Capítulo 15

Observo las gotas de lluvia golpear el cristal de la ventana cuando el avión aterriza en Londres y sonrío, feliz, pues me encanta que llueva y adoro estar aquí. Además, necesito un fin de semana lejos de Madrid y de su recuerdo. «La última vez que hui de la ciudad todo cambió para mí —reflexiono de repente—, porque lo conocí y empecé a pensar en cosas que no debía, a hacer cosas que tampoco debía y a desear cosas que tampoco debía. Solo espero que este fin de semana traiga consigo esa calma y ese sosiego que perdí en La Rioja», me animo, incorporándome a la fila para salir del aparato.

«No sé por qué no dejo de traerlo de vuelta; posiblemente lo haga porque ha cumplido su palabra y no ha vuelto a ponerse en contacto conmigo, o porque no me lo quito de la cabeza o porque mis argumentos de peso cada vez pesan menos», reconozco, formando parte de la marea de pasajeros que van en busca de sus maletas.

—Bienvenida a Londres —me saluda Elkann, mi jefe, cuando atravieso la puerta corrediza de llegadas, y le dedico una sonrisa, fundiéndome en un abrazo con él.

—Gracias —respondo, sintiendo el cariño llegar para envolvernos, pues no es solo mi jefe, es el hombre que me dio la oportunidad de mi vida y también un poco mi confidente, sobre todo cuando se trata de temas laborales.

—¿Qué tal ha ido el vuelo? —me pregunta con afabilidad, haciéndose con mi equipaje, y lo miro con cariño. Me fijo en su pelo rubio perfectamente cepillado hacia atrás, su ceño fruncido, sus ojos azules, su barba perfectamente recortada y su ropa informal pero elegante a la vez... «nada que ver con él», pienso sin poder frenarlo, colocándolo de nuevo a mi lado, y me obligo a apartarlo y a reaccionar.

—Bien, como siempre —comento al tiempo que sorteamos a la gente.

Y, durante un breve instante, admiro al hombre que camina a mi lado; un hombre que empezó su carrera siendo modelo y que terminó convirtiéndose en un auténtico tiburón de los negocios, pues, gracias a su visión comercial, a su trabajo duro y a su empeño, ha conseguido que D’Elkann esté presente en las principales calles de Londres, Dublín, París, Roma, Nueva York y Viena, y lo mejor de todo es que ha conseguido que parezca incluso sencillo lograrlo.

—La lluvia te recibe, también como siempre —me dice cuando salimos del aeropuerto, e inspiro la humedad cargada de frío antes de volverme para mirarlo y dedicarle una sonrisa.

—Cómo no... —contesto, observando sus ojos azules, tan distintos a los suyos, pues en los de Gael no suele brillar la diversión ni tampoco la burla; incluso mantienen la seriedad aunque él esté sonriendo. A veces me pregunto si sucedería algo en su vida que instalara esa sobriedad en su mirada, pero, a pesar de la confianza que tengo con él, nunca me he atrevido a formularle esa pregunta, supongo que porque a mí tampoco me gusta que indaguen demasiado en mi vida—. Sabes que me muero de curiosidad, ¿verdad?

—Cómo no... —me parafrasea, divertido, dedicándome una sonrisa, que, como ya intuía, no le llega a los ojos, como si hubiera un muro de contención que lo impidiera—, pero vas a tener que esperar, porque primero vamos al hotel para que dejes tu equipaje.

—Te estás volviendo demasiado inglés —me meto con él mientras encaminamos nuestros pasos hasta el coche de la empresa.

—¿Tú crees? —replica, esbozando una media sonrisa.

—Sí, sin lugar a duda. Buenos días —saludo al chófer, que me espera con la puerta abierta, antes de acceder a la berlina. «Maldita sea, qué frío hace», me lamento, alzando el cuello de mi abrigo a pesar de que la calefacción está encendida—. ¿Qué hago aquí? —suelto a bocajarro cuando se sienta a mi lado.

—Y tú sigues igual de impaciente —asevera, subiendo el cristal que nos separará del conductor—. Estás aquí por dos motivos. El primero esa fiesta solidaria.

—Cuya recaudación irá destinada a la lucha contra el sida —prosigo por él, muerta de ganas de saber cuál es ese segundo motivo que me ha traído aquí.

—Exacto —me contesta, con esa voz profunda que lo caracteriza.

«Su vida es esto —pienso, sin poder frenarlo—. Él vive por y para su trabajo, como hago yo, y ambos, con nuestra elección, le hemos dado la espalda a la vida que discurre alejada de D’Elkann», concluyo, viendo su rostro surcar mi mente.

—Pero hay algo que no me encaja —añado, haciéndolo a un lado para centrarme en lo que debo, y es algo que ha estado ahí, todo el rato, solo que yo he estado tan ocupada pensando en él que ni siquiera me había percatado de ello hasta ahora.

