cómo mi vientre se anuda con fuerza. Y si la piel puede latir de necesidad, la mía está latiendo ahora, mucho y muy fuerte—. Voy a pedir agua —suelto de golpe, asustada por esta necesidad que parece multiplicarse por minutos.
«Necesito poner un poco de distancia entre ambos —me instigo, echando a andar—. Esto se me está yendo de las manos —me agobio, sorteando a la gente, haciendo caso omiso de la sensación de añoranza que está adueñándose de mi piel ahora que estoy lejos de él— y, por favor, no puedo sentirme así —me riño, experimentando cómo el alivio o la calma se instalan en mi pecho cuando siento su mano aferrando mi brazo—. Es él, esa fuerza controlada es la suya», me digo, mordiéndome el labio inferior.
—Estás demasiado buena, pelirroja, para ir por ahí tú sola —me susurra cerca de la oreja, y siento el latido de mi piel fundirse con el suyo.
—¿Ni siquiera para ir a la barra? —inquiero con seriedad, volviéndome finalmente para mirarlo.
—Ni siquiera para eso —me responde, contundente, aferrando mi mano para echar a andar de nuevo, y, no sé cómo lo ha hecho, pero ha conseguido que esto... ir de la mano, bailar juntos, muy cerca el uno del otro, que rodee su cintura cuando vamos en su moto o que rodee la mía cuando se acerca a mí, sea algo tan normal, tanto como subir los pies descalzos al sofá.
—Toma —le ofrezco un botellín de agua cuando me hago con un par, abriendo el mío para darle un largo trago—. ¿Qué? —le planteo, esbozando una sonrisa.
—He perdido la cuenta de las sonrisas que llevas esta noche —comenta con gravedad, atrapando otra vez mi mano para regresar a donde estábamos, y lo sigo sin poder borrar ese gesto de mi rostro... «solo que no era eso lo que estaba pensando», me percato de repente, optando por dejarlo pasar y no indagar demasiado en el asunto.
—Vaya, una canción que conozco —le anuncio, sorprendida, sin temer parecer lo mayor que soy si me comparo con él—. ¿Te suena? —le pregunto, retándolo con mi sonrisa cuando llegamos al lugar que hemos hecho nuestro.
—Es imposible no conocer a Roxette, pelirroja —me asegura, acercándose a mí, y doy un paso para acercarme a él, y de nuevo no sé cómo lo ha hecho, pero ha conseguido que el estar casi pegados cuando bailamos o cuando hablamos sea tan natural como respirar—. Y ya no puedo estarme quieto —me confiesa, variando el tono de su voz y también sus intenciones, solo que no retrocedo y alzo mis manos para rodear su cuello con ellas, arrimándome más a su cuerpo, sin poder soltarme de su mirada—. Vas a tener que dar tú el paso, ricura —me reta con seriedad, levantando una mano para hundirla en mi densa melena mientras la otra se mantiene anclada a mi cintura, «y, no, yo tampoco puedo estarme quieta», admito, respirando a duras penas, sintiendo el deseo más demoledor instalarse en mi vientre para, desde ahí, llenarme por completo.
«No voy a conjugar ningún maldito verbo si no empiezas tú antes a hacerlo», me llegan sus palabras a través de mis recuerdos mientras mi pecho sube y baja y mi sexo se vuelve líquido por él y, dejándome ir, descanso mi frente en la suya, percibiendo su dureza en mi centro.
—Ciro... —musito, rozando sus labios con los míos, y es la primera vez que me atrevo a pronunciar su nombre.
—Pelirroja —masculla, apretando la mandíbula y enredando sus dedos en mi pelo, con fuerza, esa que yo ansiaba, y hago lo mismo con el suyo... y, si quedaba algún pensamiento en mi mente en contra de esto, acabo de fulminarlo con ese gesto.
«Respirar, vivir y sentir intensamente», pienso, percibiendo su respiración fundirse con la mía, y dejo de frenarme para besarlo de una maldita vez, para buscar su lengua con la mía y para gemir entre respiraciones, porque eso es lo que estamos haciendo. «Dios mío», atino a pensar cuando nos movemos, sin poder separarnos, para ir hacia la pared, donde apoyo la espalda y donde mi mano se cuela por debajo de su suéter y la suya por debajo del mío, donde mi centro busca su dureza y donde me froto por primera vez contra ella. «Por Dios», farfullo mentalmente, gimiendo con fuerza cuando impulsa sus caderas hacia delante, recibiendo una respuesta inmediata por parte de las mías. «Más», anhelo, deslizando mi mano por la piel de su espalda, besándolo con una necesidad y una fiereza que me asustan. «Estamos dando un espectáculo», me inquieto de repente, pero sin poder parar, clavándole las uñas y oyendo su rugido colarse a través de su garganta... «uno con el que me correría, y no puedo pensar esto aquí, no puedo hacer esto aquí y, si lo empiezo, no voy a poder pararlo», me alarmo, percibiendo sus exigencias, que bien podrían ser las mías, pero luego me arrepentiría, así que poso mi mano en su pecho para alejarlo de mí.
—No... para, en serio —le pido a duras penas, sintiendo la garganta completamente seca y recordando que he tirado el botellín al suelo cuando me he vuelto loca, porque eso es lo que me ha sucedido.
«Tiene veintisiete años, maldita sea», me fustigo, solo que esa frase ya no tiene la fuerza que tenía antes y otra palabra ha llegado para recordarme por qué la sentía resonando en mi interior con fuerza. «Serio» y «empezar algo serio»... con él sería así, algo para tener en cuenta, y no algo pasajero, y sería un error por todo.
—Pelirroja, no me jodas —gruñe, separándose de mí mientras hundo los dedos en mi pelo, sin poder creer lo que termina de suceder.
«¿Qué hostias acaba de pasarme?»
—Me voy —musito, incapaz de mirarlo, haciéndome con el abrigo que había dejado, debajo de su chaqueta, en el taburete situado junto a la mesa, en este rincón que hemos hecho nuestro durante toda la noche.
Sin esperar respuesta por su parte, echo a andar hacia la puerta, tan avergonzada como si hubiera mantenido relaciones sexuales frente a todos... «que, oye, poco nos ha faltado», me riño, reviviendo cómo me he frotado contra su miembro, cómo he gemido y cómo le he clavado las uñas en la espalda.
«Maldita sea, y ahora voy y me largo y la adulta soy yo.»
—María Eugenia —oigo su voz, controlada y fría, resonando en medio de la acera. No pelirroja ni ricura, María Eugenia, y para nada ha sonado como ha sonado la mía cuando lo he llamado por su nombre—. Has venido conmigo y te largarás conmigo —masculla con acritud, aferrando mi mano con fuerza, solo que esta vez no es controlada. Está furioso, y no me extraña.
—No pretendo que me entiendas, pero...
—Tienes razón, es imposible que te entienda cuando ni siquiera tú misma te entiendes —replica y, hostia, cuánta razón tiene—. Te he prometido que iba a dejarte en paz después de esta noche y tengo intención de cumplirlo —me asegura, sorprendiéndome, tanto por la frialdad que ha empleado como por sus palabras, porque, sinceramente, pensaba que era un farol—. El día que dejes de actuar guiada por la cabeza y lo hagas dejándote llevar por lo que tienes aquí dentro —añade, deteniéndose y posando su mano en mi corazón—, búscame. Vamos —sisea, sacando los cascos y tendiéndome el mío, para luego subir a su moto.
Y si el mundo puede detenerse con unas palabras o una mirada, el mío acaba de detenerse ahora.