—¿Y puedo saber qué es?

—Si me lo dices tú, terminaremos antes —replico, altanera, pues no estoy para adivinanzas y no me cabe duda de que está ocultándome algo.

—¿Y perderme tus elucubraciones?, por favor... —me dice, esbozando una sonrisa y contagiándomela.

—Un evento de estas características no se organiza en un par de semanas, esto tú lo sabes desde hace tiempo y, en cambio, decidiste mi asistencia hace relativamente poco —argumento, atando cabos.

—Cierto —me confirma, y enarco una ceja.

—¿Por qué?

—¿Cómo que por qué? Sabes que no vamos a todas las fiestas o eventos a los que nos invitan...

—No hables en plural, aquí la única que va soy yo —lo corto, cruzándome de brazos.

—Eres la única que debe ir —remarca con gravedad.

—Sigue —le ordeno.

—Tengo poco más que contar; simplemente he estado esperado porque quería asegurarme de que tu presencia allí era necesaria.

—Me encanta lo claro que eres.

—No necesitas saber nada más —me responde, enigmático, y me pregunto qué estará ocultándome, porque hay algo tras su decisión, estoy convencida de ello.

—Espero que no me arrepienta...

—Si lo haces como creo, más bien vas a agradecérmelo —declara, mirándome directamente a los ojos, solo que no consigo ver nada a través de ellos. «Menuda coraza lleva puesta», constato, soltándome de su mirada para dirigir la mía hacia la ventanilla, muy segura de que no voy a poder sonsacárselo.

—Quiero que despidas a Maurice —le anuncio de repente, aparcando el tema de la fiesta para centrarme en otro que me cabrea muchísimo y que no tenía intención de tocar hasta que llegáramos a su despacho.

—Sabes que no voy a hacerlo —me asegura con seriedad.

—Eso es porque, desde lo alto de tu torre, no te enteras de lo cabrón que es —sentencio con sequedad, abriendo mi bolso y sacando el trozo de tejido que cogí del almacén—. Manchado y con una composición y gramaje distintos a los elegidos, y esto no sería relevante si fuera algo puntual, lo jodido es que no lo es. Oye, yo no puedo diseñar vestidos de ensueño y luego tener que encontrarme con esta mierda.

—Este tejido no es para la colección Dreams —puntualiza, y algo me dice que está al corriente de este asunto, como de todo lo que acontece en la empresa.

—Lo sé, pero que sea para Temporada y Pronto Moda no justifica que debamos bajar la calidad de los tejidos.

—Pero tampoco igualarla, porque el precio difiere bastante —me rebate, con voz acerada.

—Nadie ha dicho que haya que igualarlo, pero esto es un acrílico del malo. No me jodas —le recrimino, cabreada.

—No me jodas tú, y haz el favor de relajarte. Ya he hablado con Maurice y esto no volverá a suceder, pero las ligeras variaciones en cuanto a composiciones y gramajes están permitidas, y sabes que un tejido puede venir manchado, barrado o agujereado, sobre todo cuando hablamos de puntos, canales y felpas, y es algo completamente ajeno a Compras —me dice, soltando todo el aire de golpe—. Escúchame: tú diseñas y apruebas bocetos sin tener en cuenta que luego, desde Compras, tienen que adaptar tus exigencias a sus presupuestos y, créeme, aunque no lo veas, Maurice hace un gran trabajo.

—Me cago en la hostia, Elkann —mascullo entre dientes y, si pudiera, me bajaría ahora mismo de este coche y lo mandaría a la mierda a él y al capullo de Maurice.

—¿Puedes confiar en mí? —me pregunta, y me vuelvo para mirarlo, tan cabreada y ofuscada que no puedo ver nada más allá de este dichoso tejido y de todos los que lo han precedido. ¡Que me relaje, dice, hostias!

—No estoy en el mejor momento para que me pidas eso.

—Y qué equivocada estás... —replica, dejándome pasmada.

—Lo que tú digas —le dedico entre dientes, viendo cómo el vehículo se detiene frente al hotel en el que suelo alojarme cada vez que vengo a la ciudad.

—Vamos —me señala, bajando del automóvil, y suelto todo el aire de golpe para imitarlo. Maldita sea.

Hago el check-in y dejo mis maletas en la habitación mientras él me espera en la recepción, hablando por teléfono, y, cuando regreso a ella, ambos nos encaminamos de nuevo hacia el coche, para dirigirnos a las oficinas centrales de D’Elkann.

—Baja —me ordena cuando el coche se detiene en Trafalgar Square, rompiendo el mutismo en el que ambos nos hemos sumergido; yo, porque hiervo de rabia, y él, a saber.

—No hemos llegado —constato con sequedad, observando la calle en la que estamos a través de la ventanilla.

—¿Y eso quién lo dice? Baja —me ordena otra vez, empleando el mismo tono que estoy empleando yo con él, abriendo la puerta de la berlina para, seguidamente, apearse del ve­hículo—. Primero, deja de comportarte como una diseñadora endiosada —me recrimina, echando a andar cuando me coloco a su lado, y ahora es cuando le daría un guantazo tras otro—. Tienes un equipo respaldándote, no puteándote, y tú no debes interpretar tu canción como solista, sino como directora de la orquesta —me matiza, sin molestarse en mirarme, guardando sus manos en los bolsillos de su abrigo, y lo fulmino con la mirada.

—Y ahora resulta que la solista soy yo y no Maurice, que hace lo que le viene en gana —remarco, enfadada, frenando en seco—. ¿Para eso me has hecho venir?, ¿para soltarme el sermón? —inquiero y, maldita sea, a saber qué hostias le habrá contado Maurice—. Para que te enteres, no soy ninguna diseñadora endiosada, simplemente estoy velando por tu negocio, pero, si a partir de ahora todo vale, por mí, perfecto. Si luego bajan las ventas, tú sabrás, porque las clientas no son tontas y si Temporada y Pronto Moda funciona tan bien es porque saben que, en nuestras prendas, aparte de diseño, también tiene cabida una calidad que no encuentran en otras marcas.

—¿Y quién ha dicho que todo vale? —me pregunta entre dientes, acercándose a mí para no hacer partícipe de nuestra conversación a nadie, y puede que el tono de sus ojos sí sea variable con sus emociones, porque ese azul turquesa que normalmente domina su mirada se ha vuelto acerado... y, de nuevo él... azul y acero y esa cena en ese restaurante—. Joder, María Eugenia, solo te estoy pidiendo que llegues a un entendimiento con Maurice, porque mi tiempo vale un huevo y no puedo perderlo tratando estos temas. Esto que ha pasado es inaceptable y desde Compras lo están solucionando, pero no puedes montar un circo cada vez que te varían las calidades, porque no solo estás tú y lo que te gustaría, también está el Departamento de Compras y el Financiero, y cada uno vela por lo suyo, así que, cuanto antes lleguéis a un entendimiento, mejor para todos —masculla, echando a andar otra vez, tan cabreado como lo estoy yo.

—¿Y puedo saber qué hostias hacemos aquí en lugar de ir a tu despacho? —le planteo con frialdad, haciendo a un lado este tema del que poco más hay que decir.

—Al contrario de lo que piensas, no te he hecho venir a Londres para soltarte ningún sermón. Vamos, quiero mostrarte una cosa —me comenta, encaminando sus pasos hacia la National Gallery, uno de los museos de arte más prestigiosos de la ciudad y uno de los más famosos internacionalmente.

—Y ahora vamos a ver cuadros. De puta madre —siseo entre dientes cuando accedemos a una de sus muchas salas.

—¿Tanto te cuesta quedarte callada? —me reprende, frunciendo el ceño, y lo miro apretando los labios para no mandarlo a la mierda—. Así me gusta. Cinco minutos, María Eugenia, solo te pido cinco minutos de silencio para que te dediques a contemplar lo que te rodea. Olvídate de Maurice, de lo mucho que te cabrea e incluso de la fiesta de mañana y sumérgete en lo que te rodea. Vacíate de todo y saca a la diseñadora que tienes dentro —me pide en un susurro cerca de la oreja, y no sé cómo lo consigue, pero logra que me olvide de todo para ver solo el arte que nos envuelve.

Obras abstractas que me llevan, con sus trazos y sus colores, a bosques encantados, a calas turquesas de arena blanca y a jardines plagados de flores de múltiples tonalidades. «Qué maravilla —pienso para mí, alejándome de él para detener mi mirada en cada matiz, en cada detalle, en cada pincelada—. El arte emociona, como hace la música; te engancha y te lleva de su mano al mundo infinito de la imaginación. El arte cerca tu garganta y tiene la capacidad de llenar tus ojos de lágrimas, como hace la música y también la moda, porque no hay nada más emocionante que un desfile donde se aúne todo, y este es mi mundo», reflexiono de repente.

—¿Qué ves? —inquiere al rato, y sonrío, sabiendo exactamente a qué se refiere.

—Veo estampados de ensueño —musito, centrando mi mirada en el azul de sus ojos, que vuelve a ser del tono de una cala paradisiaca.

—¿Te digo yo lo que veo? —añade en voz baja, y asiento con la cabeza, completamente abducida por el tono ronco de su voz y por la intensidad que desprende su mirada ahora.

—Veo el puente perfecto entre Dreams y Temporada y Pronto Moda. Veo una colección nueva que vista a la mujer que debe enlazar una reunión de negocios con una cena. Veo prendas versátiles, en un estilo chic, donde predominen el blanco y el negro, pero donde se incluyan los estampados que has imaginado recorriendo estos lienzos. Quiero una colección en la que las prendas puedan combinarse entre sí de distintas maneras, obteniendo looks diversos que puedan utilizarse tanto de día como de noche.

—Me encanta —susurro, percibiendo el entusiasmo latir en la yema de mis dedos—. ¿Quién diseñaría los estampados?

—Yo; de hecho, tengo unas cuantas ideas en mente —me anuncia, aunque sin desvelarme nada más, y ahí está esa forma de trabajar que es tan similar a la mía, posiblemente porque he tenido al mejor maestro; él. Revelando solo lo justo, guardando para sí lo que, de momento, es un tesoro demasiado preciado—. Solo te pido que confíes en mí y, por supuesto, máxima discreción con este tema.

—Sabes de sobra que no voy a hablarlo con nadie. ¿Nuestro amigo lo sabe? —inquiero, echando a andar cuando él lo hace.

—Cuando dices «nuestro amigo», deduzco que no estás refiriéndote a Manuel, sino a Maurice, ¿verdad?

—Verdad.

—No, todavía no; quería hablarlo contigo antes. Esto, por ahora, es solo una idea, un sueño que tengo en mente, pero hay otras cosas que van por delante y que quiero cerrar antes.

—Entonces, ¿es algo a largo plazo? —le planteo, sintiendo las gotitas de agua darme en el rostro cuando salimos a Trafalgar Square, y alzo el cuello de mi chaqueta para protegerme de ellas y de este frío cortante.

—Posiblemente —contesta, echando a andar hacia el ve­hículo, que nos está esperando—. Esta colección tiene que ser algo especial —prosigue una vez accedemos al interior y nos encontramos a cobijo del agua, del frío y a salvo de oídos indiscretos—, y quiero que todo lo que tenga que ver con ella también lo sea: los tejidos, los estampados, los diseños... pero añadir una nueva colección, con el incremento de ventas que tenemos a diario, nos va a obligar a hacer cambios en nuestra infraestructura o en nuestra forma de trabajar.

—En Diseño podemos asumirlo, pero vas a necesitar a más gente en Confección.

—Lo sé —se limita a contestarme, e intuyo que hay algo más, algo que no va a explicarme por ahora, porque él es así y yo he aprendido a ser como él; a guardar silencio, a sopesar bien las ideas, a estudiarlas y cerrarlas y, luego, a compartirlas.

El resto del día lo empleamos en tratar diversos temas relacionados con la empresa, que son muchos y variados, y, por supuesto, a hablar sobre esta nueva colección que ya no es solo su sueño, sino también el mío, y qué emocionante es vivir el proceso desde el principio con este hombre con el que me siento una alumna continuamente, pues rebosa talento por todos los poros de su piel.

—Quiero pedirte una cosa —me dice con seriedad, apoyando la espalda en el respaldo de su silla mientras la luz mortecina del atardecer se cuela a través de la ventana que tengo frente a mí.

—Si tiene que ver con Maurice, no puedo prometerte nada —lo advierto de entrada, esbozando una sonrisa, pues ese cabreo que sentía bullendo dentro de mí ha ido perdiendo fuerza, a lo largo del día, hasta desaparecer por completo.

—No tiene nada que ver con él —me asegura, y no sé si es por el tono de voz que ha empleado o por ese brillo fugaz que ha cruzado su mirada durante una breve fracción de segundo, pero ha conseguido que un latido extraño se adueñe de mi garganta; uno que, de una manera difícil de explicar, lleva la tristeza consigo—. Quiero que luches por tus sueños, María Eugenia, y que, cuando llegue el momento, ningún sentimiento de culpabilidad te frene. No estás en deuda conmigo. Esto es solo un negocio: yo vi talento en ti y te ofrecí un puesto de trabajo, ¿está claro?

—¿Y puedo saber a qué viene esto? —le pregunto, sin poder alejar mi mirada de la suya, y algo me dice que este fin de semana va a traer más cambios a mi vida.

—Simplemente quiero que lo tengas claro cuando llegue el momento —se reafirma, levantándose para acercarse a mí. En silencio, lo veo sentarse en la silla que tengo a mi lado e inclinar ligeramente el cuerpo para apoyar los antebrazos en sus piernas, y no sé si quiero seguir escuchando, porque, de repente, temo lo que sus palabras puedan traer consigo—. Has sido mi apuesta más segura desde el primer instante y lo sigues siendo, pero, si yo lo vi, otros más inteligentes que yo también lo verán, y es lo que debe ser. ¿Recuerdas que una vez te dije que te ayudaría a conseguir tus sueños? —me formula, atrapándome con su mirada, y asiento con la cabeza—. Perfecto. Vamos a cenar —cambia de tema como si nada, levantándose y dejándome con un palmo de narices.

—Espera un segundo, no puedes decirme esto y pretender que lo deje pasar —protesto, levantándome pero sin moverme de sitio, mientras él se pone el abrigo con toda la tranquilidad del mundo.

—No te he dicho nada, solo te he recordado algo que no quiero que olvides. Venga, muévete, estoy muerto de hambre.

Y aunque lo intento de todas las formas posibles, no logro sonsacarle nada más durante la cena o durante el día siguiente, cuando pasamos la mañana juntos en su despacho, y es que en la vida de mi jefe no hay un rato para el ocio o para la diversión, como tampoco lo hay en la mía.

 

* * *

 

El coche de la compañía pasa a recogerme por el hotel a las siete en punto de la tarde y, enfundada en un vestido largo y ceñido, de cuello caja y manga larga con hombros ligeramente estructurados y confeccionado con un tejido cuajado de pequeñas lentejuelas rectangulares verde esmeralda, accedo al ve­hículo con mi melena pelirroja cayendo como una cascada por mi espalda. «¿Qué estará haciendo? —me pregunto de repente, perdiendo la mirada por la ventanilla—. Hoy hace justo una semana que nos besamos —pienso, mordiéndome la cara interna de una mejilla, viendo su rostro cruzar mi mente, algo que hace muy a menudo—. Hoy hace una semana que me vestí pidiendo guerra y encontré el fuego —me castigo, sintiendo cómo mi vientre se contrae ante ese recuerdo—. Hoy hace una semana que estuve en su mundo y hoy... hoy estoy en el mío, vestida como me gusta, yendo a una fiesta en la que estoy segura de que no me sentiré fuera de lugar y con gente afín a mí y mis gustos, solo que... solo que nada», corto el hilo de mis pensamientos, llenando mis pulmones con una fuerte inspiración. Cojo mi clutch cuando la berlina se detiene frente al edificio en el que tendrá lugar la cena y, posteriormente, la fiesta.

«¡Oh, my Dior!, por eso quería Elkann que estuviera aquí —exclamo mentalmente, asombrada, cuando accedo al interior del recinto y el lujo y el glamour, en toda su extensión, me reciben con los brazos abiertos—. Vaya, Elton John y su marido no han reparado en gastos y han congregado a la flor y nada de la sociedad británica, del mundo de la moda, de la música, del cine y... un momento —detengo el curso de mis cavilaciones cuando mi corazón se salta un latido al reconocer, entre los muchos invitados, a Sidney Toledano, el presidente de la casa Dior, el hombre que destronó a Galliano y el que más tarde designó a Raf Simons como actual diseñador de la maison—. Por Dios bendito, yo idolatro a este hombre desde hace años», me emociono, sin poder alejar mi mirada de su persona.

—¿Me permite que la acompañe a su mesa? —se dirige a mí un chaval joven, con una carpeta en la mano, y me limito a asentir con la cabeza, dándole mi nombre, y me quedo sin respiración cuando me lleva justo a su lado, a la mesa en la que se encuentra él. ¡¡La hostia!!

«¿Recuerdas que una vez te dije que te ayudaría a conseguir tus sueños?», resuena en mi mente la voz de mi jefe mientras el latido de la tristeza, engalanado de gratitud, se instala en mi garganta ahora que sus palabras cobran finalmente sentido.

—¿María Eugenia? —oigo una voz que me resulta ligeramente familiar y me vuelvo para ver a la actriz Charlize Theron, con la que he coincidido varias veces en diversos eventos y desfiles.

—Charlize, ¡qué alegría verte de nuevo! —la saludo, dándole un par de besos.

—Lo mismo digo. Estás espectacular —me halaga, deslizando su mirada por mi vestido, y hago lo propio con el suyo. Dior—. Ese vestido es diseño tuyo, ¿verdad?

—No visto nada que no sea diseño mío —le aclaro, esbozando una sonrisa—, y tú deberías hacerlo —prosigo en voz baja, dedicándole una sonrisa cómplice, pues todavía no he conseguido que elija uno de mis diseños para un estreno o para pisar la alfombra roja.

—Hace bien, yo tampoco lo hago —oigo que dice alguien a mi espalda con voz grave, y me vuelvo para encontrarme, frente a frente, con la mirada de ese hombre que puede convertir mi sueño en realidad—. Perdone mi atrevimiento, me llamo Sidney Toledano, ¿y usted? —me pregunta y, durante un breve segundo, que yo siento eterno, detengo mi mirada en su nariz prominente y en sus profundas ojeras. «Solo duermo cuando estoy cansado», leí un día en una entrevista que le hicieron; es tan alto como yo, corpulento, y lleva el cabello espeso y plateado peinado de lado.

—María Eugenia de la Rúa. Encantada de conocerlo —me presento, tendiéndole la mano, que se lleva a los labios.

Y si hay momentos cruciales en la vida de las personas, sin duda yo estoy viviendo el mío ahora.

—Lo mismo digo. Charlize, estás bellísima —la saluda, dándole un par de besos para dirigirse de nuevo a mí—. Entonces, ¿es usted esta María Eugenia de la Rúa? —me formula, cogiendo el pequeño cartelito blanco que se encuentra en la mesa donde aparece mi nombre escrito en cursiva y en tinta negra, y asiento con la cabeza, percatándome de lo grandes que tiene las manos.

—Eso parece —contesto, todavía sin poder creerlo, viendo, con el rabillo del ojo, una pequeña medalla que lleva en la solapa de la chaqueta y que indica su condición de Caballero de la Legión de Honor de Francia.

—Por favor —me indica, moviéndose para retirar la silla y que pueda sentarme, y esta es mi oportunidad de conseguirlo y, de nuevo, ha sido gracias a Elkann, y en este instante cobra más valor la conversación que mantuvimos ayer.

—Sidney, deberías ver los diseños que crea esta mujer. La colección Dreams es un sueño, y nunca mejor dicho —interviene Charlize, y, si estoy soñando, no quiero despertar nunca.

—La conozco —afirma, dejándome pasmada, provocando que la sangre deje de circular por mis venas.

—Espero que sea de su agrado —le comento, cogiendo la copa de vino que acaban de servirme para llevarla a mis labios. «Conoce mi trabajo», me ilusiono, obligándome a mostrarme firme y tranquila y a que no me tiemblen ni la mano ni la voz.

—Lo es. En realidad, su manera de entender la moda coincide bastante con la mía —me asegura, y no es para menos, pues he crecido como diseñadora siguiendo las pautas de mi otro gran maestro: Christian Dior—. ¿Puedo hacerle una pregunta? —me plantea, y es curioso, porque, cuando estoy con Ciro, soy incapaz de ver o escuchar nada que no tenga relación con él y, en cambio, ahora, cuando estoy viviendo el momento más crucial y decisivo de mi carrera y posiblemente de mi vida, soy capaz de ver todo lo que me rodea e incluso de escuchar conversaciones ajenas, y esto es algo en lo que posiblemente debería reflexionar cuando esté a solas.

—Por supuesto —acepto, haciendo a un lado su recuerdo para centrarme en lo que debo.

—¿Qué busca cuando imagina un boceto? —Y me percato de que no ha dicho «cuando dibuja» un boceto, pues su actual diseñador tiene mucho talento, pero no sabe dibujar.

—Quiero que la mujer que vista mis diseños se sienta femenina y segura de sí misma. Yo no quiero seguir códigos ni tendencias, quiero reinventarlos y olvidarme de ellas, porque, para seguirlas, ya están otros —me explico, convencida, ante su atenta mirada—. Quiero revolucionar la moda y alzar mi voz a través de mis diseños. Quiero demostrar que no necesitamos disfrazarnos o mostrar nuestra piel en exceso para que nos tengan en cuenta o para reivindicar nada. El día que un hombre vista con unos pantalones transparentes mostrando sus nalgas al mundo puede que valore que un diseño mío muestre los pechos de la mujer... aunque... ni así —prosigo, segura, mientras él guarda silencio, y sé que estoy tirándome de cabeza a la piscina, pero no me importa—. Se han distorsionado tanto los conceptos y las palabras que hemos llegado a un punto que no entiendo ni comparto, y necesitamos reubicarlos para empezar a valorarnos de nuevo como mujeres y como personas. Y qué mejor forma de hacerlo que mostrarnos al mundo como lo que somos: mujeres inteligentes que sabemos que no debemos exhibir nuestras cartas antes de empezar a jugar, sino cuando ya hemos ganado.

—Una forma de pensar muy arriesgada, ¿no le parece? —inquiere y, sonriendo, saco un bolígrafo de mi clutch para, sobre la servilleta blanca, dibujar un diseño que tengo en mente desde hace días, y lo curioso es que no quiero sorprenderlo, sino convencerlo.

—Se lo regalo. Aquí tiene mi forma de pensar arriesgada, sin mostrar nada y mostrando más que si lo hiciera. Lo evidente y lo sencillo es para todos; lo difícil y lo arriesgado, para mí. Y, ahora, fin de la conversación. Estamos en una fiesta y pretendo disfrutar de ella y también conocerlo a usted —le digo, cogiendo de nuevo la copa de vino para llevármela a los labios, fingiendo un aplomo y una seguridad que estoy muy lejos de sentir. Estoy hablando con Sidney Toledano, el presidente todopoderoso de Dior, y le he dicho que no quiero hablar más de trabajo. ¡Por favor!

—Elkann tiene mucha suerte de poder contar con usted —me alaba, y lo miro enarcando una ceja, sin soltar mi copa de vino.

—¿Conoce a Elkann? —planteo, sorprendida.

—Hemos coincidido un par de veces —me responde, esbozando una sonrisa, y se la devuelvo muy convencida de que, si hoy estoy aquí sentada, a su lado, es gracias a él—. ¿Qué tonos emplearía?

—Azul y dorado —respondo sin dudarlo un segundo, percatándome de que son sus colores; el azul de sus ojos, el dorado de su pelo.

—Me gusta. Gracias por el regalo —me dice, cogiendo la servilleta, plegándola y guardándola en el bolsillo de su chaqueta.

Ya está hecho. Solo espero haberlo hecho bien.

Paso el resto de la noche sintiendo que estoy viviendo un sueño, pues Sidney es la clase de hombre con el que me siento a gusto; es culto, educado y divertido. Ese tipo de persona con la que puedes hablar durante horas y horas, bien sea de moda o de la vida en general, solo que no ha conseguido que mi mundo enmudezca, a pesar de vivir en el mismo que yo.

—Ha sido un verdadero placer conocerte, María Eugenia —se despide frente a mi vehículo, bien entrada ya la noche.

—Lo mismo digo, Sidney; lo he pasado genial —le aseguro, tuteándolo, tal y como ha hecho él conmigo, pues, entre plato y plato, hemos acordado dejar de hablarnos de usted—. Llámame si vienes a Madrid —le indico con afabilidad, y no porque sea el presidente de Dior, sino porque me gusta él como persona.

—Y tú ven a verme si vienes a París —me corresponde, dándome un par de besos.

—Te lo prometo —musito, viendo cómo abre la puerta de mi coche para que acceda a él—. Buenas noches —me despido, subiendo ligeramente mi vestido para entrar en la berlina y, cuando cierra la puerta, me vuelvo hacia la ventanilla para dedicarle una sonrisa resplandeciente.

«Madre mía —pienso, echando la cabeza hacia atrás cuando el vehículo se pone en marcha, alejándome de él, sin poder dejar de sonreír—. Voy a necesitar años para poder digerir esto.»

 

* * *

 

—Buenos días, ¿desayunas conmigo? —le pregunto a Elkann al día siguiente, cuando contesta mi llamada.

—Hace horas que he desayunado —me contesta mientras apoyo la espalda en el cabecero de la cama—. ¿Qué tal fue esa cena ayer?

—Lo sabías, ¿verdad? Sabías que Sidney Toledano iba a asistir —susurro, perdiendo la mirada en la pared que tengo enfrente.

—Sí, lo sabía —me confirma y, sin tenerlo delante, sé que ha esbozado una media sonrisa.

—Estaba sentada a su lado —le cuento, mordiéndome el labio inferior y viendo el sol, a través de la ventana, resplandecer ya desde lo alto, alumbrando mis alrededores más cercanos, pero privándome de ver el universo infinito, ese universo infinito que es él.

—Sí, eso también lo sabía —me cuenta con voz profunda.

—No sé qué decir.

—Solo dime que lo hiciste bien.

—Eso espero... Gael... —Y no puedo ni acabar la frase, porque, en realidad, no sé ni por dónde empezar a construirla.

—Escúchame, la vida son ciclos, y el tuyo en D’Elkann está terminando. Tienes muchísimo talento, María Eugenia, y, muy a mi pesar, tu futuro no está en la empresa, sino en la alta costura. Yo no quiero atarte a un puesto, porque, si lo hiciera, perderías ese brillo que te caracteriza. Solo te pido que, si se pone en contacto contigo, Toledano o quien sea, me avises para que pueda buscar con tiempo un sustituto —me dice con voz profunda, y siento cómo unas garras invisibles estrangulan mi garganta, porque esto no es la primera vez que lo hablamos, pero sí la primera vez que realmente puede suceder.

—Nunca te dejaría tirado, puedes estar tranquilo respecto a eso —le garantizo, notando cómo una lágrima se desliza por mi mejilla—. Gracias por ser mi maestro y por darme las oportunidades de mi vida, primero como diseñadora de la firma y ahora con esto. Nunca, jamás, por muchos años que viva, podré llegar a agradecértelo —afirmo, percibiendo el recorrido de esa lágrima hasta llegar a mi cuello, donde se detiene.

—Yo no he hecho nada, María Eugenia. Todo lo que has logrado, todo, ha sido gracias a tu esfuerzo y dedicación, y, si consigues que Sidney te elija a ti, llegado el momento, será porque ayer lo hiciste bien, ¿está claro?

—Una vez leí que las mujeres teníamos grandes ambiciones y los hombres grandes egos, pero a ti no puedo incluirte en esa definición, porque nunca he conocido a un hombre más generoso que tú. Por supuesto que has hecho algo. Has antepuesto mis sueños a tus intereses, ¿te parece poco?

—¿Sabes por qué funciona tan bien D’Elkann? —me plantea, sorprendiéndome.

—Por ti —le aseguro, sin asomo de duda.

—Te equivocas. Funciona tan bien porque todos estáis motivados y porque estáis donde queréis estar, por eso dais lo mejor de vosotros mismos. Tu tiempo en la empresa se está agotando, y yo puedo ir a favor de eso o en contra.

—Y has decidido ir a favor.

—Cuando frenas a tu equipo, su entusiasmo desaparece y, con él, su talento. No soy generoso, simplemente estoy velando por mis intereses —me aclara, solo que no estoy de acuerdo con sus palabras.

—Lo que tú digas, pero no vas a conseguir que cambie de opinión —sentencio, sonriendo.

—¿A qué hora sale tu vuelo? —cambia de tema, porque él también es así; se incomoda cuando lo ensalzas, resta importancia a sus logros y enaltece los de las personas que lo rodean, y yo tengo mucho que aprender todavía de él, porque no soy hombre, pero mi ego, si esa comparación es cierta, es tan grande o más que el de todos ellos.

—Dentro de tres horas.

—Buen viaje. ¿Te veré en la fiesta de la empresa? —inquiere, haciendo referencia a la fiesta benéfica que todos los años celebra D’Elkann y cuya recaudación va destinada íntegramente al colegio Santos García de Madrid, un colegio de enseñanza especial cuya última ampliación corrió a cargo de la empresa, y esa es otra de las facetas que la gente desconoce de mi jefe, pues parte de los beneficios van destinados a la investigación y a una fundación que creó hace años, Mi Pequeño Campeón, en la que trabajan con familias de niños con lesiones cerebrales que derivan en discapacidad, para apoyarlas y acompañarlas en todas las dificultades que pueden surgirles.

—Sabes que nunca me la pierdo —le confirmo, pues es mi manera de aportar mi granito de arena.

—Nos vemos entonces dentro de unos meses.

—Sí, nos vemos —me despido antes de colgar.

«Por supuesto que este fin de semana va a traer cambios consigo», asumo, levantándome para dirigirme hacia la ventana, desde donde contemplo el ir y venir de los transeúntes, solo que, en realidad, no lo estoy viendo.

«Sé que soy buena, pero no sirve de nada que yo lo sepa si no lo sabe quien debe saberlo. Si el mundo no te ve, no existes, y a mí no me están viendo, al menos, no como necesito.»

«Ahora ya me ha visto —me animo, rodeando mi cuerpo con ambos brazos—; incluso le he regalado un boceto. Lo que venga a continuación ya dependerá de él o de lo que el destino me tenga reservado», medito, llenando mis pulmones con una fuerte inspiración.

 

* * *

 

Llego a Madrid al caer la tarde y, mientras el taxi cruza la ciudad, una imagen cruza mi mente; la suya. «No he sabido nada de él desde que me dejó en la puerta de mi casa —me entristezco, mordiéndome la cara interna de una mejilla—. Ha desaparecido de mi vida, como si nunca hubiera formado parte de ella. Puede que esté esperando a que yo dé el paso, solo que no voy a hacerlo, a pesar de que no me lo quito de la cabeza y de que este fin de semana, con todo lo que ha traído consigo, no ha sido comparable con lo que viví el sábado a su lado, y a pesar, también, de que lo que siento por él, en ocasiones, resuena con más fuerza en mi interior que mis propias palabras.»

«Todo se complicaría demasiado —concluyo, sintiendo un peso extraño asentarse en el centro de mi pecho o de mi corazón—, y, ahora que estoy tan cerca de alcanzar mi propósito, no es el momento de empezar nada, y menos con él. Mejor si se mantiene alejado de mí. Mejor si no me llama. Mejor si no vuelvo a verlo», sentencio, inspirando profundamente, pues, durante un breve instante, mis bronquios se han cerrado o puede que hayan sido mis pulmones o quizá ese peso que siento en el pecho, pero, sea lo que sea, ha conseguido contraer mi interior.

 

* * *

 

Paso los siguientes meses llenando mis días y mi mente de trabajo, acompañando a mi hermana al ginecólogo cada vez que tiene una revisión, cenando algún viernes con ella y comiendo los sábados en casa de mis padres, y, aunque no quiero pensar en él, hay momentos en los que flaqueo, como la noche del 31 de diciembre en casa de mi amiga Silvia, cuando veo a mis amigas con sus maridos y sus hijos y la vida personal tan plena que tienen, «y no es que piense en él porque me sienta sola, porque no va por ahí el asunto, sino porque, de una forma difícil de explicar, lo echo de menos y me encantaría saber de él», reconozco mientras sostengo en brazos a Adriana, su hija, tan resuelta y decidida a pesar de lo pequeña que es. «La que le espera a mi amiga cuando este bichito crezca», me río mentalmente, divertida, haciendo mis cavilaciones a un lado.